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15 de febrero de 2012

Girar



Soy un hombre que intenta hacer girar muy rápido el mundo, todo lo que cae entre mis dedos de una forma u otra acabará girando sea cubo o esfera. O un simple papel. Los cuerpos…
Deseo que todo rote a gran velocidad, que todo salga disparado al espacio, al vacío asesino donde solo respiran planetas y cometas.
Ha de haber movimiento para que el tiempo corra más veloz y salir cuanto antes de este círculo vicioso que es la vida.
Para que ocurra el fin del mundo más angustioso que se me pueda ocurrir ha de girar La Tierra a una velocidad tres mil veces mayor.
Un tiempo rápido. Porque lentamente nadie se va. Siempre están delante de uno, molestando, dejándose ver sin que podamos hacer nada para apartarlos de nuestro horizonte, pudriendo la imaginación, clavando en una cruz la libertad y la creación.
Los nichos son inamovibles, ellos los enterrados, siguen ahí durante siglos y milenios. Quietos y demostrando que en la vida hay escaso movimiento, ergo un tiempo demasiado largo.
Quieren descansar de pudrirse y simplemente desintegrarse con rayos gamma en algún lugar del cosmos. Alguna novedad no puede hacerles daño.
Si el tiempo del placer es breve. ¿Por qué el del dolor dura siempre?
Hay un error con la concepción del tiempo. Dios es un hijoputa que lo ha hecho mal. Si existiera, le metería mi reloj por su Sagrado Ano.
Este tiempo que me pudre con su inamovilidad…
¿Por qué vive tantos años lo que no me gusta? ¿Por qué se reproducen? Una fuerza centrífuga los tendría que arrancar de su coito mutilando los genitales y que se congelen o ardan por los rayos cósmicos en el espacio.
Veo cosas que son peonzas en potencia; seres racionales e irracionales. Se me ocurren innumerables formas de hacerlos girar. Si les pego un buen tiro con postas del doce en un hombro, girarán sobre sus pies. Rotarán entre sangre, carne y huesos destrozados. Si los tiro por un barranco rodarán alcanzando cada vez más velocidad. No importa que giren alejándose o a mi alrededor.
Quiero un tío vivo girando con mil cadáveres ensangrentados subiendo y bajando en los caballos.
Soy un sol en busca de su sistema planetario, localizo planetas vulgares y apagados para que giren en mi poderosa atracción. En mi locura.
Podría cortar las cabezas y meterles un grueso palo en el muñón para hacerlas girar como trompos.
No es por asesinar o por odio. Son imágenes que me pudren el ánimo con su necesidad de hacerse realidad.
Pudiera ser que el amor fuera una frecuencia del movimiento, como lo es el tiempo. Un efecto-causa-efecto-causa-efecto-causa... No entiendo, no soy cuántico.
No necesito amor, lo hago por moverme más rápido.
Sin movimiento no hay tiempo y los segundos cuelgan pesados de mis párpados, solo sé eso. Eso ocurre en mi mente, a mi alrededor.
Cuando todo gire no me sentiré tan decepcionado con la vida. No observaré lo que me irrita por demasiado tiempo. Seré libre de ellos y permaneceré tranquilo en el vórtice del ciclón de seres y de cosas deformadas por la velocidad del movimiento que me dará armonía con el planeta. Con lo que quede de él.
En lugar de hastiarme, me veré reflejado en las pupilas de los rostros que giran asustados y congestionados por una sangre con demasiada aceleración.
No basta que solo los objetos se muevan, los edificios son espectaculares desintegrándose con la velocidad de la rotación; pero no sienten vértigo y dolor. Los gritos y los temores imprimen más velocidad rotativa-creativa. Cuando se vacían de sangre dejando rojas coronas circulares en el suelo, la belleza se suma a la velocidad giroscópica. Y si hay belleza, mi muerte será más soportable.
Es hora de girar, de morir. De salir expulsados de la vida por una potente fuerza centrífuga.
Que giren cuerpos y cabezas con pasión.
Hay que amputar extremidades para que el giro sea uniforme y elegante.
Los perros tienen demasiadas patas. Una vagina es un buen agujero para clavar un pivote al cuerpo, siempre y cuando cortes las piernas. Los cuerpos no son perfectos, tienen cosas molestas innecesarias. El tiempo no las usa para correr más deprisa.
Los anos también son un buen alojamiento, pero requiere cortar el pene para lograr simetría.
Lo que no gira está muerto, congelado. Como mi pensamiento en el filo de un vaso con agua que se mantiene inclinado y no se decide a derramarse. Es horrible…
No hay desenlace y observo el mundo detenido, las horas enmoheciéndose en el filo de la saeta de un reloj. Tal vez se haya agotado la batería…
Tal vez mi imaginación es inmensa para un mundo tan vulgar y decadente.
Tengo un dado que hacer girar y demasiado tiempo para hacerlo, no es bueno vivir tanto. No es bueno para la humanidad, un día podría hacer girar cosas y seres.
Y no les gustaría.


Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón



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9 de febrero de 2012

666 y la carne más pura


¿Quién quiere fagocitar una vida? ¿Quién precisa acabar con una vida para alimentarse y hacerse más grande como lo haría una célula?
Yo. Un dios sin piedad, sincero. Sin más argumento que mi odio hacia la hipócrita bondad. De la misma forma que los primates tenéis la envidia metida en el tuétano de los huesos, mi tejido es odio y poder nefasto para vosotros.
Odio a Dios, a ese lerdo demasiado acomodado en su voluntad, demasiado creído de si mismo. Vosotros los primates no estáis hechos a imagen y semejanza de él. Sois solo una descendencia tarada, sus creaciones subnormales con superávit de cromosomas.
Os fagocito porque sois microorganismos invasores, no sois peligrosos, solo molestos. Os destruyo porque sois una infección en este planeta.
¿Cuántas células forma el feto primate? No se puede cuantificar, mueren y se reproducen demasiadas al mismo tiempo. Me aburren las matemáticas. Solo quiero follar, destrozar y matar.
He abierto el vientre de la primate sin anestesia. El parto, de por si ya da suficiente dolor y un poco más apenas lo nota la madre que está preocupada por lo que le está presionando en el coño. Abrir su vientre ha sido fácil, no ha habido resistencia.
La Dama Oscura pone en mi mano los objetos quirúrgicos no esterilizados y por puro entretenimiento se ha metido en la vagina los electrodos que miden la dilatación y las contracciones de la parturienta. Cuando le digo al oído alguna obscenidad como: “Chupa mi pene agitando esos cables que salen de tu puta raja”, el monitor marca una contracción de nivel seis y cero dilatación. Su coño responde ante mí como el cura que cada día moja sus dedos en el agua sucia de la pileta de la iglesia para saludar servilmente a su inocuo dios. Ambos son igual de obedientes: coño y cura… Solo que el cura vivirá mucho menos si se cruza en mi camino.
La mujer, de pechos pequeños; pero hinchados y oscurecidos pezones, ha tenido elección: ante los cuerpos descuartizados que se amontonan a los pies de su cama, el del médico, la enfermera y su marido. Ha elegido vivir, gritando que no la matemos ante la cabeza de su marido clavada en el portasueros. Los labios de la cabeza de su marido están encogidos mostrando los dientes en un rictus de dolor, sus ojos están cerrados con fuerza. No ha gritado porque antes le he seccionado las cuerdas vocales. Todo ello ante la casi madre. Lo ha visto y disfrutado todo. Es lógico que no quiera morir, ya que además, estas cosas asustan a los primates todos. El hedor de las vísceras derramadas crea una atmósfera íntima para estos actos de maldad.
Ante todo está aterrada por mi presencia en su mente. No existe cosa más sucia y aterradora para un primate que sentir que su pensamiento es invadido, que el último reducto de intimidad ha sido destrozado y puedo ver cualquier cosa y saber que es, que ha sido y que será. Les robo todo lo que sabían y guardaban. Sus secretos, sus penas, miedos y alegrías han sido violados por mí. Daría la vida de su otro hijo a cambio de que saliera de su cabeza. De dejar de sentir ese olor a mierda que sale desde dentro de su cabeza.
Observo a través de la barriga abierta y tras haber roto la membrana, como el bebé se remueve inquieto empujando con la cabeza para salir de ahí, para nacer. No detecta la luz que lo alumbra, ni mi mirada preñada de un odio que mata, que envenena.
YO, ante Dios, hundo mi cara en ese vientre anegado de sangre y le arranco un bracito al feto con un implacable y fuerte mordisco. O al bebé, no voy a entrar en debates semánticos. Aún no ha nacido.
El bebé llora como si hubiera recibido la típica cachetada de nalgas. Se ha olvidado de seguir empujando y de forma instintiva mira con sus ojos cerrados hacia arriba, hacia a Mí.
De su muñón mana un ridículo chorrito de sangre. Tienen poca sangre los bebés, es suave matarlos.
Su carne es inyección pura de inocencia y eso le duele a Dios. A mí me parece una carne demasiado dulce.
Ha enviado a sus dos arcángeles: Malakai y Disturbia que aparecen dejando un rastro de cantos hermosos en su derredor e inundan con un estruendoso silencio la habitación cuando cesan sus salmodias para hablarme.
La habitación es demasiado pequeña para tantos muertos y ángeles. Y eso no mejora mi humor. Me retiro un poco de la cama para tener mejor perspectiva y se rompe la puerta del armario al apoyarme en ella. Nada humano me soporta demasiado tiempo.
—¿No tienes límite, 666? Deja que muera, los bebés humanos sufren mucho ahí dentro, no conocen ni siquiera la luz. Son inocencia pura. ¡Ohhh Yahvé…. Ruega por el pequeño que el Malvado asesina!
—Siempre has entonado mal, Disturbia. No jodas más o te arrancaré las alas y la piel a tiras. Os falta convicción y a mí sensibilidad y paciencia para vuestros cánticos de mierda.
—Mátalo ahora, mata al bebé, que no lance un solo grito más. Nuestro Padre llora. ¿No es suficiente para ti?
La Dama Oscura ha metido la mano en el vientre, y ha sacado medio cuerpo del bebé, que se retuerce y sobrevive aún gracias al cordón umbilical.
—Como éste tenéis a cientos que salvar y ayudar, dejad a mi Dios en paz. Maricones de alas míseras, de voces afeminadas. Que os sodomice Dios, vuestro Padre.
Adoro cuando habla así, cuando lanza todo ese odio hacia lo que me molesta. De la liga de su muslo izquierdo ha sacado un estilete y lo clava en una mama de la primate abriendo otra vía de sangre, aunque débil. Su corazón ya no bombea con la potencia de hace media hora. Está en las últimas y dejo de invadir su mente para que sepa que de morir no se libra. Yo no hago tratos ni respeto nada ni a nadie.
—No quiero a mi hijo, llévatelo y déjame en paz. Quiero morir ya… Estoy cansada —susurra sin dar importancia al corte de su pecho, del que mana una sangre rosada.
El fluorescente verdoso del cabezal de la cama le da un aspecto cadavérico.
La Dama Oscura deja caer el bebé otra vez en el vientre. Malakai intenta clavar un puñal en el pecho del pequeño primate que llora; pero la Dama Oscura ha hundido el estilete en su ojo y se ha evaporado llorando su cántico homosexual, buscando a su Dios para que lo arregle, para que lo sane.
—Arráncame los ojos a mí, y deja que mate al pequeño, no tiene que conocer el mal si ni siquiera ha nacido. Que su alma pura venga con nosotros —dice Disturbia.
La Dama ahora está acariciando el dilatado coño de la mona, poniendo especial énfasis en el clítoris. La primate no sabe que lo tiene duro como una perla. Su mente está enloquecida de dolor y muerte, el clítoris actúa libremente. La Dama escurre por los cables que salen de su sexo unas gotas que recoge con los dedos y se lleva a los labios. Mi pene se encabrita y siento el deseo de metérselo en la boca al arcángel para que calle, para asfixiarlo.
Conjuro a mis crueles.
—Venid cerdos míos. Traed un mono pequeño, un niño para este idiota.
Como si la habitación estallara, aparecen dos de mis queridos cerdos negros de rotos dientes afilados, con garras sucias de sangre y restos de carne, soportándose sobre las dos patas traseras. Un niño asustado se encuentra entre ellos. Está enfermo, sus ojos lloran sangre apestada de ébola, y los labios no pueden cubrir unos dientes enormes y amarillos que parecen de caballo. Obscenos en un rostro tan pequeño.
El vientre está inflamado y parece que se ha tragado un balón, su ombligo ha salido fuera. Los testículos son tan pequeños… Sus dientes están flojos y su piel negra está sucia de polvo. Es lo mejor en humana miseria que han encontrado mis cerdos.
El hambre no da elegancia alguna al cuerpo de los primates. No son galantes muriendo.
—¡Eh, maricón! Llévate a éste y lárgate pronto —le grito empujando al hambriento negro.
El arcángel Disturbia toma a tiempo los brazos del primate antes que sus abultadas rodillas se estrellen contra el suelo. Se le muere en brazos con un suspiro que nadie oye. El arcángel llora y clama a Dios elevando al techo su rostro cincelado y hermoso de mierda.
—Yahvé, un ángel va hacia a ti, dale la vida que no tuvo, dale la alegría que no conoció, otórgale la gracia del no-dolor. Vamos a ti, Padre.
La Dama Oscura, observa sacándose distraídamente los electrodos del coño, como el arcángel se desvanece con el cuerpo del primate en brazos.
—Su coño está frío, mi Negro Dios —dice la Oscura al tocar la vagina de la primate.
La parturienta ha muerto.
El pequeño feto-bebé no nato, gime débilmente y arrancándolo del vientre de su muerta madre, le rompo el cuello y aspiro su alma pura a través de la pequeña boca llena de líquido amniótico. Le regalo el cuerpo vacío y muerto a uno de mis crueles que lo devora en dos bocados a pesar de que el cordón umbilical aún no se ha roto.
Soy una célula superior que fagocita otras, no me importa quien, cuando, ni donde. Soy superior y la superioridad se demuestra destruyendo a los débiles. Se demuestra no sintiendo la más mínima piedad.
Dios es mi gran enemigo y vosotros, su obra, solo sois un medio por el cual le puedo hacer daño. Y él a pesar de su poder, no os protege. Ese Dios maricón se pasa demasiadas horas abusando de angelitos menores de edad.
Él solo quiere lo puro y hermoso, quiere al feto impoluto y deshecha la vida de los que sufren. Dios es un cerdo blanco con manicura en sus pezuñas.
La Dama Oscura me observa, sus ojos están tristes, su belleza aumenta con el brillo de las lágrimas que se acumulan en sus párpados.
—Hay momentos en los que me siento triste, mi Dios Negro. Siento deseos de vomitar. De ser abrazada.
No tiene la culpa. Es de origen humano, estas cosas pesan. Un feto muerto es una carga emocional en la conciencia instintiva, en el pequeño cerebro de reptil que aún poseen los primates.
La abrazo y oculta a mi mirada una lágrima.
Busco sus nalgas y hundo entre los muslos mi mano para invadir su vagina.
Sus piernas se separan para dejar paso a la mano entera, su boca se entreabre en un éxtasis y se le escapa un gemido de placer.
Ha metido la mano dentro de mi pantalón y ahora mi malvada polla es suya.
Me lleva hacia la muerta y mete mi pene en su boca.
—Fóllala.
Acaricia mis testículos mientras mi glande se araña una y otra vez contra los dientes fríos de la primate. Se arrodilla ante mí para recibir mi semen en su boca, en sus pechos.
La abofeteo con furia al correrme y se estremece con un placer que no entiendo como puede conectar el dolor con el coño. Pero la amo, la elevo del suelo y bebo la sangre que mana de su boca. Ella me destroza con sus dientes los labios y un nuevo clímax se crea entre sangre y baba.
Se escucha el llanto de un bebé durante el tiempo que fumo un cigarro y ambos observamos la muerte perfecta y total. Una erección enturbia mi mirada. El aire se asusta a mi alrededor y la Dama Oscura se aferra a su vagina intentando contener una riada de fluido.
—Dejemos que crezca un poco más antes de matarlo, ¿te parece mi Dama Oscura? —me aburre repetir las cosas.
Toma mi colilla de los labios y la mete en la boca de la madre muerta.
—Me parece bien, mi Negro Dios.
El bebé continúa llorando…
—Hay muchos bebés aún, 666. Se reproducen como ratas, ¿acabamos con ése antes de volver a nuestra húmeda y oscura cueva? —propone con una sonrisa pícara, como una niña pidiendo golosinas.
La amo…
Saco de la cintura de mi pantalón mi Desert Eagle de 9 mm. y tras atravesar dos puertas, entramos en el paritorio.
El médico tiene al niño aún en brazos y cuando disparo, la bala los mata a los dos. De todas formas, disparo dos veces. Soy generoso.
La Dama Oscura entierra el agudo y largo estilete entre dos costillas un poco por debajo del pecho izquierdo de la madre, que intenta gritar ante la atroz muerte de su hijo; no tiene tiempo: el estilete se ha hundido en el corazón con precisión quirúrgica. Sus piernas quedan fláccidas y abiertas encima de los soportes, su coño es una “o” de desilusión. La placenta se desprende como una medusa resbalando nalgas abajo.
Los primates no tienen elegancia muriendo, definitivamente.
Y mi Dama Oscura toma el bebé del suelo por un brazo, tiene el pecho destrozado y el cuello... Se lo acerca a la cara con una remota melancolía que solo yo puedo detectar por la cantidad de siglos que estoy junto a ella. Siente en secreto el pesar de no ser madre.
Le quito suavemente el bebé destrozado de las manos, y llevo mi boca a uno de sus pezones que asoma por la blusa abierta.
Es hora de volver a mi oscura y húmeda cueva. Me aburro.
Ya os contaré más cosas. Tengo tiempo, vosotros no.
Siempre sangriento: 666



