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21 de febrero de 2011

El Follador Invisible en el circo


El pequeño se mueve con rapidez, con demasiada rapidez. Parece un juguete biomecánico; ha repetido tantas veces esa contorsión que no hay voluntad en su actuación. Es un mero acto reflejo.
Sus pies están cada uno, pegado a cada uno de sus oídos; parece un balancín.
Sobre su pecho y abdomen combados se balancea; las piernas forman un óvalo casi perfecto con su espalda y ni siquiera sonríe porque sus articulaciones están en crisis.
Apenas mide un metro, tal vez tenga seis años y tal vez las manos que mantienen los pies pegados a las orejas no están demasiado castigadas por horas de arrastrarse y sostener largo tiempo su liviano cuerpo sobre ellas.
Dos hemisferios del suelo del escenario se abren dejando al pequeño acróbata manteniendo el equilibrio sobre una pasarela de apenas 15 cm. de ancho. Todo el teatro se ha oscurecido. Bajo el artista hay una profundidad oscura e insondable.
Un redoble de tambor y la estrecha pasarela lanza al pequeño al aire, a unos pocos centímetros de la pasarela. Sin mover una sola de sus extremidades el crío cae balanceándose con dificultad, intentando mantener el equilibrio con su abdomen.
Llora visiblemente.
El público adulto sonríe. Un rey de incógnito se acaricia la entrepierna y una famosa cantante de rock se quita las gafas de sol para apreciar con más intensidad el miedo en el artista.
Cuando el pequeño se ha estabilizado, la pasarela vuelve a sacudirse y esta vez lo hace con más fuerza.
El artista lanza un gemido en el aire sin variar la posición inicial y aterriza con un gesto de dolor. Se ha cruzado en la estrechísima pasarela y las dos mitades de su cuerpo se balancean sobre lo oscuro y profundo.
Le lleva más tiempo y dificultad estabilizarse y ahora sus movimientos no son mecánicos. Lucha por su vida. Cuando suelta con cuidado uno de sus pies para agarrarse con seguridad a la precaria pasarela, una voz oriental grita hostil desde las bambalinas, es una orden firme, tajante e implacable.
El niño se asusta, le teme a la voz y vuelve a adoptar la postura de contorsión moviendo con mucho cuidado los pies y las manos. En su rostro infantil hay un sufrimiento casi anciano.
Apenas ha conseguido formar la figura de balancín la pasarela se sacude de nuevo. Esta vez lo lanza más de medio metro arriba. El presidente norteamericano se levanta de su butaca con los dedos en la boca para lanzar un fuerte silbido. El magnate de la informática también se levanta para aplaudir con entusiasmo.
Demasiado alto, demasiado cansancio, demasiado entumecimiento. Demasiado miedo. Y la crueldad que viene de allá, de aquellos miles de ojos que lo observan con inmunda ansia, también es demasiada.
Es demasiado de todo para un niño tan pequeño.
Apenas puede rozar la pasarela cuando la sobrepasa cayendo en lo oscuro, la caída se hace larga, lo desconocido y la agonía dilatan el tiempo. Cree estar suspendido mientras su espalda se dirige a un lugar desconocido. Mira con los ojos tristes la pasarela que lo mantenía lejos de lo insondable.
Cayendo grita todo lo fuerte que sus pulmones le permiten.
Se apaga el abrasador foco que alumbraba el escenario y se crea una completa oscuridad. El público exhala un suspiro colectivo y el niño se siente oscuridad. Ni siquiera sabe donde están sus manos.
Un chapoteo de agua, los llantos de un niño que ha tragado agua.
El selecto público contiene la respiración.
La parte baja del escenario se ilumina de un intenso color azul que deslumbra al público y deslumbra al niño que ahora cree flotar en luz pura ante la dolorosa ceguera que le provoca esa repentina luz.
Está en un acuario y tiembla de frío y miedo.
Se puede observar con total nitidez el cuerpo infantil luchando por mantenerse a flote. Tan nítido como los dos tiburones que suben hacia él hambrientos. Dos tiburones tan grandes que el público cercano al escenario se levanta ante la proximidad de esas dos bestias que parecen poder reventar las paredes de vidrio.
El niño ni siquiera los ve cuando lo parten en tres trozos: el brazo izquierdo se lo lleva el tiburón de la aleta de punta rota. La cabeza y los hombros se los lleva de un solo bocado el tiburón de la cicatriz en el vientre.
El resto del cuerpo se hunde perezosamente hasta perderse en la profundidad.
Y el agua se tiñe de rojo.
El público se levanta de sus butacas para dar una fuerte ovación. Hay silbidos y “bravos” en todos los idiomas.
Los hemisferios del escenario se cierran y la luz del acuario se apaga.
El maestro de ceremonias aparece en el escenario, un foco lo resalta.
-Damas y caballeros, acaban de ver la actuación y muerte del pequeño She Tukei Simo. De Tianjin, China. Cinco años. Su coste: ochocientos cincuenta euros. Sus padres ya esperan otro bebé que nos venderán cuando haya pasado el periodo de lactancia. Recuerden su nombre: Liu Tukei Simo. Estamos seguros de que será tan buen acróbata como su hermano.
El público aplaude.
-Y durante el tiempo que dura la preparación del próximo número, les ofreceremos nuestro habitual refrigerio.
De las puertas laterales de la platea, salen mujeres desnudas con bandejas que se sujetan con una cinta al cuello, en ellas llevan un amplio surtido de drogas, habanos y cigarros. Luego aparecen hombres desnudos con bandejas llenas de licores y canapés variados.
El presidente italiano mete los dedos en el ano de la camarera cuando esta se agacha hacia él para inyectarle una dosis de heroína en el cuello. El premio nobel de economía de hace dos años, aspira una raya de coca con su pene erecto fuera del pantalón.
Un obispo acaricia el pene del hombre que le sirve un vaso de Cardhu con hielo de un iceberg austral.
-Por lo que pagamos por la entrada de la actuación, deberíamos cenar caviar de beluga –comenta el banquero suizo a su colega ruso.
Y mientras la princesa de ese pequeño principado europeo abre sus piernas ante la boca del macho que le ha servido su Bloody Mary, yo me encuentro observando a toda esta caterva de millonarios y poderosos disfrutando de su exclusivo circo. Aquí, en un escondido teatro-búnker tallado lujosamente en las rocas al pie de los Alpes suizos.
Sé que cambiarían sus fortunas, todas sus posesiones y su poder por ser como yo: invisible.
No siento nada de admiración por ellos, no siento envidia, no siento el más mínimo respeto. Ni siquiera me dan asco. Sólo son inferiores. Sólo son juguetes que romper.
Hay un pequeño departamento adyacente a este, donde los hijos de estos magnates pueden disfrutar de un espectáculo más suave. Disponen sala de juegos de realidad virtual y todas las putas golosinas del mundo. Están tan bien cuidados, que odian ver aparecer a sus padres.
Y a sus padres les importa una mierda que sus hijos los quieran o no.
He violado a la hija de catorce años de un fabricante de armas italiano en la sala oscura del juego de realidad virtual los Sims. Su ano ha quedado tan destrozado que cuando intenten operarlo, no sabrán distinguirlo del intestino grueso.
Ha llorado infinito y su boca ya conoce el sabor de un pene sucio. No la he matado porque posiblemente la usaré en otras ocasiones.
Sus braguitas de algodón estampadas con Hello Kitty, están colgando del pomo de la puerta. Una de las cuidadoras, al ver la prenda y entrar en la sala, grita algo en alemán con un cerrado acento austríaco. Parece la mismísima puta Eva Braun hablando.
Las quince cuidadoras están muy jodidas, porque no hay forma humana de que en este antro de seguridad absoluta e inviolable, pueda ocurrir algo así a menos que lo hayan hecho ellas.
Las otras catorce la matan allí mismo, destrozándole la cabeza con botellas de vidrio de agua mineral. Si hay una culpable y ha sido castigada, no habrá más investigaciones.
La sangre se extiende por el suelo alfombrado con pura lana virgen. El cerebro blanco y ensangrentado, ha salido del cráneo y parte de él se encuentra bajo la cara de la muerta.
Los hijos de los millonarios y poderosos no pueden sufrir este tipo de abusos.
Antes de salir he pasado por la nursería y he metido a un pequeño bebé que dormía en la cunita bajo el grifo del agua fría aprovechando la confusión. Su piel se ha tornado azul rápidamente. Su pulsera indica que es hijo de un matrimonio de actores famosos en Hollywood.
A mí me importa una mierda el séptimo arte. Yo soy el único arte.
Y aquí, paseando entre todos estos idiotas, me siento bien.
Me siento a gusto, porque es como conseguir un sueño. Medirse con lo más rico, con lo más importante del planeta y salir victorioso. Ser admirado por los más admirados y temidos. Definitivamente, si no soy dios, debería serlo.
Llegué aquí primero con el avión privado de un narcotraficante español, gallego para ser más concreto. No sabía adonde iba, sólo vi en el aeropuerto a ese tipo de avanzada edad que llevaba del brazo a una mujer demasiado joven y bella como para ser su mujer. Su coño olía a puta en dos kilómetros a la redonda. Y el capo gallego olía a cerdo inculto desde más lejos aún.
Es fácil para un hombre invisible meterse en cualquier lado. Lo difícil es contenerse y no dejarse descubrir antes de tiempo.
Así que en aquel avión particular, me senté en los asientos de la cola, que estaban libres y viajé cómodamente con el hermoso aliciente de la sorpresa, ya que en sus conversaciones no había conseguido captar hacia donde se dirigían.
Llegamos al aeropuerto de Suiza tras dos horas de vuelo; un helicóptero nos llevó hasta los pies de los Alpes. Un coche oruga nos recogió en el helipuerto para llevarnos directamente a las entrañas de ese selecto club horadado en las rocas.
Tras media hora de excesos, los degenerados poderosos atienden al escenario. Las camareras y camareros desaparecen por las disimuladas puertas laterales por donde salieron.
El maestro de ceremonias aparece en escena.
Yo estoy a su lado con toda mi invisibilidad hostil.
Tras el telón dos niñas van a bailar una complicada danza de espadas y se prevé que la niña ucraniana, corte la garganta de la gitana.
Si estoy aquí es para que algunas cosas no ocurran y otras sí. O sea, que se haga mi voluntad. Me gusta someter a los hombres y mujeres; si son poderosos, mejor aún.
Estos piojosos me la traen floja.
A una niña le falta la espada y está un poco preocupada. He visto como castigan a los pequeños cuando cometen errores.
Su espada parece flotar por encima de la cabeza del maestro de ceremonias porque la sostengo en mi mano. El público ríe y el idiota no acaba de entender por qué.
Ni siquiera, cuando lo decapito, consigue entender que está muerto.
El público aplaude enloquecido hasta que lanzo la cabeza a las primeras filas de butacas, la sangre que ensucia la ropa no gusta y menos aún si salpica la cara.
Ahora, mientras avanzo haciendo flotar la espada en el aire como una especie de número de parapsicología, los imbéciles mantienen un silencio sepulcral.
Con un rápido movimiento cerceno uno de los pezones de la yerna de la reina de Inglaterra. Ahora no solo no ríen, se sienten incómodos si a así se le puede llamar al miedo. No es algo a lo que estén habituados.
El impúdico escote se tiñe de rojo y nadie interrumpe los gritos de la aristocrática zorra. Los cerdos ya no esperan a que la espada elija otra víctima. Como una manada de torpes deficientes mentales se pisan los unos a los otros por llegar a las puertas de salida.
Tengo tiempo para clavar la espada en los pulmones de un octogenario de pelo blanco acompañado de una puta de dieciséis años que ya está saliendo del teatro.
El amor no es tan incondicional como dicen.
Cuando retiro la espada, salen burbujitas y espuma roja a través de la ropa que abriga la herida del viejo. Los pulmones siempre son un punto de dolor y ver a alguien morir ahogado en su sangre es un placer largo y satisfactorio. Lo recomiendo.
Y así es como las más influyentes mujeres y hombres del planeta, corren como ovejas asustadas hacia la salida sin acabar de avanzar con suficiente rapidez.
La anciana que sangra por los ojos porque ha sido pisoteada, tiene la dentadura torcida en su boca y se siente muy extraña cuando le meto profundamente mi pene y la ahogo con él. Eyacular en la boca de alguien que muere y que con su afán de respirar consigue masajear con gracia el glande, es otro placer que recomiendo encarecidamente.
Hay ricos con miembros rotos en los pasillos entre butacas. El personal de seguridad y sanitario los atiende. Otros reciben masajes cardíacos.
Me aburro…
Cuando salgo al vestíbulo hay gritos y se preguntan qué coño ha podido pasar para que haya ocurrido todo esto; el presidente de Venezuela cuenta cosas de espadas que vuelan y los encargados de seguridad lo escuchan con una sonrisa sarcástica.
Al abrir la puerta de vidrio, unas gotas de sangre en mis manos, en mi cara y en el pecho es lo único que se refleja de mí. Es muy extraño ver flotar sangre.
Es una noche oscura y fría, el cielo está encapotado y no se ven las estrellas. Por una discreta salida lateral del teatro los pequeños niños artistas son conducidos a un microbús blanco que dice ser El Circo Mágico de los Alpes. Un niño indio llora en su asiento, y la gitana y la ucraniana esperan su turno para subir cogidas de la mano.
No hay finales felices. Hay demasiados poderosos para que los finales felices existan. Al menos vivirán unas semanas más.
Un emir árabe se acerca al microbús, una hombrera de su costosa chaqueta está desgarrada. Se dirige al sujeto que tiene la lista en las manos y habla a su oído.
El encargado de los artistas asiente y abultado fajo de euros.
El emir coge de la mano a la gitana y ésta se resiste a ir con él. El emir la arrastra y la ucraniana la ve marchar con su mano extendida, enfriándose rápidamente sin la mano amiga.
Tomo un pie de metal de las cintas de seguridad que forman el pasillo del teatro al vehículo y cuando la extraña pareja entra de nuevo por la puerta lateral del teatro, lo clavo con fuerza en el ano del emir. No penetra, no ha tenido esa suerte; pero ha caído al suelo. La gitana no comprende nada, la niña observa hipnotizada como le pulverizo la cabeza hasta que sus jodidos sesos asoman como una sucia esponja por entre el cráneo roto. La gitana corre de nuevo hacia el microbús en busca de su amiga.
No hay finales felices, sólo pequeños momentos de justicia.
Y ahora voy a meterle mi invisible polla a la madura Madona, que la he visto cojear con los ojos sucios de rimel y la blusa rota hacia el lavabo.
Es igual que sean ricos o no, que sean poderosos o esclavos. La idiotez no sabe de clases sociales.
Yo sí que tengo finales felices.



