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13 de agosto de 2008

Voleibol de barrio

El no tener el más mínimo aprecio por el lugar y momento en el que vivo me da una absoluta imparcialidad para ver sin falsos sentimentalismos ni eufemismos el comportamiento de la peña.
Es una ciudad pequeña, superpoblada ; caliente por un verano venenoso que pudre la basura de los contenedores y la orina humana y animal pegada a las paredes, creando vapores que ofenden el olfato.
Un barrio obrero con demasiada gente. Con demasiados cerebros lerdos incapaces de reconocer su intrascendencia. Hay una plaza enorme, de suelo de cemento, en la que juegan unos cuantos niños y unos mayores sentados en poyetes a modo de gradas a distintos niveles compiten por una sombra de un par de árboles, sacrificando su intimidad, su espacio vital por evitar unos rayos de sol.
Ni aunque ardieran mis pestañas me acercaría a nadie para estar fresquito. Prefiero entrar en combustión.
Hay que nacer así de mal e indigno para acercarse y sacrificar tu espacio y dignidad por una sombra.
He tenido tanta suerte de poder ver el mundo como es y no formar parte de él… Soy un elegido, más pobre que las ratas, pero de un elitismo que raya el racismo.
Bien, pues esta es la estampa de la plaza durante casi todo el año.
Así como en los trópicos llegan las temporadas del monzón, las estaciones húmedas; en este lugar (como en tantos otros), llega el tiempo de las olimpiadas del voleibol-playa. Unos obreros descargan sacos y sacos de arena para formar un murete de unos treinta centímetros de alto por todo el contorno de la plaza. Una vez elaborada esta rústica piscina, llegan camiones de arena para llenar el interior y crear así una especie de artificial playa donde instalan las redes para los juegos.
Cuando la arena está extendida y aplanada y dan ganas de entrar en el arenal para destrozar toda esa lisura, los innumerables portales de toda la plaza, comienzan a escupir adultos y pequeños que se mueven lentamente y con un rumbo inamovible hacia la arena, como si algo los atrajera hacia el centro de esa única zona limpia en todo el barrio.
Es como una puta película de zombis.
Entran en el arenal y se quedan quietos ahí en medio, algunos hablan con algún otro congénere suyo y sus crías retozan por la arena como cachorrillos de terrier eufóricos.
Cualquiera describiría la escena como la vida en el barrio, la convivencia y la vida en la ciudad.
Y una mierda.
Eso lo ven sólo los que ya están infectados por la inmundicia de una sociedad que asesina al individuo, que lo tortura. No hay un solo individuo solitario en toda esa arena. Todos balan o mugen, algunos fuman cigarros y otros porros. Sus hijos ya han comenzado a mearse y los vasos de vino malo y cerveza caliente, ya comienzan a inundar la arena.
Ni uno solo de ellos juega al voleibol, se limitan a contaminar la arena limpia con su presencia.
Soy un personaje de cómic metido en una dimensión de seres sin cerebro y voluntad. Me siento héroe entre tanta basura.
Unico también sería un calificativo adecuado.
A veces temo que toda esa chusma me identifique como un ser extraño y diferente y quieran comerse mi poderoso cerebro.
No juegan, lo juro, están quietos, ocupando espacio simplemente.
Así de real, así de verídico, así de vejatorio aunque ellos permanezcan ignorantes a su propia miseria.
Estaban espiando la calle desde las ventanas cerradas, esperando que algo cambiara. Sudando en la oscuridad de sus casas por un aire recalentado y viciado.
Monos enjaulados que observan con gravedad y los dedos metidos en las narices, cómo un obrero de mantenimiento repara su jaula habitual. Y cuando éste acaba, salen cautelosos y tocan y husmean lo que el operario ha hecho.
No es triste, simplemente deprimente. Ver a los humanos como realmente son no es nada gratificante.
Nadie puede ver lo que yo, nadie puede abarcar la realidad de la vida como es de verdad. Sólo yo. Y me siento solo (mentira, se trata de un recurso dramático y literario para dar más fuerza al texto).
Luego viene la alegría y el jolgorio de un baño de espuma, ahí ya me lloran los ojos, dan ganas de meterse ahí y frotar las sucias pieles de todos esos animales. No puedo evitar un escalofrío al imaginar sentir el contacto con sus pieles.
Un macho sexualmente adulto, pasa por mi lado en bañador y con el teléfono móvil en la mano, un moño de espuma sucia adorna su cráneo.
Huele mal de cojones. Ya lo decía yo, dan ganas de frotarlos con algún tipo de disco abrasivo para metales hasta dejar el hueso limpio.
Es que me lo paso bomba, coño. Estoy condenado a vivir las situaciones más tristes y deprimentes en todo momento. Nunca está uno preparado para vivir estos dramáticos momentos de imbecilidad humana, y menos aún cuando ocurren así, tan de repente.
Me voy a fumar un cigarro a mi casa con el aire acondicionado. Ya he tenido bastante experiencia vital por hoy.
Y no sé porque; puesto que aunque sé que no me cobrarían un céntimo por una mamada, no me acercaría a ellas; pero algunas de esas hembras del arenal, mojadas de agua y espuma, me la han puesto dura.
Supongo que no puedo controlar siempre mi minúsculo cerebro de reptil, que en el caso de ellos y ellas, es demasiado grande.
Y no soy racista, simplemente un zoólogo aficionado.
Y soy lo suficientemente salvaje y fuerte para soportar el calor, pero no la peste que emite toda esa manada de reses. De ahí lo necesario del aire acondicionado, ya que he de cerrar bien las ventanas de mi reino.
De mi cueva, de mi madriguera.
El verano sólo empeora lo que ya está mal.
Precioso.


Iconoclasta

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