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8 de mayo de 2012

666 en Bangkok


Pasear por Bangkok y sus feos barrios humildes es una delicia si no tienes miedo a nada ni a nadie. Hay tanto tarado y enfermo que no encuentras un humano sano en varios kilómetros cuadrados, es decir, en todo Bangkok. Esto que os voy a contar es de hace apenas un mes; en uno de mis múltiples viajes intentando hacer daño allá donde me sea posible.
Para empezar os diré que me gustan mucho las mujeres bien formadas, me refiero a que sean mujeres maduras y voluptuosas, porque cuando me las tiro son las que de verdad disfrutan de la dolorosa penetración a la que las someto.
Si alguna vez habéis estado en Bangkok en una temporada casi otoñal para nosotros, os habréis dado cuenta de que la temperatura es agradable en un primer instante, y cuando uno lleva caminando apenas cinco minutos, unos chorros de sudor le dan al cabello ese aspecto mojado que tanto gusta a los que se engominan cotidianamente. Lo peor es que acompaña una sensación de suciedad, como si esa humedad se te pegara viscosamente en la piel pringándote y te resbalan las gotas desde la cara al pecho, y siguen bajando de tal forma que si tu ropa es holgada y no llevas calzoncillos, las gotas llegan hasta el mismísimo pene excitándolo de un modo salvaje y nada discreto. Pues así iba yo con mi polla bien tiesa y elegante creando un llamativo bulto en el pantalón.
Supongo que mi pene era el encargado en esos momentos de llevar el mando y el cerebro se dejaba llevar con esa holgazanería producto del bochornazo. Estos asiáticos no deben tener sangre en las venas, porque no sudan. No mojan sus camisas. Aunque tampoco tienen un torso como el mío.
Así que las únicas mujeres que veo son putas sidosas y enfermas de cualquier otra cosa, a muchas jóvenes les faltaban piezas dentales y no me gustaban. No eran discretas, las putas no son discretas en ningún lado.
Llevan escrito “puta” en la frente.
Así que en esa estrecha calle atestada de gente y puestos ambulantes de comida ya venenosa, sentí el roce en un brazo de unos pechos pequeños y duros. Era una mujer joven, de una delgadez extrema producto del hambre; iba del brazo de su madre cuyos brazos estaban llagados. A pesar de tener escasamente los cuarenta años aparentaba los sesenta. Las manos escamadas por la soriasis y su boca de encías sangrantes me sonrieron por unos segundos cuando las miré.
Era pleno mediodía y a través de las oscuras nubes el sol intentaba rasgar esa opacidad y el relumbrón me hacía entrecerrar los ojos. Así, con esta climatología yo me encontraba un poco lerdo y tardé casi tres segundos en reaccionar. Di media vuelta y le dije a la madre que me quería follar a su hija a la vez que le pasaba un apretado rollo de billetes. La madre cogió la mano de su hija y me la cedió señalándome una asquerosa casa con dos viejas putas desdentadas sentadas en esos bancos de eskay de la entrada. Olía a opio con sólo mirar hacia allí.
Para llegar, pasamos frente a uno de esos puestos ambulantes tirando por el suelo un canasto lleno de mangos, el idiota del vendedor me llamó hijo puta y me detuve frente a él, con la chica cogida de mi mano y llorando. Esperaba que el jodido oriental siguiera hablándome, que me alzara de nuevo la voz. Después de un segundo interminable para él, en el que se arrepintió de haberme hablado, comenzó a recoger su mierda de frutos y yo entré en la pensión. La mujercita lloraba y gritaba en dirección a su madre, no quería venir conmigo; pegué un violento tirón de su brazo, trastabilló y le di un golpe con la mano plana en la nuca. Algunas voces rieron ante el llanto de la chica, su madre se había sentado frente a uno de esos carritos de carnes de ave cocidas y comía algo con el dinero que le había dado por su hija. Con la mano le decía que se callara y que me siguiera sin rechistar.
El tipo de la pensión me guiñó un ojo cuando le pagué la habitación. Una de esas viejas putas me propuso que la dejara subir con nosotros para hacer una escena tortillera. La aparté de un empujón y se golpeó la cabeza con un extintor, sonó su cabeza con un tono doloroso del que me sentí orgulloso.
Apenas cerré tras de nosotros la puerta de la habitación, saqué un ácido y lo corté en cuatro partes, una de ellas se lo di a la chica con un vaso de agua. No quería tomar la pastilla así que levanté la mano para cruzarle la cara, el lenguaje de la violencia es universal y perfectamente claro. Llorando se llevó la pastilla y el vaso a la boca.
Extendí una colcha encima de la pequeña mesa frente a la única ventana, la cogí en brazos y la tumbé en ella. Me la follaría de pie. Además su cuerpo oriental era tan menudo, que no sabía si aguantaría mis embestidas. Follándola conmigo encima temía que la aplastaría y no podría verle la cara y sus tetas, ver el dolor y los pechos erizados, hace que mi eyaculación sea más aparatosa. Su entrepierna olía a meados y a mierda, llené una palangana con agua y le froté el culo y el coño con la esponja mojada de agua fría y jabón.
El ácido hizo su efecto y dejó de llorar, relajó las piernas y sentí como su vagina se distendía y se excitaba con mi repetido masaje. Entrecerró los ojos ya más relajada.
Os juro que nunca me había tirado a una mujercita oriental tan drogada.
Básicamente para mí los hombres y mujeres más jóvenes son objeto de tortura y malos tratos para crear en un futuro predadores, gente tan maltratada que luego no sientan reparo alguno en asesinar y violar a su vez y que equilibren así, este exceso de nacimientos, los humanos sois como ratas, que folláis y folláis para al final tener que comeros a vuestras propias crías para que no os devoren ellas.
Le estaba pasando la lengua desde el culo a su escondido y pequeño clítoris y la sentí jadear tímidamente. Se tocó las pequeñas tetas y sus pezones se habían endurecido.
Cuando toqué uno de ellos al tiempo que la preparaba para la penetración hurgándole la vagina con el dedo, suspiró desinhibidamente.
Era muy pequeña respecto a mi tamaño, respecto a mi edad milenaria y respecto a mi poder. Si se comportaba bien no la degollaría.
Su pubis estaba poblado de un vello lacio y suave del cual de vez en cuando tiraba obligándola a que alzara la cintura provocadoramente.
Sudaba y se mordía el labio inferior con los ojos cerrados. Le costaba un poco respirar, imagino que la dosis de ácido, a pesar de ser una cuarta parte, debía ser aún grande para su peso corporal.
Alcé sus piernas para situar su vagina a la altura de mi pubis y la penetré. Se quejó y frunció el ceño cuando comencé a bombearla; pero en pocos segundos se volvió a relajar y noté como resbalaba desde su ano a mis testículos, la sangre de su himen desgarrado.
Volvía otra vez a suspirar tímidamente y tocarse los pezones con las puntas de los dedos. Sus piernas tan pequeñas y delgadas no me acababan de excitar, pero sí su pequeño coño tan dilatado por mi pene. Al cabo de unos minutos, ella, asombrosamente frágil y pequeña comenzó a tener las convulsiones del clímax. Yo me corrí dentro de ella, rugiendo y dejando caer mi saliva en su pubis. El semen le chorreaba coño abajo. Se sujetaba la vagina con ambas manos mientras su hombros aún se agitaban con espasmos de uno o varios orgasmos.
Se quedó adormecida y yo aproveché para limpiarme la polla de sangre y semen.
Cuando salí del lavabo, al verla allí en la mesa con las piernas abiertas y el sexo manchado de sangre me volví a excitar y me hice una paja. El semen se deslizó perezosamente por mi puño y lo sacudí contra el suelo. Me puse los pantalones y la camisa y la despejé de su sopor narcótico dándole una hostia en los labios, se le reventó uno. Se puso las bragas aún adormecida y el feo y raído vestido, por el cual se veían sus pequeñas tetas a través de la sisa.
Cuando salimos a la calle, caminaba con dificultad intentado sin poder juntar las piernas.
Se sentó al lado de su madre y ésta me preguntó si me lo había pasado bien, le contesté con un puñetazo en la cara que le alcanzó también medio ojo derecho y le volví a soltar otro fajo de ese puto dinero.
Los que miraban sonreían entendiendo y sin extrañeza. Yo seguí mi camino y comenzó a llover de una forma intempestuosa, cosa que agradecí deseando que una inundación ahogara a todo ese barrio entero.
Me quedé más tranquilo que dios. A propósito, Santo Tomás estuvo presente durante todo el coito, rezando y rogándole a Dios que hiciera algo por evitar aquello. Pero no le hice mucho caso a pesar de sus santurronas lágrimas. Son cosas que sólo yo puedo ver.
Llamadme lo que queráis, porque lo soy. Soy lo más malvado de vuestro mundo. Y soy muy tramposo porque... ¿Qué es mejor: follarla y darle un montón de dinero; o acaso dejar que muera de hambre al lado de su madre muerta, con el vientre hinchado y los ojos vidriosos?
Le he dado tiempo de vida, le he dado salud, y comida.
¿Os escandaliza? Pues no debería, porque yo soy un anti-dios; y ningún primate de entre vosotros es Dios, ni siquiera un querubín en proyecto. Y hacéis cosas peores.
Gilipollas… Os debería visitar en vuestras casas y arrancaros los cojones retorciendo el escroto.
¿Os acordáis del jeque árabe que compra niñas para su harén y las revienta con su polla? No es una mierda de dios, ni siquiera un jodido ángel. Es sólo un puto y repugnante primate.
¿Y las mujeres de esas tribus africanas que dan a sus pequeñas hijas en matrimonio a un cuarentón que las matará a palos en pocos meses?
Muchos hacéis bien en ir a esas procesiones a castigaros; primero os masturbáis con lo que os he contado y cuando habéis purgado vuestros pecados con unos latigazos y una borrachera, ya no os acordáis de toda la mierda que queda en la trastienda. Ni de los millonarios que compran niños y que muchos de esos hombrecitos y mujercitas, no saldrán del antro en el que han entrado. Los humanos no sois tan buenos como pensáis y os creéis íntimamente. Vuestra hipocresía hace daño a los pequeños que no están protegidos. Mucho más que mi maldad.
Y todo al final se justifica: si es un jeque el que lo hace es por su religión. Si es el negro se debe a su tradición.
Y a quien fotografía niños desnudos; a ese, sí que hay que condenarlo a muerte ¿verdad? ¿Tal vez porque no lo hace en nombre de Dios? Sois unos mierdas, fariseos. Deberíais cortarle los cojones al puto pederasta y quemar en la hoguera al follador musulmán.
Pero aún puedo ser muy cruel, en mi reino los crueles disfrutamos con los hipócritas como vosotros.
Si un día me encuentro de tan buen humor como ahora, os contaré lo que le hice a una vieja abuela que castigaba continuamente sus nietos por decir mentiras. Me gustó mucho más que tirarme a esa pequeña oriental.
Ya os contaré. Sé muchas cosas.
Siempre sangriento: 666