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18 de febrero de 2011

Malo, muy malo



Soy malo, nací con un rencor enquistado en el alma que crea tumores en carne, huesos y sangre.
Yo sé que es verdad eso que dicen: que un mal estado de ánimo crea cánceres y enfermedades. Soy cáncer e infección porque soy malo.
He de puntualizarlo porque los hay que se vuelven mala gente con la enfermedad. Yo nací malo, muy malo.
Mi sangre es de un blanco leucémico, tan enferma, que se pudren las agujas que clavan en mis venas.
Algunos doctores no quieren curarme porque dicen que no me lo merezco. Las enfermeras tienen miedo de tanta insania.
Y ambos temen mi odio.
Tengo un brazo podrido que se cae a trozos, que pica la piel y el muñón sangra por la acción liberadora de mis uñas.
Ni la proximidad de la muerte puede hacerme mejor, más humano, más agradable.
Los años pasan y la podredumbre en la médula de mis huesos crece y se hacen ramas duras, óseas que se clavan como raíces en mis músculos odiadores. Y el dolor es enloquecedor.
No me canso de odiar y despreciar este infecto planeta en el que estoy prisionero.
Hubo un hijo, tal vez fuera mío. No estoy seguro porque mi semen es pus clara desde hace mucho tiempo. Ya no recuerdo desde cuando.
¿Me di cuenta en mi primera paja?
Creí amarlo; pero cuando me di cuenta de mi sangre blanca infectada y enferma, supe que no podía haber ningún tipo de cariño en mí.
Toca morir y la puta hora no llega nunca.
Y mientras pasa el tiempo, pateo caras de vagabundos en las noches, o disparo en cuerpos que no sé si son de hombre o mujer.
No hay motivo alguno, no hay móvil.
Por eso sigo libre, si se le puede llamar libertad a vivir en este planeta lleno de cosas desagradables y vulgares.
Me duelen los huesos y la piel es pura comezón.
Se me ha caído el antebrazo y el muñón ahora es rosado, no está curtido como el de la muñeca y duele solo rozarlo con la mirada. Dicen que es lepra del odio, que es lepra de la desesperación.
Debería animarme, pensar en positivo. “Un ánimo positivo y optimista es el cincuenta por ciento de la curación de un paciente”, dice el doctor.
Sólo el descuartizamiento de un cuerpo me alivia, descarga adrenalina. Una adrenalina que debe estar tan podrida como el semen que producen mis testículos.
Mi pene es oscuro, porque la sangre lo llena pero no retorna. Me masturbo como terapia para provocar la circulación sanguínea y así un día no encontrarlo entre las sábanas suelto y muerto como una morcilla de arroz y sangre de cerdo cocida.
Me queda una sola mano y dos pies para seguir matando.
Y por lo visto; poco tiempo de vida también.
Pero poco tiempo es una eternidad aquí.
Yo le digo a los médicos que se metan en el culo sus consejos, su superchería y psicología barata. Su cordialidad de mierda también. Yo solo quiero irme de aquí.
Tal vez el suicidio…
No… A pesar de este dolor, de esta vida agónica, amo el odio que me hace fuerte e indestructible. Aunque emboce el inodoro cuando defeco mis propias vísceras tumorales.
Odiar es más fuerte que amar. Y es más fácil.
Un hombre con la tez clara, barba y pelo castaños; que viste túnica y sus ojos verdes radian paz me ha dicho antes de acuchillarlo:
-Muero por ti, hermano. Mi Santo Padre te acogerá en el cielo, no te guardo rencor.
-No puedes guardarme rencor, iluminado de mierda.
Le he cortado el cuello y se ha volatilizado en el aire como si fuera humo. Creo que mi cerebro también se está pudriendo.
Ni Cristo me redime de mi maldad.
Y aunque me sangren las encías y se me desarrolle un cáncer linfático, despertaré con la mirada torva, mirando con asco el nuevo amanecer, sintiéndome enfermo con el calor de la nueva luz. Odiando la realidad que me arranca de sueños donde soy libre.
Soy malo, soy tan malo que el cáncer no tiene fuerza para matarme completamente.
El imbécil saber popular, por una vez tiene razón: mala hierba nunca muere.
La buena si muere. Y sangra, y se trocea, se quema, se tirotea…


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16 de febrero de 2011

Voladores



Todos vamos hacia la muerte, sólo que unos creen que lo hacen volando, con elegancia y carisma. Todos quieren volar.
Y todos se arrastran.
Arrastran sus cojones y sus coños por el suelo. Y a pesar de la abrasión, imaginan que vuelan.
Yo soy consciente de que voy al final de mis días arrastrándome como un gusano. No hay vuelo libre, no hay alturas liberadoras ni ingravidez. Soy un gusano que se despelleja arrastrando sus miserias por el suelo.
Ellos, los otros, vosotros… Se reflejan en un extraño espejo que les hace ver alas en sus lomos. Les hace creer en cosas de elegancia y exclusividad.
¿Qué tipo de droga o insania les hace creer que son libres, que tienen alas y libertad?
Porque sus pieles están manchadas de esputos y mierda. Como la mía. Pero yo sé cosas, yo siento que algo no va bien.
Están podridos. Sus cerebros están demasiado maduros y los pájaros picotean en ellos sacando trocitos de podredumbre. Y piensan que son colibrís libando un dulce néctar.
No viste túnicas de ángel, no tienen su piel blanca.
Tontos del culo.
Reptan patosos, con cólicos en el vientre dejando un rastro líquido y oscuro de si mismos. Sus genitales se han llenado de tierra y no es una terapia voluntaria. Es un barro cenagoso y maloliente que sus narices engañadas creen que es agua de rosas.
Mierda.
Sus hijos tampoco tienen alas ni fueron paridos en el cielo. Cayeron de entre sus piernas a una tierra sucia y caliente. Infecciosa.
No estaban envueltos entre plumas de seda. Era sangre y grasa.
Volar… Solo vuelan cuando una carga explosiva estalla a sus pies o cuando caen por un desfiladero.
Solo se vuela cuando te van a matar, porque la mente quiere escapar del dolor y el miedo. No es volar, es huir. Que nadie se confunda. Que ningún poeta cobarde os engañe.
Los humanos son babosas con mocos demasiado densos como para despegar del suelo y evitar pasar por una rama llena de espinas.
Ni siquiera sus cochinos sueños pueden volar; sus sueños e ideales son plomo en el agua. En su materia gris poco inteligente.
Al carajo aves de mal agüero que creéis volar.
Desgraciados.
Me cago en la hostia puta.
Si alguna vez llegarais a volar, vuestra imagen sería repugnante recortados contra el sucio cielo del planeta, de este planeta.
Vuestros genitales… Me da asco imaginaros cagando desde las alturas. Porque aunque os creáis seres alados, cagáis, escupís y vomitáis como cualquier marrano.
Que os jodan, si volarais, sería cazador.






