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26 de enero de 2011

Alquimistas indecentes



Hemos lastrado el amor al cuerpo para que no vuele.
Hemos hecho del amor algo tangible y pesado. Algo palpable como el coño anegado de deseo, como el pene duro y palpitante.
El amor ya no es onda ni frecuencia. No es espiritualidad. El amor se destila por la piel y el sexo. Gotas blanquecinas que recojo con mi lengua entre sus muslos temblorosos.
Si el amor fuera plomo, ahora tendríamos oro en nuestras venas y labios.
Lo hemos transmutado, somos los indecentes alquimistas del amor. Platón lloraría ante la blasfemia que hemos cometido con su amor puro y místico.
Estamos cansados del espíritu. El espíritu es sólo el consuelo de los mediocres. No hay placer sin cuerpo, sin piel.
Lo sabemos por un constante sufrimiento a través de los tiempos que nos ha dejado casi agotados.
Ahora el amor gravita a veces indecente, a veces tierno en nuestra piel. Como una presión atmosférica. Unos dirán que es un tumor, yo digo que son idiotas, que son envidiosos. Que sus sexos están más secos que la mojama.
Ahora mensuramos el amor, lo agotamos, nos agotamos…
Somos nuestra propia piedra filosofal, la que todos aquellos alquimistas blasfemos que ardieron en hogueras no encontraron.
A veces perdemos una vida entera sin dar con la cábala precisa, con la fórmula transmutatoria. Y morimos con el espíritu vaporoso de amor y las pieles secas de necesidad.
Esta vez no. No en esta vida.
Su sabor en mi boca, mi sabor en la suya, son hechos irrefutables. La empírica gana a la teoría y a la maldita metafísica.
Hemos hecho de la eternidad algo efímero; el placer hace correr rápido el tiempo. Y ahora chapoteamos hacia la eternidad en una láctea alfombra de gemidos y tendones tensos de orgasmos que nos arrebatan la cordura.
Hemos desarrollado alergia al amor puro.
No somos puros, jamás lo hemos pretendido.
Alquimistas de cuerpos convulsos cansados de espiritualidad. Indecentes en la búsqueda de su piedra filosofal.
Cambiamos las letras por uñas y filos que rasgan tejidos y carnes.
Hay solo una cábala mística: Quiero estar siempre junto a ti. Con ella conjuramos los tiempos de lágrimas y hiel.
Es un magnético conjuro, un ritual diario que es suficiente para alimentar el espíritu. Nos amamos, el espíritu lo sabe, no necesita más. Llevamos demasiadas vidas con un misticismo insistente que no daba paso a los cuerpos.
Que se joda el espíritu.
Debo besar a mi bella alquimista, está a mi lado. Ya no hay magias ni coincidencias. Ahora solo queda la anhelada cotidianidad de un amor que se saborea, que nos unta la piel.
Se acabó al fin volarse las tapas de los sesos con cada despedida.
Despertamos juntos, tal y como hemos soñado a través de los periodos geológicos de este planeta infectado de amor puro.
Nos merecemos un premio Nobel de química.