Iconoclasta
Ilustrador por Aragggón




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Vieja sangre.



No me veas con esos ojos.
Déjame sentarme un poco en la silla. Los temblores al fin sacudieron la casa por lo que veo. Era linda con el comedor completo en tono chocolate.  ¿Me regalas agua? Sabes que no bebo café, aún me dan esas convulsiones raras por las madrugadas. Sí, trozos de pasados que me acompañan pegados como parásitos envejeciendo y renaciendo conmigo.
 No, no sé nada de ellos. Tu sabes, crecen se hacen adultos y uno ya no tiene nada que hacer más que regalar un gesto amable cuando te lo piden.
¿Y el tuyo? Aún lo extrañas tanto como esos lunes por la tarde que el silencio se hacía pesado y doloroso entre tus ojos. Es igual a ti. Solitarios y fuertes…
Con hielos, si…
¡Cómo me duelen las piernas! Cada vez se hace más pesado, pierdo habilidad y aunque repita el diálogo y lo sepa de memoria cuando vuelve a suceder pareciera que algo nuevo va a surgir, pero no es así. Tu sabes que no.
¿Aún acostumbras el ibuprofeno? Solo necesito uno para calmar el ardor en el cuello. Mi cuello…
Pocos hielos, mejor, ya sabes que me duele el tabique. Es raro que pasen los años y  nunca cierra la cicatriz.
¿Sabes? El tiempo siempre va en nuestra contra. Nací demasiado tarde para ti, aún así te encontré. Tiempo y distancia parecían los filos de una tijera cada vez más cerca de nosotros; a pesar  de eso soportamos el dolor de cualquier negra circunstancia. Hoy el tiempo me carcome las fuerzas y me vuelve más insegura de poder resistir el camino que me trae a ti. Es como si el tiempo se disfrazara de fatiga que me ablanda los huesos para llegar de nuevo.
Fue un mayo de hace varios cientos de años que te pregunté si lo volverías a hacer ¿recuerdas? Me has preguntado varias veces cómo es que lo hice. Fue sencillo. Esa tarde juré regresar cuantas veces fuera necesaria para encontrarte repetidamente.
No pensé en tu cansancio. Solo imaginé las glorias de tu imagen refrendada en la estación de autobús en el viejo noviembre.
Perdóname por la arbitrariedad de mi decisión. Fue condena o no, no lo sé. Pero la dicha de rodear tu perfil con mis dedos me envició tanto que arrastré tu alma conmigo en eso que los antiguos llamaban karma.
“No te canses” repites siempre. Y tu voz se aglutina en mis tímpanos mientras soporto el filo nocturno y asqueroso en mi vientre con la dicha de que momentos más tardes estaré mezclando mis labios con los tuyos.
Repetiré la sangre sucia y el dolor de un vientre vacio porque opté por repasar las cicatrices y abrirlas cuantas veces fueran necesarias solo por la dicha de vivir de nuevo el respiro de tus días.
Y volveré siempre con la infantil súplica de que me quieras más, porque por más que he repasado los momentos contigo tus besos me saben a poco.
Perdóname, mi dios. Te he condenado. Somos almas sin descanso viviendo en una no realidad alejada de la vida; esa que una vez tuvimos en los ojos.
Pero hoy no puede ser peor que esos tiempos. El hambre y la sed son las mismas, solo los colores han empalidecido y los fantasmas de quienes estuvieron en nuestra contra siguen apareciendo. Se condenaron con nosotros y no pudimos exorcizarlos. Ojalá hubiéramos podido aislarnos en un planeta abandonado, cerca del no nato para cuidarlo más de cerca. Sí…Todavía lo lloro.
Ya va siendo hora, mi amor. Me gustaría preguntarte si lo quisieras hacer de nuevo, pero la celotipia encarnada entre las uñas se apodera de mí y me obliga a hacerlo y no puedo darte opción. Sé de tu cansancio y del deseo de cerrar eternamente los ojos, pero no soy buena, mi cielo, nunca lo fui.
Ven abrázame y déjate caer sobre el filo de la navaja, mi fatiga hace que el corte sea más doloroso. Deja que tu peso selle por esta vez tu muerte, lo demás es cosa mía.  Sabes que beberé del piso todas tus gotas para bañarme en ti y luego continuar con lo me que toca.
Quizás en un giro de circunstancias la próxima vez podamos salir de aquí. No te angusties que no suelto tu mano. ¿Ves cómo es fácil acostumbrarse al dolor? Abrázame y ayúdame a que el corte se dirija a mi cuerpo también para que seamos parte del mismo desgarre. Dibujemos la cicatriz del dolor más puro haciendo del corte un tejido que nos une.
No me mires con esos ojos.
Pudiera ser que esta vez le ganemos al tiempo, al lugar y no tengamos que pasar tantos años de una podrida soledad separados.
Estuve tan segura de decirte que lo volvería a hacer…

