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27 de febrero de 2009

El hombre sierpe (1 de 4)

Ni por un momento se me hubiera ocurrido soñar con transformarme en un ser celestial, en una mitología poderosa y justiciera.
Mi natural humildad me hace sentir bien con mi maldición.
Vampiros, licántropos, cíclopes, centauros, ogros, machos cabríos, cadáveres andantes... ¿Quién quiere ser eso?
Mi maldición es más placentera, es obscena. Ellos, los otros, sólo matan o dan miedo, incluso dan la vida eterna.
Aburrido, mediocre.
Lo mío es más difícil, es más artístico. Yo soy el placer más profundo. No busco víctimas, sólo doblegar voluntades por medio del placer. Tampoco me importa que cuando hayan disfrutado de mi placer, se deban suicidar porque jamás volverán a sentir lo mismo. Es terrible reconocer el placer total y desinhibido, y que se te escape por entre los dedos. Esperar cada día con el sexo húmedo volver a experimentar el placer divino y desesperar porque no vuelve es lo peor que le puede ocurrir a nadie. A mí me pasa.
Y tú llorarás cada día porque me arrastre de nuevo por tu piel y estrangule tus pechos. Porque me meta entre tus piernas hasta conseguir que te convulsiones con una lascivia que ni los dioses pueden provocar.
Satanás se transformó en serpiente para tentar a Eva. Yo soy más: soy tentación y pecado. Premio y castigo.
Lo bueno si breve, es una cabronada. La vida está plagada de demasiados malos momentos como para sentirse satisfecho por unos minutos de nirvana en toda la vida.
Soy una obscenidad reptante y provocar el tránsito del miedo y la repulsión al goce más profundo y obsesivo es mi único fin. Me alimento de vuestros coños, de vuestros humores sexuales, de vuestro corazón desbocado. De la dureza de vuestros pezones erectos.
Os amo hasta tal punto, deseo poseeros y dejar tal huella en vuestro cuerpo y vuestra alma, que la vida sin mí carece de sentido para vosotras.
Que mi ausencia os mate.

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Hace calor, el hombre se ha desnudado y se deja bañar por la intensa luz del sol de mediodía. Las paredes calientes del cuarto radian el calor a su piel y ésta reacciona escamándose.
El dolor intenso de cada día, como el pan de los cristianos, se apodera de todos sus puntos neurálgicos, un rollo de tela en la boca evita los gritos y los insultos al planeta por tamaño sufrimiento.
Su cabeza se oprime y se aplasta, cada escama que aparece rasgando la piel es una puñalada de dentro a fuera. No mana la sangre que lo pudiera liberar de la presión del dolor.
Las costillas se curvan y perforan los pulmones, nada es perfecto y de su boca mana un poco de sangre regurgitada, porque es necesario respirar a pesar de los reventados pulmones. Sus brazos se funden con el torso y las piernas entre si mismas. Alguien diría que se trata de una sirena.
Sin embargo el cuerpo sigue doliendo, y estirándose y fundiéndose los dedos y las piernas para convertirse en algo ondulante. Los órganos parecen pudrirse y es como morir. La lengua se ha transformado, se ha partido y ahora es un nervioso y fino látigo negro. Los ojos son dos bolas negras que son invadidas por un verde esmeralda obscenamente bello, vivo y brillante.
Cesa el dolor. El planeta ha cambiado, los colores más que reflejar, arden y algunos sólo están ahí, muertos. La materia fría y muerta relaja su visión, no le interesa. Sisea en el aire agitando su bífida lengua y dos metros y medio de carne recubierta de escamas amarillas y negras se mueven con celeridad para subir hasta el alféizar de la ventana, saltar a las ramas del árbol del patio del piso inferior y bajar por el tronco para desaparecer entre la hierba y las rendijas de las paredes.
Se arrastra por la oscuridad y la inmundicia que lanzan los vulgares por tuberías al subsuelo convirtiéndolo en algo ignominioso. El territorio del hombre serpiente es la basura de los superficiales, se arrastra por sus miserias en busca de mujeres a las que dar el goce que los hombres jamás podrían proporcionarles.

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De todos los animales de la tierra, sólo yo puedo hacerlo, sólo yo puedo cumplir las expectativas de ellas.