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8 de febrero de 2011

666 y los perros sucios



Perros sucios, perros comidos por las pulgas.
Los hay de dos y cuatro patas.
Animales que un día se sentirán tan hambrientos que morderán cualquier cosa para arrancar un pedazo y comer.
Los neumáticos son demasiado duros y las piedras parten los dientes.
Las latas cortan el paladar.
Y yo corto todos los tejidos primates y animales.
Mis queridos perros, mis hambrientos amigos. En la ciudad sólo pueden comer restos venenosos por la fermentación y carne humana.
Si es carne indefensa, mejor. Al fin y al cabo, deben ahorrar cuanta energía puedan.
Sois demasiado idiotas para pensar con claridad. Son obra vuestra, de vuestra desidia, de vuestra incultura y desprecio. Animales abandonados de hambre alentada por vuestra idiotez.
El perro que ha devorado las extremidades del bebé, ahora menea la cola zalameramente a un grupo de obreros que desayunan en plena calle con los dedos sucios de alquitrán ya tatuado en la piel. Es un perro mediano, demasiado peludo para este clima, hace tiempo abandonado; tanto tiempo que ya nadie adivina que su pelaje era blanco puro. Sus ojos grises son sólo un poco más oscuros que su pelo.
Uno de los primates toma un cascote y acierta en la cabeza del animal que aún tiene el hocico ensangrentado de pura sangre de bebé mono, de cría de primate.
Se ríe y ríe el grupo de monos que son sus compañeros escupiendo trozos de comida.
El perro huye profiriendo gemidos. Se aleja sangrando. Ha perdido un ojo, el globo ocular se vacía poco a poco dejando una legaña de dolor y un brillo de aceite en el pelaje de su hocico.
Los perros se lamentan solo lo necesario.
Si pierden un ojo o una pata, aúllan el primer momento, más de sorpresa que de dolor, para luego seguir buscando comida. O bien para morir en paz.
Es entonces cuando buscan un lugar oculto, como si hubieran aprendido demasiado tarde que hay que alejarse de los primates.
O tal vez sean vergonzosos a la hora de morir. Cuando mueres, ocurre como cuando duermes, nunca sabes cuando se te cae la baba. Además, cuando mueres se vacía el cuerpo de toda clase de materias y fluidos y la imagen que uno deja no puede ser la mejor para ser recordado. Esto solo vale para los perros de dos patas, a los de cuatro patas les importa poco su puta imagen.
Si fuera primate, es decir, si el perro pudiera entender la vida como uno de vosotros, posiblemente hubiera vuelto al patio abierto de aquella de casa donde devoró al bebé y pediría al dueño de la casa algunas sobras de comida, que bien podrían ser el resto del cuerpo del rollizo bebé cuya carne huele y sabe aún a leche.
Pero el perro intenta acostumbrarse a su nueva visión con un solo ojo.
No se lo voy a permitir.
Alguien, algún primate no sabría si sentir pena por el perro. Los hay que sentirían más dolor por el sufrimiento del perro que por la muerte del bebé.
Y odiaríais al obrero. Comprenderíais que el perro no tiene culpa alguna de lo que ha hecho. Es entonces cuando interesa conocer la opinión de los padres del bebé devorado al respecto del sufrimiento del perro.
Ellos, a pesar de haber dejado al bebé solo tanto tiempo como para que lo pudiera devorar un perro en su sucio jardín de entrada, cerrado con una puerta rota de madera a modo de verja que cae con una patada; no se sentirán especialmente responsables.
Son pobres, aún así, la pobreza no aporta estupidez, sólo falta de cultura. Porque la cultura se compra, el sentido común y la responsabilidad va metida en el cerebro si se tiene.
Dijéramos que la cuestión de la responsabilidad es algo instintivo.
Para empezar voy a hacer lo más fácil y lo que menos me gusta: matar a la perro.
Se encuentra bajo una camioneta, tirado en un charco de aceite ennegrecido. Lo bueno de los perros abandonados es que no requieren demasiado lujo para morir.
Chasco los dedos y cuando se acerca a mí temblando a pesar del implacable sol que nos arranca vapor de la piel y cocina el alma, le abro la boca y le desgarro la mandíbula inferior, y la lanzo lejos de mí. Lo dejo caer al suelo retorciéndose de dolor y miro con calma y sosiego como muere lentamente. Unos segundos antes de que muera, le aplasta la cabeza con el pie, con una patada vertical deseando aplastar los pulmones de Dios.
Estas historias de pobreza, muerte, estupidez, perros y primates no tienen arreglo. La forma de actuar es eliminar todos los factores que son o han formado parte de la historia concreta; para evitar que se pudiera extender más el despropósito.
No soy paciente. Y vosotros sois dados a la pereza y dejáis que estas inmundicias de la vida, ocurran como algo inevitable o con cierto actitud fatalista.
No soy como vuestros dioses homosexuales que pretenden arreglarlo todo con el paso del tiempo.
Si queda algo con vida, algo que haya intervenido en esta historia; no acabaría jamás. Siempre hay alguien que abre la boca cuando la bola de mierda vuela por el aire.
Y me aburre lo que dura demasiado.
La Dama Oscura tampoco espera, es más impaciente que yo.
Viste una camiseta blanca de tirantes tan ajustada que sus oscuros pezones se transparentan a través de la tela. Sus jeans negros y ajustados montan encima de unos tremendos tacones que la obligan a caminar con un espectacular movimiento de sus musculosos glúteos.
Cuando la penetro por el culo, esas hermosas nalgas se separan en dos perfectas mitades como Dios separó el Mar Rojo para que el timorato de Moisés huyera de Egipto con sus cobardes y serviles hebreos. Mi semen brota por su ano, rezuma entre mi bálano y su esfínter como una crema que brota lenta para ganar en caudal. Y entonces todo es suavidad y mis cojones hacen tope y me duelen como me duelen las uñas que ella clava en mis antebrazos hasta hacerme sangrar.
La Dama Oscura sabe mover el culo para que los primates sientan deseos de penetrarlo, deseos que rayan el paroxismo. Ella convierte a un sacerdote en un violador en menos tiempo de lo que tardo en arrancarle las alas a un ángel.
Cuando un primate apenas ha llegado a presionar con su glande el esfínter de la Dama Oscura, se puede decir que ya está muerto. Su culo es mío, su coño también. Sólo mi falo sagrado entra en ella. Y ella así lo quiere.
Apenas unos minutos caminando por la estrecha acera repleta de puestos de tacos, burritos y jugos, llegamos al cruce donde los obreros están levantando el asfalto, donde el perro recibió la pedrada. Donde el obrero más macho y más valiente con los animales, marcó su intervención idiota en esta historia anodina de muerte y estupidez.
La Dama Oscura cruza la calle para pasar ante ellos, yo me mantengo a distancia y adopto una actitud de primate mediocre al que nadie mira.
El obrero deja de coger paladas de trozos de asfalto para admirar el culo ajustado.
-¡Ay mamacita! Ven, te voy a aflojar ese culo tan duro.
La Dama Oscura clava sus dos esferas de ébano en los pardos y sudorosos ojos del obrero y se acerca a él.
El pantalón la ciñe tanto que marca su coño. No lleva bragas y la costura se hunde en la raja que tanto he lamido. Una impúdica mancha de fluido puede apreciarse en la negra tela que se hunde entre sus muslos.
Me pregunto de donde saca tanto fluido sin llegar a deshidratarse.
-¿De verdad la tienes tan dura como para partirme el culo, cabrón?
Cogiéndola por la muñeca y retorciéndosela, el primate la atrae hacia su rostro, y ella no puede evitar hacer un mohín de desagrado al oler su aliento.
-Vamos a la bodega güerita, pa´que veas lo que es un macho.
El barracón donde se cambian de ropa los obreros es un espacio que comparte un inodoro infecto, una cocina llena de cucarachas y toda la ropa maloliente de seis primates que no valen ni su peso como abono.
El primate casi la arrastra y yo muerdo mis labios hasta que sangran para evitar ir a por él y arrancarle la cabeza ante todo el mundo y luego, comerme su lengua.
La Dama Oscura se deja arrastrar y un tirante se rompe, la areola del pezón asoma por la tela provocando hambre y sed en los primates que prestan atención a su compañero.
La Dama Oscura se desabrocha el pantalón y se lo baja, se apoya contra la pila del lavabo con las piernas abiertas y espera.
-¡Vamos, cabrón! Si te comportas como un hombre te doy veinte pesos, para unos cigarrillos.
El primate monta en ira y se baja apresuradamente los pantalones, su pene es mucho más pequeño de lo que él piensa.
Apenas roza la nalgas de la Dama Oscura, ella saca de entre sus muslos una pequeña cuchilla de afeitar sujeta con esparadrapo.
Con un rápido movimiento corta el escroto y los testículos de color marfil salpicados de sangre, se descuelgan y no caen al suelo porque están suspendidos de los conductos seminales.
El primate se mira los testículos y los sujeta con las manos gritando.
Ella cierra la puerta con el pasador para que nadie entre, con el pantalón por los tobillos, se mueve segura, sin prisas. Dejando ver su maravilloso pubis rasurado y brillante. Los labios de su vagina están hinchados de deseo. La excita tanto matar…
Yo fumo un cigarro e intento calmar mi sed de mutilar, torturar, masacrar, aniquilar. Una turista con minifalda se ha parado delante de mí para hablar por teléfono, e invado su mente mientras aspiro el humo de mi cigarro. Cuando deslizo mis dedos en su tanga y acaricio su clítoris ante toda la gente que pasea, deja de hablar por teléfono y cierra los ojos en un éxtasis. Moja mis dedos, pellizco su clítoris con una presión constante y ella cierra los muslos con fuerza aprisionando mis dedos. Su piel suda y sus ojos dejan ver un brillo de terror, su coño ya no le pertenece, ni su sistema nervioso. Está sola y aislada dentro de si misma mientras la violo delante de todos.
La Dama Oscura ha cortado los ojos del primate, los compañeros golpean la puerta al oír sus gritos. El primate llora su propio líquido ocular, como el perro. Otro corte más en la comisura del labio y corta el malar hasta el oído. La mejilla le cuelga en dos largos filetes de carne que dejan ver su dentadura.
Sangra por tantas partes que no morirá de infección.
Grita como un animal, como el perro al que le reventó el ojo.
Dios ha enviado dos ángeles que nadie ve. Uno lleva en una mano la quijada del perro en la otra, al perro entero. Dios es idiota, qué coño querrá hacer con el perro.
Los ángeles sudan como suda la puta a la que estoy metiendo los dedos. Siento como se contrae su vagina en un intenso orgasmo. Todo el que pasa mira fascinado, nadie se atreve a decir una sola palabra. Una lágrima suya se escapa de mi control y cae por su mejilla.
El clítoris lanza ráfagas de placer y dolor. Su teléfono ha caído al suelo haciéndose añicos y por sus muslos bajan dos finos ríos de sangre.
Los obreros están golpeando con mazos la puerta del barracón, cuando la Dama Oscura abre la puerta y la sangre que cubre su camiseta también oculta ahora sus pezones.
El primate está sentado en el sucio inodoro y su garganta está abierta verticalmente, desde la papada, hasta la clavícula. La Dama Oscura la ha llenado de tornillos y clavos. El resultado es espectacular. Los primates, dejan que salga sin decir palabra, mirando su cuerpo y la sangre que la baña.
Observando con horror su compañero, se santiguan. El ángel, se mueve invisible entre ellos y le cae una pluma de tristeza. Mi Dama Oscura le acaricia su estéril y vacía entrepierna con obscenidad. El querubín gira su cabeza a la derecha mirando al suelo con vergüenza.
El ángel que tiene en sus manos los trozos de perro, simplemente mueve los labios salmodiando algo ininteligible mientras sus pies se bañan con la sangre del perro.
He dejado de presionar la mente de la turista y ahora llora llevándose las manos al coño, llora avergonzada. Se ha hecho un ovillo a mis pies y las braguitas blancas están manchadas de sangre en la zona del pubis. Me temo que he presionado demasiado fuerte el clítoris. Que de gracias la mona de que no se lo he arrancado.
Un hombre se acerca y me mira con una interrogación, pidiendo permiso para ayudarla, a mí me suda la polla y paso por encima de la primate turista para encontrarme con mi Dama Oscura.
Queda trabajo aún.
Mi Dama me recibe metiendo la mano en mi pantalón, allí dentro tira de mi prepucio para descubrir mi sensible glande y yo siento deseos de arrancarle los labios de puro deseo.
Se ha descalzado, ya no quiere tacones, no quiere parecer sexual. Ahora es simplemente una bestia sedienta de más dolor ajeno. Yo me limito a aplastar su pezón izquierdo hasta que lanza un gemido de dolor con sus ojos pidiéndome más.
Soy Dios y sé que dos cuadras al este, se encuentra la casa del bebé devorado. Vosotros no lo sentís; pero la muerte deja autopistas de efluvios para los seres superiores. Y aunque sea dios, no me recéis, vuestro sufrimiento y dolor es el motor de mi existencia. Y joder a vuestro blanco dios, también.
Las calles están salpicadas de comercios de todo tipo. El olor de las especiadas comidas mexicanas es una constante junto con el ruido de los coches, el ruido de los primates, el ruido de las casas. Todo es ruido y sol que cae plano como una plancha.
La gente nos observa con desconfianza y procuran no cruzar la mirada con la nuestra.
La sangre que empapa la camiseta de la Dama Oscura se ha endurecido y huele mal. Mis dedos huelen a orina y fluido sexual de la turista. En las cutículas de mis uñas hay sangre.
Los ángeles nos siguen silenciosos y a prudente distancia. Esto se debe a que me encuentro en una región del planeta muy religiosa y Dios el melifluo cuida de sus clientes. Bueno, no es que los cuide, simplemente tiene que hacerse notar por un exceso de vanidad que no tiene motivo alguno.
-¿Qué vas a hacer?- me pregunta Dios.
-Matarlos a todos –respondo para mis adentros. Nunca le respondo directamente, no le hablo. Me pone enfermo.
-En esa familia ha habido ya mucho dolor déjalos. Mis ángeles te lo piden. Escúchalos.
No los escucho, el canto de los ángeles es como el ruido del planeta, al que te has acostumbrado como algo inevitable. Las voces de esos alados castrados me produce el mismo efecto que el ruido de un motor: ni siquiera soy consciente de que hace ruido.
El hedor a muerte y desesperación en esta casa a medio acabar es tan fuerte que se me descuelga un hilo de saliva desde mis labios. La Dama Oscura presiente mi excitación y se acaricia impúdica el sexo ante mí y el llanto de los primates.
En el patio de entrada, lleno de desperdicios aún está la vieja y cochambrosa cuna llena de sangre. Desde la puerta abierta de la casa llegan lamentaciones y gritos furiosos de un hombre. Golpes.
Mi Dama Oscura avanza hacia la casa y yo escupo en la cuna tras ella. El plástico se derrite y mi Desert Eagle .357 pesa llena de munición. El puñal que llevo enterrado en la carne de mis omoplatos parece calentarse como en una fragua.
-¡Qué poca madre! ¡Hija de la chingada! ¡Te olvidaste del Luisito hasta que se lo tragó un pinche perro! ¬–grita el mirado al tiempo que le da un golpe en la cara a la sucia primate con una sartén llena de aceite.
Un viejo tiene el cadáver del niño en los brazos, está ausente y lo mece como si el monito durmiera.
Le pego directamente un tiro en la cara y media mandíbula aparece en la fregadera de la cocina. Otro tiro más en el pecho del bebé muerto lo convierte en una hamburguesa.
El padre y marido se gira hacia a mí sorprendido mientras la mujer grita.
La Dama Oscura la agarra por los cabellos pringosos de aceite y sangre.
No tienen ni clase para hacerse daño. Con una sartén sucia…
Es que no merecen respirar más tiempo.
-¿Tú dónde estabas, primate? ¿Dónde estabas cuando tu puta hacía la comida y limpiaba tu mierda pegada al inodoro? –le pregunto sabiendo que no habrá respuesta.
Su aliento huele a cerveza rancia.
He guardado la pistola y la punta de mi ensangrentado puñal está ahora en una de sus fosas nasales. No mueve ni una pestaña el muy borracho.
La mujer grita cuando la Dama Oscura saca su navaja de afeitar y le hace una cesárea completamente innecesaria.
Ha cogido el cadáver de su hijo y se lo ha metido con más o menos habilidad donde debería estar el útero.
-No tendrías que haber parido, primate. Ahora toca “desparir” –le dice con una tranquilidad pasmosa mientras la sangre salta por todas partes.
Al primate le corto la fosa nasal y da un berrido, como el de los cerdos en la matanza y creo que con ello, se le evapora todo el alcohol en sangre.
Entran dos niños corriendo en la casa. No lo pienso un segundo y disparo cuatro veces. A la niña de seis años le desaparecen las trenzas que salen volando junto con el trozo de cráneo que las sostiene y el otro tiro entre las piernecitas la convierte en una muñeca rota.
Al niño, un poco más mayor, la bala le sale partiéndole la columna vertebral y la otra bala que entra por un ojo, no sale. Se queda dentro.
-¿Te quedan más crías aún?
No me responde el marido.
La Dama Oscura está cosiendo el vientre de la madre, que ya no se mueve, aunque respira.
Todo ocurre demasiado rápido para la mente de un primate. Invado su mente y la policía no sabe nada, el muy borracho ni siquiera ha dado el parte de lo que ha sucedido.
La policía tiene suerte, ahora podrían estar muertos.
Lo agarro por la nuca y hago que su boca se estrelle contra el lavadero de cemento.
Sus dientes se parten, con un ruido que me llega a molestar. Levanto su cabeza de nuevo y la vuelvo a golpear en el mismo sitio. Ahora su mandíbula se ha desencajado.
Los ángeles cogen pedazos de niños primates, todos los que pueden y sus salmodias parecen gritos.
-¡Callaos de una puta vez o os arrancaré las alas y con ellas la piel de vuestro lomo, idiotas! –callan y noto a Dios suspirar inquieto.
Cuando la gente sepa lo que ha ocurrido en esta choza de mierda y no encuentren un culpable, ni siquiera la forma en la que ha ocurrido, Dios va a tener mucha tarea.
Le amputo los dedos de las dos manos, no le duele demasiado. Todo el dolor se concentra en su boca. La aleta cortada de la nariz se agita con cada inspiración. El moreno primate no sabía lo que era el dolor hasta ahora. Lo sé porque se ha cagado y se ha meado.
La Dama Oscura ahora está cosiendo el coño de la mona, que apenas se agita. Le ha descoyuntado las ingles para que sus piernas se mantengan abiertas. La mona menstrua, lo que hace la tarea de sutura, algo más sucia y maloliente de lo habitual. Cosa que a mi Dama Oscura le importa poco.
Cuando ha acabado el trabajo, ya no queda vida en ese cuerpo.
Al mono borracho le he cortado los párpados y ahora lo estoy castrando. Los testículos los he dejado en un plato a medio acabar, junto a una memela roja de chicharrón y queso blanco.
Mi Dama Oscura abre con habilidad la navaja de afeitar, el mono está en el suelo sujetándose los genitales mutilados con sus manos mutiladas. ¿No es una cómica redundancia? Me río con una carcajada fuerte y atroz y el ruido del mundo ha callado por unos segundos.
Dios ha tragado saliva y a un ángel se le ha desprendido una pluma suavemente.
La Dama Oscura corta con precisión la bragueta de mi pantalón y saca mi falo. Con un cuidado que me hiela la sangre en las venas, acaricia mi glande empapado en humor sexual con el filo y cuando se lleva a la boca mi pijo, mi leche se derrama en su boca y corre por el escote diluyendo la sangre de su camiseta.
Tenso la piel de la polla para que el glande asome en toda su magnitud y que me lo limpie bien.
Y lo hace con tal maña que mis cojones se contraen en un orgasmo furioso y pisoteo la cara del primate con ira.
Aún se desprende una gota de semen de mi pene, cuando la Dama Oscura ha cercenado el glande del primate. Justo el glande. Porque el machote primate, cada vez que mee, recordará que ahora su polla es solamente la cloaca de su cuerpo. Que su estirpe muere con él. Que su estupidez no tendrá descendientes.
Y no podrá ni borracho, alardear de lo muy hombre que es.
El glande se suma al plato de testículos y memela para que cuando vengan los policías y forenses, se pregunten como coño ha podido ocurrir esto a plena luz del día y en tan poco tiempo.
La obligo a sentarse en la mesa, con las piernas abiertas. Con mi puñal rajo su pantalón, para acceder a su vagina, que inmediatamente me empapa los dedos.
El primate gime desesperado, vaciándose de sangre. No se vaciará hasta morir. Tendrá una larga vida. Y además, le hemos infectado con sífilis. Durante toda su vida deseará haber muerto.
Cojo el glande amputado y acaricio con él el clítoris duro de mi Dama.
-Quiero el tuyo, mi Dios.
-Primero quiero ver tu coño lleno de esto.
Cuando se lo introduzco, ella vomita de asco. Es alérgica a los primates, como yo. Sólo que yo no soy tan humano como ella. No soy humano.
Me gusta decirlo con vanidad.
El vómito decora con otro nuevo color su playera y ahora sí que el hedor a muerte y podredumbre en este rincón del mundo alcanza las más altas cotas de perversión.
Los ángeles cantan un aria silenciosa en el patio, porque se sienten ofendidos ante nuestra lujuria.
Dejo el glande de nuevo en el plato y cuando la penetro sin cuidado, su útero se contrae y aprisiona mi pijo con fuerza; pero resbala porque aún está manchado de cremoso semen. Cuando bombeo cuatro veces más con fuerza en ella, sus pezones se contraen hasta el dolor y abre su boca en un orgasmo jadeante. Yo le escupo más semen dentro y le clavo las uñas en las areolas de los pezones hasta que sangran.
Ella se pone en pie aún temblorosa y pasando cada pie a un lado de la cabeza del primate, se acuclilla un poco para que su vagina se abra y gotee mi semen en la boca del primate.
Con el mejor de mis acentos mexicanos, llamo a la policía dando la dirección de esta choza de mierda: - Oiga, mande una ambulancia a la Vicente Guerrero porque les acaban de partir la madre a unos vecinos.
-Deme su nombre y dirección.
-¡No mames pendeja! Chíngale o te rompo tu puta madre también.
Es ella quien corta la comunicación. Cuando me lo propongo, el viento retrocede con miedo ante mí.
Soy un puto Dios, no me cansaré de repetirlo.
-Vamos, mi Dama. Es hora de volver a nuestra húmeda y oscura cueva.
Ella me coge por la cintura y me besa la boca. Mi lengua se hace bífida y abarca la suya. Ella gime.
Ya os contaré más cosas, más secretos.
Que la muerte sea con vosotros.
Siempre sangriento: 666



