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10 de febrero de 2007

666 y la moralidad


El concepto de moral es sólo aplicable al comportamiento de los primates. Los dioses no formamos parte de ninguna moral.
De hecho la moralidad es un rasgo genético que Dios inculcó a los primates para que ocurrieran cosas que obligara al hombre a pedir su intercesión en algunos asuntos, digamos, comprometidos o difíciles.
Vamos, que Dios se aseguró el trabajo.
Los ángeles son morales y morales son los santos.
Yo no tengo moralidad ni inmoralidad; hago lo que quiero independientemente de la voluntad de Dios, del dolor de los ángeles, del dolor de los santos y el dolor de los primates, los humanos.
Y cuanto más terribles son mis actos a ojos morales, más me reafirmo como ser superior.
Me explicaré mejor.
¿Habéis oído hablar del Día de los Inocentes? ¿Creéis que Herodes el Grande, rey de la provinciana y mísera Judea, era malo? Aún resuenan los gritos de algunos bebés degollados en mi infierno. Están sufriendo, y él también al no poder oírlos. Tengo aislado a ese rey de pacotilla.
¿Y el pervertido Hitler, ese que en los desfiles apretaba fuertemente las nalgas al hacer su saludo maricón? Tenía que apretar los glúteos por la incontinencia que le provocaba un esfínter deshecho y desgarrado, que relajado, dejaba escapar sus heces por tantas sodomizaciones a las que se sometía por sus soldaditos, por sus generales.
Ese maricón no era malo.
Idia Amín, ese negro mono…
El porcino Franco, loco como una cabra porque la sífilis mal curada estaba pudriendo todo su sistema nervioso.
La nenaza loca de Nerón.
Calígula… Ese tarado se pinchaba con alfileres las glándulas lacrimales para que vieran como lloraba sangre.
Ninguno de ellos era malo.
Todos estos primates eran inmorales vistos desde vuestra perspectiva.
Malo soy yo porque no siento absolutamente nada cuando mato, destrozo y reviento cuerpos y almas.
Estos tiranillos, simplemente eran felices al matar. Sólo matando eran capaces de llegar al placer sexual. Son meros animales con los órganos sexuales directamente conectados a sus cerebros. Yo los he visto llorar de puro placer con las manos manchadas de semen evocando sus crímenes. Vi a Goëring con el pene del führer en la boca y por el suelo del despacho las fotos de primates judíos con los penes y los testículos arrancados con tenazas.
Todos esos maricas no eran malos, simplemente inmorales. No se les puede otorgar algo tan importante como la maldad.
Obtenían placer por ello, pero una vez se habían corrido, eran capaces de sentir afecto por los que les rodeaban.
Yo no.
Y no penséis en la Dama Oscura, ella es sólo una décima de segundo de mi existencia. Tal vez no viváis lo suficiente para ver como la abro en canal y saco una a una sus vísceras y las lamo. Pero ahora es su momento y apenas le quedan trazas humanas.
Ella es inmoral, porque disfruta con cada uno de mis actos. Ella es la más sangrienta de los primates, una joya en un pozo de inmundicias.
¿Veis lo que os digo? Ahora mismo ha abierto sus piernas llevada por el sonido de mi voz y me excita dejando que ese enorme perro lama su coño constantemente. Me mira fijamente y su cuerpo es todo un temblor de placer. El rosado pene del perro asoma goteando y gime a la vez que lame su vulva y sus ingles.
Hace unos segundos (25 años para vosotros) emergí de mi cueva al mundo como tantas otras veces hago cuando me da la gana. Paseé entre vosotros y ese día me llamó la atención el amor que las madres primates sienten por sus pequeños.
Yo conducía, y la madre cruzaba el paso de peatones con su hijo en el cochecito.
Aceleré y la golpeé lanzándola 10 metros adelante. Pasé por encima del cochecito y de su hijo, claro.