Iconoclasta

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1 de febrero de 2012

Los colibríes no tienen alas


Si fuera tan fácil no infectarse del pensamiento ajeno…
Ojalá fuera sordo para no oír los sonidos de los labios secos de la chusma que pretende saber, que cree ser inteligente. Que todo lo sabe de mierda.
Hay que esforzarse mucho para luchar contra la razón. Y aún así la razón a veces me salva y la uso contra la amorfa y estéril realidad.
Hay un colibrí quieto en el aire, flotando ingrávido; aparece en mi ventana ostentando su gracia. Con rápidos movimientos de su cuerpo sin alas aparece y desaparece asegurándome que no es una ilusión. Se mueve por la magia, porque tiene el poder de flotar. No tiene un retrocohete en su espalda, no hay sonido de reacción, ni olor de queroseno quemado. No tiene casco ni gafas de piloto. Solo pía.
Dicen esos, los ajenos a mí, que tiene alas.
No me lo creo.
El pensamiento de los otros alega una velocidad tan alta en su batir de alas, que las hace invisibles. Tienen alas, repiten.
No les creo, no les hago caso.
Hay que ser más listo y explicar lo invisible. Joder la gracia.
Y la gracia no está en el vientre de una virgen infectada por un semen divino. Los dioses no nacen de un vientre humano, por una vagina impoluta de himen cerrado.
La gracia está en que los colibríes no tienen alas.
Yo solo veo que flota.
Lo racional me da la razón: lo que no veo no existe. Y sus alas no existen.
No vuela: flota frente a mí y mi gata lo observa fijamente. Mi gata no se cuestiona la razón, solo observa y se maravilla con sus pupilas amarillas fijas en esa posible presa que flota. Como yo.
Puedo ser tan racional como todos esos capullos encargados de elevar la gracia de una penetración divina y joder mi sueño de un colibrí flotando. No me sale de los cojones hacerlo.
Algún imbécil de ponzoñosa envidia perdió el tiempo buscando sus alas. Tal vez, mató a varios colibríes para dar explicación lo que él no podía hacer. A lo que él no podía flotar.
Y extendió frente al público las pequeñas alas muertas del colibrí que no volaba.
Sé que no hay mucha magia; pero no tengo prisa alguna en descubrirlo.
El hombre que está muriendo no quiere más información del cuando, no le apetece, no le estimula saber que muere. Ni cuando.
Un colibrí que se mantiene en el aire es un espejismo hermoso, es una verdad absoluta. Nadie tiene que matarlo, nadie tiene que estrangularlo para exhibir sus alas a la razón, a la verdad. A una verdad infame de irisados colores de mediocridad.
El amor es como el vuelo de un colibrí: si se racionaliza se mata.
Lo real es la podredumbre de los envidiosos que buscan la razón y la verdad por encima de todo. Por su frustración. Sus cerebros con alas y su amor de tarjeta de crédito es lo que tienen, es lo que son.
No hay alas de colibrí, solo mi fantasía poderosa y racional.
Si no veo sus alas, es que no existen. Que se metan este supositorio de racionalidad.


Iconoclasta

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Al filo de la palabra nº 14

http://alfilodelapalabra.wordpress.com/2012/01/31/al-filo-de-la-palabra-no-14/

30 de enero de 2012

29 de enero de 2012

Aquel vacío




A la bendita soledad y silencios
de mi Iconoclasta.

Su vacío lo mantenía lleno. Lo ilógico le sentaba bien. La decepción es su alimento diario y entre nubes grises trenza su sonrisa todas las mañanas para sostener el gesto retorcido y la mueca arrugada.
Sus ojos, se han secado. Podría contratar al cirque du Soleil en un evento privado para cantarle “Alegría” y seguirían cayendo trozos de costras desde sus pestañas. La tonta contorsionista hizo el esfuerzo de su vida pero su gracia solo la ridiculizó ante el gesto acartonado del hombre.
No teme, no le duele. Secciona día a día, milímetro a milímetro sus dedos con la navaja de cuchilla intercambiable. Tira gestos al aire de desgano mientras secciona el tendón de su dedo índice. Y cuando las heridas cicatrizan y sus manos son guantes hemoglobínicos, practica el movimiento con ellas haciendo rodar entre sus dedos el dado viejo de marfil para terminar de borrar los puntos, terminar de borrar todo.
El dado cae y una gota de baba que se desliza desde sus labios moja el punto negro de una de las caras. Recuerda cuando su lengua se deslizaba en el ano abierto de ella y sus dedos abrían sus contracciones.
Ha sacado la lengua sin querer cerrando los ojos. Odia los recuerdos. Nada le ha regresado ese tiempo.
Hay una habitación en la que solo el entra cuando nadie le ve. La puerta que empuja solo puede moverse con la fuerza que él tiene, esa es la llave, la contraseña para adentrarse. Sale de ella con los zapatos empolvados, arrastrando gruesos granos de arena de su playa. Suda y ya no se sofoca. Un halo de sal en nube le devuelve el aliento. Nadie conoce la habitación pero a veces se logran escuchar ladridos, risas y notas sueltas.
El vacío le tiñe los dedos de un tono amarillento y tritura cenizas de agonía en la piel que no se carcome. Se sabe eterno y desearía una septicemia para tener algo que vomitar, una ligera febrícula que le diera señales de no vida.
Eyacula sin tocarse y el suelo se astilla con las gotas que recibe de su semen, pesado como el plomo. Todo en él pesa.
La decepción no implica el deseo y sus dedos se agitan involuntarios frotando un clítoris invisible mientras duerme. Cree escuchar gemidos y la ausencia de la calidez en su piel lo despierta para levantarse con rabia y meterse en la tina quemando su piel con trozos de hielo. La memoria no borra las caricias dadas, podría desollarse entero y colgar el traje de su piel en el perchero de púas, pero la esperanza gana en silencio y se disfraza de orgullo con la clámide arrugada de cartón.
Olvidó el término temor y su vida se alarga lejos de su voluntad.
Se inyecta furia en las uñas con la jeringuilla sucia de la vieja puta que compró hace unos años. Ha comprendido que los anticuerpos no están de su lado, son fuertes como él, invencibles…
Ensaya la farsa de una sonrisa frente al espejo. Acomoda cada uno de los músculos de su cara. Con golpes de cemento modela gestos duros para que nadie pueda cambiarlos y no haya cincel que lo esculpa.
Nada queda afuera, solo existe aquel vacío que lo inunda y lo inmortaliza. Es la brevedad de una respiración y el trozo duro de pan que lo alimenta. Es tan necesario como la muerte misma.
Rompe sus nudillos en las paredes mientras camina con ellos queriendo arrastrar vida. Pedazos de vagina a sus pies. Ella ha muerto y la impotencia de no poderla eternizar no le brinda más que tristeza sin llanto. Furia y más furia.
Un silencio callando a otro.
Ha abierto de nuevo la puerta, tal vez hoy un respiro de mar le devuelva la muerte, el vacío deje de llenarse y la noble sonrisa del orgasmo compartido al fin gane para lograr su sueño.