Iconoclasta
Edición y revisión por Aragggón.
201102071919 (Puebla, México).

31 de enero de 2011

El hombre pene



Jesús Gris Marengo nació en 1970, un nacimiento tan vulgar y tan celebrado como lo son todos; hasta el desmesurado tamaño de su pene, lejos de ser considerado por los padres y la familia como una tara, se tenía por una gracia añadida, algo con lo que bromear.
Durante su primer año de vida todo fue de lo más normal, incluso sus padres se sentían un tanto orgullosos por lo bien dotado que estaba su hijo.
Cuando Pepi llevaba a Jesús a las revisiones médicas periódicas, el pediatra le restaba importancia al desproporcionado tamaño del pene, pronosticaba que a medida que fuera creciendo, el pene lo haría más lentamente, se trata de un órgano que no se ve afectado por el crecimiento óseo y no era de prever que se desarrollara a la par que el resto del organismo, habían historias clínicas que respaldaban su opinión. En definitiva, Jesús crecería y su pene seguiría siendo grande, pero no destacaría con la desproporción con la que lo hacía ahora.
Y mientras crecía, el pene, contra todo pronóstico, seguía un crecimiento más rápido y potente.
Al año y medio a su madre le compungía bañarlo, era una obscenidad aquel pene pueril, largo y laxo en el bebé. Evitaba tocarlo, ni siquiera para limpiarlo. Era más de lo que la madre podía soportar. Dejó de ser el “pequeño biendotado” de la familia y los chascarrillos dieron paso a la incomodidad y al reparo.
A un silencio caníbal de sonrisas y cariños.
Los abuelos decían que debían hacer algo con “aquello” que no era normal, que algún tratamiento debía haber.
Su padre lo bañaba y le cambiaba los pañales ante la negativa de la madre a rozar o mirar aquel miembro. Mamá sólo lo cogía en sus brazos cuando estaba vestido.
Y como todo humano que se precie de serlo, siendo bebé llegó a percibir como una tensión extraña que se centraba en el vientre y que le hacía llorar, era el rechazo de su madre.
Creció con vergüenza y sabiendo que era algo repugnante para su madre. Incluso su padre a pesar de que lo disimulaba, sentía asco.
Ismael, su padre, jamás sintió asco por su hijo.
Eran los ojos de su madre desviando la mirada al suelo cuando estaba en la bañera jugando con su padre, lo que marcó su visión de la realidad.
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Se está masturbando con las dos manos, clava las uñas y hiere la tenue piel del bálano, lo castiga, lo estrangula. Quiere que el dolor borre recuerdos, culpabilidades por haber nacido con esa repugnante cosa entre las piernas.
Busca el placer, quiere el gran placer que le ofrece su propia monstruosidad.
En el televisor aparecen las imágenes de una película pornográfica; una mujer se masturba con un consolador que parece perforar su coño con golpes mecánicos, como un martillo neumático le agita el vientre mientras gime con los puños cerrados y la espalda arqueada por un placer intenso.
Jesús se concentra en esa imagen e inclinando brevemente la cabeza, lame su glande, primero dulcemente. Los recuerdos de una infancia incómoda y descorazonadora se diluyen como el humor sexual espeso y oloroso que se mezcla con la saliva. Y ahora succiona con sed, con fuerza. Los 55 cm. de pene, se endurecen más y el glande amoratado y embotado en sangre fuerza sus mandíbulas.
Las venas laten como si tuviera un repugnante corazón ahí metido, entre sus putos cojones.
El enorme consolador incrustado en el coño de la mujer se retuerce, en primerísimos planos, entre sus piernas como un enorme gusano azul; los gemidos de la actriz barren los ecos de las discusiones que mantenían sus padres por esa polla de mierda.
Una mujer aparece en escena y mueve un interruptor del mando del aparato que está incrustado en su amiga, le ha dado más velocidad. Jesús, se excita más y sus dientes rozan la tensa carne que tiene casi encajada en la boca.
El salón está en penumbra, sólo se desliza algún rayo de sol de mediodía entre las rendijas de la persiana bajada, siente vergüenza hasta de la luz; el reflejo del televisor baña su cara congestionada que lucha por poder mover la lengua en torno al meato, y dejarse llevar por un placer devastador y casi suicida.
Tiene 37 años y desde los 18 años vive solo.
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Creció sabiendo que era algo que tenía que ocultar, que su madre no quería verlo desnudo.
Su padre discutía con ella, a veces perdía los nervios.
― ¿Cómo es posible que puedas sentir asco de tu hijo? No lo entiendo Pepi, no lo entenderé jamás. Pero te juro que como vea a mi hijo triste, como Jesús llegue a padecer algún complejo o una depresión, me largo con él de casa y te quedas sola. O te vas con los idiotas de tus padres que ellos también sienten lo mismo. Ni lo cogen en brazos, animales… No quiero oír esa expresión tan tuya que sueltas en voz baja cada vez que ves a tu hijo desnudo “por Dios, que cosa más horrenda”. Mi hijo, tu hijo no tiene nada de horrendo.
― No lo puedo soportar, Isma, es superior a mí.
― Tú sí que me das asco. ― respondía a gritos Ismael.
Jesús creció oyendo estas discusiones demasiado a menudo, a pesar de que cerraban la puerta de su cuarto. El cantaba alguna canción infantil para no oírlos, para evitar los ecos de la vergüenza. No quería que ellos supieran que él lo entendía todo. No quería que supieran que lo herían.
Con 8 años, cada día cerraba el puño en el pene con la esperanza de que hubiera dejado de crecer, pero cada día sobresalía un poco más del puño. Y la mano dejó de abarcar su perímetro.
El pediatra desaconsejaba realizar cualquier intervención hasta que se hiciera adulto y cesara el crecimiento.
Por lo demás era un chico sano, inteligente como cualquier otro pudiera serlo; sin embargo, una sombra en sus ojos indicaba que no era del todo normal, que su mente estaba condicionada por su físico, por el asco y por la vergüenza.
Era esa maldita polla tan grande la que estaba poco a poco, condicionando su vida, su relación con sus padres y su entorno.
Parecía que el mundo hacia un corro enorme en torno a Jesús, lo mantenía a distancia. Y cada día el radio era mayor.
Para ir a la playa, ya de pequeño, tuvieron que comprarle bañadores anchos que disimularan ese miembro inocente pero enorme. Muy superior al de su padre cuando rondaba tan sólo los 10 años de edad.
En plena madurez sexual, su miembro acabó de desarrollarse por completo, el crecimiento cesó cuando llegó a medir 55 cm.
Tímidamente al principio, y con la explosión hormonal de su cuerpo, llegaron las masturbaciones. La primera vez, que sintió un orgasmo, se sintió feliz y libre. No todo era vergüenza y asco. No para él.
Y todo empeoró a partir de los 16 años.
La madre lloraba sola en la cocina muchos mediodías, y cuando Jesús llegaba del colegio no se molestaba en secarse las lágrimas.
― No te preocupes Jesús, ya verás como con una operación te curan. Te quitarán un trozo de “eso” que tienes ahí.
Acudió con su padre al médico para hablar sobre un posible acortamiento del pene. La angiografía de su miembro había descubierto que el pene era irrigado por una vena demasiado importante, la femoral se había ramificado en dos grandes ramas que llevaban la sangre a sus piernas y otra al pene. Bajo el vello del pubis, latía una vena gorda como un dedo.
Y la operación de acortamiento se descartó, eran tan importantes los vasos sanguíneos que alimentaban el bálano, que corría un grave riesgo de desangrarse en el quirófano.
Jesús se derrumbó al oír aquello y aunque no quiso afloraron las lágrimas. Se había hecho ilusiones; tenía miedo a la operación, pero no quería ver llorar a su madre, a sus padres discutir; deseaba poder ducharse en el vestuario con el resto de compañeros de la clase de gimnasia. Odiaba que le pidieran que se sacara la polla.
Deseaba vestirse con pantalones que no necesitaran una bragueta especial. Vestir las camisas por dentro del pantalón o abiertas.
― Jesús, no tienes porque mortificarte, tienes un pene hipertrofiado que no es ninguna minusvalía, no es algo que tenga que afectar demasiado tu vida. Será incómodo y tus relaciones sexuales serán un poco más difíciles, pero no has de convertir esto en un estigma. ― el Dr. Ceballos intentaba ser tranquilizador.
― Jesús, incluso es mejor así ¿por qué cortar una parte de ti? No es un juego entrar en un quirófano, aunque hubiera sido posible, es un trauma. Naciste así, debes conservar tu cuerpo intacto tanto tiempo como puedas; no es una enfermedad, no es un tumor.
― Ni una malformación, incluso tu genética ha reaccionado a la perfección creando venas importantes para regar el pene. Genética, no patología. Eres un supermacho.─ bromeó el doctor.
Y por un segundo, por unos momentos, Jesús se sintió bien, la sonrisa de su padre y del Dr. Ceballos siempre le hacían sentir bien.
Cuando Pepi escuchó de su marido y Jesús cómo se desarrolló la visita con el médico, que no habría operación alguna, salió del salón y entró en su cuarto precipitadamente ahogando el llanto.
Ella no se merecía eso.
― Recuerda lo que el médico te ha dicho, no la hagas caso. Tú eres lo primero y lo importante es que estás bien. ― le dijo su padre poniéndose en pie para iniciar una nueva discusión con su madre.
Ismael entró en su cuarto y cerró con un fuerte portazo.
― ¿Es que quieres amargar la vida de tu hijo? ― gritó su padre.
Jesús se metió en su cuarto y se puso los auriculares, no había música alguna. Simplemente quería no oír.
Se quitó la camisa y desabrochó el pantalón, la bragueta era inusualmente larga, llegaba hasta los testículos. Tiró de su miembro que subió rozándole la pierna desde un poco por debajo de la rodilla y cuando estuvo fuera en toda su longitud, se lo quitó y se vistió con pijama largo.
El pene caía por la pernera izquierda, y se hacía más patente por esa tela más fina; contemplarlo le excitaba.
Conectó el sintonizador de la cadena y se tendió en la cama escuchando la música.
Parecía que su mano se movía en la zona de la rodilla que había flexionado para llegar a ella, pero estaba masajeando el glande.
Se endurecía, la pernera del pantalón se estaba deformando por la fuerza del pene, la sangre acudía a llenar ese músculo cavernoso, tuvo que bajar el pantalón para poder liberarlo y dejar que se pusiera derecho, le dolía en esa posición.
Se acariciaba los testículos con la mano izquierda y con la derecha acariciaba el miembro, incitándolo a ponerse duro. Evocaba los pechos de la voluptuosa Janira, una compañera de clase, ese día llevaba una blusa con los primeros botones abiertos que dejaba mostrar los pechos prietos por un sujetador un par de tallas más pequeña que la que necesitaba, era de blonda azul y Jesús la tenía a su lado, sólo tenía que mover los ojos para mirarla.
Alzó las manos cuando el glande brillante y terso comenzó a babear el espeso humor sexual de la excitación, empezó a deslizar las manos en toda su longitud presionando la carne, sintiendo las venas que latían potentes, enredaderas en un tronco carnal…
Y ocurrió que comenzó a sentirse mareado, sus brazos se tornaron pálidos y sintió un principio de náusea antes de perder el conocimiento.
Tuvo unos segundos de conciencia, veinte minutos más tarde, cuando su madre abrió la puerta de su cuarto para anunciarle que ya era hora de cenar.
Despertó en el hospital, sus padres se encontraban sentados en silencio mirándole.
¬¬― ¿Cómo te encuentras? ― dijo su padre acercándose a la cama.
¬― Cansado. – dijo mirando extrañado la vía que le habían clavado en la vena del brazo.
― ¿Qué me ha ocurrido?
― No es momento para hablar de eso. ― dijo la madre que había cogido su mano en el otro lado de la cama.
Ismael la fulminó con la mirada.
― Te quedaste sin sangre, una erección demasiado prolongada y fuerte te dejó con muy poca sangre en el cerebro. Los vasos capilares del pene exigen más sangre de la que puede abastecer tu sistema vascular. Te han inyectado más sangre y una solución con potasio.