Frené, las ruedas del Aston estaban ensangrentadas. Saqué el cuerpo del bebé de entre el amasijo de tubos que era el cochecito; le había aplastado la cabeza, lo tenía cogido por el cuello, su pequeño cerebro caía lentamente desde la caja craneal. Sólo sentía curiosidad, era un muñeco roto.
Intenté sentir algo, pero sólo conseguí zarandearlo y con ello que sus minúsculas piernas tuvieran una contracción refleja y las encogió durante unos segundos.
Y gritó la madre, gritó lanzándose contra mí con uno de los brazos rotos y colgándole como si fuera de goma, el húmero partido salía al exterior sangrando. Sangraba por las orejas y la nariz.
Y me quitó de las manos a su hijo, me pegó puñetazos y patadas.
Le clavé mi cuchillo entre las costillas y lo hice correr, desde el costado siguiendo el intersticio de las dos costillas hasta llegar al pecho, y no soltó a su hijo ni por un momento a pesar de que la corté lentamente. De que el filo del cuchillo le estaba destrozando el pulmón izquierdo. Usaba un feo sujetador para la lactancia.
Luego le partí el cuello.
Los primates se habían agrupado en muchedumbre viendo la escena, parecían estar en trance, no se atrevían a acercarse. Era puro miedo.
El ulular de las sirenas se aproximaba. Y yo medité encendiendo un cigarro mirando los cuerpos muertos, intentando imaginar que sería sentir placer o zozobra.
Pero no sentía nada, era como dar una bocanada al puro, simplemente el vicio de hacerlo.
Ni siquiera la profunda mirada de terror de la madre al ver a su hijo destrozado consiguió emocionarme de ningún modo.
Me metí en el coche y me largué de allí, hacia otro lugar donde experimentar.
No os creáis que después de tanto tiempo que llevaba viviendo en el universo sentí de repente, en ese momento, el deseo de experimentar.
Siempre he tenido curiosidad por conocer, aunque fuera aproximadamente, la sensación de dolor de los primates. Su angustia.
Pero nada, está visto que ser Satanás tampoco es la polla, hay cosas que no se pueden sentir. No importa, me gusta como soy, no quisiera ser de otro modo.
Es más, me hice a mí mismo.
Durante días leí en los diarios lo ocurrido, mintieron en las noticias. No hablaron de asesinato, si no de accidente. Porque nadie podía explicar ni aceptar cómo la muchedumbre quedó petrificada viendo aquella escena.
Y yo no iba de monstruo, mi cuerpo es ancho y no soy demasiado alto. Vestía unos vaqueros negros y una camisa de cuadros beige, la llevaba por fuera del pantalón y abierta hasta medio pecho. Yo parecía un hombre de lo más vulgar. Bueno, la verdad es que mis brazos y espalda causan cierto respeto, pero no como para causar un shock ante mi visión.
Os juro que no hice trampas, que no invadí sus mentes. Se quedaron quietos como gacelas mirando desde una prudente distancia como el león devora a una de ellas.
Luego sintieron vergüenza de si mismos, a escala planetaria.
Pero yo no me sentí inmoral, ni mi pene estaba excitado. Incluso me distraía pensando en la primate de minifalda que ahogaba un grito llevándose una mano a la boca. Sentí deseos de apoyarla en el capó del Aston y meterle mi malvada polla, allí frente a la manada.
Mi Dama… miradla, se ha dado la vuelta y me enseña, abriendo las nalgas, lo dilatado de su ano.
Y el maldito San Bernardo sigue lamiéndola.
Quiero ser ese perro…
Emergí al cabo de unos segundos de mi cuerva. Pensé muchas cosas para seguir experimentando y al final me decanté por masacrar una guardería. Las guarderías son lo más sagrado de los primates. Entré en una llamada Nubes de Algodón, llamé a la puerta y me abrió una de las cuidadoras, la empujé adentro, cerré con la llave la cerradura y comencé la tarea que yo mismo me había impuesto.
Disparé a las siete cabezas de las cuidadoras.
