Iconoclasta, provocación y otras utilidades para escapar del negro abismo del agobio.
9 de mayo de 2012
8 de mayo de 2012
666 en Bangkok
Pasear por Bangkok y sus feos barrios humildes
es una delicia si no tienes miedo a nada ni a nadie. Hay tanto tarado y enfermo
que no encuentras un humano sano en varios kilómetros cuadrados, es decir, en
todo Bangkok. Esto que os voy a contar es de hace apenas un mes; en uno de mis
múltiples viajes intentando hacer daño allá donde me sea posible.
Para empezar os diré que me gustan mucho las
mujeres bien formadas, me refiero a que sean mujeres maduras y voluptuosas,
porque cuando me las tiro son las que de verdad disfrutan de la dolorosa
penetración a la que las someto.
Si alguna vez habéis estado en Bangkok en una
temporada casi otoñal para nosotros, os habréis dado cuenta de que la
temperatura es agradable en un primer instante, y cuando uno lleva caminando
apenas cinco minutos, unos chorros de sudor le dan al cabello ese aspecto
mojado que tanto gusta a los que se engominan cotidianamente. Lo peor es que
acompaña una sensación de suciedad, como si esa humedad se te pegara
viscosamente en la piel pringándote y te resbalan las gotas desde la cara al
pecho, y siguen bajando de tal forma que si tu ropa es holgada y no llevas
calzoncillos, las gotas llegan hasta el mismísimo pene excitándolo de un modo
salvaje y nada discreto. Pues así iba yo con mi polla bien tiesa y elegante
creando un llamativo bulto en el pantalón.
Supongo que mi pene era el encargado en esos momentos
de llevar el mando y el cerebro se dejaba llevar con esa holgazanería producto
del bochornazo. Estos asiáticos no deben tener sangre en las venas, porque no
sudan. No mojan sus camisas. Aunque tampoco tienen un torso como el mío.
Así que las únicas mujeres que veo son putas
sidosas y enfermas de cualquier otra cosa, a muchas jóvenes les faltaban piezas
dentales y no me gustaban. No eran discretas, las putas no son discretas en ningún
lado.
Llevan escrito “puta” en la frente.
Así que en esa estrecha calle atestada de gente
y puestos ambulantes de comida ya venenosa, sentí el roce en un brazo de unos
pechos pequeños y duros. Era una mujer joven, de una delgadez extrema producto
del hambre; iba del brazo de su madre cuyos brazos estaban llagados. A pesar de
tener escasamente los cuarenta años aparentaba los sesenta. Las manos escamadas
por la soriasis y su boca de encías sangrantes me sonrieron por unos segundos
cuando las miré.
Era pleno mediodía y a través de las oscuras
nubes el sol intentaba rasgar esa opacidad y el relumbrón me hacía entrecerrar
los ojos. Así, con esta climatología yo me encontraba un poco lerdo y tardé
casi tres segundos en reaccionar. Di media vuelta y le dije a la madre que me
quería follar a su hija a la vez que le pasaba un apretado rollo de billetes. La
madre cogió la mano de su hija y me la cedió señalándome una asquerosa casa con
dos viejas putas desdentadas sentadas en esos bancos de eskay de la entrada.
Olía a opio con sólo mirar hacia allí.
Para llegar, pasamos frente a uno de esos
puestos ambulantes tirando por el suelo un canasto lleno de mangos, el idiota
del vendedor me llamó hijo puta y me detuve frente a él, con la chica cogida de
mi mano y llorando. Esperaba que el jodido oriental siguiera hablándome, que me
alzara de nuevo la voz. Después de un segundo interminable para él, en el que
se arrepintió de haberme hablado, comenzó a recoger su mierda de frutos y yo
entré en la pensión. La mujercita lloraba y gritaba en dirección a su madre, no
quería venir conmigo; pegué un violento tirón de su brazo, trastabilló y le di
un golpe con la mano plana en la nuca. Algunas voces rieron ante el llanto de
la chica, su madre se había sentado frente a uno de esos carritos de carnes de
ave cocidas y comía algo con el dinero que le había dado por su hija. Con la
mano le decía que se callara y que me siguiera sin rechistar.
El tipo de la pensión me guiñó un ojo cuando le
pagué la habitación. Una de esas viejas putas me propuso que la dejara subir
con nosotros para hacer una escena tortillera. La aparté de un empujón y se
golpeó la cabeza con un extintor, sonó su cabeza con un tono doloroso del que
me sentí orgulloso.
Apenas cerré tras de nosotros la puerta de la
habitación, saqué un ácido y lo corté en cuatro partes, una de ellas se lo di a
la chica con un vaso de agua. No quería tomar la pastilla así que levanté la
mano para cruzarle la cara, el lenguaje de la violencia es universal y
perfectamente claro. Llorando se llevó la pastilla y el vaso a la boca.
Extendí una colcha encima de la pequeña mesa
frente a la única ventana, la cogí en brazos y la tumbé en ella. Me la follaría
de pie. Además su cuerpo oriental era tan menudo, que no sabía si aguantaría mis
embestidas. Follándola conmigo encima temía que la aplastaría y no podría verle
la cara y sus tetas, ver el dolor y los pechos erizados, hace que mi eyaculación
sea más aparatosa. Su entrepierna olía a meados y a mierda, llené una palangana
con agua y le froté el culo y el coño con la esponja mojada de agua fría y
jabón.
El ácido hizo su efecto y dejó de llorar, relajó
las piernas y sentí como su vagina se distendía y se excitaba con mi repetido
masaje. Entrecerró los ojos ya más relajada.
Os juro que nunca me había tirado a una mujercita
oriental tan drogada.
Básicamente para mí los hombres y mujeres más
jóvenes son objeto de tortura y malos tratos para crear en un futuro predadores,
gente tan maltratada que luego no sientan reparo alguno en asesinar y violar a
su vez y que equilibren así, este exceso de nacimientos, los humanos sois como
ratas, que folláis y folláis para al final tener que comeros a vuestras propias
crías para que no os devoren ellas.
Le estaba pasando la lengua desde el culo a su
escondido y pequeño clítoris y la sentí jadear tímidamente. Se tocó las pequeñas
tetas y sus pezones se habían endurecido.
Cuando toqué uno de ellos al tiempo que la preparaba
para la penetración hurgándole la vagina con el dedo, suspiró desinhibidamente.
Era muy pequeña respecto a mi tamaño, respecto a
mi edad milenaria y respecto a mi poder. Si se comportaba bien no la degollaría.
Su pubis estaba poblado de un vello lacio y
suave del cual de vez en cuando tiraba obligándola a que alzara la cintura
provocadoramente.
Sudaba y se mordía el labio inferior con los
ojos cerrados. Le costaba un poco respirar, imagino que la dosis de ácido, a
pesar de ser una cuarta parte, debía ser aún grande para su peso corporal.
Alcé sus piernas para situar su vagina a la
altura de mi pubis y la penetré. Se quejó y frunció el ceño cuando comencé a
bombearla; pero en pocos segundos se volvió a relajar y noté como resbalaba
desde su ano a mis testículos, la sangre de su himen desgarrado.
Volvía otra vez a suspirar tímidamente y tocarse
los pezones con las puntas de los dedos. Sus piernas tan pequeñas y delgadas no
me acababan de excitar, pero sí su pequeño coño tan dilatado por mi pene. Al
cabo de unos minutos, ella, asombrosamente frágil y pequeña comenzó a tener las
convulsiones del clímax. Yo me corrí dentro de ella, rugiendo y dejando caer mi
saliva en su pubis. El semen le chorreaba coño abajo. Se sujetaba la vagina con
ambas manos mientras su hombros aún se agitaban con espasmos de uno o varios
orgasmos.