Aragggón

22 de enero de 2012

Soy onomatopeya



Soy solo una onomatopeya, en un mundo ruidoso. Algo que pasa desapercibido.
La onomatopeya del perro aplastado por un coche, la caída de un vaso. Un chasquido de rama seca. Un trago mal dado.
Una tos. Una enfermedad. Algo convulso e involuntario en un mundo que me asorda y roba mi voz y sonido.
Soy uno con la basura auditiva. Un ruido más que no destaca ni trasciende más allá de unos centímetros al filo de una oreja sorda.
Soy el ¡oh! de lo que falta, de lo que no tengo.
Soy el ¡ooooh! de un público decepcionado.
Soy un ¡ja! de lo ridículo, una burla a veces sutil. Otras burda: ¡jo!
Soy el ¡bang! de un tiro en la cabeza.
He sido el ¡chaf-chaf! de un pene penetrando una húmeda vagina; o no lo fui, tal vez fue un sueño. Tal vez no era un húmedo sexo, solo estaba acatarrado.
Y me confundí. Me engañé.
Soy el ¡crak! de mi alma rota. Soy el ¡fru-fru! de las heladas y estériles sábanas.
El ¡ras! de una tela rasgada, de los ojos deslumbrados ante un engaño. Soy el ¡plof! de mi ánimo aplastado, el ¡uf! de un cansancio.
El eco de unos rencores viejos como el mar.
Soy el atroz silencio de una noche estrellada de guiños fríos y lejanos, de imposibles distancias de entender. No llegaré a las mortíferas estrellas. Ni mi alma llegaría.
El coro de mil voces que ríe mi fracaso, mi ridículo: ¡je, je, je!
El zumbido de un video porno que no veo. El ¡aaah-aaah! sucio de esos cerdos que se tocan mirándolo. Que follan en el sucio lavabo.
Soy la onomatopeya muda de una corrida ajena.
El ¡zas! de la bofetada que te despierta a la realidad de un nuevo error.
El ¡fuuu! del aire que sale de la boca por un puñetazo en la barriga.
Unos labios sangrando, sin sonido. Son demasiado blandos y se deforman en una mueca de pena.
Soy la tranquila y aburrida palabra: ¡joder! que concluye lo que se negaba a admitir: no existe el viaje a la felicidad por mucho que lo recorra.
Soy el que escupe en toda esa mierda, con un sonoro ¡tchu!
Una ¡mierda! deprimente.
El ¡chan-chan! de una sorpresa final que nunca lo fue.
Soy el ruido de la orina en el inodoro, lo real, lo que no engaña, lo que debe ser.




Iconoclasta

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6 de enero de 2012

La podrida soledad


Es un llanto roto en un rostro cárdeno. Una boca muda y abierta.
Y mi mano entre las piernas, sujetando los cojones que suben de terror hacia la garganta. Que duelen, que están demasiado llenos de hijos que no nacerán. De niños y niñas que se ahogan prematuramente en las cloacas del infierno, o del cielo (solo es una cuestión de orientación). Todo parece estar muerto cuando estoy solo. No quiero, no sé como ser solitario conmigo.
No sé gestionar mi insania.
Hay un corazón negro y una oscura boca que grita. Es un infarto macabro en un corazón pútrido. Se parte el músculo sin un solo sonido, derramando un racimo de uvas rojas que destilan vino muerto.
No lloran, los muertos miran sus putrefacciones sin mayor interés.
Ellos morían, mueren, morirán. Y me piden que vaya con ellos.
“Es hora de partir, de venir aquí, con nosotros”.
No encuentro la puerta. Quiero ir para que callen.
He pintado y resaltado con mis heces las paredes transparentes de un mundo sin dimensiones y no hay resquicios.
No callarán si no voy.
Hay un filo que brilla y una piel que pulsa con demasiada sangre. Las venas son serpientes que se han de cortar.
No soy bueno afrontando horrores.
¿He dicho errores?
Es un error la gota en mi glande caliente y sin meter. Ardiendo en mi puño. Una polla que debería estar (dentro de).
Clavándose, alojándose, bombeando, corriéndose.
Haría vapor en su boca si se la metiera. Si me la chupara.
Es un error estar pegado a un cuerpo que no encuentra consuelo, a una mente que no acaba de encontrar la belleza, ni la sonrisa.
Hierve el semen marchito en la bolsa de mis huevos. Quisiera arrancarlos, no sirven para nada.
El semen se derramaba de su sexo y aún caliente caía de nuevo en mi glande. Entre los pelos de mi polla se secaba.
No quiero estar solo con el vello apelmazado de miserias que no son lo que mana de su coño.
Hay mierda en las paredes dimensionales y mi dedo sangra. No es una pared perfecta. Hay rajas, hay púas. Y los muertos golpean e insisten al otro lado.
La mierda es mía, mi obra. Mi gran obra. Mi puta obra.
Si ella estuviera les daría la espalda. No puedo hacer otra cosa que estar con ellos.
Con los otros no me hace falta sexo, solo un vientre abierto y una longaniza de intestinos enredada en mis pies.
Un niño muerto lamería la mierda si pudiera. No puede deshacer con su lengua muerta e hinchada las paredes transparentes. La mierda está del otro lado, del mío.
“¿Lo ves? La mierda está ahí contigo. Pasa a esta lado”, me dice lamiendo la tranparente pared sin conseguir tocar las heces. Solo deja un rastro de sangre, pequeños coágulos que se deslizan hacia arriba y se secan a los pocos segundos.
Me pica el cerebro y me lo rasco solo. No hay nadie, no está ella para que observe los piojos. Para que los mate.
Que los maten a todos.
Los muertos deberían morir también, no es lógico que respiren, ya tuvieron su tiempo.
¿Por qué no dejan el mío tranquilo?
Yo no los jodo.
La jodo a ella cuando la tengo.
No llega, y aún me queda mierda en el vientre para pintar la dimensión pútrida. Prefiero el horror-error al vacío de ella.
Hay un resquicio pequeño, como si se hubiera roto por la presión de ellos, de los podridos, de los muertos. De los que no hacen caso de las cosas que se desprenden de sus cuencas vacías.
Y la cuchilla abre la vena. No duele.
El niño se asoma y lame el excremento: “No es buena tu mierda”.
Y me da la mano sin hacer caso de la sangre que baja por mis dedos.
Está helada su carne, pasar la pared dimensional duele, duele mucho. Es un fogonazo que me corta todo el tejido y el pensamiento.
Paso la lengua por la pared sucia de mierda, al otro lado donde nada huele ni duele.
Ella llora un cadáver que ya no me pertenece.



Iconoclasta

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3 de enero de 2012

Dios de carne y semen.















No lo he inventado, mi fantasía no da para tanto.
En los resquicios de mi mente deja sus gotas blancas de leche viva, resana las grietas y lo siento en mis tragos dulces escurriendo por mi garganta olvidando mis pecados.
Deshago su carne cuando presiono mi lengua en el paladar; es el cuerpo y la sangre divina, redentor de mis torturas.
Me encomiendo a él y hace llover con su brizna cálida que baña mis áridas memorias, les otorga vida en la convulsión de sus espasmos.
Tengo la certeza de su existencia cuando compruebo el salado sabor de su glande que me llena la boca. Me iré con la desdicha de que después de la vida no existe nada, porque no estará él. Es un temor que consuela frotando mi clítoris y el sosiego es carnal. Después de la muerte no hay dios que me lleve al paraíso, no hay clímax ni gloria. La muerte es una interminable anorgasmia.
Me arrodillo ante él y hunde mi cabeza entre sus muslos... El cielo sobre mí.
Su mirada dibuja un “gratia plena”.
No es humano, pero es divino sin ser el Dios ordinario.
Toca mi corazón saboreando mis pezones, sorbiéndolos hasta dejarlos endurecidos; hunde sus dedos y revienta con ellos la rabia de un calor recopilado por años.
Es la carne hecha Dios, el semen omnipotente vertido en mi piel. Un caminante vagabundo redentor sin más seguidor que mi coño empalado por él.
No es espíritu porque su carne vibra con fuerza y me arrastra arrancándome del suelo con su endurecido miembro. Y colgar de su cuerpo cruz nunca sería sacrificio, no hay clavos en mis extremidades, solo sus dedos entrelazando los míos y su pene clavado en mi raja coronándonos como reyes.
Los dioses vulgares no follan y son castos. El mío me diviniza con cada empalme y reza entre mis labios musitando salmos carnales.
Le entrego mis aguas para que camine por ellas y separe los mares de mis piernas.
Es el universo naciendo en la cópula sagrada… Sangrante.