Aragggón
070520122206

7 de mayo de 2012

Valentina



Ya no te escucho Valentina. Estás perdida en medio del espejo, prisionera de mis caprichos.
Ya no te miro Valentina, ni muevo mis labios como antes, cuando hablábamos musitando frases que nadie escuchaba.
Aún sigues ahí porque trazas con tu dedo las figuras si lleno de vaho tu mundo.
Escribe Valentina, rompamos el mercurio de tu silencio como aquella vez que me enseñaste a romper los míos de costras.
No te pierdas Valentina que aún te grito en sueños, en tardes solitarias de uvas y duraznos.
Ya no podemos regresar, el abuelo ha muerto. Quédate conmigo como la tarde que decidiste acompañarme en mis silencios para secar lágrimas, curar rasguños, levantarme el gesto y besarme la nariz.
Valentina… siempre más valiente que yo.
Aragggón
070520120939

30 de abril de 2012

Canciones de una lejana infancia


¿Te puedes creer, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que siento ganas de llorar cuando las viejas canciones que escucho me devuelven a una edad de una ternura e inocencia ya desconocidas para mí? Cuando era tú…
Yo no me reconozco como aquel niño que llevó un come-discos de bandolera, pantalones cortos y el pelo peinado con raya. Que tenía miedo de los deberes que aún le quedaban por terminar algunos domingos a la tarde. Y al día siguiente ya no se acordaba.
Ahora el miedo dura días. La angustia es más profunda y no hay lágrimas que llorar. Ya no hay padres que te ayudan, te hacen reír o te dejan ver la tele aunque sea un poco tarde.
Da vértigo y pena haber perdido aquello por el camino. Porque lo que fue muriendo con el paso de los años, fue la fantasía, los sueños pueriles en los que imaginaba ser algo importante.
Metal Guru suena y estremece lo más hondo de mis recuerdos; cuando mi hermano y yo, subíamos el volumen hasta hacerlo atronador, lo repetíamos y lo repetíamos viendo girar el disco en el plato. Me acuerdo de aquellas portadas en los singles con el “Nº 1 en USA” o “Nº 1 en Inglaterra”. Peper Box sonaba en los autos de choque con Palomitas de maíz y un amigo sentado con chulería en el borde de la protección  del coche cayó en la pista cuando lo embestí. Las risas…
Las risas tan sencillas, tan frecuentes. Deliciosamente banales.
Los miedos eran divertidos.
Es terrorífico reconocer mi ignorancia en aquella infancia mía. La falta de recursos intelectuales para poder vislumbrar siquiera, una fracción infinitesimal de lo que iba a ser y sentir de adulto. Y me alegro de ello, no necesitaba saber lo que ocurriría, porque nada hubiera cambiado; excepto la infancia: no hubiera sido tan feliz.
No quiero reconocer que cuando aquellas canciones se empezaron a olvidar, hay tanta muerte, que hubo tantos pesares.
Porque los primeros dolores son los que más se recuerdan, los más intensos. Los primeros desengaños y la pesada losa de la vergüenza de haber creído demasiado en lo bueno.
Dime pequeño Iconoclasta ya muerto, que entre las canciones de Mungo Jerry y Suzi Quatro no hay tantos hermosos momentos que no volverán. Dime que habrán otros, tan hermosos como aquellos. Dime que cuando pasen los años y mi cerebro se haga blando, lloraré por el presente, como lloro ahora por la infancia perdida.
Dime que siempre hay momentos felices, en cualquier edad. Que esta melancolía es solo un fallo químico y momentáneo en mi cerebro.
Engáñame, pequeño Iconoclasta ya muerto. Dime que padre vive, que la abuela aún duerme en la habitación pequeña, casi con un ojo abierto, que madre no está enloqueciendo y muriendo a cada instante llevada por la insania de un cerebro que se ahoga en sangre. Dime que aún mi hermana se enfada cuando le decimos con burla y voz repelente: “Tejanos John”.
Dime, tú que sabes de esas cosas, pequeño Iconoclasta muerto; que mi hijo me ama, que no se olvida de mí como yo no olvido a mi padre.
Dime todo eso mundo de mierda, dame algún motivo para estar seguro de que hacerse mayor es un triunfo en la vida.
Fórmula V suena barriendo el hoy para devolverme a un ayer en el que no exigíamos saber nada, solo vivir al momento; como si la muerte no fuera con nosotros a pesar de haber dormido en nuestra casa. Que la adolescencia nos hacia vigorosamente insensibles al desaliento.
No necesito retroceder al pasado, es volver a morir como niño. Es saber que jamás se repetirá toda aquella despreocupada vida. Aquella forma de sentir miedo por las pequeñas cosas. Y vuelvo allá aunque duela, me puedo permitir ese lujo, porque la infancia me hizo fuerte.
La vida me curtió con malos y buenos momentos, no puede hacer daño saber que una vez fui inocente y no sabía nada. Es hermoso… No me da vergüenza llorar un rato.
“Et j’ai crié…”, grité tanto a nuestro padre muerto en los momentos felices como en las desgracias…
Soy padre y he recorrido mucha vida, más de la que me queda y a veces pienso como un niño, es extraño. Porque nada en mi cuerpo ni en mi mente me hace suponer que un día fui un chaval. Fue un sueño…
Dime, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que volveremos a fumar a escondidas, que descubriremos secretos, y palabras que están vedadas. Que disfrutaremos de fiesta en el colegio por la muerte de un dictador.
Todo aquello pasó y las preocupaciones hoy día son espantosamente aburridas, conservar un trabajo, vivir prisionero de una verdad que ha ido empeorándolo todo con los años: no soy nada, no trascenderá nada de mí.
Un tiempo, quiero pasar un tiempo oyendo canciones de una infancia ya fantasmagórica y no pensar. Dejar que las lágrimas se desborden por dentro de mi cuerpo por una nostalgia que me roba la respiración ante los recuerdos aún tan vívidos.
No quiero que todo hubiera ido mejor, estuvo bien así, estoy bien así; pero es inevitable rendir unas lágrimas a todo aquello.
Nos lo merecimos, nos lo merecemos.
Un beso, pequeño Iconoclasta ahora muerto.
(A mi hermano Paco, que evocando canciones me ha transportado repentinamente a una infancia que fue mía y nuestra, que no volverá; pero recordamos con una ternura infinita a lomos de viejas canciones).






Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón






Safe Creative #1204301552100

27 de abril de 2012

Fracturando la Realidad

Fracturando la Realidad.
Ideas dislocadas.

La Tertulia de Aragggón e Iconoclasta. Un encuentro para intercambiar, debatir y experimentar el deseo de escribir o decir lo nunca dicho.

Lectura
Video
Discusión
Micro taller

Mínimo 80 personas.

CONTRATACIONES: aragggoniconoclasta@gmail.com


Caminando a cuatro patas


No tengo complejo de perro; pero soy un animal. La bipedestación no es una obligación, es una habilidad. Y algunos humanos podemos elegir.
Solo quiero ir contra lo establecido y meter mi cara entre las piernas de las mujeres que me gustan. Olisquear sus sexos menstruando, sus anos, sus ingles…
Puede causar risa; pero duelen los vidrios que se clavan en pies y manos, quema el asfalto y su calor sube a mis cojones y a la punta de mi polla. Queman las colillas que yo mismo dejo caer. Las escupo y no me acuerdo que ahora tengo patas traseras.
Siendo perro puedo follar perras de dos y cuatro patas. No pido permiso.
El hombre amable y culto dejó de existir cuando las manos se convirtieron en patas.
Ocurrió hace cientos de años, la semana pasada exactamente.
Cuando se cumple cierta edad, observas el cielo y se revela ante tus ojos la gran verdad cósmica: nunca verás esos magníficos cuerpos celestes de cerca. Morirás sin conocer ni una nano-micronésima parte del cosmos. No hay magos, ni espadas clavadas en una roca. No hay extraterrestres de fauces metálicas. Los vampiros no existieron nunca. Se acabó la magia, la fantasía y las inquietudes. Toda la verdad simple y aburrida se abre ante tus ojos cuando has recorrido las tres cuartas partes de la vida.
Moriré solo y con una profunda indiferencia a todo lo que me rodea. No habrá un hijo ni una mujer que me hayan amado. Madre murió, padre seguramente también, aunque no estoy seguro, tal vez viva sin acordarse de mí.
Hay miles de cadáveres de hijos míos en el mar, los que se fueron a la alcantarilla con cada paja en solitario. Con cada mamada de una puta que escupía con asco mi semen al suelo.
Si hubiera un solo rastro de fantasía, ya sería demasiado viejo para disfrutarla. Los cerebros se pudren, los corazones se cansan, los músculos se hacen agua y los nervios pierden capacidad conductora. Es la degeneración del cuerpo y la mente por los años. Erosión pura y puta.
Y toda la ilusión, todos los sueños y las infantiles aventuras se van al cementerio de los desengaños. Es un proceso automático llegar a la conclusión  de que mi vida como hombre ha sido un desperdicio de tiempo. No he conseguido nada que valga la pena recordar. Todo ha sido trabajo un día tras otro, despertarse, trabajar, comer, fumar, dormir, cagar. Cagarse uno mismo…
Si tuviera hijos, no podría aportarles nada que les estimulara a seguir viviendo.
He trabajado para alimentar a otros, en mis hombros están las huellas de los que prosperaron a costa de mi trabajo. Estoy cansado… No, me muero de asco, me siento sucio, impregnado de este infecto lugar.
Odio todas y cada una de las costumbres, odio todas las normas y gentuzas que me han convertido en esta porquería desengañada que a veces se mira en el espejo desconociéndose.
Y si ahí fuera no hay nada, si más allá de esta vida aburrida y plana solo me espera más de lo mismo, uno ha de cambiar e intentar ser feliz en su propio medio.
La tierra es lo más cercano, es lo único que me sustenta y alimenta. Solo me queda el polvo y la mierda.
Decidí sacar provecho de toda esa porquería.
Me desnudé y me puse a cuatro patas, no es fácil en un principio: duele la espalda, los hombros y los músculos lumbares. Pero nada comparado con la humillación de trabajar a cambio de una mierda, de recibir una mamada a disgusto y por dinero, o de intentar buscar diferencias entre el ayer y el hoy.
Salí a la calle, unos reían, otros se asustaban, otros llamaban a gritos a la policía.
En mi primera incursión desnudo y a cuatro patas a pleno día, lucía mi pene colgando entre las piernas con total despreocupación, mis peludos y pesados testículos eran ofensa pura para los que giraban la cabeza para observarme, sin entender porque iba desnudo.
Puedes ir a cuatro patas; pero cuando caminas desnudo es delito.
Y si tu polla es más grande que la de ellos, serás odiado.
A pleno día era imposible moverse por mi colonia.
Entré de nuevo en mi casa, el vecino de la casa de al lado, al verme dijo:
—¡Órale! No se puede ir así, hay niños y mujeres en la calle.
No le hice caso; pero pensé en cortarle la polla y asfixiarlo con ella en su boca.
Mis manos, saben manejar instrumentos cortantes. Muy bien…
Esperé a la madrugada, a las tres conduje mi coche hacia la colonia de los putos, travestis y chaperos (cuatro cuadras semi-derruidas llenas de basura y desperdicios, separadas del núcleo urbano por un par de kilómetros de terrenos áridos y abandonados), me desnudé dentro del coche y salí a pasear como un perro bastardo. Provoqué simples risas y algunos silbidos burlones. En definitiva: un loco más en aquel lugar de miseria y drogas.
Nada que llamara la atención más que un hombre muriéndose con la jeringuilla entre sus pies en aquella especie de basurero en las afueras de la ciudad.
Yo solo era una rareza más entre semivivos y chupadores de pollas de bocas podridas.
Algunos clientes que frecuentaban la zona, se masturbaron viéndome pasear por entre todos aquellos miserables, alguno me pidió que orinara y me acerqué a la rueda de su coche para mearla. Me llamó hijo de la chingada.
Pero no bastaba, a cada momento me sentía más animal y marcaba mi territorio con hostilidad. Allá donde hubiera un grupo de humanos, yo me acercaba y meaba cerca de ellos.
Un travesti me reprochó que orinara en la acera, donde se encontraban ellos y ellas exponiéndose a los clientes.
—Los meados atraen a las pulgas y huelen mal, cabrón. Vete a mear al vertedero —me gritó ante sus compañeros.
—Déjalo, Gladys, es un pinche loco.
—Grrr… —le gruñí mostrándole amenazadoramente mis dientes y poniéndome en pie.
Sus ojos se asustaron, sus pupilas se dilataron al identificar la perfecta hostilidad en los míos y un grado de alienación no familiar en aquel ambiente.
—¡Jesús! De verdad estás loco —dijo con su voz amaneradamente femenina.
Volví a ponerme a cuatro patas y me dirigí al otro extremo de la calle, si así se le podía llamar a aquel camino polvoriento y embarrado con casas abandonadas a medio construir y otras a medio derribar a ambos lados.
Un chapero hablaba con una de las pocas putas ocupando el espacio de la estrecha acera, metí la nariz en su culo y lo olisqueé. Se sobresaltó y cuando ambos se giraron para ver que había tras ellos, rieron al verme.
—¿De dónde sales tú? —me preguntó el joven que vestía un pantalón corto ajustado marcando sus genitales.
—De las mismas fauces de la frustración. Solo quiero ser perro —contesté mirando con fuerza a los ojos del marica.
No me respondieron, se separaron para dejarme pasar entre ellos y no hablaron, debieron pensar que tal vez tenía razón.