Se quedó adormecida y yo aproveché para
limpiarme la polla de sangre y semen.
Cuando salí del lavabo, al verla allí en la mesa
con las piernas abiertas y el sexo manchado de sangre me volví a excitar y me
hice una paja. El semen se deslizó perezosamente por mi puño y lo sacudí contra
el suelo. Me puse los pantalones y la camisa y la despejé de su sopor narcótico
dándole una hostia en los labios, se le reventó uno. Se puso las bragas aún
adormecida y el feo y raído vestido, por el cual se veían sus pequeñas tetas a
través de la sisa.
Cuando salimos a la calle, caminaba con
dificultad intentado sin poder juntar las piernas.
Se sentó al lado de su madre y ésta me preguntó
si me lo había pasado bien, le contesté con un puñetazo en la cara que le
alcanzó también medio ojo derecho y le volví a soltar otro fajo de ese puto
dinero.
Los que miraban sonreían entendiendo y sin
extrañeza. Yo seguí mi camino y comenzó a llover de una forma intempestuosa, cosa
que agradecí deseando que una inundación ahogara a todo ese barrio entero.
Me quedé más tranquilo que dios. A propósito,
Santo Tomás estuvo presente durante todo el coito, rezando y rogándole a Dios
que hiciera algo por evitar aquello. Pero no le hice mucho caso a pesar de sus
santurronas lágrimas. Son cosas que sólo yo puedo ver.
Llamadme lo que queráis, porque lo soy. Soy lo
más malvado de vuestro mundo. Y soy muy tramposo porque... ¿Qué es mejor:
follarla y darle un montón de dinero; o acaso dejar que muera de hambre al lado
de su madre muerta, con el vientre hinchado y los ojos vidriosos?
Le he dado tiempo de vida, le he dado salud, y
comida.
¿Os escandaliza? Pues no debería, porque yo soy
un anti-dios; y ningún primate de entre vosotros es Dios, ni siquiera un
querubín en proyecto. Y hacéis cosas peores.
Gilipollas… Os debería visitar en vuestras casas
y arrancaros los cojones retorciendo el escroto.
¿Os acordáis del jeque árabe que compra niñas
para su harén y las revienta con su polla? No es una mierda de dios, ni
siquiera un jodido ángel. Es sólo un puto y repugnante primate.
¿Y las mujeres de esas tribus africanas que dan
a sus pequeñas hijas en matrimonio a un cuarentón que las matará a palos en
pocos meses?
Muchos hacéis bien en ir a esas procesiones a
castigaros; primero os masturbáis con lo que os he contado y cuando habéis
purgado vuestros pecados con unos latigazos y una borrachera, ya no os acordáis
de toda la mierda que queda en la trastienda. Ni de los millonarios que compran
niños y que muchos de esos hombrecitos y mujercitas, no saldrán del antro en el
que han entrado. Los humanos no sois tan buenos como pensáis y os creéis íntimamente.
Vuestra hipocresía hace daño a los pequeños que no están protegidos. Mucho más
que mi maldad.
Y todo al final se justifica: si es un jeque el
que lo hace es por su religión. Si es el negro se debe a su tradición.
Y a quien fotografía niños desnudos; a ese, sí
que hay que condenarlo a muerte ¿verdad? ¿Tal vez porque no lo hace en nombre
de Dios? Sois unos mierdas, fariseos. Deberíais cortarle los cojones al puto
pederasta y quemar en la hoguera al follador musulmán.
Pero aún puedo ser muy cruel, en mi reino los
crueles disfrutamos con los hipócritas como vosotros.
Si un día me encuentro de tan buen humor como
ahora, os contaré lo que le hice a una vieja abuela que castigaba continuamente
sus nietos por decir mentiras. Me gustó mucho más que tirarme a esa pequeña
oriental.
Ya os contaré. Sé muchas cosas.
Siempre sangriento: 666
Iconoclasta
Ilustrador por Aragggón
Vieja sangre.
No me veas con esos ojos.
Déjame sentarme un poco en la silla. Los
temblores al fin sacudieron la casa por lo que veo. Era linda con el comedor
completo en tono chocolate. ¿Me regalas
agua? Sabes que no bebo café, aún me dan esas convulsiones raras por las
madrugadas. Sí, trozos de pasados que me acompañan pegados como parásitos
envejeciendo y renaciendo conmigo.
No,
no sé nada de ellos. Tu sabes, crecen se hacen adultos y uno ya no tiene nada
que hacer más que regalar un gesto amable cuando te lo piden.
¿Y el tuyo? Aún lo extrañas tanto como esos
lunes por la tarde que el silencio se hacía pesado y doloroso entre tus ojos.
Es igual a ti. Solitarios y fuertes…
Con hielos, si…
¡Cómo me duelen las piernas! Cada vez se
hace más pesado, pierdo habilidad y aunque repita el diálogo y lo sepa de
memoria cuando vuelve a suceder pareciera que algo nuevo va a surgir, pero no
es así. Tu sabes que no.
¿Aún acostumbras el ibuprofeno? Solo
necesito uno para calmar el ardor en el cuello. Mi cuello…
Pocos hielos, mejor, ya sabes que me duele
el tabique. Es raro que pasen los años y
nunca cierra la cicatriz.
¿Sabes? El tiempo siempre va en nuestra contra.
Nací demasiado tarde para ti, aún así te encontré. Tiempo y distancia parecían
los filos de una tijera cada vez más cerca de nosotros; a pesar de eso soportamos el dolor de cualquier negra
circunstancia. Hoy el tiempo me carcome las fuerzas y me vuelve más insegura de
poder resistir el camino que me trae a ti. Es como si el tiempo se disfrazara
de fatiga que me ablanda los huesos para llegar de nuevo.
Fue un mayo de hace varios cientos de años
que te pregunté si lo volverías a hacer ¿recuerdas? Me has preguntado varias
veces cómo es que lo hice. Fue sencillo. Esa tarde juré regresar cuantas veces
fuera necesaria para encontrarte repetidamente.
No pensé en tu cansancio. Solo imaginé las
glorias de tu imagen refrendada en la estación de autobús en el viejo noviembre.
Perdóname por la arbitrariedad de mi
decisión. Fue condena o no, no lo sé. Pero la dicha de rodear tu perfil con mis
dedos me envició tanto que arrastré tu alma conmigo en eso que los antiguos
llamaban karma.
“No te canses” repites siempre. Y tu voz se
aglutina en mis tímpanos mientras soporto el filo nocturno y asqueroso en mi
vientre con la dicha de que momentos más tardes estaré mezclando mis labios con
los tuyos.
Repetiré la sangre sucia y el dolor de un
vientre vacio porque opté por repasar las cicatrices y abrirlas cuantas veces
fueran necesarias solo por la dicha de vivir de nuevo el respiro de tus días.
Y volveré siempre con la infantil súplica
de que me quieras más, porque por más que he repasado los momentos contigo tus
besos me saben a poco.
Perdóname, mi dios. Te he condenado. Somos
almas sin descanso viviendo en una no realidad alejada de la vida; esa que una
vez tuvimos en los ojos.