E hice como Herodes en cada una de las 8 habitaciones que formaban la guardería. El suelo era de linóleo imitando la madera y las pareces tenían una ancha cenefa con dibuos de juguetes. Los altavoces emitían con un volumen discreto, canciones infantiles. Maté 77 niños, fue molesto porque cuando oyeron el tercer disparo que le entró por la nariz a una de las puericultoras, ya casi todos lloraban.
Un pequeño en pañales se escondía tras un silloncito infantil de plástico rojo, me hizo gracia esa ostentación de instinto de supervivencia. La bala reventó el sillón y su cuello.
Los que dormían la siesta se despertaron y tuve que esmerarme en matarlos, sin dejarme a ninguno; gasté 16 cargadores del 45. Los que aún no sabían andar fue coser y cantar matarlos, pero los que tenían a partir del año y pico de edad, me obligaron a apresurarme.
En menos de 15 minutos estaban todos muertos. Era arriesgado pisar el resbaladizo suelo ensangrentado, podía caer y ensuciarme la ropa. La sangre de primate huele muy mal.
Había sangre por todas las paredes porque había niños por todas partes; en un posterior repaso tuve que rematar a unos cuantos que aún lloraban.
Los vecinos en la calle, habían oído el sonido de los disparos y golpeaban furiosos la puerta cerrada de la entrada. Al fin, con la ayuda de los bomberos y la policía, consiguieron entrar en la guardería.
Las mujeres lloraban y vomitaban, los hombres también; no entiendo porque les pagan más si hacen lo mismo que ellas.
Yo estaba en el otro lado, mirándolos, observando los lamentos, a las madres y padres de rodillas en el sangriento suelo llorando a sus hijos. La policía no podía quitárselos de los brazos.
Mi polla estaba relajada, no sentía nada. Era un documental más lo que estaba viendo.
Incluso bostecé aburrido y una mujer policía me llamó la atención cuando al agacharse, dejó asomar el borde de su braguita por encima del cintura del pantalón.
Estuve a punto de arrancarla de su mundo y hacerla mujer feliz en el otro lado.
Así que cuando ya no soporté tanto grito y tanta lágrima me largué de allí. Estuve tentado de matarlos a todos y llevármelos al infierno; pero antes de irme llegaron ellos.
Jardiel, Lexies y Ezión, los ángeles se plantaron en el centro de la habitación más grande y elevaron sus voces en un triste cántico que intentaba infundir ánimo en los que sufrían.
Allí invisibles a los primates, los poderosos ángeles lanzaban sus voces potentes y las puntas de sus alas rozaban el suelo manchándose de sangre.
Estos seres alados son sobrecogedores, miden más de dos metros y medio y sus músculos son auténticas corazas. Pesan como el mercurio y sin embargo vuelan como halcones. Uno de ellos no tenía ni un solo cabello en la cabeza y el ademán de su tristeza me recordaba a los enfermos de leucemia.
Si no fuera por mí, no existirían imágenes de tanta belleza.
Ellos me miraban, pero no había odio, ni reproche; me miraban sintiéndose impotentes, preguntándome porque hice aquello, con unas miradas tan tristes y torturadas que a punto estuve de sentir algo en la boca del estómago.
Y tan intensas fueron sus miradas, que faltó muy poco para que conjurara a mis crueles y devoraran a esos querubines que el histriónico de Dios envió.
Esto es maldad, mi obra; todo lo demás son tonterías.
No soy como esos maricas que luego se masturban y dicen amar a los que les rodean. No hay asomo de placer en mis actos. Ni odio.
Es la asepsia del alma. Soy el vacío. Soy muerte y no dejo ni tristeza en mi camino.
Cuando llegué a mi húmeda y oscura cueva, emitían un capítulo de los Simpsons, me encendí un Partagás enorme, y con la mano en los cojones, me quedé mirando las aventuras de esos dibujos, rascándome distraídamente la polla.
Ya os contaré más cosas mías.
Y de ella, que aún está viva.
Siempre sangriento: 666

Iconoclasta

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