Seguí caminando hacia la oscura esquina, donde la farola no alumbraba y los preservativos usados, se me pegaban en los pies y en las manos.
Sacudí las patas delanteras para que se desprendiera un condón y me la chupé para limpiarme.
Un policía de paisano detuvo el coche frente a mí haciéndome un gesto con la mano para que me acercara. Me puse en pie.
—No te quiero ver completamente desnudo, has de ponerte algo encima para que no te detengamos. Es la ley. ¿Tienes documentación?
—Sí, en mi coche.
—Bien, si no fueras desnudo podrías llevar en la ropa tu identificación y te ahorrarías pasar una noche en el calabozo. Y aún así, no te aseguro de que si sigues así, un día te metan en un manicomio y tiren la llave. Esto no es un buen lugar, es caótico y se permiten cosas que en la ciudad serían delito; pero no fuerces demasiado la situación. Sé discreto.
Tras su monólogo se marchó lentamente, observando y llamando la atención a algunos clientes y maricones que detenían demasiado tiempo el tráfico.
La puta que hablaba con el chapero, se había acercado a mí.
—A todo el que no conoce le suelta un rollo parecido. Es un buen policía y un buen tipo. Lo respetamos y le ayudamos cuando las cosas se ponen feas. No queremos que lo cambien de destino y él tampoco,  a pesar de todo, esto es bastante tranquilo. Recibe su mordida, la pagamos entre todos cada semana.
Le faltaban los incisivos, los dos de arriba  y los cuatro inferiores. Aparentaba cincuenta años; pero el olor de su piel sucia y enferma, decía que tenía veinticinco. Un trozo de su brazo mostraba una vena podrida por demasiadas inyecciones.
—Hasta luego — le respondí.
Me puse a cuatro patas, le olí el coño y me alejé hacia la oscuridad, donde no había más que ruinas sin iluminar y voces invisibles que nacían de la oscuridad. Eran las voces de los que viajaban a lomos del caballo o de la marihuana mezclada con coca.
—Tú no estás loco, lo sé. Te has propuesto ir contra el mundo, como yo; pero no supe hacerlo a cuatro patas. Me jodo con la heroína, y me joden el culo hasta hacerme sangrar; me salió mal, ojalá que a ti no —la puta filosofaba con su voz ronca a pesar de que no le hacía caso caminando con mis cuatro patas y levantando una pierna para mear.
Había una pareja durmiendo el sueño de los narcotizados tras el muro derruido de un jardín que dejó de serlo hace años. La luna iluminaba suficiente tras la ruina en la que apoyaban sus espaldas. Él se había meado en los pantalones y su cabello rizado estaba sucio de polvo. Su compañera vestía una falda muy corta con unas gruesas medias negras rotas en rodillas y muslos. Sus labios estaban atravesados por dos piercings de arete y en su ombligo había otro con forma de pincho, cromado e infectado. Cuando lo olisqueé, sentí el aroma del pus.
Soy un buen perro, se me da bien oler mierda y miseria.
Y no soy delicado.
Metí mi boca entre sus muslos y desgarré los mallones, no llevaba bragas. Su sexo olía a mierda y orina, y lamí obsesivamente dejando caer mi baba que hacía barro entre sus piernas.
—¡Hummm, Adrián! Sigue, jódeme ahora. Chíngame el culo —decía sin poder despertar y separando los labios de su coño para que mi lengua llegara con más facilidad a sus rincones apestosos.
Ese olor a suciedad que exhalaba su vagina me excitaba más y mi pene goteaba.
Le rasgué las medias completamente y se las arranqué. La micro-falda solo cubría un poco su monte de Venus poblado de un vello incómodo, así que no se la saqué.
Le mordí muy cerca del clítoris y gritó, se despertó.
—¡Cabrón! Chinga a tu puta madre… —gritó al verme entre sus piernas, sacudiendo a su compañero para que despertara.
Tomé un cascote de buen tamaño y se lo metí en la boca, rompiéndole los dientes y las encías para que no hablara más.
Su compañero despertó; pero  poco tiempo. Le clavé una varilla de hierro oxidado en la garganta y con un trozo de ladrillo, le rompí la cabeza.
Me coloqué encima de la chica que estaba asfixiándose por la sangre que estaba tragando y la penetré. Ella se dejaba hacer, estaba más preocupada en sacarse aquella piedra de hormigón de la boca.
Su coño era demasiado suave, le di la vuelta y la follé por el culo hasta correrme.
Luego mordí su cuello hasta destrozar las carótidas y desangrarla.
El sonido de la calle de los maricas se había apaciguado, eran las cinco de la madrugada. Tenían sueño, estaban cansados, iba a salir el sol y los clientes ya escaseaban.
Como vampiros... Me encantó, me sedujo esa forma de desaparecer de la vida durante unas horas.
Yo vagué buscando una casa abandonada que me diera cobijo.
Y encontré una entre cuyas ruinas podía descansar desnudo, donde la peste que inundaba las cámaras sin techo, hacía retroceder a los seres vivos. Ni siquiera los traficantes vendrían aquí para esconder su mercancía.
Me restregué la cara ensangrentada con tierra y polvo hasta creer que me había limpiado parte de la sangre ya seca.
Puedo pasear de día desnudo por estas cuatro calles. Los miserables que recogen desperdicios para vender no me hacen caso, apenas hay gente. Solo indigentes y locos que ocupan el lugar de los maricones, travestis y putas acabadas.
Es mi planeta, es mi ilusión, es mi vida sin más leyes. Y mi transformación, mi elección.
Es mi séptimo día como perro, y aún se puede oler la hediondez de la pareja que maté hace seis días, sin que nadie se preocupe por ello más que las ratas que los cubren.
Mi carro está desvencijado, no queda nada de él más que la carrocería sin puertas.
Camino a cuatro patas dejando un rastro de sangre, la uña del dedo corazón izquierdo se me ha reventado, no he visto la lata de refresco rota, estaba pendiente de evitar que un recolector de latas me diera una patada al acercarme a él para oler su culo.
Tengo hambre y sed.
Hay un anciano de pelo blanco y regordete que vive en una de las pocas casas que aún tienen puertas. Me deja un par de tortillas y una botella sucia con leche a la puerta de su casa desde hace tres días que se percató de mi existencia.
Hoy se atreve a preguntarme.
—No te veo loco, no te veo enfermo. ¿Por qué te has hecho perro?
—No hay nada que esperar, que ver, ni que saber; viejo. ¿Qué esperas, qué has visto hasta hoy? Ven conmigo, sé perro y deja de ser hombre. No sigas siendo lo que ellos han querido.
—Me duelen los huesos, no puedo caminar a cuatro patas, no tengo fuerza. Estoy bien aquí descansando de la vida. Ya no puedo trabajar; pero guardé algo de dinero y mis hijos me ayudan. Nunca vienen aquí, yo voy a su casa, no me ha ido mal como hombre. No quiero ser perro.
—¿No te ha ido mal y vives aquí entre basura, drogadictos y enfermos?
El viejo es más de lo mismo: un hombre que morirá con una sonrisa afable y un esfínter insensible desde hace decenios al dolor por pura sobredosis de sodomización día tras día.
Más pobre que las ratas y conformista con su miseria, con sus amos, con su vida anodina y la indiferencia de sus hijos. Para cagarse de risa.
Por ello, por su escasa inteligencia, en lugar de desconfiar de un perro-hombre, le da agua y comida.