Pero hoy no puede ser peor que esos
tiempos. El hambre y la sed son las mismas, solo los colores han empalidecido y
los fantasmas de quienes estuvieron en nuestra contra siguen apareciendo. Se
condenaron con nosotros y no pudimos exorcizarlos. Ojalá hubiéramos podido
aislarnos en un planeta abandonado, cerca del no nato para cuidarlo más de
cerca. Sí…Todavía lo lloro.
Ya va siendo hora, mi amor. Me gustaría
preguntarte si lo quisieras hacer de nuevo, pero la celotipia encarnada entre
las uñas se apodera de mí y me obliga a hacerlo y no puedo darte opción. Sé de
tu cansancio y del deseo de cerrar eternamente los ojos, pero no soy buena, mi
cielo, nunca lo fui.
Ven abrázame y déjate caer sobre el filo de
la navaja, mi fatiga hace que el corte sea más doloroso. Deja que tu peso selle
por esta vez tu muerte, lo demás es cosa mía.
Sabes que beberé del piso todas tus gotas para bañarme en ti y luego
continuar con lo me que toca.
Quizás en un giro de circunstancias la
próxima vez podamos salir de aquí. No te angusties que no suelto tu mano. ¿Ves
cómo es fácil acostumbrarse al dolor? Abrázame y ayúdame a que el corte se
dirija a mi cuerpo también para que seamos parte del mismo desgarre. Dibujemos
la cicatriz del dolor más puro haciendo del corte un tejido que nos une.
No me mires con esos ojos.
Pudiera ser que esta vez le ganemos al
tiempo, al lugar y no tengamos que pasar tantos años de una podrida soledad
separados.
Estuve tan segura de decirte que lo
volvería a hacer…
Aragggón
070520122206
7 de mayo de 2012
Valentina
Ya no te escucho Valentina. Estás perdida
en medio del espejo, prisionera de mis caprichos.
Ya no te miro Valentina, ni muevo mis
labios como antes, cuando hablábamos musitando frases que nadie escuchaba.
Aún sigues ahí porque trazas con tu dedo
las figuras si lleno de vaho tu mundo.
Escribe Valentina, rompamos el mercurio de
tu silencio como aquella vez que me enseñaste a romper los míos de costras.
No te pierdas Valentina que aún te grito en
sueños, en tardes solitarias de uvas y duraznos.
Ya no podemos regresar, el abuelo ha
muerto. Quédate conmigo como la tarde que decidiste acompañarme en mis
silencios para secar lágrimas, curar rasguños, levantarme el gesto y besarme la
nariz.
Valentina… siempre más valiente que yo.
Aragggón
070520120939
30 de abril de 2012
Canciones de una lejana infancia
¿Te puedes creer, pequeño Iconoclasta ahora
muerto, que siento ganas de llorar cuando las viejas canciones que escucho me
devuelven a una edad de una ternura e inocencia ya desconocidas para mí? Cuando
era tú…
Yo no me reconozco como aquel niño que llevó
un come-discos de bandolera, pantalones cortos y el pelo peinado con raya. Que
tenía miedo de los deberes que aún le quedaban por terminar algunos domingos a
la tarde. Y al día siguiente ya no se acordaba.
Ahora el miedo dura días. La angustia es más
profunda y no hay lágrimas que llorar. Ya no hay padres que te ayudan, te hacen
reír o te dejan ver la tele aunque sea un poco tarde.
Da vértigo y pena haber perdido aquello por el
camino. Porque lo que fue muriendo con el paso de los años, fue la fantasía,
los sueños pueriles en los que imaginaba ser algo importante.
Metal Guru suena y estremece lo más hondo de
mis recuerdos; cuando mi hermano y yo, subíamos el volumen hasta hacerlo
atronador, lo repetíamos y lo repetíamos viendo girar el disco en el plato. Me
acuerdo de aquellas portadas en los singles con el “Nº 1 en USA” o “Nº 1 en
Inglaterra”. Peper Box sonaba en los autos de choque con Palomitas de maíz y un
amigo sentado con chulería en el borde de la protección del coche cayó en la pista cuando lo embestí.
Las risas…
Las risas tan sencillas, tan frecuentes.
Deliciosamente banales.
Los miedos eran divertidos.
Es terrorífico reconocer mi ignorancia en
aquella infancia mía. La falta de recursos intelectuales para poder vislumbrar
siquiera, una fracción infinitesimal de lo que iba a ser y sentir de adulto. Y
me alegro de ello, no necesitaba saber lo que ocurriría, porque nada hubiera
cambiado; excepto la infancia: no hubiera sido tan feliz.
No quiero reconocer que cuando aquellas
canciones se empezaron a olvidar, hay tanta muerte, que hubo tantos pesares.
Porque los primeros dolores son los que más se
recuerdan, los más intensos. Los primeros desengaños y la pesada losa de la
vergüenza de haber creído demasiado en lo bueno.
Dime pequeño Iconoclasta ya muerto, que entre
las canciones de Mungo Jerry y Suzi Quatro no hay tantos hermosos momentos que
no volverán. Dime que habrán otros, tan hermosos como aquellos. Dime que cuando
pasen los años y mi cerebro se haga blando, lloraré por el presente, como lloro
ahora por la infancia perdida.
Dime que siempre hay momentos felices, en
cualquier edad. Que esta melancolía es solo un fallo químico y momentáneo en mi
cerebro.
Engáñame, pequeño Iconoclasta ya muerto. Dime que
padre vive, que la abuela aún duerme en la habitación pequeña, casi con un ojo
abierto, que madre no está enloqueciendo y muriendo a cada instante llevada por
la insania de un cerebro que se ahoga en sangre. Dime que aún mi hermana se enfada
cuando le decimos con burla y voz repelente: “Tejanos John”.
Dime, tú que sabes de esas cosas, pequeño
Iconoclasta muerto; que mi hijo me ama, que no se olvida de mí como yo no
olvido a mi padre.
Dime todo eso mundo de mierda, dame algún
motivo para estar seguro de que hacerse mayor es un triunfo en la vida.
Fórmula V suena barriendo el hoy para
devolverme a un ayer en el que no exigíamos saber nada, solo vivir al momento;
como si la muerte no fuera con nosotros a pesar de haber dormido en nuestra
casa. Que la adolescencia nos hacia vigorosamente insensibles al desaliento.
No necesito retroceder al pasado, es volver a
morir como niño. Es saber que jamás se repetirá toda aquella despreocupada
vida. Aquella forma de sentir miedo por las pequeñas cosas. Y vuelvo allá
aunque duela, me puedo permitir ese lujo, porque la infancia me hizo fuerte.
La vida me curtió con malos y buenos momentos,
no puede hacer daño saber que una vez fui inocente y no sabía nada. Es hermoso…
No me da vergüenza llorar un rato.
“Et j’ai crié…”, grité tanto a nuestro padre
muerto en los momentos felices como en las desgracias…
Soy padre y he recorrido mucha vida, más de la
que me queda y a veces pienso como un niño, es extraño. Porque nada en mi
cuerpo ni en mi mente me hace suponer que un día fui un chaval. Fue un sueño…
Dime, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que
volveremos a fumar a escondidas, que descubriremos secretos, y palabras que
están vedadas. Que disfrutaremos de fiesta en el colegio por la muerte de un
dictador.
Todo aquello pasó y las preocupaciones hoy día
son espantosamente aburridas, conservar un trabajo, vivir prisionero de una
verdad que ha ido empeorándolo todo con los años: no soy nada, no trascenderá
nada de mí.