Aragggón

28 de diciembre de 2011

Repulsivo



¿Quién puede temer a estar solo? No puedo entender a los humanos y su miedo a la soledad.
No solo me gusta la soledad, busco el aislamiento perfecto y total. El absoluto vacío de todo rastro de humanidad a mi alrededor.
Es una necesidad para no ser tan patético, para sentirme digno. Tengo mi amor propio a pesar de todo.
Ella estaba triste como jamás la había visto. Las cosas no ocurren por casualidad, soy yo el que provoca esa desesperación en el ánimo. Lo sé, me conozco.
Es mejor estar solo que hacer daño a quien amas. Hay que ser valiente con uno mismo y confesarse mierda si se da el caso.
Conmigo se ha dado el caso por mucho que me pese.
No creo en el ser humano, lo conozco tan bien que me aburre incluso como mascota. La insensibilidad se ha ido apoderando de mí a lo largo de los años con cada dolor, con cada desilusión. Con la comprensión absoluta del medio en el que me desarrollaba.
Estoy desencantado y desencanto todo lo que me rodea. Tienen razón; aún así me da apuro reconocerlo en voz alta. Tengo mi orgullo.
No es agradable ser un fracasado confeso.
Es por eso que conociéndome, sé que no hay arreglo posible.
La mujer que amo es la tristeza y la decepción en estado puro. Es lo menos que puedo hacer por ella: pudrirme en un tanque de aislamiento.
Castigo, castigo, castigo…
Ni siquiera extraño el sexo, me sondo el pene con un lápiz de madera que introduzco por el meato con facilidad gracias a la vaselina. Hay que tener en cuenta que una cosa es que se deslice con relativa facilidad, y otra es el insoportable dolor que me lleva a un estado de aislamiento superior y que por mucho lubricante que le ponga, siempre duele y requiere muchos cojones seguir con ello. Ser repulsivo no tiene porque hacer cobarde a nadie.
Es horroroso; pero provoca lo más parecido a una erección. Y eso me hace parecer más cínico, a salvo de esta tristeza profunda. Y es que nada humano me excita.
Cuando tienes la polla dura, nada te afecta. Soy un macho.
Con un alma de madera y grafito en la polla.
Cuando extraigo el lápiz en mi absoluta soledad, con la dificultad añadida de que me resbalan los dedos; en un alarde de degeneración absoluta eyaculo.
Nadie puede ver como me retuerzo de un extraño dolor-placer. No hay vergüenza alguna. Mis alaridos y gemidos son mis únicos compañeros.
Soy mi propia banda sonora en una película sórdida y sin público.
Solo yo me soporto.
Y en el aislamiento estoy a salvo del ridículo. Cuando se está acompañado, se está sometido al juicio y al asco. Cuanto más me conocen, más repulsión provoco, más pesar provoco. Lo noto día a día.
Y no me gusta, por decir poco.
Por decir lo mínimo.
Soy capaz de hacer sentir a alguien desgraciado y deprimido en un tiempo récord. Soy hábil de una manera inconsciente para hacer mierda todo lo que está cerca de mí.
Ella lloraba casi cada día, rápidas surgían sus lágrimas y tras el primer momento de ira, llegaba la profunda decepción. Prefiero el insulto a esa frustración que la dobla y vacía de sonrisas.
No puedo evitar emocionarme en un alarde de inexistente filantropía, pensando que me gustaría hacer feliz a alguien y que esa felicidad durara al menos un par de meses.
Es imposible y ya soy viejo. Me siento asqueado de intentarlo. Es la hora del dolor, de castigarme a mí mismo.
Es mi naturaleza. Los hay simpáticos, antipáticos, atractivos y repulsivos. Yo soy lo último, tengo un diploma que lo acredita en el oscuro comedor de mi apartamento.
Mi técnica para enclaustrarme en mí mismo es demasiado invasiva, causa muchos daños. El fin justifica los medios, aunque mi polla no esté de acuerdo.
Puedo pasar hasta dos días sin mear porque me sangra por dentro y se me inundan los testículos de sangre y otras cosas.
Nadie tiene nada bueno que decirme. No quiero saber nada ni de quien me quiera ayudar. Es más, debería estar muerto con estas infecciones, hay zonas negras en mi pene que huelen muy mal.
Tengo razón: soy mala hierba y la mala hierba nunca muere.
Estoy lejos de ella, muy lejos de su mundo; pero noto aún la tristeza con que la he contaminado. Su pensamiento a veces me llega como una intuición y siento su repulsión y el tiempo que ha perdido conmigo como otra desgracia más en su vida. Estas cosas las experimento y no quiero… Me duelen.
Necesito el lápiz…
Soy consecuente, acepto con valentía la solución que he encontrado y la demencia que provoca; pero desearía morir en algunos momentos en que la fiebre de la infección y el dolor se apoderan de mí y me roban la frialdad para convertirme en un perro herido y temeroso. Lamento ser cobarde en algunos momentos porque se suma al asco que provoco.
Sé que no hay arreglo: cualquiera que me conozca sabrá en poco tiempo de mi deprimente carácter. Hace siete meses llegó el momento de hacer las cosas bien y de no volver a caer en la tentación de enamorar ni enamorarme.
Es el momento de un dolor más soportable.
Un dolor tapa otro dolor; se solapan como los naipes de los jugadores en sus manos, ocultando valores por temor a que otros jugadores miren.
He perdido mi partida, ya no tengo con que apostar; solo me queda la dignidad y la quiero íntegra.
He de romper de alguna forma la tristeza que contagio y retribuir así con mi dolor y aislamiento las penurias que he provocado en la vida que amo, la de ella. Cuando mi aislamiento sea total ya no sentirá más tristeza. No se sentirá desgraciada.
No lo hago solo por ella, yo también me doy repulsión y me deprimo al verme la cara cada día.
Mi sola existencia es causa de malestar en otros, yo ya estoy acostumbrado a mirarme en el espejo cada mañana.
El pus que a veces escupe mi pene son restos de humanidad. Esas bacterias son lo único vivo que me acompaña desde hace meses.
Añado pus en el tintero para que huela a podrido el papel. También hay algo de sangre. Me gusta escribir y saber que nadie me leerá en los próximos cientos de años.
Todo es muerte y la muerte es el aislamiento total.
Eso espero, porque los muertos solo existen como restos de huesos. No existen ciudades llenas de almas, lo sé porque de lo contrario, me estarían molestando ahora mismo. Todos muertos…
En cuerpo o alma, los humanos son igual de hediondos.
Tras sondarme, durante dos semanas me es imposible introducirme el lápiz de nuevo. Es un tiempo razonable para que se cure la polla y los antibióticos hagan efecto. Mientras se cura, si se le puede llamar curación a orinar sin sangre un par de días, me duele y sentarme a escribir es lo mismo que aplastar mi pene en un acerico lleno de agujas sin cabeza.
Mi soledad sana a quien está lejos de mí, de la misma forma que el dolor anula mi carácter repulsivo. Cuando el pene parece partirse en dos, no soy consciente de que doy asco.
Podría ser que la felicidad, la alegría fuera mucho más pura en soledad. No lo puedo saber, no sufro de algo así.
Nací sin razones para ser feliz. No sé porque, pero es así.
No me he de preocupar por estas cosas.
Ella llora aún de vez en cuando, la conozco. Se encuentra bajo los efectos de mi repulsión, lo presiento porque aún quedan restos de nuestra complicidad, de nuestro amor. Y me duele tanto su llanto que necesito extirpar mi vergüenza para no darme demasiado asco.
No sé cuando ni donde se torció el amor para luego quebrarse como una rama seca, con un chasquido apenas imperceptible que iluminó con un brillo metálico de total entendimiento sus oscuros y hermosos ojos.
No tengo buena memoria, solo sé que un día me miraba con asco, que sus ojos estaban tristes. No comprendía como podía haberse enamorado de mí. Yo me sentí desnudo ante su mirada certificando la repulsión absoluta.
No tengo cerebro para otra cosa más que para desencantar, para frustrar.
Ya no puedo perder más tiempo pensando, buscando razones. Soy así y cualquier otra reflexión, prolonga la tristeza de ella y mi vergüenza.
Aunque estoy seguro de que ahora poco influyo en ella, ha pasado el tiempo y hay espacio entre nosotros: la nada.