Justo lo que sus hijos no hacen, ni harán con él. Es mentira que sus hijos le ayudan. Solo es una alucinación de su soledad y su decrepitud.
Le muerdo los genitales con fuerza, su pene está entre mis dientes y noto como un testículo estalla por la presión.
Con sus viejas y débiles manos intenta separar mi boca de sus cojones. Ni presión puede hacer. Su orina me llena la boca rezumando a través de la tela del pantalón.
Su sangre cala la ropa y se mezcla en mi boca con los meados.
Me separo de él dando un fuerte tirón hacia atrás, agitando la cabeza con fuerza a derecha e izquierda para desgarrar. No estoy entrenado, es puro instinto.
Sus huevos y su pene están mutilados. El escroto está abierto, sé cuando la carne se rasga de la misma forma que siempre he sabido follar, no hay magia. Solo la adorable realidad del instinto más puro y más salvaje. De algo que está profundamente arraigado en mi naturaleza. Más que las estrellas, las leyendas, los cuentos…
Lo observo desangrarse y morir alzándome sobre mis patas traseras, como un hombre.
—Yo no acabaré como tú, buen hombre. He visto mi futuro y es parecido a tu presente. Tan parecido que vomité. Y no lo quiero.
Me muestra sus manos sucias de sangre, el glande se ha desprendido de su cuerpo cayendo por la pernera del pantalón, todo su cuerpo es un temblor. Su piel bronceada y curtida ha virado a un bronce pálido y sin brillo, la sangre ya no llega donde debiera. Me suplica ayuda sin poder articular una sola palabra dejando resbalar la espalda por la descarnada pared de la casa, hasta quedarse sentado al lado de una vieja lata de chiles jalapeños La Morena.
No tardará mucho en morir.
No siento pena, ni desasosiego, ni curiosidad; solo impaciencia para que deje de mirarme con sus pobladas cejas descuidadas, como patas de arañas.
Solo queda el repugnante sabor de la sangre y la orina en mi boca, que me obliga a escupir.
Arrastro el cuerpo aún jadeante adentro de la casa, el techo está hecho con retales de lona agujereada y las paredes han perdido el enlucido de yeso en su mayor parte. Un agujero en una pared, que debería haber sido una puerta, deja ver una porción de terreno a cielo abierto. Lo dejo tendido al sol en el patio trasero lleno de latas y cartones, donde las ratas provocan movimientos fantasmales entre los desperdicios al volver precipitadamente a sus madrigueras por el ruido que provoco. Que se descomponga aquí cuando muera; uno se acostumbra al repugnante olor de la carne pudriéndose.
Será mi nuevo lugar de descanso.
No tardan las moscas en invadir su pantalón sucio de sangre.
Inspeccionando la casa encuentro en un frasco de conservas bajo el fregadero, veinticuatro mil pesos enrollados que usaré para mis frugales gastos de comida y agua. Tal vez tabaco.
A un lado de la puerta de entrada, cuelga una cadena y un candado con su llave.
Cierro la puerta, sin preocuparme, no hay nadie en las ruinas cercanas que me observe. Bajo una piedra alejada varios metros de la puerta, dejo la llave del candado.
Me pongo a cuatro patas y camino ligero tras una chica joven evidentemente extraviada; hay calles con el mismo nombre en distintas colonias y ha elegido la peor. No hay nadie con suficiente imaginación, estamos abandonados a los idiotas que nombran calles. Lleva una carpeta de documentos en el brazo, donde cuelga también un pequeño bolso de piel negra. Me acerco lo suficiente para olerle el culo. Se sobresalta y se aleja de mí corriendo y gritando.
Un joven con rastas sentado en la banqueta de enfrente se ríe escupiendo el humo de su churro. Me conoce, nos hemos encontrado a lo largo de esta semana, es un habitual de este mundo de perros.
El rastafari colgado no me llama la atención más que un segundo. Observo fijamente las nalgas de la joven corriendo, sus tacones altos y puntiagudos que se doblan en varias ocasiones, sus pechos pesados se bambolean rígidamente por un sujetador que los alza y aplasta al tiempo que pide un taxi urgentemente con el celular pegado en la oreja. Aquí no llegan los taxis; tal vez la violen y luego le vacíen las tripas.
Hace calor, no la sigo, me detengo observando como su miedo deja un rastro de pequeñas nubecillas de polvo flotando a ras de selo.
La polla se me pone dura y como no me la puedo lamer, me acaricio hasta eyacular bajo un sol cabrón que seca a las moscas en vuelo.
El colgado se ríe a carcajadas mientas mis ojos se cierran ante el placer que he escupido. Soy un perro al sol…
Me duele el cuello por dormir con la cabeza colgando, y siento la piel arder. La insolación me da dolor de cabeza. El semen se ha secado entre los vellos de mi pubis dejándolos pegajosos y duros. Tengo sed y hambre.
El sol declina lentamente en el horizonte, cuando se forme una franja anaranjada en el cielo, la calle 10 Sur comenzará a poblarse de los maricas y travelos habituales y cuando la oscuridad sea cerrada, lo poco que queda de mí como hombre, lo relegaré a lo más profundo de mi mente. No es difícil en absoluto, en esta semana he aprendido con una espantosa facilidad a ser animal, no siento deseos algunos de hablar.
Camino hacia mi nuevo refugio, y consigo unos pantalones de mezclilla que me quedan cortos, una camisa roja que no me puedo abotonar, un sombrero de paja sucio y con un ala rota, y unas gafas de sol redondas y rojas de mujer que me pongo para evitar que puedan reconocer en el hombre fracasado al perro que soy.
El viejo ha muerto, es extraña su temperatura, está caliente por encima de la piel, en la superficie; pero por el tacto se reconoce perfectamente que de piel para adentro, solo hay frío. Una rata camina perezosa con la panza llena, ha salido de la pernera del pantalón. Las moscas y las cucarachas no se asustan.
No hay comercios en este lugar, aquí se viene a solo a morir y follar.
En la tienda de abarrotes que se encuentra a quince minutos de aquí, en la colonia San Baltasar, apenas prestan atención cuando compro un garrafón de agua, unas tortas, algo de jamón, atún y cinco cajetillas de cigarrillos.
Se hace la noche y salgo a vagabundear por la calle de los fracasados que creen aún tener esperanza, son muy pocos y sonríen a todo el mundo intentando encontrar amabilidad en algo o alguien.
El olor a carne podrida de los cadáveres de la pareja, se hace notorio a cincuenta metros de la casa en ruinas. El hedor es insoportable llevan siete días descomponiéndose, sin que a nadie llame la atención.
Bien podría ser que los moradores de este gueto puedan creer que esta peste viene de un perro muerto. Contando con que toda esta miseria humana sea capaz de prestar atención al hedor; porque los hay que creen que el olor a podrido nace de ellos.
En definitiva, que cuando ya estás harto de la vida, no inspira curiosidad alguna lo corrupto, estás demasiado saturado. Simplemente te alejas.
Ya pasada la casa de los punkys podridos, a cien metros está la esquina que une la calle de los perros de dos y cuatro patas.
Algunos de los clientes habituales me saludan desde sus coches.
—¡Hey, perro! Buenas noches.
—¡Guau!  —les saludo.