Un tiempo, quiero pasar un tiempo oyendo
canciones de una infancia ya fantasmagórica y no pensar. Dejar que las lágrimas
se desborden por dentro de mi cuerpo por una nostalgia que me roba la
respiración ante los recuerdos aún tan vívidos.
No quiero que todo hubiera ido mejor, estuvo
bien así, estoy bien así; pero es inevitable rendir unas lágrimas a todo
aquello.
Nos lo merecimos, nos lo merecemos.
Un beso, pequeño Iconoclasta ahora muerto.
(A mi hermano Paco, que evocando
canciones me ha transportado repentinamente a una infancia que fue mía y
nuestra, que no volverá; pero recordamos con una ternura infinita a lomos de
viejas canciones).
Iconoclasta
Ilustrado por Aragggón
27 de abril de 2012
Fracturando la Realidad
Fracturando la Realidad.
Ideas dislocadas.
La Tertulia de Aragggón e Iconoclasta. Un encuentro para intercambiar, debatir y experimentar el deseo de escribir o decir lo nunca dicho.
Lectura
Video
Discusión
Micro taller
Mínimo 80 personas.
CONTRATACIONES: aragggoniconoclasta@gmail.com
Ideas dislocadas.
La Tertulia de Aragggón e Iconoclasta. Un encuentro para intercambiar, debatir y experimentar el deseo de escribir o decir lo nunca dicho.
Lectura
Video
Discusión
Micro taller
Mínimo 80 personas.
CONTRATACIONES: aragggoniconoclasta@gmail.com
Caminando a cuatro patas
No tengo complejo de perro; pero soy un
animal. La bipedestación no es una obligación, es una habilidad. Y algunos
humanos podemos elegir.
Solo quiero ir contra lo establecido y meter
mi cara entre las piernas de las mujeres que me gustan. Olisquear sus sexos
menstruando, sus anos, sus ingles…
Puede causar risa; pero duelen los vidrios que
se clavan en pies y manos, quema el asfalto y su calor sube a mis cojones y a la
punta de mi polla. Queman las colillas que yo mismo dejo caer. Las escupo y no
me acuerdo que ahora tengo patas traseras.
Siendo perro puedo follar perras de dos y
cuatro patas. No pido permiso.
El hombre amable y culto dejó de existir
cuando las manos se convirtieron en patas.
Ocurrió hace cientos de años, la semana pasada
exactamente.
Cuando se cumple cierta edad, observas el
cielo y se revela ante tus ojos la gran verdad cósmica: nunca verás esos
magníficos cuerpos celestes de cerca. Morirás sin conocer ni una
nano-micronésima parte del cosmos. No hay magos, ni espadas clavadas en una
roca. No hay extraterrestres de fauces metálicas. Los vampiros no existieron
nunca. Se acabó la magia, la fantasía y las inquietudes. Toda la verdad simple
y aburrida se abre ante tus ojos cuando has recorrido las tres cuartas partes
de la vida.
Moriré solo y con una profunda indiferencia a
todo lo que me rodea. No habrá un hijo ni una mujer que me hayan amado. Madre
murió, padre seguramente también, aunque no estoy seguro, tal vez viva sin
acordarse de mí.
Hay miles de cadáveres de hijos míos en el
mar, los que se fueron a la alcantarilla con cada paja en solitario. Con cada
mamada de una puta que escupía con asco mi semen al suelo.
Si hubiera un solo rastro de fantasía, ya
sería demasiado viejo para disfrutarla. Los cerebros se pudren, los corazones
se cansan, los músculos se hacen agua y los nervios pierden capacidad
conductora. Es la degeneración del cuerpo y la mente por los años. Erosión pura
y puta.
Y toda la ilusión, todos los sueños y las
infantiles aventuras se van al cementerio de los desengaños. Es un proceso
automático llegar a la conclusión de que
mi vida como hombre ha sido un desperdicio de tiempo. No he conseguido nada que
valga la pena recordar. Todo ha sido trabajo un día tras otro, despertarse,
trabajar, comer, fumar, dormir, cagar. Cagarse uno mismo…
Si tuviera hijos, no podría aportarles nada
que les estimulara a seguir viviendo.
He trabajado para alimentar a otros, en mis
hombros están las huellas de los que prosperaron a costa de mi trabajo. Estoy
cansado… No, me muero de asco, me siento sucio, impregnado de este infecto
lugar.
Odio todas y cada una de las costumbres, odio
todas las normas y gentuzas que me han convertido en esta porquería desengañada
que a veces se mira en el espejo desconociéndose.
Y si ahí fuera no hay nada, si más allá de
esta vida aburrida y plana solo me espera más de lo mismo, uno ha de cambiar e
intentar ser feliz en su propio medio.
La tierra es lo más cercano, es lo único que
me sustenta y alimenta. Solo me queda el polvo y la mierda.
Decidí sacar provecho de toda esa porquería.
Me desnudé y me puse a cuatro patas, no es
fácil en un principio: duele la espalda, los hombros y los músculos lumbares.
Pero nada comparado con la humillación de trabajar a cambio de una mierda, de
recibir una mamada a disgusto y por dinero, o de intentar buscar diferencias
entre el ayer y el hoy.
Salí a la calle, unos reían, otros se
asustaban, otros llamaban a gritos a la policía.
En mi primera incursión desnudo y a cuatro
patas a pleno día, lucía mi pene colgando entre las piernas con total
despreocupación, mis peludos y pesados testículos eran ofensa pura para los que
giraban la cabeza para observarme, sin entender porque iba desnudo.
Puedes ir a cuatro patas; pero cuando caminas
desnudo es delito.
Y si tu polla es más grande que la de ellos,
serás odiado.
A pleno día era imposible moverse por mi
colonia.
Entré de nuevo en mi casa, el vecino de la
casa de al lado, al verme dijo:
—¡Órale! No se puede ir así, hay niños y
mujeres en la calle.
No le hice caso; pero pensé en cortarle la
polla y asfixiarlo con ella en su boca.
Mis manos, saben manejar instrumentos
cortantes. Muy bien…
Esperé a la madrugada, a las tres conduje mi
coche hacia la colonia de los putos, travestis y chaperos (cuatro cuadras semi-derruidas
llenas de basura y desperdicios, separadas del núcleo urbano por un par de
kilómetros de terrenos áridos y abandonados), me desnudé dentro del coche y
salí a pasear como un perro bastardo. Provoqué simples risas y algunos silbidos
burlones. En definitiva: un loco más en aquel lugar de miseria y drogas.
Nada que llamara la atención más que un hombre
muriéndose con la jeringuilla entre sus pies en aquella especie de basurero en
las afueras de la ciudad.
Yo solo era una rareza más entre semivivos y
chupadores de pollas de bocas podridas.
Algunos clientes que frecuentaban la zona, se
masturbaron viéndome pasear por entre todos aquellos miserables, alguno me
pidió que orinara y me acerqué a la rueda de su coche para mearla. Me llamó
hijo de la chingada.
Pero no bastaba, a cada momento me sentía más
animal y marcaba mi territorio con hostilidad. Allá donde hubiera un grupo de
humanos, yo me acercaba y meaba cerca de ellos.
Un travesti me reprochó que orinara en la
acera, donde se encontraban ellos y ellas exponiéndose a los clientes.
—Los meados atraen a las pulgas y huelen mal,
cabrón. Vete a mear al vertedero —me gritó ante sus compañeros.
—Déjalo, Gladys, es un pinche loco.
—Grrr… —le gruñí mostrándole amenazadoramente
mis dientes y poniéndome en pie.