― ¿Cómo se te ocurre tocarte? ¿Acaso eres un animal que no puede retener su ansia? ― la madre hablaba casi con ira, culpándolo.
― No… no… lo siento. No pensaba, no sabía que me pudiera ocurrir eso. ― el chico se sentía tremendamente avergonzado.
― Ni los médicos Jesús, no has hecho nada malo. Tu madre está nerviosa, no hagas caso.
A la mañana siguiente le dieron el alta y como medida preventiva hasta que el equipo de cirujanos vasculares no encontrara alguna otra solución, le recetaron unos sedantes que inhibían las erecciones y el deseo sexual.
― Sólo hasta que encontremos una solución.
Y la solución tardó en llegar años.
Durante esos años, Jesús sacó adelante sus estudios de ingeniería técnica y encontró trabajo a los 18 en una industria auxiliar del automóvil. Alquiló un piso a medias con un compañero, cerca de la fábrica y lejos de sus padres. A medida que pasaba el tiempo, se sintió más tranquilo, más libre. Apenas pensaba en su madre y si lo hacía, era con incomodidad; desechaba su imagen enseguida.
A los 25 años sacó la licenciatura y pudo promocionarse en la fábrica, en la oficina técnica. A los 28 años compró su propio piso y dejó de preocuparse por mostrarse desnudo, a pesar de que su compañero sabía lo de su enorme polla, a él le molestaba mucho mostrarla.
Lo que decidió su buen desarrollo mental definitivamente, fue el hecho de haberse separado tempranamente de sus padres.
Su madre dejó de llamarlo hace 4 años, cuando él decidió no contestar más a sus llamadas.
Su padre, en cambio, acudía a menudo a visitarle, era un buen hombre que aguantó demasiado a su mujer sin ser necesario, ahora parecía más viejo y menos fuerte que cuando vivía con ellos.
Jesús siguió con la ingesta de pastillas hasta que ya no le hicieron efecto; su pene se endurecía en los momentos más insospechados, despertaba pálido y cansado por las erecciones durante el sueño.
Sentía una fuerte ansia sexual que le impedía llevar una actividad normal y sosegada. Era sumamente difícil concentrarse en su tarea diaria.
Aún lo visitaba el Dr. Ceballos.
― Sabía que llegaría este momento, Jesús. Y no hay una solución a ello, no existe ninguna droga que te pueda mantener con vida cuando la sangre no llega al cerebro. La única opción es aportar sangre extra durante esos momentos, y eso se hace mediante un depósito de un litro de capacidad. Te implantaremos dos válvulas de entrada y salida en el vientre, abastecerán de sangre a la vena principal durante la erección y el acto sexual. Cuando quieras mantener relaciones sexuales o durante el sueño, te lo podrás conectar tú mismo. Es un proyecto pensado para ti, la única persona en el mundo con este problema. Siento mucho que las cosas se hayan desarrollados así.
Jesús se negó a que le implantaran nada artificial en el cuerpo, a ser un monstruo con un depósito de sangre en el vientre para poder follar, o simplemente masturbarse.
Pasó el tiempo y su ansia crecía, las erecciones sobrevenían con más intensidad, se repetían constantemente.
Se encontraba frente a los planos en su oficina técnica; Mercedes, la ingeniera jefa, vestía una falda corta y distraídamente, bajo la mesa de su despacho abría las piernas dejando ver la tela blanca de sus bragas.
Jesús sintió su pene crecer a lo largo de su pierna, se endureció, sentía caer de su enorme glande el jugo lubricante. Sentía un deseo bestial. Sacudía la pierna para estimular el pene con los golpes, necesitaba masturbarse y casi eyacula cuando por segunda vez en su vida, cayó desmayado.
Cuando despertó en el hospital, accedió a que le instalaran las válvulas.
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El depósito en el vientre es una molestia a la que se ha acostumbrado como el tiburón a la rémora; lo mantiene con vida durante las erecciones.
Porque su propia polla es un vampiro que se alimenta de él, como un tótem que exige un sacrificio. Y el sacrificio consiste en robarle toda la sangre al cuerpo para hacerse duro y firme.
Antes de masturbarse ha llenado el depósito con una bolsa de plasma que guarda en una pequeña nevera, en la buhardilla. Allí arriba, lejos de miradas indiscretas, cerrada con un candado para que la mujer de la limpieza no pudiera abrirla.
Jesús va a eyacular, la actriz se está retorciendo con una serie de orgasmos desquiciados y de su vagina tensa y dilatada por el aparato que tiene clavado, sale un líquido lechoso. Jesús lanza un gemido ronco que apenas es audible ya que su propio glande ocupa la boca.
Los movimientos reflejos provocados por el placer en ese músculo potente y cavernoso, lanzan con inusitada fuerza el semen al exterior, le baña la lengua y le inunda la garganta, tose, y le sale el semen por la nariz provocándole lágrimas.
Cuando se saca el pijo de la boca, aspira aire con vehemencia y allí en el sillón cierra los ojos dejándose mecer por un tranquilo y placentero sopor.
El glande ya laxo, casi roza el suelo y gotea indolente en el suelo restos de semen.
Ya no piensa en su madre, que ha muerto hace apenas cuatro horas consumida por un cáncer de pecho.
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Una mañana se despertó bañado en sangre, una de las válvulas se había roto y un fino hilo de sangre salía por ella.
Obturó la fuga con un pañuelo y se dirigió al hospital, allí le repararon la válvula y se sintió como un automóvil estropeado.
― ¿Cómo lo hará este tío para follar? ¿Qué mujer va a dejarse meter este aparato?
Perdió la conciencia escuchando las palabras del cirujano, que lo creía completamente dormido.
Pues a mí me encantaría pasar unas horas con este semental. ― respondió una enfermera; pero no la oyó.
Ni el estallido de risas en el quirófano.
Jesús necesitaba una mujer, necesitaba enterrar su enorme pene en una vagina caliente y húmeda, sentir su glande golpear en un interior suave y resbaladizo.
No tenía amigos, sólo los compañeros y conocidos del trabajo con los que sólo se reunía para algún almuerzo de empresa.
No podía jugar al fútbol ni practicar deportes en público. Así que pasaba tres o cuatro horas a la semana en su propio gimnasio.
Se encontró leyendo los anuncios de contactos del periódico, resaltando las casas de citas.
Hasta que se decidió a llamar a una agencia que decía dedicarse a todo tipo de relaciones especiales.
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― Casa Inferno, ¿cuál es su fantasía? ― recita una voz de mujer aburrida al teléfono.
― Buenos días, necesitaría un servicio especial a domicilio. Ustedes indican en la propaganda que están especializados en cualquier tipo de relación.
― Dígame que desea. ― dijo la voz con más interés.
― Tengo un pene enorme, más de lo que se imagina y quiero una mujer capaz de manejármelo, con una buena capacidad para ser penetrada.
― Un momento por favor, he de realizar una consulta.
Se ha conectado la música de espera, una mala grabación de “Como una ola”.
― ¿Señor? Tenemos una chica especializada en estos trabajos, ¿para cuándo desea su servicio?
― Tan pronto como sea posible, estaré todo el día en casa.
Jesús recita su nombre y domicilio y luego se mantiene a la escucha mientras le recita las normas respecto al trato al personal y el coste del servicio.
― Entendido, no hay problema.
― Bien, la Srta. Desiré se presentará en su domicilio dentro de tres horas.
Jesús sube a la buhardilla, abre el candado de la nevera y saca de ella un cilindro cromado de acero, mide un palmo y poco más, tiene el diámetro del ancho de la mano. De los extremos cuelgan dos cintas de nylon para sujetarlo a la cadera. Dos pequeños tubos blancos salen del centro de la botella
Se saca el albornoz que le llega hasta los pies. Una liga negra mantiene pegado a su muslo izquierdo el pene.
Se observa reflejado en el espejo, su vientre es prominente, y duro. Los músculos están muy desarrollados, tal vez por un exceso de abdominales. Su espalda es demasiado ancha para su altura, y sus hombros son dos pelotas que sobresalen con agresividad.
La nariz respingona y los labios finos le dan un aire juvenil y una expresión cordial y risueña. Tiene el pelo corto, rasurado al estilo militar, parece más rubio de lo que es.
El pene en reposo, es liso y terso, de unos tres dedos de diámetro, reposa laxo por debajo de la rodilla. Y ante su observación no puede evitar excitarse e imaginar mil escenas con la puta que ha alquilado. Las venas empiezan a tornarse azules y tensar la piel que las cubre.
Es como el despertar de una bestia.
De su vientre afloran dos pequeños racores que quedan semienterrados por la grasa abdominal. Cuando tira de uno de ellos para hacerlo sobresalir y conectar uno de los tubos, se le rasga un poco la piel y se ha de limpiar la sangre, desinfectar la herida. De hecho, cada día al menos dos veces ha de limpiar las conexiones para evitar infecciones.
Una vez conectados y mediante una gran jeringuilla, inyecta el contenido de una bolsa de plasma en el depósito y a la vez afloja un aireador para que salga el aire.
Abre las pequeñas microválvulas del depósito y toma asiento en el banco de abdominales, siempre hay unos instantes de sensación de mareo cuando el plasma fresco irrumpe en su sistema circulatorio.
Luego sentirá una especie de euforia discreta, que durará unos minutos más.
Sacándose la liga, deja el pene libre, y lo acaricia, se tumba de espaldas, y aún lacio lo apoya en el vientre, centrándose en el glande. Desprende un fuerte olor y ha comenzado a supurar lubricante.
No siente mareo alguno a medida que el pene crece y que el placer aumenta, se incorpora hasta que puede metérselo en la boca. Gime y le cuesta respirar por la nariz.
En el poblado pubis oscuro siente el placentero latir de la vena mayor que se encarga de llevar la mayor parte del caudal sanguíneo.
Cuando se cansa y deja chuparlo, la saliva discurre por el miembro, dándole un brillo húmedo. Sus manos están empapadas también y resbalan agradablemente por las rugosidades del tremendo tronco enhiesto.
Su vientre se contrae y el depósito hace un sordo sonido líquido, está amasando el pijo con las dos manos. Le flaquean las piernas y de repente salta un chorro de semen que le salpica el pecho y la cara, el pelo.
Sabía que no aguantaría más de dos minutos con la puta sino se hubiera masturbado.
Se ducha sin molestarse en desconectar el depósito.
No se siente nervioso por el próximo encuentro sexual con una mujer, el primero de su vida. Le han observado tantos médicos y tantas enfermeras examinando de su pene y sus erecciones, que esta experiencia promete ser tan sólo eso, un encuentro sexual.
Y tal vez por ello, silba contento en el sofá siguiendo el ritmo de una vieja canción de los Rolling Stones, Simpaty for the devil.
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Han llamado a la puerta.
― Soy Desiré, de la agencia Casa Inferno.
― Jesús Gris.― le responde ofreciéndole la mano e invitándola a entrar.
Desiré entra con fingida naturalidad. Con la rebuscada y artificial cordialidad de un representante.
― Me han dicho que tienes un problema de tamaño.
― Si no puedes hacer nada o no quieres, no te preocupes, pagaré el servicio igual. Te seré sincero: nunca he follado, ni he estado con una mujer. Tengo un pene enorme, no sé si te lo han dicho.
― Relájate, cielo. Ahora le voy a dar un vistazo que yo de esto entiendo.
Desiré es una mujer menuda con unas nalgas prominentes, respingonas, que esconde bajo un pantalón de lino blanco. Sus pechos son enormes, sin duda alguna operados. Viste una blusa de color crudo que deja transparentar un recargado sujetador. Sus pechos están prietos formando un canalillo profundo y abismal. Jesús le sobrepasa la cabeza y no es muy alto.
Su mirada no es lo jovial que sus palabras, es una mujer que ha visto mucho, hay un brillo de desconfianza y cautela en sus ojos.
― ¿Me dejas fumar, cielo?
― Claro que sí.