Y ríen, ríen como deficientes mentales sin imaginar que he matado a tres personas en una semana.
La puta desdentada se aproxima a mí, todos los perros, sea cual sea la raza, hacemos lo mismo: caminamos calle arriba y abajo mirando al suelo.
Porque allá arriba no hay nada, y si lo hubiera ni podemos ni nos dejarían llegar. Todo ha sido una gran mentira y todas las ilusiones se han ido rompiendo. Los hay que han tenido suerte y han caído antes que yo.
He sido muy ingenuo, he esperado demasiado tiempo, he sufrido en vano.
Soy el más novato de estos perros, soy el más viejo de todos, el más cano. El vello de mis cojones es gris y mis testículos ya no están tan pegados a mis ingles; cuelgan.
—¡Hola viejo perro! —me saluda acariciándome la cabeza.
Meto mi nariz entre sus piernas elevando su falda. No hay bragas y empujo más. Entierro mi hocico en la raja de su coño y se apoya de espaldas en la pared. Hace tiempo que nadie hunde la cara en su coño; sé que alguna vez se lo hicieron porque sabe a donde llevar mi boca. Se corre sin pudor ante la curiosidad de un grupo de maricas que nos observan con risitas nerviosas mientras esperan que un macho los compre para que les haga una paja con la boca por apenas cincuenta pesos.
No sé de qué se ríen.
—Gracias, mi  amor… —me dice llorando.
No me importan las lágrimas de la puta, no me importan las risas de nadie. Si un día me molestara, de la misma forma que la he hecho gozar, la mataré.
Mataré a todo el mundo que me apetezca, hasta que muera o me maten. O tal vez no, tal vez solo olisquee la mierda que deja la humanidad mientras ellos trabajan, fracasan y pierden las ilusiones. Me gusta ver como los infelices creen vivir razonablemente bien, con una ligera duda de que algo no está del todo bien.
Y esa duda los hará idiotas, buscarán engaños y razones por haber sido solo eso: gallinas en una granja de huevos. Mascarán su decepción y fracaso hasta el momento en el que sus corazones se detengan con un dolor inhumano.
Hay un gran revuelo de gente en torno a un coche, un Nissan Tsuru de plancha corroída.
—Déjalo, hijo de la chingada. Deja que baje del coche o te matamos entre todos.
Me  acerco hasta el gentío y gruño con hostilidad a las piernas que me impiden el paso.
La puta se acerca y me acaricia la cabeza. No me gusta que me acaricie ni dios. Le gruño.
Avanzo hasta primera fila. Elevándome sobre las rodillas veo a un tipo sentado frente al volante, tiene cogido al travelo Gladys por los pelos. Lo sé por el olor, el olfato se hace hábil con el uso. Lo sé por los ojos que me miran aterrorizados temiendo a la muerte. Su cara tiene un profundo corte que va desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, cada vez que grita pidiendo que le suelte, se ven sus muelas a través del corte. El conductor del carro, mantiene la navaja en su cuello y da chupadas tranquilas a un porro sin hacer caso a los gritos de los amigos de Gladys.
Cuando le ladro con hostilidad, se ríe escupiendo el humo torpemente.
—¡Hijo de la chingada!... Ven aquí perrito.
Me acerco a cuatro patas hasta la ventana del carro. Gladys me suplica ayuda. El hombre huele mal.
—Estás más loco que yo, mano. Sube, atrás que mi putita te va a hacer una mamada con la boca nueva que le he hecho.
Me elevo sobre mis cuartos traseros y me lanzo a su cara con la boca abierta, atenazo su nariz cuyo hueso cruje entre mis dientes. Sus mocos espesos inundan mi boca. No soy escrupuloso, tras agitar rápidamente la cabeza a ambos lados, consigo dejar colgada la carne del hueso. Luego atenazo sus labios y se los arranco. Gladys ha cogido la navaja y se la ha hundido en el cuello. Le hace picadillo el ojo derecho.
Sus amigos la ayudan a salir del coche y la meten en otro carro que la lleva al hospital a toda velocidad, que arranca sin cerrar las puertas.
Otro coche se acerca mientras muerdo los dedos de la mano del conductor que respira con dificultad en pleno shock. Suena brevemente una sirena.
Es Germán, el policía que vive de los sobornos de los fracasados.
Alguien habla, le dice que ese pinche puto ha herido a Gladys.
Se acerca hasta a mí y me da una patada.
—Lárgo de aquí, pinche perro.
Me aparto un par de metros.
—Te han jodido bien, ¿eh, cabrón? Pues ya valiste madres…
Saca de su axila la automática, la apoya en la sien del tarado y dispara creando una preciosa nebulosa de sangre, sesos y huesos en el parabrisas.
Todo el mundo aplaude y de entre los putos y travelos, aparece la puta que le entrega un buen fajo de billetes al policía.
—Hay que sacar este carro de aquí y tirar por ahí el cadáver, que no se vea a pleno día en plena calle o alguien nos va a molestar.
Tres de los amigos de Gladys empujan el carro hasta el callejón y frente a las ruinas donde se pudren los que yo maté, que es la zona más oscura. Arriman el coche a la banqueta.
Germán jala de una manga del cadáver y lo hace caer al suelo.
—Ayudadme a tirarlo ahí detrás.
El policía coge las manos y un marica los pies, lo bambolean para lanzarlo por encima del murete derruido.
—Me cago en la puta, aquí huele a muerto de hace días.
Salta el murete.
—Sus tripas han reventado y todo es intestinos, coño. Llevan aquí al menos una semana.
Cuando vuelve al corro que formamos todos los miserables y fracasados, le gruño con hostilidad.
—La chica tiene desgarrada la garganta —se dirige a mí —. Parece que un perro la atacado, aunque no sé si antes o después de haberla chingado.
Le miro con ferocidad y mis dientes asoman peligrosamente.
Acaricia mi cabeza.
—Tranquilo, perro, es solo basura y éstos no pagaban —dice dándose golpeciste en el bolsillo de la camisa abultado por la cartera.
—¡Vamos, todos a la chingada! Aquí no hay nada más que ver, y nadie tiene nada que decir. ¿Verdad, putos?
Cuando volvemos a la calle habitada, a la luz. Alguien grita:
—¡Agua y comida para nuestro perro!
Frente a mis fauces dejan un plato que llenan con tequila y cerveza, y otro con tres tacos de maciza.
Devoro con hambre y ferocidad, a cuatro patas mientras algunas manos me acarician la espalda. El coche de policía se aleja lentamente, en silencio como si se moviera por alguna fuerza mágica. No hay motor, ni ruido. La cerveza helada impacta en mi lengua y el tequila insensibiliza mis cuerdas vocales.
En algún momento me quedé dormido en la calle.
El sol me ha despertado requemando mi piel de nuevo. El rastafari me mira con sus ojos fríos y desmesuradamente dilatados. Su playera está llena de sangre seca y un enorme tajo que va de lado a lado del cuello, es nido de moscas.
Un cartel entre sus piernas dice: “Soy pendejo, no chingaré nunca más a mi patrón don Ramiro”.
Este es mi lugar, mi hogar. Donde la gente muere sin permiso, como por una magia. Por seres que no existen.
Yo soy uno de esos seres inexistentes, y la muerte es tan sorprendente aquí como pudiera serlo en un reino de la magia y la fantasía.
—¡Guau! —le ladro sonriendo al rastafari muerto.
Camino a cuatro patas a la casa, donde guardo el tabaco para fumar un cigarro que alivie mi resaca sin que nadie me vea. No quiero que se sepa que a veces soy fracasado: humano.