Sus ojos se asustaron, sus pupilas se
dilataron al identificar la perfecta hostilidad en los míos y un grado de
alienación no familiar en aquel ambiente.
—¡Jesús! De verdad estás loco —dijo con su voz
amaneradamente femenina.
Volví a ponerme a cuatro patas y me dirigí al
otro extremo de la calle, si así se le podía llamar a aquel camino polvoriento
y embarrado con casas abandonadas a medio construir y otras a medio derribar a
ambos lados.
Un chapero hablaba con una de las pocas putas
ocupando el espacio de la estrecha acera, metí la nariz en su culo y lo
olisqueé. Se sobresaltó y cuando ambos se giraron para ver que había tras
ellos, rieron al verme.
—¿De dónde sales tú? —me preguntó el joven que
vestía un pantalón corto ajustado marcando sus genitales.
—De las mismas fauces de la frustración. Solo
quiero ser perro —contesté mirando con fuerza a los ojos del marica.
No me respondieron, se separaron para dejarme
pasar entre ellos y no hablaron, debieron pensar que tal vez tenía razón.
Seguí caminando hacia la oscura esquina, donde
la farola no alumbraba y los preservativos usados, se me pegaban en los pies y
en las manos.
Sacudí las patas delanteras para que se
desprendiera un condón y me la chupé para limpiarme.
Un policía de paisano detuvo el coche frente a
mí haciéndome un gesto con la mano para que me acercara. Me puse en pie.
—No te quiero ver completamente desnudo, has
de ponerte algo encima para que no te detengamos. Es la ley. ¿Tienes
documentación?
—Sí, en mi coche.
—Bien, si no fueras desnudo podrías llevar en
la ropa tu identificación y te ahorrarías pasar una noche en el calabozo. Y aún
así, no te aseguro de que si sigues así, un día te metan en un manicomio y
tiren la llave. Esto no es un buen lugar, es caótico y se permiten cosas que en
la ciudad serían delito; pero no fuerces demasiado la situación. Sé discreto.
Tras su monólogo se marchó lentamente,
observando y llamando la atención a algunos clientes y maricones que detenían
demasiado tiempo el tráfico.
La puta que hablaba con el chapero, se había
acercado a mí.
—A todo el que no conoce le suelta un rollo
parecido. Es un buen policía y un buen tipo. Lo respetamos y le ayudamos cuando
las cosas se ponen feas. No queremos que lo cambien de destino y él
tampoco, a pesar de todo, esto es
bastante tranquilo. Recibe su mordida, la pagamos entre todos cada semana.
Le faltaban los incisivos, los dos de
arriba y los cuatro inferiores.
Aparentaba cincuenta años; pero el olor de su piel sucia y enferma, decía que
tenía veinticinco. Un trozo de su brazo mostraba una vena podrida por
demasiadas inyecciones.
—Hasta luego — le respondí.
Me puse a cuatro patas, le olí el coño y me
alejé hacia la oscuridad, donde no había más que ruinas sin iluminar y voces
invisibles que nacían de la oscuridad. Eran las voces de los que viajaban a
lomos del caballo o de la marihuana mezclada con coca.
—Tú no estás loco, lo sé. Te has propuesto ir
contra el mundo, como yo; pero no supe hacerlo a cuatro patas. Me jodo con la
heroína, y me joden el culo hasta hacerme sangrar; me salió mal, ojalá que a ti
no —la puta filosofaba con su voz ronca a pesar de que no le hacía caso
caminando con mis cuatro patas y levantando una pierna para mear.
Había una pareja durmiendo el sueño de los
narcotizados tras el muro derruido de un jardín que dejó de serlo hace años. La
luna iluminaba suficiente tras la ruina en la que apoyaban sus espaldas. Él se
había meado en los pantalones y su cabello rizado estaba sucio de polvo. Su
compañera vestía una falda muy corta con unas gruesas medias negras rotas en
rodillas y muslos. Sus labios estaban atravesados por dos piercings de arete y
en su ombligo había otro con forma de pincho, cromado e infectado. Cuando lo olisqueé,
sentí el aroma del pus.
Soy un buen perro, se me da bien oler mierda y
miseria.
Y no soy delicado.
Metí mi boca entre sus muslos y desgarré los
mallones, no llevaba bragas. Su sexo olía a mierda y orina, y lamí
obsesivamente dejando caer mi baba que hacía barro entre sus piernas.
—¡Hummm, Adrián! Sigue, jódeme ahora. Chíngame
el culo —decía sin poder despertar y separando los labios de su coño para que
mi lengua llegara con más facilidad a sus rincones apestosos.
Ese olor a suciedad que exhalaba su vagina me
excitaba más y mi pene goteaba.
Le rasgué las medias completamente y se las
arranqué. La micro-falda solo cubría un poco su monte de Venus poblado de un
vello incómodo, así que no se la saqué.
Le mordí muy cerca del clítoris y gritó, se despertó.
—¡Cabrón! Chinga a tu puta madre… —gritó al
verme entre sus piernas, sacudiendo a su compañero para que despertara.
Tomé un cascote de buen tamaño y se lo metí en
la boca, rompiéndole los dientes y las encías para que no hablara más.
Su compañero despertó; pero poco tiempo. Le clavé una varilla de hierro
oxidado en la garganta y con un trozo de ladrillo, le rompí la cabeza.
Me coloqué encima de la chica que estaba
asfixiándose por la sangre que estaba tragando y la penetré. Ella se dejaba
hacer, estaba más preocupada en sacarse aquella piedra de hormigón de la boca.
Su coño era demasiado suave, le di la vuelta y
la follé por el culo hasta correrme.
Luego mordí su cuello hasta destrozar las
carótidas y desangrarla.
El sonido de la calle de los maricas se había
apaciguado, eran las cinco de la madrugada. Tenían sueño, estaban cansados, iba
a salir el sol y los clientes ya escaseaban.
Como vampiros... Me encantó, me sedujo esa
forma de desaparecer de la vida durante unas horas.
Yo vagué buscando una casa abandonada que me
diera cobijo.
Y encontré una entre cuyas ruinas podía descansar
desnudo, donde la peste que inundaba las cámaras sin techo, hacía retroceder a
los seres vivos. Ni siquiera los traficantes vendrían aquí para esconder su
mercancía.
Me restregué la cara ensangrentada con tierra
y polvo hasta creer que me había limpiado parte de la sangre ya seca.
Puedo pasear de día desnudo por estas cuatro
calles. Los miserables que recogen desperdicios para vender no me hacen caso,
apenas hay gente. Solo indigentes y locos que ocupan el lugar de los maricones,
travestis y putas acabadas.
Es mi planeta, es mi ilusión, es mi vida sin
más leyes. Y mi transformación, mi elección.
Es mi séptimo día como perro, y aún se puede
oler la hediondez de la pareja que maté hace seis días, sin que nadie se
preocupe por ello más que las ratas que los cubren.
Mi carro está desvencijado, no queda nada de
él más que la carrocería sin puertas.
Camino a cuatro patas dejando un rastro de
sangre, la uña del dedo corazón izquierdo se me ha reventado, no he visto la
lata de refresco rota, estaba pendiente de evitar que un recolector de latas me
diera una patada al acercarme a él para oler su culo.
Tengo hambre y sed.
Hay un anciano de pelo blanco y regordete que
vive en una de las pocas casas que aún tienen puertas. Me deja un par de
tortillas y una botella sucia con leche a la puerta de su casa desde hace tres
días que se percató de mi existencia.
Hoy se atreve a preguntarme.