Saca una cajetilla de rubio, enciende el cigarro y da una profunda chupada. Está nerviosa, siempre está nerviosa cuando va a casa de un desconocido.
Durante ese instante, el tiempo que ha durado aspirar profundamente y soltar el humo, ha hecho acopio de su experiencia, como si conjurara la fuerza necesaria para tirarse a otro tío, y no perder los nervios cuando le pida que participe en algún tipo de perversión.
― Eres muy guapa.
― Gracias, cielo. Ven siéntate aquí que voy a darte un repaso. ― ha cogido la mano de Jesús y le ha invitado a sentarse en el sofá.
― A ver que tienes bajo el albornoz.
Desiré abre la bata hasta el cinturón, por encima de él se hallaba el depósito que Jesús no estaba dispuesto a mostrar.
― ¡Dios bendito!... ¿Es de verdad?
Pasa la mano por él. Está maravillada, sorprendida. Jesús se relaja al no ver la sombra de la repugnancia en su cara.
― Todo esto no me lo puedo meter, cielo, tendremos que hacer algo para que no me empales; pero luego, cuando esta hermosa polla se haya puesto dura.
Desiré baja lenta y pausadamente la liga hasta el tobillo para liberar el pene.
― ¿Sabes por qué me han enviado a mí? Hago espectáculos de contorsionismo, me meto todo lo más gordo que puedas imaginar. Tu capullo me va entrar sin problemas.
¡Qué caliente me has puesto, cielo! Mira como he empapado las bragas. ― se baja el pantalón y le muestra señalando con el dedo y con aire indisimuladamente inocente la mancha de flujo que se ha formado en las bragas.― Mira como me has puesto.
Coge la mano de Jesús y la mete dentro de sus bragas, conduciendo sus dedos a lo más profundo de su vulva, hasta que le hace notar los labios mayores dilatados y empapados.
El pene ha comenzado a dilatarse, con pequeños espasmos se endurece por momentos, adquiriendo el glande un tono oscuro por la sangre que se agolpa.
Jesús ha agarrado un cojín sobre el que cierra los dedos de puro placer encima de su vientre y disimulando el bulto que forma el depósito de sangre.
Desiré se desnuda y con la polla cogida con las dos manos se pasa el viscoso pijo entre las tetas, se ha separado de una forma absurda de Jesús para poder restregarse esa cabeza caliente. Sus pechos han adquirido el brillo del aceite.
Jesús no puede hablar, está colapsado por la excitación Nunca había percibido una piel tan suave en su polla, nunca había sentido una caricia de mano ajena.
Ni en ninguna otra parte de su cuerpo.
― Quiero chuparte los pechos, ¿puedo?
― Claro que sí, cielo, pero con cuidado, que te veo muy salido y cada teta me ha salido por un ojo de la cara.
Desiré monta en su pierna izquierda plantando su vulva abierta en el peludo muslo de Jesús. Y éste siente una descarga de placer al sentir los labios del coño aplastarse en su pierna. Desiré se mueve evidentemente excitada, se frota con fuerza contra su piel mientras él chupa, lame y mordisquea sus pezones, abriendo la boca hasta abarcar las grandes aureolas; de los endurecidos pezones se descuelgan hilos de saliva espesa, de baba de puro deseo animal. Jesús emite gemidos guturales de placer y su respiración se ha vuelto rápida y entrecortada, su corazón se acelera por momentos y su pene está elevándose, el peso le tensa el vientre.
La vena del pubis late con una fuerza inusitada, le llega su latido hasta los cojones.
Necesita metérsela, follarla, embestirla y elevarla en el aire clavada en su polla, como un cazador elevando su trofeo.
Hay dolor por el entumecimiento del bálano, necesita que la zorra lo acaricie, lo bese, que se lo meta en su coño de una puta vez. Quiere correrse en ella, ver como le rezuma la leche por entre la polla que la penetra.
“Que reviente…”
Y parece que el pensamiento sale de su polla, que parece tener su propio cerebro, sus propias heridas, rencorosas humillaciones.
“No soy una tara, soy otro ser que compite por la vida, el que rige este cuerpo, soy tu polla y tu dios”.
El pene ha hablado. Y Jesús se sonríe ante este ataque de ingenio, ante esta reflexión del todo fuera de lugar.
“Te lo dije, Jesús, me daba mucho asco tu cosa, tu cosa era mala” la voz de su madre, irritante, odiosa, parece taladrarle el cerebro. Y continúa lamiendo y besando los pechos, ignorando esas ideas ¿voces?
¿Y si está peor de lo que pensaba?
¿Y qué? Sólo necesita gozar, correrse en un cuerpo caliente, cálido.
Se ha roto un dique de podredumbre en su mente, ideas y sensaciones caducadas, agrias y venenosas por el tiempo. Los fallidos diagnósticos de normalidad de los médicos, la vergüenza, un miedo, la soledad.
Todo parece haberse acumulado en el glande, la locura lo endurece, el resentimiento se ha desbordado. El hombre afable parece ahogarse en un océano de miserias.
La lujuria animal se ha desatado.
Coge su pene sosteniéndolo en alto.
― Chupa.
Tal vez algo ha aflorado a la consciencia de Jesús, tal vez sean tantos años de vergüenza, tantos años sin conocer a una mujer. Tantos reproches, y tanto asco.
― Cielo, sujétate que te voy comer este pijo hasta que los huevos te exploten. ― Desiré se ha separado de su boca para arrodillarse frente a sus piernas y acoger el miembro entre sus manos.
La punta de su lengua recorre el meato, lo resigue, resigue el prepucio y la zona más inferior donde parece acabar bruscamente el glande para convertirse en un entramado de carne y venas.
Y abre su boca jadeando como una perra en celo para meterse esa monstruosidad. Le rebosa la saliva por entre los labios.
Jesús se muerde el labio inferior conteniendo mil gemidos nuevos y ocultos durante años. El escroto está contraído y duro.
Desiré se golpea el clítoris que sobresale como un micro-pene por entre sus dedos. Lo pellizca, lo araña. Hacía años que no se excitaba tanto con un cliente.
Quiere sacar toda la leche que salga de la tranca, ordeñar este monstruo y dominarlo.
El mundo de Jesús es la boca de Desiré, es su universo. No hay nada más, y sus gruñidos roncos se suavizan para dar paso a suaves gemidos rítmicos que se acompasan con la succión de aquella boca, de los dientes que rozan su pijo.
El cuerpo bronceado de Desiré brilla húmedo bajo los focos del salón. Fuera es un día de sol radiante.
Le excita la menuda mujer manejando su polla, siente la necesidad de penetrarla.
― Te quiero penetrar.
― Con cuidado, sin meterla más de lo que yo te diga. Si me haces daño me largo aunque no te hayas corrido.
La mujer saca la liga del tobillo de Jesús y cerrando la mano en torno al pene unos 15 cm. por debajo del glande, se la anuda como una señal.
― ¿Te duele, te molesta?
― No.
― Pues hasta aquí es todo lo que puede tragar mi coño, así que no empujes más cuando la liga me roce los labios. Venga, yo te guío cielo, levanta.
Y ahora ocupa ella el sofá, abre las piernas y extiende los muslos con las rodillas flexionadas, rozando con los pies el respaldo. Su vulva se muestra abierta y los labios mayores son dos filetes de carne oscura que hacen salivar a Jesús.
Deja caer la cabeza hacia atrás ofreciéndose al hombre.
Jesús se agacha y besa su coño, mete la lengua y apresa con los dientes los labios, tira de ellos.
― Así, cielo, así. Méteme la lengua hasta dentro. Chúpame el botoncito, sórbelo.
Sus manos han aferrado a sus pechos y lamiendo su sexo, los acaricia; juega con sus pezones de la misma forma torpe que lame su clítoris.
Jesús se incorpora plantando el capullo en la vulva de Desiré que lo coge con su mano izquierda y lo conduce a la vagina, introduciendo el prepucio.
― ¡Diosssss! ― exclama al sentir como sus labios mayores se erizan tensos cuando el pene se va abriendo camino en su interior.
Su clítoris sobresale erecto entre la tensa piel de la vulva. Sus manos se apoyan en el desnudo monte de Venus, acariciándose.
Poco a poco, el pene se abre paso por la elástica vagina, la puta mueve el vientre para facilitar el acceso y como una anaconda en el fango, la polla se abre paso en su cuerpo.
Se siente llena como nunca e incluso cree percibir el poderoso pulso de los vasos capilares de ese bálano gigantesco.
Jesús está en trance, sus nalgas están tensas y la liga ha rozado la vulva de la mujer.
― Despacio, cielo, muévete. ¡Así, así, ooooohhh! ¡Por el amor de Dios!
De los sexos unidos se desliza un líquido lechoso, Desiré está jadeando rápidamente y Jesús siente las piernas flaquear por el inmenso placer. Por esa nueva sensación que no había podido siquiera imaginar.
Ha cogido el ritmo de la cadera y ahora se mueve más rápido, la mujer parece temblar con cada embestida y la hiperextensión de sus muslos muestra en todo su esplendor una penetración casi imposible.
“Métete más adentro, méteme adentro hasta el final, que la puta se la trague entera”
Es el deseo animal de llegar más profundamente en ella. Cierra los ojos concentrándose en el placer. No quiere sentir la voz de la bestia.
“¿Para eso querías conservar esa “cosa” hijo mío? ¿Para estar con una mala mujer?”
“¡Métela más!” “¡Hasta el fondo!”
“¡YA!”
La liga ha desaparecido en el interior de la vagina, aunque Desiré no es consciente de ello, está en la ola de un orgasmo. No sabe que de su sexo mana sangre.
― ¡Más, más, más rápido! ― lo incita dándose palmadas en el clítoris.
Y Jesús presiona con más fuerza, ha sentido en el pene la sensación de haber rasgado tela y un líquido más denso y caliente parece empapar hasta la zona exterior. Un reguero de sangre está corriendo bajo su pene, escurriendo gotas espesas, manchando sus testículos y formando un charco entre sus pies.
Poco a poco Desiré siente un dolor que parece partirla por dentro, siente los ovarios aplastados. El útero ha reventado y la hemorragia es muy importante.
― ¡Para! ¡Me estás matando!
“¡No pares, méteme más, córrete en su coño ensangrentado!” “¡Fóllala hasta que calle!”
Otra embestida más fuerte que las anteriores arranca un pavoroso grito de Desiré, que intenta desclavarse de ese miembro. Pero está tan encajado y se encuentra tan presionada por el respaldo, apenas puede moverse.
El dolor llega a los intestinos en forma de un trallazo que le hace ver luces de colores.
Sus muslos están ensangrentados, y de repente, cuando siente rasgarse algo más en su interior pierde el sentido sin que le de tiempo a lanzar otro alarido de dolor.
Jesús continúa bombeando, Desiré no se mueve, su cuerpo está inerte, la sangre se extiende por el tapizado del sofá como una marea negra.
Y por fin, su vientre se contrae, las conexiones del depósito chorrean sangre por la tensión muscular. Está eyaculando, del interior de la mujer sale una mezcla extraña de sangre y semen, se vacía enteramente en su interior encorvando la espalda con un profundo gemido.
Cuando retira el pene, borbotea sangre el sexo de Desiré.
Se le escapa la orina, y está pálida, los ojos cerrados con fuerza y los puños crispados.
El pene gotea sangre y semen, Jesús está recuperando el aliento mirando fijamente a la mujer.
No hay más salida, no es posible vivir así, ni su padre ni los médicos han llegado a imaginar por un momento el tormento que significa vivir así.
Toma asiento en la butaca, y se abre el albornoz.
Regueros de sangre que han brotado de las válvulas de su vientre se han secado.
Se enciende un cigarro que ha cogido de la mesita.
Huele mal, huele a orines y a sexo. Huele a sangre y sudor.
Y ya no hay solución para nada, no hay salida para esta situación.
No consigue imaginar cómo se desarrollará todo a partir de ahora. Tal vez deberían cortarle la polla de una vez.
Pero ha sentido tanto placer…
Una profunda bocanada, una certeza absoluta y pega un tirón del depósito arrancándose las conexiones del vientre. Ha sido como si se arrancara la piel, así de doloroso.
Mientras fuma, dos importantes chorros de sangre manan de su vientre,
Cuando ha fumado la mitad del cigarrillo su piel ha tomado un aspecto cerúleo, el pene ha quedado completamente fláccido y la sangre ha dejado de salir con presión. A medida que el caudal de sangre amaina, sus ojos se cierran.
Se está bien cuando uno se relaja, está cansado, harto.
Muerto.