Aún así temo ser causa de sus recuerdos más repugnantes, no hay dignidad en ello.
Desenrollo la venda embadurnada con la pomada antibiótica que cura mi maltratado pene. Y el hedor de lo podrido sube hacia mi nariz de forma rápida y ofensiva saturándola; en apenas unos minutos ya no soy consciente de la podredumbre que descubro con cada vuelta que desenrollo.
El meato tiene un color púrpura de edema y el glande está pálido, apenas le llega sangre. A lo largo del lacio bálano aparecen manchas oscuras por donde supura una serosidad rojiza y espesa.
Me cuesta caminar hacia la mesa para tomar el lápiz, porque el pene se balancea y me duele con cada movimiento. Es un pene pequeño, mediocre. No tengo complejo con ello, es simplemente la puta verdad.
Nunca supe darle placer, y ella a pesar de todo, insistió en amarme.
Y yo le pagaba con tristeza…
Qué cabrón soy.
Siento el puto remordimiento de conciencia en forma de un dolor pulsante en las sienes que me curva la boca hacia abajo. Tengo la impresión de que la piel de mi rostro cuelga como una gelatina.
Se ha roto la punta, he de afilar el lápiz para que entre más dulcemente.
No sé si es la madera del lápiz lo que huele mal o una corriente de aire ha removido la atmósfera del apartamento y sube el hedor de mis genitales marchitos como una vaharada que me pilla por sorpresa.
Lanzo un vómito que es pura bilis, aún no he comido. No sé cuanto hace que no como…
Tras ponerme unos guantes de látex, unto todo el lápiz con vaselina. Y la vergüenza me provoca premura, con lo que se me cae dos veces al suelo sucio como mi pensamiento. Quedan pelos y pelusa pegados que no consigo limpiar.
Enciendo las luces del salón.
Tomo asiento en el sillón de relax, quedando medio incorporado, con los pies en alto. Tengo una buena visión de mi polla.
Por enésima vez cumplo el ritual y hundo la afilada punta del lápiz que entra indoloramente en el meato. Es muy difícil este primer paso, porque está tan relajado el pene, que se encoge entre los dedos y debo pinzar con fuerza el glande. Y con una sola mano no es fácil.
Antes este primer paso me dolía, ahora no. Y es algo que lamento, porque el tiempo que no me duele la polla, es tiempo que duele mi repulsión natural en mi conciencia. Tengo prisa por dejar de pensar que soy un cerdo.
No puedo evitar que los dedos de los pies se me doblen y se crispen, creo que a ellos les duele más que a mí.
Cuando comienzo a hundir la parte más gruesa del lápiz, mana una baba amarillenta; es entonces cuando el dolor adquiere la fuerza y la rapidez de un trallazo y tengo que esforzarme en que mis manos sigan con el proceso, ellas no quieren hacer todo eso; pero yo mando.
Lo que no puedo evitar es el temblor de las manos, de los pies, de los ojos y de la cabeza.
No es solo por el dolor, se trata de que en un alarde valentía, estoy yendo contra mi propia vida, y el cuerpo se resiste a estos actos de heroísmo gratuito.
Pero mi mente es voluntariosa, es fuerte y no cede ante el lamento del organismo.
Con el lápiz a mitad de recorrido, el pene ya ha perdido su flaccidez manteniéndose erecto de una forma extraña, en ángulo de aproximadamente cuarenta y cinco grados. Me enciendo un cigarrillo mientras me miro la polla. Observo la brutalidad de mi acto, me maravillo ante mi capacidad para sufrir y pienso en lo doloroso que sería que me masturbara, cerrando los puños ante tal idea. Dejo que la escasa sangre se derrame perezosa por el pequeño trozo de carne que es esta polla.
Ceden los temblores y hago acopio de más concentración. Dejo de hundir el lápiz cuando siento el dolor que provoca la afilada punta de grafito en algún lugar de los testículos. Hay un tejido que da la voz de alarma para que no siga y no perfore así algo que no debiera. Y ahí, quieto y respirando con dificultad, dejo que el dolor se extienda como una corriente de alto voltaje por los nervios del vientre y las piernas. Lo siento hasta en las uñas de los pies.
Como por arte de magia desaparece toda presión en mi cabeza, ya no me siento sucio ni repulsivo, todo lo que me rodea es dolor y me duermo cansado.
No es dormir, es desfallecer.
No sé cuanto tiempo ha pasado desde que me he metido el lápiz en la polla. Solo sé que me he despertado con un dolor atronador. El dolor puro es como un grito infame en los oídos que oculta todo sonido de vida.
Unos auriculares con agujas que se clavan en los tímpanos y te hacen sangrar las muelas.
Tengo un latido constante en todo el glande, se ha creado una presión enorme: es el pus que intenta salir; pero la madera no le deja.
Y ahora viene la segunda parte del dolor, la que me lanza directamente al espacio, la que me arranca el alma y hace jirones mi propia conciencia. Lo que me depura de asco de mí mismo durante unas horas.
La vaselina no solo es importante para introducirlo, es necesaria para que la sangre y tejido no queden pegados a la madera. Estoy seguro de que no podría mantenerme entero y consciente para extraer el lápiz si tuviera que tirar tanto como para despegar la sangre que se adhiriera en caso de no usar vaselina.
A pesar de que está bien lubricado, siempre noto que el tejido sigue pegado al lápiz y el primer tirón provoca tal dolor que el esfínter se abre y me cago. Debería hacerme un enema antes de meterme el lápiz; pero aparte de repulsivo soy impaciente.
Aprieto los dientes y me muerdo la lengua con cada milímetro de madera y grafito que consigo extraer. La sensación con cada tirón, es que me arranco el glande y una piel interior se desprende. Algo que me abrasa. Como si deslizaran un hierro al rojo vivo en ese lugar que no he conseguido mirar nunca más que en las láminas de anatomía.
Cuando consigo sacarlo entero, me doy cuenta de que he gritado porque mi garganta está hinchada y me cuesta respirar.
Siento el placer de la liberación de la mente luchando contra el dolor del nabo. Olvido lo repulsivo que soy. Ha sido un orgasmo-tormento seco, no ha habido eyaculación como otras veces; mis huevos ya no fabrican leche, están demasiado dañados.
Fumo recuperando el aliento e ignorando los excrementos que hay pegados en mis nalgas.
Y así, mirando fijamente al objetivo, acciono el control remoto del disparador de la cámara. Una luz roja parpadea rápidamente durante cinco segundos antes de que el fogonazo del flash me contraiga las pupilas.
No sonrío a la cámara, todo lo contrario, me esfuerzo por mostrar todo el dolor y el cansancio que he acumulado.
Con la cámara en la mano me dirijo al cuarto de baño. No tengo analgésicos, solo antibióticos. Sería estúpido tomar un calmante si lo que quiero es que el dolor dure toda la puta vida. ¿No?
Me ducho para quitarme mierda, sangre y otros miasmas. Me subo a la báscula y anoto el peso.
En el ordenador descargo la fotografía y la titulo con fecha y quilos.
Selecciono las veintitrés que tengo y hago funcionar la visualización de diapositivas.
Empecé mi trabajo de aislamiento por dolor cuando acabamos nuestra relación hace siete meses. Entonces pesaba noventa y seis kilos. Ahora peso cincuenta y cuatro y tengo el rostro repleto de llagas y eccemas. Mis manos parecen artríticas y el pene ha menguado en longitud y se ha hecho más gordo por causa de la infección y el trauma. Está inflamado. Está ya podrido como mi conciencia.
No creo que pueda soportar sondarme otra vez y tener fuerzas para levantarme.
Yo solo con mi degeneración, me basto. No necesito a nadie más. No necesito hacer daño a nadie, ni causar repulsión.
No entiendo como alguien puede temer a la soledad.
Solo yo podía arreglar esto.
Mala hierba...
Lo cierto es que mirando bien las fotos, sí que la mala hierba muere.
Muere como todo ser vivo. Lo demás son romanticismos que me distraen del dolor.
Queda poco para el aislamiento perfecto y total. El camino del dolor hace larga la vida, muy larga.
Repulsivamente larga.
Tal vez deje de tomar antibióticos a ver si pasa más deprisa la vida, la repulsiva vida.
Soy repulsivo.
E impaciente.



