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4 de abril de 2008

La esclavitud, divino tesoro



El detector de metales para encontrar las minas anti-personas en los abundantes y resecos campos minados de toda Africa, cuesta unos tres mil euros.
Por ese precio, se pueden comprar hasta diez niños de entre seis y doce años para que las busquen. Esto es algo que los padres entienden y reconocen cuando les pongo en la mano unos cuantos billetes: no se puede comparar la efectividad y el empuje de los niños para encontrar las minas, con el frío bip metálico de un detector.
Ellos las señalan con el palo que con el que les equipo para tantear el terreno (me recuerdan a los perros que levantan la pieza en las cacerías) y le pego un tiro a la mina desde una prudente distancia.
Antes les grito que se protejan los ojos y los oídos.
Si tienes suerte, estos niños te pueden durar hasta un par de semanas. Cuando pierden una pierna o el brazo, simplemente se les cauteriza el muñón con algo muy caliente, les doy un poco de coca cola y en un plazo máximo de veinticuatro horas, ya los tengo caminando por los campos minados.
El niño que más tiempo me duró, fue un macho muy negro de siete años que perdió los dos brazos y una pierna en el espacio de dos semanas; parecía que había nacido con suerte al sobrevivir a tantas explosiones.
Sin embargo, la rama que le di a modo de muleta y en la que apoyaba el muñón del brazo derecho para proseguir con su trabajo, presionó otra mina. Cuando me di cuenta de que la única pierna que le quedaba estaba a diez metros de él, contrayendo los pocos músculos que tenía, pensé que podría montarlo en un carrito y con la boca podría ir tanteando el terreno.
Pero se desangró casi al instante. Dieciséis días es el récord de supervivencia.
Yo les doy un sentido a la vida a todos estos niños. Suelen estar infectados de sida y la enfermedad se los come sin que puedan hacer nada útil para la sociedad.
Los padres se vuelven locos de alegría cuando les ofrezco 100 e incluso 200 euros por cabeza o hijo (los más mayores son más caros). Y eso que saben a lo que me dedico.
¿Cómo acabé aquí? Muy sencillo, nací en Barcelona y desde pequeño me entusiasmaban las historias de romanos y griegos, su pasión por los esclavos. Todo aquel circo montado para que la gente disfrutara de un verdadero reality-show donde hombres se descuartizaban luchando y los leones daban caza a beatos y sectarios cristianos, me fascinaba.
Las sociedades se hacen grandes gracias a la esclavitud.
Todas aquellas lecturas, toda esa admiración por los conquistadores y militares antiguos y clásicos, me hizo ver que los actos de aquellos hombres y mujeres, eran la esencia misma del ser humano.
La esclavitud, siendo conocedor y comprendiendo y respetando al ser humano, es el bien más preciado y lo que verdaderamente nos distingue de los animales.
Egipicios, griegos, romanos, españoles, ingleses, holandeses, portugueses…
Los países de estos individuos triunfaron gracias a la esclavitud.
La esclavitud es el motor del progreso y la cultura.
Yo trabajaba en una fábrica de mierda por menos de mil euros, casi cincuenta horas a la semana. Cuando el dueño de la empresa entraba con su cochazo de mierda, sabía que yo era un esclavo. Lo sabíamos y reconocíamos los dos.
Aquel idiota gordo e inculto, sabía que yo era de su propiedad, me pagaba por hacer un trabajo, el trabajo que él quería.
La sociedad está montada en base a la esclavitud.
Y el esclavo es el trofeo del triunfador.
Ser dueño de un esclavo es lo que marca a un hombre como poderoso y pilar importante de la sociedad.
Trabajador… Y una mierda. El concepto de trabajador u obrero es un eufemismo que han acuñado los esclavos para no pegarse un tiro en la sien al reconocer su fracaso. Su condición de esclavos.
Así que un buen día, al acabar la jornada de la habitual mañana del sábado, llamé a la puerta de la casa de mi amo, en las afueras de la ciudad, y muy cercana a la fábrica.
Los sábados se acercaba a la fábrica y a los esclavos de su confianza nos invitaba a almorzar en el restaurante de camioneros. Se hacía pasar por un tío superguay y luego se largaba bastante colocado de vino malo a su gran casa.