—No te veo loco, no te veo enfermo. ¿Por qué
te has hecho perro?
—No hay nada que esperar, que ver, ni que
saber; viejo. ¿Qué esperas, qué has visto hasta hoy? Ven conmigo, sé perro y
deja de ser hombre. No sigas siendo lo que ellos han querido.
—Me duelen los huesos, no puedo caminar a cuatro
patas, no tengo fuerza. Estoy bien aquí descansando de la vida. Ya no puedo
trabajar; pero guardé algo de dinero y mis hijos me ayudan. Nunca vienen aquí,
yo voy a su casa, no me ha ido mal como hombre. No quiero ser perro.
—¿No te ha ido mal y vives aquí entre basura,
drogadictos y enfermos?
El viejo es más de lo mismo: un hombre que
morirá con una sonrisa afable y un esfínter insensible desde hace decenios al
dolor por pura sobredosis de sodomización día tras día.
Más pobre que las ratas y conformista con su
miseria, con sus amos, con su vida anodina y la indiferencia de sus hijos. Para
cagarse de risa.
Por ello, por su escasa inteligencia, en lugar
de desconfiar de un perro-hombre, le da agua y comida.
Justo lo que sus hijos no hacen, ni harán con él.
Es mentira que sus hijos le ayudan. Solo es una alucinación de su soledad y su
decrepitud.
Le muerdo los genitales con fuerza, su pene
está entre mis dientes y noto como un testículo estalla por la presión.
Con sus viejas y débiles manos intenta separar
mi boca de sus cojones. Ni presión puede hacer. Su orina me llena la boca
rezumando a través de la tela del pantalón.
Su sangre cala la ropa y se mezcla en mi boca
con los meados.
Me separo de él dando un fuerte tirón hacia
atrás, agitando la cabeza con fuerza a derecha e izquierda para desgarrar. No
estoy entrenado, es puro instinto.
Sus huevos y su pene están mutilados. El
escroto está abierto, sé cuando la carne se rasga de la misma forma que siempre
he sabido follar, no hay magia. Solo la adorable realidad del instinto más puro
y más salvaje. De algo que está profundamente arraigado en mi naturaleza. Más
que las estrellas, las leyendas, los cuentos…
Lo observo desangrarse y morir alzándome sobre
mis patas traseras, como un hombre.
—Yo no acabaré como tú, buen hombre. He visto
mi futuro y es parecido a tu presente. Tan parecido que vomité. Y no lo quiero.
Me muestra sus manos sucias de sangre, el
glande se ha desprendido de su cuerpo cayendo por la pernera del pantalón, todo
su cuerpo es un temblor. Su piel bronceada y curtida ha virado a un bronce
pálido y sin brillo, la sangre ya no llega donde debiera. Me suplica ayuda sin
poder articular una sola palabra dejando resbalar la espalda por la descarnada
pared de la casa, hasta quedarse sentado al lado de una vieja lata de chiles
jalapeños La Morena.
No tardará mucho en morir.
No siento pena, ni desasosiego, ni curiosidad;
solo impaciencia para que deje de mirarme con sus pobladas cejas descuidadas,
como patas de arañas.
Solo queda el repugnante sabor de la sangre y
la orina en mi boca, que me obliga a escupir.
Arrastro el cuerpo aún jadeante adentro de la
casa, el techo está hecho con retales de lona agujereada y las paredes han
perdido el enlucido de yeso en su mayor parte. Un agujero en una pared, que
debería haber sido una puerta, deja ver una porción de terreno a cielo abierto.
Lo dejo tendido al sol en el patio trasero lleno de latas y cartones, donde las
ratas provocan movimientos fantasmales entre los desperdicios al volver
precipitadamente a sus madrigueras por el ruido que provoco. Que se descomponga
aquí cuando muera; uno se acostumbra al repugnante olor de la carne pudriéndose.
Será mi nuevo lugar de descanso.
No tardan las moscas en invadir su pantalón
sucio de sangre.
Inspeccionando la casa encuentro en un frasco
de conservas bajo el fregadero, veinticuatro mil pesos enrollados que usaré
para mis frugales gastos de comida y agua. Tal vez tabaco.
A un lado de la puerta de entrada, cuelga una
cadena y un candado con su llave.
Cierro la puerta, sin preocuparme, no hay
nadie en las ruinas cercanas que me observe. Bajo una piedra alejada varios
metros de la puerta, dejo la llave del candado.
Me pongo a cuatro patas y camino ligero tras
una chica joven evidentemente extraviada; hay calles con el mismo nombre en
distintas colonias y ha elegido la peor. No hay nadie con suficiente
imaginación, estamos abandonados a los idiotas que nombran calles. Lleva una
carpeta de documentos en el brazo, donde cuelga también un pequeño bolso de
piel negra. Me acerco lo suficiente para olerle el culo. Se sobresalta y se
aleja de mí corriendo y gritando.
Un joven con rastas sentado en la banqueta de
enfrente se ríe escupiendo el humo de su churro. Me conoce, nos hemos
encontrado a lo largo de esta semana, es un habitual de este mundo de perros.
El rastafari colgado no me llama la atención
más que un segundo. Observo fijamente las nalgas de la joven corriendo, sus
tacones altos y puntiagudos que se doblan en varias ocasiones, sus pechos
pesados se bambolean rígidamente por un sujetador que los alza y aplasta al
tiempo que pide un taxi urgentemente con el celular pegado en la oreja. Aquí no
llegan los taxis; tal vez la violen y luego le vacíen las tripas.
Hace calor, no la sigo, me detengo observando
como su miedo deja un rastro de pequeñas nubecillas de polvo flotando a ras de
selo.
La polla se me pone dura y como no me la puedo
lamer, me acaricio hasta eyacular bajo un sol cabrón que seca a las moscas en
vuelo.
El colgado se ríe a carcajadas mientas mis
ojos se cierran ante el placer que he escupido. Soy un perro al sol…
Me duele el cuello por dormir con la cabeza
colgando, y siento la piel arder. La insolación me da dolor de cabeza. El semen
se ha secado entre los vellos de mi pubis dejándolos pegajosos y duros. Tengo
sed y hambre.
El sol declina lentamente en el horizonte,
cuando se forme una franja anaranjada en el cielo, la calle 10 Sur comenzará a
poblarse de los maricas y travelos habituales y cuando la oscuridad sea
cerrada, lo poco que queda de mí como hombre, lo relegaré a lo más profundo de
mi mente. No es difícil en absoluto, en esta semana he aprendido con una espantosa
facilidad a ser animal, no siento deseos algunos de hablar.
Camino hacia mi nuevo refugio, y consigo unos
pantalones de mezclilla que me quedan cortos, una camisa roja que no me puedo
abotonar, un sombrero de paja sucio y con un ala rota, y unas gafas de sol
redondas y rojas de mujer que me pongo para evitar que puedan reconocer en el
hombre fracasado al perro que soy.
El viejo ha muerto, es extraña su temperatura,
está caliente por encima de la piel, en la superficie; pero por el tacto se
reconoce perfectamente que de piel para adentro, solo hay frío. Una rata camina
perezosa con la panza llena, ha salido de la pernera del pantalón. Las moscas y
las cucarachas no se asustan.
No hay comercios en este lugar, aquí se viene
a solo a morir y follar.
En la tienda de abarrotes que se encuentra a
quince minutos de aquí, en la colonia San Baltasar, apenas prestan atención
cuando compro un garrafón de agua, unas tortas, algo de jamón, atún y cinco
cajetillas de cigarrillos.