Iconoclasta

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24 de diciembre de 2011

Una puerta se cierra y otra se abre


Una puerta se abre y otra se cierra.
Menuda mierda… No creo que haya una sola puerta buena.
La que se abre muestra a alguien muerto y da miedo, me mira ferozmente con sus ojos en blanco, con su cabello lacio enmarcando una cara demasiado oscura con una boca en forma de “o”, una mueca furiosa de odio y asesinato. Todo lo que hay más allá de su cara es oscuridad.
Me da pánico su mudo grito, su dedo que me señala.
¿Hay otra puerta? Ofrezco tres meses de vida. ¿Es suficiente para comprar una nueva puerta?
Se cierra la puerta y se abre otra. Durante ese instante he sentido como Dios me arrebata ese tiempo de vida. Me ha dolido en el corazón, no he podido respirar.
La puerta abierta da a un lugar hermoso, una montaña de suaves laderas poblada de altos abetos con una cima nevada.
Heidi podría estar allá arriba.
Hay una casa de madera y dos coches aparcados. Un perro me ladra contento moviendo la cola. Está bien, me gusta.
Avanzo hacia ese paraíso aplastándome la nariz contra el vidrio invisible que hay en el umbral. Es infranqueable.
El perro gira la cabeza mirándome con curiosidad y yo lo observo a través de la mancha de sangre.
Dios se ríe. Yo diría que se está revolcando de risa.
Bueno, no importa, aún tengo vida.
Es un macabro monopoly este juego de puertas.
¿Hay otra puerta? Ofrezco otros tres meses de vida.
Antes de cerrarse la puerta un hombre alegre y contento que aparece de algún lugar de la oscuridad que me envuelve, pasa por la puerta. Tiene más suerte que yo y corre hacia la casa con el perro jugueteando a su alrededor. Es un santo varón: no fuma.
Le ha debido de comer la polla a Dios.
Es una putada.
Caigo de rodillas al suelo, es como si una mano me exprimiera el corazón. Y por primera vez en muchos años lloro por un dolor físico. Creo que no se ha llevado tres meses de vida; me ha quitado al menos siete.
Dios es un ladrón.
Se abre otra puerta y observo con desconfianza su lento movimiento.
Un niño me mira y me acerca sus manos para que las tome. Se encuentra en una playa solitaria. Hay un mar tranquilo que impregna mi nariz de olor a sal y arena. El sonido de las olas me relaja y calma el dolor del tiempo de vida que Dios me ha robado.
Parece un buen lugar.
El niño debe tener unos siete años. Su piel es muy blanca, su pelo negro está sucio de arena. Sus ojos son oscuros como una broma de mal gusto en esa tez tan pálida.
¿Cómo puede ser tan blanca la piel bajo el sol? Y pienso en un cadáver al observar sus manos arrugadas e hinchadas como si llevara horas en el agua. Sin embargo está seco.
—Ven conmigo, es una bonita playa.
Dudo en cruzar la puerta porque su voz está llena de dolor, habla entrecortadamente, con pesar. Con un respirar fatigado. La voz es ronca.
No hay nadie más en la playa y el ruido tranquilizador de las olas ha cesado. Esa puerta se ha quedado sin sonido.
Dios no hace bien las cosas.
—¡Ven! —me vuelve a decir con urgencia.
Sus dientes están rotos, su lengua llagada.
Un escalofrío baja desde mi corazón a la polla y me la hace pequeña. Da media vuelta agitando sus manos descoordinadamente, haciendo ademán de ser seguido.
Toda su pequeña espalda es un hervidero de cangrejos que anidan en profundas llagas. Cangrejos sucios que chascan sus pinzas manchadas de sangre y tejido.
El niño llega al agua y da media vuelta para mirarme de nuevo a los ojos.
Abre la boca para gritarme algo; pero sus ojos se abren con sorpresa cuando se le desliza desde el interior de su boca una morena negra como la muerte dilatando y deformando su cara, cuando el animal cae al agua, de la boca del niño sale una gran bocanada de sangre. Se lava la cara con el agua rosada que moja sus pies, cierra los ojos y vuelve hasta el umbral de la puerta.
Con el mismo gesto de la primera vez y sin recordarme, lleva sus manos hacia mí.
Pienso en el eterno dolor y que la inocencia no libra a nadie de la tortura y la maldad. La inocencia es campo abonado para los hijos de puta.
Confirmo que Dios es un degenerado, una mente poderosamente narcotizada.
Cierro la puerta de una patada y no con malhumor, sino con una inquietud de pesadilla. Lo malo es que no sueño.
Yo estaba trabajando hace un rato, tal vez una hora, en un taller de electromecánica. Reparando el motor un millón de mi vida, con el cigarro colgando de mi belfo y las manos sucias de polvo y grasa vieja. Meditaba con calmada fatalidad que estaría toda mi vida reparando motores, hasta que los dedos se desprendieran de las manos cansados de hacer siempre lo mismo.
Dios me arrancó de allí, hace una hora, tal vez una eternidad.
Echo de menos los motores. No me gustan las puertas, no me gusta la carpintería.
—¡Has sido elegido para El Juego De Las Puertas Alternativas A Mundos Exóticos Para Desencantados De La Vida Que Les Ha Tocado Padecer! —dijo con su atronadora voz de subnormal ricachón.
—Vaya porquería de nombre tiene el dichoso juego —dije en voz alta hace unos minutos.
Solo un Dios con todo el tiempo del mundo podría inventar semejante juego con un nombre tan maratoniano.
Un Dios imbécil.
Aún tengo las manos sucias y tabaco en el bolsillo.
Dios dijo algo así como: “cretino” y yo respondí que me la chupara. No soy bueno con la cuestión de la humildad y la obediencia. No me deslumbra nadie.
He encendido un cigarrillo y Dios no me lo ha apagado.
Menudo detalle…
Aún está en mi cerebro la imagen del niño de la playa con su espalda repleta de cangrejos que chascan sus pinzas: clac, clac clad… Obscena como la espalda de un sapo llena de huevos. La negra serpiente escurriéndose de su boca…
Es mejor vomitar, aunque no es mi decisión, es cosa del estómago. Mi cigarrillo ha caído entre el vómito.
Me siento afortunado de ganar dinero para tener siempre una cajetilla en el bolsillo y enciendo otro.
Me lo fumo entero, sin decir nada. Tampoco tengo demasiadas ganas de hablar y menos con un Dios mierdoso.
—¿Quieres otra puerta? —me ofrece Jesucristo mostrándome sus perforadas y sangrantes manos.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Te quedaste con la primera puerta que abriste?
Cristo mira hacia el techo (si es que lo hay) y como un niño malcriado grita:
—¡Papaaaa…!
Un chorro de luz del tamaño de la torre Eiffel lo eleva sacándolo de mi campo de visión.
—¿Qué pasa si no quiero ninguna puerta?
—Te traeré y crearé todos los motores del universo hasta que mueras reparándolos sin descanso.
Dios es un cochino explotador.
En el taller (debe estar aquí cerca camuflado tras lo negro que me rodea) gritan mi nombre. Se preguntan donde puedo estar: es hora de comer.
Y yo me pregunto sin demasiado interés que pasará con mi esposa, mis tres hijos y mi amante.
Creo que no voy a volver a ver a nadie conocido en las próximas eternidades o ratos que me quedan de vida. No importa demasiado, me parece todo un craso error: no debería haber sido mecánico, no debería haberme casado, no debería haber tenido hijos y no debería haberme buscado a una puta con la mierda que cobro.
Si lo pienso bien, cualquier puerta por mala que sea me irá bien; seguro que me deja en otro lugar, en otro tiempo o la puta dimensión que sea.
Cuando Dios te abduce, nunca te devuelve al mismo lugar como hacen los extraterrestres, eso es bueno. Y por otro lado no me gusta la idea de que me sonden analmente aunque me den besos sagrados en el cogote.
Debo llevar como mínimo seis meses de vida tirados a la basura. Si todo fuera bien llegaría a los ochenta años de vida. Me quedan cincuenta años por vender a cambio de otras puertas. No tengo más remedio que jugar.
Son demasiadas puertas, puede ser cansado. Monótono…
Otra vez.
Llevo un destornillador en el bolsillo, si las cosas salen peor de lo que van ahora, me lo clavo en el cuello.
¿Qué pasará cuando tenga ganas de cagar y mear?
Estas cosas me preocupan. Soy higiénico.
—Tres meses más de vida por otra puerta.
Y ahora caigo hecho un ovillo de dolor sujetándome las entrañas, creo que se ha cobrado directamente del hígado.
La puerta se abre, en ella se encuentra mi hijo, el pequeño. Está subido en el alféizar de la ventana, tiene cuatro años y quiere alcanzar el molinillo de viento barato que se encuentra en la pared lateral.
Va a caer.
Y caerá desde el quinto piso en el que vivimos. No pienso asistir al entierro de mi hijo, hay mejores momentos en los que aparecer de nuevo. Bastante mierda es la vida como para meterse en una alcantarilla por gusto propio. Se me han ido a la basura directamente tres meses de vida.
Quiero que cierren la puerta