Una cosa es que me apasionen las culturas antiguas, otra cosa es que me pueda gustar ser esclavo.
Dijéramos, por decir lo mínimo, que me molesta mucho ser esclavo.
Así que cuando abrió la puerta, le pegué un tiro en la boca.
Como la casa se encontraba a más de un kilómetro de la carretera y no había vecinos cerca, no me preocupé lo más mínimo por el ruido de la vieja Llama automática de 9 mm. (me la regaló por seiscientos euros un amiguete que era policía local y decía haberla encontrado en un coche robado).
Entré en la casa y le volé a la mujer la teta derecha cuando trotaba hacia el cuerpo de su marido, al cual le salía humo de la boca.
Acerqué el arma a su coronilla y le descerrajé otro tiro.
Una adolescente gritaba alocadamente corriendo de un lado al otro del salón. Disparé seis veces antes de meterle una bala en la espina dorsal y dejarla tetrapléjica durante los escasos segundos que tardé en apoyarle el cañón en la frente y disparar.
Al hijo lo pillé cuando se disponía a saltar por la ventana de su habitación, se largaba dejando los auriculares por el suelo y la cadena musical encendida. Un tiro entre los omoplatos y otro a bocajarro en la cabeza. Yo no soy de esos paranoicos que se pasan un buen rato con ellos.
Aunque por unos segundos, pensé en metérsela a la hija.
Conocía la casa porque más de una vez había acudido para trabajar: pequeñas chapuzas del hogar que me pagaban con unos miserables euros.
En el despacho del mi bwana, encontré en uno de los cajones treinta y siete mil quinientos ochenta y dos euros.
Me largué a casa, le dije a mi mujer que esa tarde tenía que volver a la fábrica y al marchar, me despedí emocionado de ella y de mis dos hijos: Marta de tres añitos y César de seis.
He de decir que soy un gran aficionado a la fotografía, a la de prensa.
Y con ese dinero, monté un pequeño despacho, un ordenador y una línea telefónica en Zaire y me puse en contacto con las agencias de noticias, como Efe y Reuters. Les ofrecía modelos y motivos fotográficos para la venta a los grandes rotativos mundiales.
Para los aborígenes africanos, actuaba como una de esas ONGs que te encuentras a patadas y decía dedicarme a la humanitaria tarea de desactivar minas.
Con las autoridades, si tienes pasta, no hay ningún problema.
Y claro, procuro ir a los lugares más pobres y deprimidos para asegurarme de que tendré modelos para las agencias de noticias.
Así que cuando he encontrado una región con abundantes campos minados, me pongo en contacto con las agencias, las cuales sea noticia de actualidad o no, siempre se parten el culo corriendo por conseguir la foto de un niño negro mutilado.
Si quieren un video, les pido más dinero, claro.
Los niños caminan felices de ser observados por las cámaras e incluso en el momento en el que sus brazos son arrancados de sus cuerpos por las explosiones, sonríen.
Los fotógrafos también, porque sacarán una pasta de derechos de autor a pesar de darle el porcentaje acordado a la agencia de noticias.
Y así es como he conseguido ser alguien en este mundo. Ser importante y respetado.
La prueba es que tengo ocho esclavos trabajando en mi finca. A éstos, los he liberado del trabajo en los campos minados.
Cuando llegan celebridades y me encargan unos mutilados para fotografiarse con ellos, las invito a mi casa y me tratan con respeto y admiración.
Follarse a las famosas cantantes y actrices, tampoco es para tanto. Son sosas y remilgadas, muchas de ellas tienen un esfínter demasiado estrecho. Al final, acabo tirándome a alguna chica que compro en algún poblado.
En fin, que alguna desventaja tenía que tener esta vida de triunfador.
Pero no la cambiaría por nada.
De lo único que me arrepiento, es de haber perdido tantos años siendo esclavo.
La esclavitud es inevitable cuando hay vencedores.



¿Habéis visto que no siempre mato a primates? Algunos son casi amigos míos. Amo a este hombre.
Maldita Africa y maldito calor… Me largo a mi oscura y húmeda cueva.
Siempre sangriento: 666.

Iconoclasta

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