Se hace la noche y salgo a vagabundear por la
calle de los fracasados que creen aún tener esperanza, son muy pocos y sonríen
a todo el mundo intentando encontrar amabilidad en algo o alguien.
El olor a carne podrida de los cadáveres de la
pareja, se hace notorio a cincuenta metros de la casa en ruinas. El hedor es
insoportable llevan siete días descomponiéndose, sin que a nadie llame la
atención.
Bien podría ser que los moradores de este
gueto puedan creer que esta peste viene de un perro muerto. Contando con que
toda esta miseria humana sea capaz de prestar atención al hedor; porque los hay
que creen que el olor a podrido nace de ellos.
En definitiva, que cuando ya estás harto de la
vida, no inspira curiosidad alguna lo corrupto, estás demasiado saturado.
Simplemente te alejas.
Ya pasada la casa de los punkys podridos, a
cien metros está la esquina que une la calle de los perros de dos y cuatro
patas.
Algunos de los clientes habituales me saludan
desde sus coches.
—¡Hey, perro! Buenas noches.
—¡Guau!
—les saludo.
Y ríen, ríen como deficientes mentales sin
imaginar que he matado a tres personas en una semana.
La puta desdentada se aproxima a mí, todos los
perros, sea cual sea la raza, hacemos lo mismo: caminamos calle arriba y abajo
mirando al suelo.
Porque allá arriba no hay nada, y si lo
hubiera ni podemos ni nos dejarían llegar. Todo ha sido una gran mentira y
todas las ilusiones se han ido rompiendo. Los hay que han tenido suerte y han
caído antes que yo.
He sido muy ingenuo, he esperado demasiado
tiempo, he sufrido en vano.
Soy el más novato de estos perros, soy el más
viejo de todos, el más cano. El vello de mis cojones es gris y mis testículos
ya no están tan pegados a mis ingles; cuelgan.
—¡Hola viejo perro! —me saluda acariciándome
la cabeza.
Meto mi nariz entre sus piernas elevando su
falda. No hay bragas y empujo más. Entierro mi hocico en la raja de su coño y
se apoya de espaldas en la pared. Hace tiempo que nadie hunde la cara en su
coño; sé que alguna vez se lo hicieron porque sabe a donde llevar mi boca. Se
corre sin pudor ante la curiosidad de un grupo de maricas que nos observan con
risitas nerviosas mientras esperan que un macho los compre para que les haga
una paja con la boca por apenas cincuenta pesos.
No sé de qué se ríen.
—Gracias, mi
amor… —me dice llorando.
No me importan las lágrimas de la puta, no me importan
las risas de nadie. Si un día me molestara, de la misma forma que la he hecho
gozar, la mataré.
Mataré a todo el mundo que me apetezca, hasta
que muera o me maten. O tal vez no, tal vez solo olisquee la mierda que deja la
humanidad mientras ellos trabajan, fracasan y pierden las ilusiones. Me gusta
ver como los infelices creen vivir razonablemente bien, con una ligera duda de
que algo no está del todo bien.
Y esa duda los hará idiotas, buscarán engaños
y razones por haber sido solo eso: gallinas en una granja de huevos. Mascarán
su decepción y fracaso hasta el momento en el que sus corazones se detengan con
un dolor inhumano.
Hay un gran revuelo de gente en torno a un
coche, un Nissan Tsuru de plancha corroída.
—Déjalo, hijo de la chingada. Deja que baje
del coche o te matamos entre todos.
Me
acerco hasta el gentío y gruño con hostilidad a las piernas que me
impiden el paso.
La puta se acerca y me acaricia la cabeza. No
me gusta que me acaricie ni dios. Le gruño.
Avanzo hasta primera fila. Elevándome sobre
las rodillas veo a un tipo sentado frente al volante, tiene cogido al travelo
Gladys por los pelos. Lo sé por el olor, el olfato se hace hábil con el uso. Lo
sé por los ojos que me miran aterrorizados temiendo a la muerte. Su cara tiene
un profundo corte que va desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, cada vez
que grita pidiendo que le suelte, se ven sus muelas a través del corte. El
conductor del carro, mantiene la navaja en su cuello y da chupadas tranquilas a
un porro sin hacer caso a los gritos de los amigos de Gladys.
Cuando le ladro con hostilidad, se ríe
escupiendo el humo torpemente.
—¡Hijo de la chingada!... Ven aquí perrito.
Me acerco a cuatro patas hasta la ventana del
carro. Gladys me suplica ayuda. El hombre huele mal.
—Estás más loco que yo, mano. Sube, atrás que
mi putita te va a hacer una mamada con la boca nueva que le he hecho.
Me elevo sobre mis cuartos traseros y me lanzo
a su cara con la boca abierta, atenazo su nariz cuyo hueso cruje entre mis
dientes. Sus mocos espesos inundan mi boca. No soy escrupuloso, tras agitar
rápidamente la cabeza a ambos lados, consigo dejar colgada la carne del hueso.
Luego atenazo sus labios y se los arranco. Gladys ha cogido la navaja y se la
ha hundido en el cuello. Le hace picadillo el ojo derecho.
Sus amigos la ayudan a salir del coche y la
meten en otro carro que la lleva al hospital a toda velocidad, que arranca sin
cerrar las puertas.
Otro coche se acerca mientras muerdo los dedos
de la mano del conductor que respira con dificultad en pleno shock. Suena
brevemente una sirena.
Es Germán, el policía que vive de los sobornos
de los fracasados.
Alguien habla, le dice que ese pinche puto ha
herido a Gladys.
Se acerca hasta a mí y me da una patada.
—Lárgo de aquí, pinche perro.
Me aparto un par de metros.
—Te han jodido bien, ¿eh, cabrón? Pues ya
valiste madres…
Saca de su axila la automática, la apoya en la
sien del tarado y dispara creando una preciosa nebulosa de sangre, sesos y
huesos en el parabrisas.
Todo el mundo aplaude y de entre los putos y travelos,
aparece la puta que le entrega un buen fajo de billetes al policía.
—Hay que sacar este carro de aquí y tirar por
ahí el cadáver, que no se vea a pleno día en plena calle o alguien nos va a
molestar.
Tres de los amigos de Gladys empujan el carro
hasta el callejón y frente a las ruinas donde se pudren los que yo maté, que es
la zona más oscura. Arriman el coche a la banqueta.
Germán jala de una manga del cadáver y lo hace
caer al suelo.
—Ayudadme a tirarlo ahí detrás.
El policía coge las manos y un marica los
pies, lo bambolean para lanzarlo por encima del murete derruido.
—Me cago en la puta, aquí huele a muerto de
hace días.
Salta el murete.
—Sus tripas han reventado y todo es
intestinos, coño. Llevan aquí al menos una semana.
Cuando vuelve al corro que formamos todos los
miserables y fracasados, le gruño con hostilidad.
—La chica tiene desgarrada la garganta —se
dirige a mí —. Parece que un perro la atacado, aunque no sé si antes o después
de haberla chingado.
Le miro con ferocidad y mis dientes asoman
peligrosamente.
Acaricia mi cabeza.
—Tranquilo, perro, es solo basura y éstos no
pagaban —dice dándose golpeciste en el bolsillo de la camisa abultado por la
cartera.
—¡Vamos, todos a la chingada! Aquí no hay nada
más que ver, y nadie tiene nada que decir. ¿Verdad, putos?
Cuando volvemos a la calle habitada, a la luz.