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26 de enero de 2011

Alquimistas indecentes



Hemos lastrado el amor al cuerpo para que no vuele.
Hemos hecho del amor algo tangible y pesado. Algo palpable como el coño anegado de deseo, como el pene duro y palpitante.
El amor ya no es onda ni frecuencia. No es espiritualidad. El amor se destila por la piel y el sexo. Gotas blanquecinas que recojo con mi lengua entre sus muslos temblorosos.
Si el amor fuera plomo, ahora tendríamos oro en nuestras venas y labios.
Lo hemos transmutado, somos los indecentes alquimistas del amor. Platón lloraría ante la blasfemia que hemos cometido con su amor puro y místico.
Estamos cansados del espíritu. El espíritu es sólo el consuelo de los mediocres. No hay placer sin cuerpo, sin piel.
Lo sabemos por un constante sufrimiento a través de los tiempos que nos ha dejado casi agotados.
Ahora el amor gravita a veces indecente, a veces tierno en nuestra piel. Como una presión atmosférica. Unos dirán que es un tumor, yo digo que son idiotas, que son envidiosos. Que sus sexos están más secos que la mojama.
Ahora mensuramos el amor, lo agotamos, nos agotamos…
Somos nuestra propia piedra filosofal, la que todos aquellos alquimistas blasfemos que ardieron en hogueras no encontraron.
A veces perdemos una vida entera sin dar con la cábala precisa, con la fórmula transmutatoria. Y morimos con el espíritu vaporoso de amor y las pieles secas de necesidad.
Esta vez no. No en esta vida.
Su sabor en mi boca, mi sabor en la suya, son hechos irrefutables. La empírica gana a la teoría y a la maldita metafísica.
Hemos hecho de la eternidad algo efímero; el placer hace correr rápido el tiempo. Y ahora chapoteamos hacia la eternidad en una láctea alfombra de gemidos y tendones tensos de orgasmos que nos arrebatan la cordura.
Hemos desarrollado alergia al amor puro.
No somos puros, jamás lo hemos pretendido.
Alquimistas de cuerpos convulsos cansados de espiritualidad. Indecentes en la búsqueda de su piedra filosofal.
Cambiamos las letras por uñas y filos que rasgan tejidos y carnes.
Hay solo una cábala mística: Quiero estar siempre junto a ti. Con ella conjuramos los tiempos de lágrimas y hiel.
Es un magnético conjuro, un ritual diario que es suficiente para alimentar el espíritu. Nos amamos, el espíritu lo sabe, no necesita más. Llevamos demasiadas vidas con un misticismo insistente que no daba paso a los cuerpos.
Que se joda el espíritu.
Debo besar a mi bella alquimista, está a mi lado. Ya no hay magias ni coincidencias. Ahora solo queda la anhelada cotidianidad de un amor que se saborea, que nos unta la piel.
Se acabó al fin volarse las tapas de los sesos con cada despedida.
Despertamos juntos, tal y como hemos soñado a través de los periodos geológicos de este planeta infectado de amor puro.
Nos merecemos un premio Nobel de química.