Iconoclasta 

Ilustrado por Aragggón







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24 de abril de 2012

Cuadernos de la Provocación


Ya está a la venta el título: Salmos del no amor.
Costo: 50 pesos mexicanos por ejemplar.

21 de abril de 2012

El amor no se busca


No hay forma alguna de encontrar el amor. No se debe buscar, es un animal astuto que huye cuando se da cuenta de que es perseguido.
Es una bestia tímida con un poder desmesurado que no controla. Es oro envuelto en brea. Una cosa oculta que explota radiando y arrasando los corazones sin ninguna piedad.
El amor es azar de desesperados. Aleatoriamente agresivo.
Solo hay que sentarse en un banco en el páramo y ser solitario. Aparentar estar bien, no necesitar nada; será entonces cuando el amor llegará huyendo de una jauría de cazadores porcinos que lo persiguen con cuchillos y ratas con collares de diamantes. Marranos envidiosos que destruyen todo aquello que no tienen y ambicionan. Son religiosos y usureros, son millonarios y son políticos.
El amor no se busca, te encuentra, te invade, te enferma.
El amor se metió en mis huesos huyendo de esos podridos cerebros llenos de leyes, tradiciones y oraciones. Fue como un fuerte dolor de cabeza y un vacío que me contraía el estómago provocando una arcada.
Estaba perdido. Los cerdos nos perseguirían para apresarnos, arrancarnos el corazón y robarnos el amor. Así que intentaba ser ciego a su belleza, a su voz de una cadencia desesperante de deseo y sensualidad. Y callé. Me negué a reconocer que la amaba y encerré todas las ilusiones en el desván herrumbroso de mi mente. Amar es peligroso y te esclaviza; pero fui cobarde de vivir y morir sin ella y el amor me infectó completamente.
Por otra parte duró poco mi resistencia a sus anticuerpos y además de dejarme enfermar decidí amarla con voluntad suicida. Y estuvo bien.
No puedo decir que fue lo mejor que ocurrió en mi vida, porque ellos, los envidiosos y frustrados nos acosan a los que tenemos contacto con lo sublime. He de ser discreto y secreto.
¡Shhh…! No corráis la voz.
La repito cada día hasta casi convencerme,  la dedico a los marranos que rigen con sus leyes y oraciones los países y los colegios:
ORACIÓN FALSA PARA ENGAÑAR A LOS FARISEOS.
No la amo, no estoy enamorado.
Solo deseo que me haga una buena mamada sin pagar.
Correrme en sus tetas.
Escupir en su coño y sorber lo que se desliza de su vulva.
Quiero que se folle a otro mientras me masturbo. La quiero para joder sus agujeros, para anular su pensamiento y despreciar su mirada. Ella es solo un recipiente de mi esperma. Un desahogo a mi instinto sexual. A mi erección dura y mojada.
Le tiro dos billetes de veinte pesos a la cara cuando me levanto de la cama, para que sepa lo que vale para mí.
Y cuando siento que el asco y el vómito me doblan ante esta brutal y blasfema plegaria contra mi diosa; en un cuarto a oscuras o asfixiándome en un pantano de arenas movedizas musito con un dolor inmenso en mi corazón:
ORACIÓN DE CONTRICCIÓN ENTRE MI AMADA Y YO.
Te quiero más que a mi puta vida.
Follarte no es mi placer, mi placer solo se alimenta de tus gemidos. Mi semen se derrama  solo ante tu violenta contracción del orgasmo. Si escupo mi blanca alma, es por ti.
Podría pasar mi vida sin eyacular una sola vez si no estás tú.
No puedo vivir sin ti.
Mi polla es un monumento erigido a ti.
Mi leche solo adquiere importancia sobre tu piel; en lo profundo de tu coño.
Mi pensamiento es absolutamente tuyo.
Hay cosas peores…
Hay quien no conoce el amor, aunque no estoy seguro de que pueda ser peor. Mi dependencia de ti me roba el libre albedrío, no puedo elegir.
El amor es una soga de seda que estrangula el ánimo, y quiero morir asfixiado entre tus brazos.
Y así, engañando con esta oración al mundo, afirmando que el amor es pura prostitución, voy amando indecente y clandestinamente sin que los envidiosos me jodan demasiado. Y sobre todo, que no la jodan a ella. Su coño es mío y es mío su pensamiento y es mi esclava y yo soy un mierda que enloquece cuando no está.
Es importante no alardear de estar enamorado, es importante saber que vivimos en un mundo hostil a nuestro bienestar y que cuando mejor estamos, más fuertes son los ataques de los cochinos de dos patas.
SALMO DEL ABANDONADO (conjuro-escudo contra los envidiosos):
No amo ni a dios, no quiero la compañía de nadie. Deseo morirme.
Soy infeliz y pobre, no follo ni se me pone dura.
Vivo odiando, temiendo y recelando.
Hijos de puta, no os fijéis en mí, no tengo nada que envidiéis, salvo mi valor. Y esto último es algo que no os interesa demasiado.
Porque no tenéis la más mínima clase. Os conozco, os identifico y sé exactamente que haréis a cada momento, sois económicamente potentes, influyentes; pero vuestro cerebro es de la calidad de mis excrementos. Sois previsibles como el movimiento de un peluche barato. Vuestros hijos no tienen más valor que un condón usado que se engancha a la suela del zapato.
SALMO DE ABSOLUTA RENDICIÓN AL MORIR EL DÍA (cuando la noche profunda ha cerrado los ojos de todos esos que deseo ver muertos):
Te he amado a cada segundo, y aunque duermo a tu lado cada día, no basta.
Entendería la vida completa y feliz si fuéramos fusión, si viviera y pensara dentro de ti, en ti, contigo.
Amarte es la indecencia de abusar de cada abertura de tu cuerpo, de llenarte toda con todos mis recursos.
Si ellos murieran, si el amor no fuera perseguido y castigado, el día sería nuestra noche eterna. Te amo a cada momento, tan secretamente por el día, como obscenamente intenso por la noche cuando la luz no delata el amor.






Iconoclasta

Ilustrado por Aragggón.






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