Alguien grita:
—¡Agua y comida para nuestro perro!
Frente a mis fauces dejan un plato que llenan
con tequila y cerveza, y otro con tres tacos de maciza.
Devoro con hambre y ferocidad, a cuatro patas
mientras algunas manos me acarician la espalda. El coche de policía se aleja
lentamente, en silencio como si se moviera por alguna fuerza mágica. No hay
motor, ni ruido. La cerveza helada impacta en mi lengua y el tequila
insensibiliza mis cuerdas vocales.
En algún momento me quedé dormido en la calle.
El sol me ha despertado requemando mi piel de
nuevo. El rastafari me mira con sus ojos fríos y desmesuradamente dilatados. Su
playera está llena de sangre seca y un enorme tajo que va de lado a lado del
cuello, es nido de moscas.
Un cartel entre sus piernas dice: “Soy
pendejo, no chingaré nunca más a mi patrón don Ramiro”.
Este es mi lugar, mi hogar. Donde la gente
muere sin permiso, como por una magia. Por seres que no existen.
Yo soy uno de esos seres inexistentes, y la
muerte es tan sorprendente aquí como pudiera serlo en un reino de la magia y la
fantasía.
—¡Guau! —le ladro sonriendo al rastafari
muerto.
Camino a cuatro patas a la casa, donde guardo
el tabaco para fumar un cigarro que alivie mi resaca sin que nadie me vea. No
quiero que se sepa que a veces soy fracasado: humano.
Iconoclasta
Ilustrado por Aragggón
24 de abril de 2012
21 de abril de 2012
El amor no se busca
No hay forma alguna de encontrar el amor. No
se debe buscar, es un animal astuto que huye cuando se da cuenta de que es
perseguido.
Es una bestia tímida con un poder desmesurado
que no controla. Es oro envuelto en brea. Una cosa oculta que explota radiando
y arrasando los corazones sin ninguna piedad.
El amor es azar de desesperados.
Aleatoriamente agresivo.
Solo hay que sentarse en un banco en el páramo
y ser solitario. Aparentar estar bien, no necesitar nada; será entonces cuando
el amor llegará huyendo de una jauría de cazadores porcinos que lo persiguen
con cuchillos y ratas con collares de diamantes. Marranos envidiosos que
destruyen todo aquello que no tienen y ambicionan. Son religiosos y usureros,
son millonarios y son políticos.
El amor no se busca, te encuentra, te invade,
te enferma.
El amor se metió en mis huesos huyendo de esos
podridos cerebros llenos de leyes, tradiciones y oraciones. Fue como un fuerte
dolor de cabeza y un vacío que me contraía el estómago provocando una arcada.
Estaba perdido. Los cerdos nos perseguirían
para apresarnos, arrancarnos el corazón y robarnos el amor. Así que intentaba
ser ciego a su belleza, a su voz de una cadencia desesperante de deseo y
sensualidad. Y callé. Me negué a reconocer que la amaba y encerré todas las
ilusiones en el desván herrumbroso de mi mente. Amar es peligroso y te esclaviza;
pero fui cobarde de vivir y morir sin ella y el amor me infectó completamente.
Por otra parte duró poco mi resistencia a sus
anticuerpos y además de dejarme enfermar decidí amarla con voluntad suicida. Y
estuvo bien.
No puedo decir que fue lo mejor que ocurrió en
mi vida, porque ellos, los envidiosos y frustrados nos acosan a los que tenemos
contacto con lo sublime. He de ser discreto y secreto.
¡Shhh…! No corráis la voz.
La repito cada día hasta casi convencerme, la dedico a los marranos que rigen con sus
leyes y oraciones los países y los colegios:
ORACIÓN
FALSA PARA ENGAÑAR A LOS FARISEOS.
No la
amo, no estoy enamorado.
Solo
deseo que me haga una buena mamada sin pagar.
Correrme
en sus tetas.
Escupir
en su coño y sorber lo que se desliza de su vulva.
Quiero
que se folle a otro mientras me masturbo. La quiero para joder sus agujeros,
para anular su pensamiento y despreciar su mirada. Ella es solo un recipiente
de mi esperma. Un desahogo a mi instinto sexual. A mi erección dura y mojada.
Le tiro
dos billetes de veinte pesos a la cara cuando me levanto de la cama, para que
sepa lo que vale para mí.
Y cuando siento que el asco y el vómito me
doblan ante esta brutal y blasfema plegaria contra mi diosa; en un cuarto a
oscuras o asfixiándome en un pantano de arenas movedizas musito con un dolor
inmenso en mi corazón:
ORACIÓN
DE CONTRICCIÓN ENTRE MI AMADA Y YO.
Te
quiero más que a mi puta vida.
Follarte
no es mi placer, mi placer solo se alimenta de tus gemidos. Mi semen se derrama
solo ante tu violenta contracción del
orgasmo. Si escupo mi blanca alma, es por ti.
Podría
pasar mi vida sin eyacular una sola vez si no estás tú.
No puedo
vivir sin ti.
Mi polla
es un monumento erigido a ti.
Mi leche
solo adquiere importancia sobre tu piel; en lo profundo de tu coño.
Mi
pensamiento es absolutamente tuyo.
Hay
cosas peores…
Hay
quien no conoce el amor, aunque no estoy seguro de que pueda ser peor. Mi
dependencia de ti me roba el libre albedrío, no puedo elegir.
El amor
es una soga de seda que estrangula el ánimo, y quiero morir asfixiado entre tus
brazos.
Y así, engañando con esta oración al mundo,
afirmando que el amor es pura prostitución, voy amando indecente y
clandestinamente sin que los envidiosos me jodan demasiado. Y sobre todo, que
no la jodan a ella. Su coño es mío y es mío su pensamiento y es mi esclava y yo
soy un mierda que enloquece cuando no está.
Es importante no alardear de estar enamorado,
es importante saber que vivimos en un mundo hostil a nuestro bienestar y que
cuando mejor estamos, más fuertes son los ataques de los cochinos de dos patas.
SALMO
DEL ABANDONADO (conjuro-escudo contra los envidiosos):
No amo
ni a dios, no quiero la compañía de nadie. Deseo morirme.
Soy
infeliz y pobre, no follo ni se me pone dura.
Vivo
odiando, temiendo y recelando.
Hijos de puta, no os fijéis en mí, no tengo
nada que envidiéis, salvo mi valor. Y esto último es algo que no os interesa
demasiado.
Porque no tenéis la más mínima clase. Os
conozco, os identifico y sé exactamente que haréis a cada momento, sois
económicamente potentes, influyentes; pero vuestro cerebro es de la calidad de
mis excrementos. Sois previsibles como el movimiento de un peluche barato.
Vuestros hijos no tienen más valor que un condón usado que se engancha a la
suela del zapato.
SALMO DE
ABSOLUTA RENDICIÓN AL MORIR EL DÍA (cuando la noche profunda ha cerrado los
ojos de todos esos que deseo ver muertos):
Te he
amado a cada segundo, y aunque duermo a tu lado cada día, no basta.
Entendería
la vida completa y feliz si fuéramos fusión, si viviera y pensara dentro de ti,
en ti, contigo.
Amarte
es la indecencia de abusar de cada abertura de tu cuerpo, de llenarte toda con
todos mis recursos.
Si ellos
murieran, si el amor no fuera perseguido y castigado, el día sería nuestra
noche eterna. Te amo a cada momento, tan secretamente por el día, como
obscenamente intenso por la noche cuando la luz no delata el amor.
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