—¿No quieres salvar a tu hijo? Aún estás a tiempo — dice Dios con su voz de ricachón pretencioso.
Le clavaría el destornillador en los ojos si se hiciera corpóreo, no me gusta que me hablen en ese tono.
No puedo cerrar la puerta y tengo que ver con morbosa fascinación como al pequeño le falla un pie, pierde el equilibrio y cae al vacío, su manita se aferra a una maceta; no sirve de nada, la maceta cae con él y no la suelta de la mano. En la caída su cabeza da contra el alfeizar de una ventana dos pisos más abajo y muere con la cabecita deshecha. Su sangre queda suspendida en el aire mientras cae con sus ojos mirando al vacío. Su mano suelta la maceta. Cuando choca contra el suelo, todos sus huesos se rompen, rebota.
La maceta no rebota, simplemente se rompe dejando un borrón de tierra negra y un geranio hecho pedazos.
Todo es sangre en su cara. Pobre hijo mío…
Si lo amara más, me clavaría ahora mismo el destornillador; pero estas alturas no voy a ser hipócrita y el Dios idiota este, dicen por ahí que lo sabe todo. Así que no me voy a hacer el padre santurrón y sensiblero.
Mi hijo, uno de mis errores, ha salido de la ecuación de mi vida: un fallo menos en el que pensar. Me pregunto de donde me sale este ingenio para crear metáforas tan cientifistas. Soy un mecánico demasiado simple. Eso debe ser a que he cambiado de aires y mi intelecto se desarrolla como es debido. No siento presión ni prejuicio alguno.
A más peso más veloz la caída. ¿Cómo reaccionará el cuerpo de mi amante o de mi mujer al caer como el pequeño David desde la ventana?
Me da igual.
La puerta se ha cerrado en el momento en el que mi esposa grita ante el cuerpo roto de nuestro hijo, lleva falda y no tiene cuidado cuando se lanza al suelo para abrazar a David o lo que queda de él. Lleva las bragas de blonda blanca, no tiene la regla y se ve con total claridad el vello negro.
Esta puerta me ha regalado una buena erección. Tengo esperanzas de que la próxima sea mejor.
—Tres meses más de vida por otra puerta. Vamos allá.
Odio el momento de pagar. Ahora alardea de homosexual deidad, arrancándome la vida de los testículos. Mi erección desaparece dejando un dolor que huele a óxido en mis narices.
La puerta se abre: hay una mujer arrodillada con los pechos desnudos y prietos entre sus brazos, se acaricia el sexo de forma extraña con los dedos. El clítoris lo masajea por los lados deslizando los dedos corazón y anular de la mano derecha. Con la izquierda tensa el monte de Venus para descubrirlo bien.
No puede acariciarlo presionando porque del centro sale una gruesa espina negra.
—Quítamela, me duele.
Acerca los dedos a la espina y la mueve para que observe lo que ocurre. Y cuando la toca, se hunde hacia dentro, se retrae. Su cuerpo se arquea de dolor y sus enormes tetas caen a los lados, pesadas, con los pezones aún duros. Intenta contener un grito de dolor pero le es imposible y las venas de su cuello se inflan peligrosamente.
—Se hunde hasta dentro, esta puta espina se me hunde en las entrañas cada vez que la toco.
Separa más sus rodillas y me muestra su vagina abierta, poderosa y hermosa. Rosada y húmeda, quiero meter mi lengua, mis dedos y mi polla ahí.
La púa vuelve a emerger por el clítoris y su vagina derrama una gran cantidad de sangre. Está pálida.
—No es la menstruación, hijo, es el dolor punzante de un placer que tu padre nunca me dio. Dámelo tú.
Es mi madre. Lo sé por la voz, porque nunca la había visto tan desnuda y tan joven.
Se abalanza hacia mis rodillas, baja la cremallera de mi bragueta y con dificultad saca mi pene erecto. Se lo lleva a la boca y mama de él como si bebiera. Mis rodillas flaquean , no sé que hace pero eyaculo en su boca en cuestión de segundos. Mi madre es buena de veras mamando.
Y yo un tanto precoz.
—No puedo tocarme mi cosita, necesito sentirlo. Ahora quítame esto del coño. Tu padre murió por fin, no es justo que ahora me salga este pincho.
Dios ríe con malicia, como una tosecita disimulada mientras acabo de sacudir el semen residual entre sus tetas.
—No puedo quitarte eso, no traigo alicates.
—¡Serás el responsable de mi desangrado, hijo de puta!
Presiona con fiereza su clítoris, la púa atraviesa su uña antes de retraerse y cuando separa los labios de su vulva, la sangre salpica mi pantalón.
Doy un paso atrás y la puerta se cierra.
Aunque la chupe bien, no quiero estar tan cerca de mi madre durante toda la vida o lo que me queda de ella.
—Tres meses por otra puerta.
No sé, pero me parece que cada vez es más avaricioso Dios. Se me ha escapado un vómito de sangre a presión, este dolor no es de tres meses. Conocí a un amigo con cáncer de pulmón y cuando vomitó sangre así, duró dos días. En definitiva, aquello era como dar treinta años de golpe.
La puerta se abre.
Y yo me siento cansado, la sangre baja por el esófago dejando sabor a hierro viejo en mi boca.
Hay un viejo árbol de retorcidas ramas en un páramo de amarillas y raquíticas hierbas, su tronco está lleno de tumores, excreciones redondeadas como los bubones que aparecen en las axilas e ingles de los infectados por la peste bubónica.
Está solo y no se queja, sus ramas se mecen tranquilas con la brisa. Su copa forma una sombra que me quita el aliento ante su tamaño y frescura.
Cruzo la puerta desnudándome, no hace excesivo calor; pero mi piel necesita aire fresco. Aire nuevo.
Cada tumor es una cara que conozco, pero sus bocas están selladas, solo sus ojos se mueven.
El único sonido es el de las miles de hojas que el viento acaricia.
No ha sido una buena vida la mía, cada persona que ha estado cerca de mí ha sido un tumor, algo que no debería estar. Una enfermedad.
Mi indiferencia no es una opción, me parieron así. No soy culpable.
Dios cierra la puerta tras de mí, ya no hay oscuridad allá atrás. Escucho sordos aplausos de público tras la puerta.
Me siento cansado.
De mi pene caen unas gotitas de sangre, a lo mejor son los restos de la mamada que me ha hecho mi madre. No importa.
Descanso fumando un cigarro con la espalda apoyada en el tronco mientras el sol corre a ocultarse. Cuando el cielo adquiere un tono anaranjado ya he descansado, me pongo en pie y acuchillo con el destornillador cada uno de los tumores del tronco. Los destrozo haciendo círculos con el destornillador hundido. Los tumores con los rostros de mis hijos son los últimos que despedazo, no era mi intención; tal vez he empezado por los más bajos. No hay ninguna lectura psicológica que hacer de ello.
Ha medida que avanza la oscuridad la savia negra que mana de los tumores parece sangre.
El árbol baja sus ramas, estaba cansado también. Se ha relajado, se ha sanado.
La noche se cierra completamente y todos los errores se han borrado de mi cabeza; por primera vez en mi vida quedo dormido sin darme cuenta. Sin pesar, sin pensar.
Despierto cubierto por las ramas del viejo árbol, él me ha protegido del frío de la noche. Él tiene tan poca piedad como yo, ha sido tan indiferente a la mediocridad como yo. Ambos hemos vivido con tumores, con decepciones.
Somos viejos amigos.
No existe nada alrededor que se deba hacer, paso el día comiendo pequeños insectos que reptan por su tronco y bebo el rocío que ha caído de sus ramas recogido en un cuenco que he tejido con sus hojas.
Nunca he necesitado de nadie, me han necesitado a mí.
Y ha sido deshonesto por mi parte crear tantos lazos de cariño y amor a mi alrededor. Ellos lo exigían y yo no podía pasarme la vida negando a tantos seres. Hice lo que pude…
Ya no me acuerdo de sus rostros, y no hablo con el viejo árbol, no pronuncio ni una sola palabra. Quiero olvidar que un día hablé.
El sol se pone de nuevo, es hora de dejar de existir, de olvidar más aún que un día estuve entre ellos, con ellos. De dormir…
Mi primer día con el árbol no ha ido mal, hemos sido buenos compañeros, no nos hemos molestado demasiado.
Aunque sé que el árbol es como yo, a medida que han ido pasando las horas, sus ramas se han crispado, no se han relajado como ayer cuando destrocé los tumores.
Creo que lo irrito y me parece bien. Me parece lógico.
El árbol es más fuerte que yo y ya no me necesita. Sus ramas no me arropan a la hora de dormir, me asfixian con dulzura y mis ojos desorbitados y lacrimosos por la falta de oxígeno observan las estrellas creando nebulosos y difusos brillos.
No importa, morir no es tan malo.
Hay estrellas rojas, verdes, azules y anaranjadas. Es un buen decorado, una forma elegante de largarse de aquí.
No siento una especial necesidad de respirar.
No es nada malo morir.
Una puerta se cierra, ninguna se abre.
Por fin…



Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón



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