Linda llega por fin a casa. El sol del mediodía la ha seguido durante el camino a casa como una mala compañía. Su marido no llegará hasta bien entrada la tarde. Da gracias por tener un horario intensivo que le de un razonable tiempo para relajarse y descansar.
Se desnuda en la habitación quedando en ropa interior, lencería de algodón que muestra manchas de sudor y deja asomar algún rizo de vello púbico. Se deja caer en la cama y recupera el aliento durante un largo minuto.
Se desnuda completamente ya más relajada y se dirige al baño para ducharse.
Calienta una ración de carne estofada en el microondas y con prisa se hace una ensalada. Coloca los dos platos en una bandeja y se sienta en el sillón con ella en las rodillas. El televisor emite noticias a las que no hace demasiado caso. Sus pechos asoman por entre la camisa blanca abierta y unas braguitas de licra negra dejan entrever un tupido vello en el monte de Venus. Come casi con desgana, el aire acondicionado aún no ha alcanzado la temperatura de confort y bebe con avidez el vaso de agua.
Inevitablemente, y como cada día, tras dejar la bandeja de la comida en la mesita del comedor, se estira en el sofá y el aire que ya llega fresco, relaja sus músculos y su ánimo. El sopor se apodera de ella y también una dulce excitación que es el resultado de haber acabado la jornada diaria en la oficina. Se acaricia el monte de Venus mientras sus ojos se cierran.


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Una serpiente del grosor de un brazo y larga como un utilitario emerge a través de la boca de granito de un desagüe de la calzada. Se ha deslizado entre una rendija inferior del vallado de una de las casas adosadas de un barrio periférico y el mediodía le da un aire desértico al complejo residencial. Sus escamas negras y amarillas parecen fundirse por el efecto estroboscópico que produce su ondulante movimiento. Se dirige al canalón de desagüe del tejado, se anilla al tubo y trepa oliendo el aire y agitando la lengua. Sus ojos verdes están fijos en el balcón de la casa.

Me arrastro silenciosa por el suelo, lo más alejada posible de ese sol eterno e incombustible que no da un respiro a mis escamas.

Aún con medio cuerpo sujeto al tubo de desagüe, su cabeza parece flotar en el aire hasta hacer contacto con la baranda del balcón. Se arrastra con elegancia hasta llegar al suelo y repta hacia la puerta de cristal del salón; la cortina deja un resquicio que le deja ver el interior. El inconfundible aroma de una mujer excita al animal y su cabeza se eleva sobre los anillos de su cuerpo para observar con unos ojos curiosos y ávidos el interior de la casa. Su lengua golpea el vidrio de la puerta corredera.
La mujer resalta como lo único vivo en el salón, su cuerpo aparece rodeado de una aura naranja que vira al rojo en la zona de los pulmones; los brazos y las piernas, emiten un aura menos intensa. Entre sus piernas, hay un rojo brillante.
La serpiente golpea con la nariz el cristal de la puerta.
Necesita dar cuatro golpes más para que la mujer se despierte de su sopor y con los ojos aún adormilados, intente vislumbrar el origen del golpeteo.

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Linda se ha despertado, ha creído oír unos golpes en el vidrio de la puerta corredera del balcón. El noticiero ha acabado, son casi las cuatro y media de la tarde. Ha dormido casi tres cuartos de hora y tiene la impresión de que han sido escasos minutos.
Estira los brazos para desperezarse y sus pechos parecen saltar fuera de la camisa abierta. Lleva la cabeza hacia atrás para estirar la espalda y la braguita desciende hasta mostrar el inicio del vello púbico.
Se acerca hasta la puerta y la abre, una oleada de calor la incomoda.
No se ha fijado en las manchas húmedas del vidrio de la puerta.
Se asoma a la baranda del balcón con los ojos deslumbrados, sin reparar en una enorme serpiente arrollada bajo una de las sillas de plástico. No hay nadie en la calle, es demasiado pronto; la mayor parte de los vecinos empiezan a llegar a partir de las cinco y media de la tarde. Los críos son el aviso de que hay vida en el planeta, apenas han pasado las cinco, se pueden oír sus gritos al salir del colegio.
Tampoco ha podido ver la cola de la serpiente deslizarse silenciosamente dentro del salón hasta esconderse bajo una de las butacas, que se encuentran flanqueando el sofá, enfrentadas entre si.
Cuando entra de nuevo en el salón, se dirige a la habitación para buscar en el bolso el tabaco y el encendedor.
Se fumará un cigarro, lavará los platos y aspirará el suelo de la casa.
(Continúa)


Iconoclasta

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