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2 de agosto de 2008

La ciudad y el verano

Explota la luz en el verano, se filtra indecente por todas las
fisuras de los cuerpos y expiran los misterios del gris y la penumbra.
Es tiempo de mirar.

Las mujeres llevan poca ropa y sus bragas se marcan, sus pechos se
hacen más notables y mi pene es irrigado por más abundancia de
sangre. Los machos reproductores estamos en celo y deseamos las
hembras.
Los niños juegan más tiempo en la calle, en los parques. Son
molestos. Ya no tiene gracia el barullo de las tardes y las mañanas
en las calles, las madres, que unas semanas atrás recogían a sus
hijos a las puertas del colegio, deben encontrarse en casa a la
sombra en ropa interior, sudando por entre sus pechos.
Dejan que los niños jueguen, hace mucho calor para estar con ellos al
sol. Deben soñar como yo, con manos que las tocan, que las soban, que
las tratan como perras en celo.
Las huelo, sé que están húmedas, el que sea un urbanita no me hace
más cordial ni educado. Soy hombre y predador por naturaleza. No soy
culto ni tolerante ni una mierda de sensible.

La ciudad funciona así, como una enorme granja, como una reserva
animal donde las bestias creen estar en libertad.
Me siento como un vigilante de la reserva.
El verano trae estas cosas, uno pasea agobiado por el calor, y al
mismo tiempo, el planeta es más ameno y distraído. Hay una explosión
de colores y sonidos.
Es una explosión de mediocridad, una deflagración que me quema las
pestañas. No todo es bronce del sol.
A menudo mi bronceado es pura suciedad. Y el de otros también, que
nadie se crea a salvo de salpicaduras excrementicias.

Un viejo escribe algo en sus rodillas, con la mirada demasiado cerca
del papel. No me interesa.
Una tía con la falda muy corta, tiene los pechos tan apretados por el
sujetador, que salen por encima del escote. Trago saliva, y cae una
gota de sudor por mi nariz.
Un niño se acerca con la pelota, llega a mis pies, le doy una patada
y la lanzo al otro lado de la calle. No me importa lo que piense, la
ciudad es una explosión de color y sonidos que me ha dejado sordo y
ciego. Supongo que insensible ya lo era.
Otra tía buena… Esta lleva un vestido vaporoso y corto. Sus pechos se
agitan al ritmo de un caminar rápido sobre unas sandalias de
vertiginosa cuña y sus nalgas se balancean hipnóticamente. Da gusto
pasear por la ciudad.



—¿Tiene hora? —me pregunta el yonqui, seguramente para luego pedirme
un cigarro.

Me jode que me distraigan cuando observo cosas que me gustan.

—No tengo hora, coño. Hace calor —le siseo con hostilidad mientras él
mira el reloj en mi muñeca.

A veces uno busco el pelearse con alguien para liberar cierta tensión.
El de las venas picadas decide no tentar a la suerte y se aleja de mí
musitando algo que no me importa.
Con el calor la paciencia se agota antes, no hay nada como el
invierno para refrigerar y mantener las neuronas serenas.
Además, dicen que con el calor, se acelera la producción hormonal y
acabamos follando todos como monos, sin pudor alguno.
Mentira, los hay que no follarían aunque les pusieran un cuerpo
maniatado con un letrero que dijera: "Penétrame".

El calor también arranca momentos de divertida inspiración, no todo
iba a ser sudar.
Y anda que ésa… La camiseta le cubre escasamente las tetas, en el
ombligo lleva un piercing y sus piernas están tan trabajadas por la
gimnasia que uno se imagina pasando la lengua por la cara interna de
sus muslos y sacando sabor a sales minerales.

Otra explosión de color: un coche fúnebre negro con un pequeño ataúd
blanco dentro. También es una imagen impactante. Hay que estar atento
para poder captar los momentos de belleza que la ciudad nos ofrece de
la forma más imprevisible.
Un viejo camina a su lado, por puro azar; bueno, la verdad es que la
maciza camina deprisa y simplemente lo está adelantando.
La tía me mira y sonríe al ver en mís ojos la admiración que
despierta. Tengo unos brazos poderosos que las hace pensar en ser
tocadas y abrazadas por la bestia.
El viejo de repente tuerce a la derecha, es decir contra la pared. Se
para, se lleva las manos a la bragueta y se saca el pene para mear.



Esto sí que no lo soporto, otro que tiene ganas de joderme los buenos
momentos.
Cruzo la calle, me acerco hasta su espalda y con elegancia le doy una
patada en los riñones que lo lanzo contra la pared. Es un viejo
gordo y calvo con michelines en el cogote. Se ha partido los labios
al chocar contra la pared y la nariz le sangra.
Ha quedado panza arriba jadeando un apagado: "Ay que me ha matado
este cabrón".
De su pene aún mana un ridículo chorrito de orina que le empapa los
pantalones.

—Idiota —le insulto mirando su patético pene fláccido.

La paciencia se agota rápidamente con el calor, ya me lo había
avisado a mí mismo.
A ver si puedo acabar mi paseo sin que ningún gilipollas me moleste
más.


Iconoclasta

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