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9 de enero de 2011

Una vieja cabeza rota



A veces parece que el día se viste a juego con el color de mi humor.
Es un día de los que me gustan: gris.
Ni un rayo de sol atraviesa un cielo macizo de nubes, de tal forma que es una sola nube.
El cielo pesa.
El frío es tan intenso que las manos se hacen torpes y encender un cigarrillo es una hazaña; los dedos no acaban de cerrarse y no hay precisión en los movimientos. Algo así como tener una deficiencia mental. Pero no lo soy, porque no creo en nada y tampoco siento respeto alguno por nada. Yo lo hubiera hecho todo mejor.
Y en medio de toda esa uniformidad, frente al viejo cementerio constantemente actualizado por nuevos muertos, dos notas de color: mi perro de un blanco impoluto y más limpio que cualquiera de los mediocres con los que me cruzo en este paseo, y una mancha de sangre fresca en el suelo. Es de un rojo tan brillante (y clara, ya que deja ver el pavimento), que me pregunto si no será que a alguien se le ha roto una botella de vino barato o de algún refresco de la marca del supermercado que compran los viejos para no gastarse el dinero en un bueno y con buen sabor.
En fin alguna ordinariez que se vende a precio de mierda en los supermercados.
Me he convencido de que es sangre de verdad porque hay un decena de jubilados atendiendo a la dueña de la sangre que algún perro lamerá (o mi propio perro si me descuido) con glotonería.
La anciana tiene una buena brecha en la añeja frente que se prolonga hasta la ceja del ojo izquierdo, le da el aspecto de un cíclope arrugado. Me pregunto cuánto tiempo ha estado sangrando ahí tirada. Porque el charco es grande. ¿Tanta sangre tiene alguien tan viejo? ¿Cuánto tardará en morir?
Está con la boca abierta mirando con los ojos en blanco mi precioso cielo gris. Alguien no le ha bajado el vestido negro y muestra sus feos muslos. Bajo la mirada con cierta incomodidad y vergüenza ajena.
Alguien seriamente herido debería cuidar su estética.
Uno de los diez jubilados que le roban el aire, llama a una ambulancia, lo sé porque grita mucho, y estoy a punto de decirle que para gritar así, que no use el teléfono que ya le escuchan en cinco kilómetros a la redonda. El hombre no sabe decir en que calle se encuentra, hasta que llega el sabio del grupo y se lo dice para que lo repita a los de la ambulancia.
Es curioso y da esperanza de pensar que de vez en cuando algo es lógico y correcto, el que la vieja haya muerto tan cerca del cementerio. Aún respira; es más se queja con pequeños lamentos cansinos pronunciados como una oración. Pero si no soy optimista conmigo mismo, con los demás menos.
El que haya caído desmayada y se haya abierto la cabeza contra el suelo frente al cementerio es una premonición. No me extrañaría que un cuervo se posara en su hombro, le picara la cabeza y le sacara un trocito de cerebro.
A la vieja le quedan dos suspiros más.
Continúo al borde del charco de sangre con un miedo mortificante a que esa sangre aguada me ensucie los zapatos.
Se ve, salta a la vista que es sangre vieja. Le cuesta coagularse, casi color calabaza ahora.
La mía es mucho más espesa y su color más sólido, es granate y hace costra enseguida. Bueno, supongo que también ayuda el nivel de alquitranes que tengo en la sangre.
Qué tristeza de sangre la de los viejos.
Un perro se acerca y chapotea alegremente en el charco. Luego se lame las patas sentando los cuartos traseros y cuando su dueño le grita, el animal huye dejando un simpático rastro de huellecitas rojas.
A un viejo le sobreviene una arcada, la verdad es que un perro lamiéndose la sangre de las patas, no es una estampa agradable. A mí no me molesta, como mucho, me dan ganas de fumar.
Si mi perro hiciera eso, le pego un correazo que le parto la espina dorsal y aprende de una vez por todas a no meterse en charcos de sangre si no es la mía. Yo no me llevo porquería a casa por muy colorida y liviana que sea.
Los viejos repiten una y otra vez la misma historia: el “viejazo” que ha dado de frente contra el suelo, el estremecedor ruido, y sobre todo lo mucho que les acostado levantarla del suelo.
Llevo treinta segundos aquí y ya lo sé todo de ellos. De la vieja accidentada no sé nada, salvo que sangra copiosamente y cada vez está más blanca.
Me largo de aquí, me aburren. Hasta la muerte me aburre. Que alguien se casque el cráneo tampoco es algo que estimule mi conversación.
Aunque no puedo dejar de imaginar como será cortar esa vieja carne y medir los litros de vida que contiene.
Cosa que me convertiría en un forense de no vivos. Insisto en que la vieja no está del todo viva ni del todo muerta. Da mal fario.
Definitivamente, no llegaré a casa nervioso por compartir esta experiencia.
Es más, es algo que ocultaré como una vergüenza, algo embarazoso; porque no reconoceré jamás que mi vida es tan pobre como para que me entretenga una vulgaridad como una cabeza de vieja rota.
El ambiente es húmedo y ya no los oigo gritar, el cielo es tan pesado, que hace presión en las palabras y estas caen muertas en el suelo. Muertas como seguramente lo estará enseguida la mujer.
No soy optimista, no tengo ninguna razón para serlo.
Cuando doy la vuelta a la esquina mi perro aúlla, siempre lo hace, imita el sonido de las sirenas. Y suena una tan cerca que cuando levanto la mirada, está a unos metros pocos metros de nosotros.
El conductor detiene el vehículo y salta de la cabina el sanitario corriendo hacia a mí.
¬-Nos han avisado que por aquí hay una mujer mayor accidentada ¿La ha visto?
-Sí, pero se encuentra cinco calles más arriba. Girando a la derecha, allí encontrará un grupo de gente atendiéndola, les esperan.
-Gracias.
Y corriendo se sube a la ambulancia y ésta arranca con el molesto ruido de la sirena.
Mi perro aúlla de nuevo y le doy una patada para que calle.
La ambulancia pasa de largo la calle donde se encuentra la vieja.
No es por maldad, pero creo que si su destino es morir, que muera. Y si ha de vivir, esos minutos de más que tardará la ambulancia en llegar no le representarán ningún mal.
Pero vamos, que si he de ayudar de alguna forma en la selección natural y en evitar que seres ya viejos agoten recursos en el planeta, lo hago sin ningún problema.
Incluso con una sonrisa en la cara, mientras me enciendo con cierta felicidad un cigarrillo en este hermoso día gris.
Esta pequeña broma tampoco la contaré en casa, no entenderían mi sibarita, sarcástico y refinado humor.
Y si por mí fuera, que una vez haya llegado a casa, llueva mierda.
Una vez, en un examen psicotécnico me dijeron que mi empatía era nula y que debería hablar con un psicólogo para tratar de paliar este defecto.
Bueno, pues lo que para ellos es un defecto, para mí es mi puta virtud y me he tomado mi interés por no sentir interés alguno por los seres que me rodean.
Creo que lo que es malo para la chusma, es bueno para mí.
Llueve... pero no es mierda.
Aunque no estoy seguro.


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4 de enero de 2011

Breve historia de un alma



Es que soy lo que rima con joya de gracioso que soy.
Una vez y mil he dicho que el alma no existe, que el ser humano es un conjunto de células y cada una hace lo que debe hacer. Y cuando llega el Segador, ni alma, ni pensamiento, ni nada de nada. Todo desaparece.
Una vez me preguntaron: ¿Entonces de dónde nace el amor? De los testículos, respondí yo muy cínico.
Y me cuidé mucho de no torcer mi sonrisa en una mueca amarga para que nadie dudara de que me creía mi simplificada filosofía de la vida.
Ya que no soy inteligente, prefiero asumir el papel de vanidoso ególatra (o ególatra al cuadrado) y así provocar antipatía antes que pena.
Todo iba bien, porque sentía esa intensa punzada que da en el pecho la soledad; pero nadie se percataba de ello. Soy bueno ocultando mis miserias.
Bueno, a la edad que tengo, todos somos hábiles haciéndolo.
Hay días en los que es mejor meter la mano en el triturador de basura y silbar mientras las células afectadas gritan de dolor.
Son días en los que descubres con un sutil tintineo que algo huele a podrido en Dinamarca y que toda esa habilidad para alardear de frialdad y sapiencia, se va por el desagüe junto con los restos de comida tras el cepillado de dientes.
Ella me miraba sorbiendo el café de la máquina del comedor de la empresa.
Yo pensaba en el cansancio, en el hartazgo de los días iguales, en el amor que soñaba secretamente y no encontraba.
No reconocía amor en los seres que me rodeaban.
Me sentía triste y debí perder el control, algún gesto me traicionó.
Estoy seguro de que tragué saliva con esa tristeza existencial que a veces me ataca.
Y ella se acercó, echó unas monedas en la máquina de bebidas y posó su mano en mi hombro derecho, suave y brevemente la retiró deslizándola como una caricia.
Me dio el vaso con el café humeante con una complicidad que me dobló buscando aire.
Os juro que la oí, supe que era ella, mi alma. Fue el ruidito casi imperceptible de una campanilla de cristal, o como cuando se hace una brecha en un vidrio con un suave clic que nos suele provocar un escalofrío.
Ese fue el ruido de mi alma, se me rompió un trocito con aquel gesto y cayó al suelo con un alegre tintineo.
Supe que era mi alma, porque también mi cuerpo pareció quebrarse.
Yo me reí y ella también.
La conocía de los diecisiete años que llevábamos en la empresa; pero salvo los saludos corteses, no tuvimos nunca una conversación y mucho menos un roce.
–¡Qué día más asqueroso para hacer fiesta! Menos mal que aún nos quedan sólo cinco horas más de trabajo –dije nervioso, intentando ser ingenioso.
Ella se rió a gusto. Quedó seria de repente y volvió a posar la mano en mi hombro.
–Cielo, te he visto, te he reconocido. Nadie traga la amargura como tú.
Aparte de que aún resonaba en mis oídos el ruidito de mi alma rota, se me escapó el café de entre los labios como si fuera un perfecto imbécil.
Ella no sonrió, acarició mi mejilla.
–Dime que me reconoces cielo, por favor. Por favor...
No la reconocí, pero sentí un ruido ensordecedor a cristales rotos. Cubrí su mano con la mía, aún en mi mejilla.
–No sé si te reconozco; pero te siento, mi vida.
Ella giró un poco el cuello echando la cabeza atrás y posó su mano en él. El índice largo y delgado señalaba esa tersa piel. Sus ojos negros brillaban y daban luz a mi alma hecha añicos.
Y besé su cuello, y lloré lágrimas más antiguas que el fuego.
Todo mi ser tintineaba como vidrios cayendo durante aquel beso.
–Estoy muy cansado, mi amor –le dije.
–Vamos, cielo –me dijo antes de posar un beso en mi mejilla–Vámonos de aquí.
Y quise pedirle que me ayudara a recoger los trozos de mi alma rota.
Y salí con ella de la mano a un mundo nuevo que no reconocía.
Fue tan breve y fulminante...
Tengo miedo de que fuera un sueño. Me muero de miedo.
Uno no sabe bien como actuar ante este miedo, no cuando sabes que tienes alma y que duele.
Cuando te das cuenta de que tienes alma y que se puede romper, es que el amor ha irrumpido sin cuidado.
¿Por qué tiene que ser todo tan brusco? No hay término medio, no hay sutilidad. Amar requiere una buena forma física.
Y descubrí el amor y el alma entre tintineos, y un café.
Ahora la beso tan profundamente, que es imposible que sea sueño; y lamento los siglos vividos sin ella.
Y esta es la breve historia de mi alma.
Toda una vida con ella y la conocí en un instante.


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