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9 de enero de 2011

Una vieja cabeza rota



A veces parece que el día se viste a juego con el color de mi humor.
Es un día de los que me gustan: gris.
Ni un rayo de sol atraviesa un cielo macizo de nubes, de tal forma que es una sola nube.
El cielo pesa.
El frío es tan intenso que las manos se hacen torpes y encender un cigarrillo es una hazaña; los dedos no acaban de cerrarse y no hay precisión en los movimientos. Algo así como tener una deficiencia mental. Pero no lo soy, porque no creo en nada y tampoco siento respeto alguno por nada. Yo lo hubiera hecho todo mejor.
Y en medio de toda esa uniformidad, frente al viejo cementerio constantemente actualizado por nuevos muertos, dos notas de color: mi perro de un blanco impoluto y más limpio que cualquiera de los mediocres con los que me cruzo en este paseo, y una mancha de sangre fresca en el suelo. Es de un rojo tan brillante (y clara, ya que deja ver el pavimento), que me pregunto si no será que a alguien se le ha roto una botella de vino barato o de algún refresco de la marca del supermercado que compran los viejos para no gastarse el dinero en un bueno y con buen sabor.
En fin alguna ordinariez que se vende a precio de mierda en los supermercados.
Me he convencido de que es sangre de verdad porque hay un decena de jubilados atendiendo a la dueña de la sangre que algún perro lamerá (o mi propio perro si me descuido) con glotonería.
La anciana tiene una buena brecha en la añeja frente que se prolonga hasta la ceja del ojo izquierdo, le da el aspecto de un cíclope arrugado. Me pregunto cuánto tiempo ha estado sangrando ahí tirada. Porque el charco es grande. ¿Tanta sangre tiene alguien tan viejo? ¿Cuánto tardará en morir?
Está con la boca abierta mirando con los ojos en blanco mi precioso cielo gris. Alguien no le ha bajado el vestido negro y muestra sus feos muslos. Bajo la mirada con cierta incomodidad y vergüenza ajena.
Alguien seriamente herido debería cuidar su estética.
Uno de los diez jubilados que le roban el aire, llama a una ambulancia, lo sé porque grita mucho, y estoy a punto de decirle que para gritar así, que no use el teléfono que ya le escuchan en cinco kilómetros a la redonda. El hombre no sabe decir en que calle se encuentra, hasta que llega el sabio del grupo y se lo dice para que lo repita a los de la ambulancia.
Es curioso y da esperanza de pensar que de vez en cuando algo es lógico y correcto, el que la vieja haya muerto tan cerca del cementerio. Aún respira; es más se queja con pequeños lamentos cansinos pronunciados como una oración. Pero si no soy optimista conmigo mismo, con los demás menos.
El que haya caído desmayada y se haya abierto la cabeza contra el suelo frente al cementerio es una premonición. No me extrañaría que un cuervo se posara en su hombro, le picara la cabeza y le sacara un trocito de cerebro.
A la vieja le quedan dos suspiros más.
Continúo al borde del charco de sangre con un miedo mortificante a que esa sangre aguada me ensucie los zapatos.
Se ve, salta a la vista que es sangre vieja. Le cuesta coagularse, casi color calabaza ahora.
La mía es mucho más espesa y su color más sólido, es granate y hace costra enseguida. Bueno, supongo que también ayuda el nivel de alquitranes que tengo en la sangre.
Qué tristeza de sangre la de los viejos.
Un perro se acerca y chapotea alegremente en el charco. Luego se lame las patas sentando los cuartos traseros y cuando su dueño le grita, el animal huye dejando un simpático rastro de huellecitas rojas.
A un viejo le sobreviene una arcada, la verdad es que un perro lamiéndose la sangre de las patas, no es una estampa agradable. A mí no me molesta, como mucho, me dan ganas de fumar.
Si mi perro hiciera eso, le pego un correazo que le parto la espina dorsal y aprende de una vez por todas a no meterse en charcos de sangre si no es la mía. Yo no me llevo porquería a casa por muy colorida y liviana que sea.
Los viejos repiten una y otra vez la misma historia: el “viejazo” que ha dado de frente contra el suelo, el estremecedor ruido, y sobre todo lo mucho que les acostado levantarla del suelo.
Llevo treinta segundos aquí y ya lo sé todo de ellos. De la vieja accidentada no sé nada, salvo que sangra copiosamente y cada vez está más blanca.
Me largo de aquí, me aburren. Hasta la muerte me aburre. Que alguien se casque el cráneo tampoco es algo que estimule mi conversación.
Aunque no puedo dejar de imaginar como será cortar esa vieja carne y medir los litros de vida que contiene.
Cosa que me convertiría en un forense de no vivos. Insisto en que la vieja no está del todo viva ni del todo muerta. Da mal fario.
Definitivamente, no llegaré a casa nervioso por compartir esta experiencia.
Es más, es algo que ocultaré como una vergüenza, algo embarazoso; porque no reconoceré jamás que mi vida es tan pobre como para que me entretenga una vulgaridad como una cabeza de vieja rota.
El ambiente es húmedo y ya no los oigo gritar, el cielo es tan pesado, que hace presión en las palabras y estas caen muertas en el suelo. Muertas como seguramente lo estará enseguida la mujer.
No soy optimista, no tengo ninguna razón para serlo.
Cuando doy la vuelta a la esquina mi perro aúlla, siempre lo hace, imita el sonido de las sirenas. Y suena una tan cerca que cuando levanto la mirada, está a unos metros pocos metros de nosotros.
El conductor detiene el vehículo y salta de la cabina el sanitario corriendo hacia a mí.
¬-Nos han avisado que por aquí hay una mujer mayor accidentada ¿La ha visto?
-Sí, pero se encuentra cinco calles más arriba. Girando a la derecha, allí encontrará un grupo de gente atendiéndola, les esperan.
-Gracias.
Y corriendo se sube a la ambulancia y ésta arranca con el molesto ruido de la sirena.
Mi perro aúlla de nuevo y le doy una patada para que calle.
La ambulancia pasa de largo la calle donde se encuentra la vieja.
No es por maldad, pero creo que si su destino es morir, que muera. Y si ha de vivir, esos minutos de más que tardará la ambulancia en llegar no le representarán ningún mal.
Pero vamos, que si he de ayudar de alguna forma en la selección natural y en evitar que seres ya viejos agoten recursos en el planeta, lo hago sin ningún problema.
Incluso con una sonrisa en la cara, mientras me enciendo con cierta felicidad un cigarrillo en este hermoso día gris.
Esta pequeña broma tampoco la contaré en casa, no entenderían mi sibarita, sarcástico y refinado humor.
Y si por mí fuera, que una vez haya llegado a casa, llueva mierda.
Una vez, en un examen psicotécnico me dijeron que mi empatía era nula y que debería hablar con un psicólogo para tratar de paliar este defecto.
Bueno, pues lo que para ellos es un defecto, para mí es mi puta virtud y me he tomado mi interés por no sentir interés alguno por los seres que me rodean.
Creo que lo que es malo para la chusma, es bueno para mí.
Llueve... pero no es mierda.
Aunque no estoy seguro.


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4 de enero de 2011

Breve historia de un alma



Es que soy lo que rima con joya de gracioso que soy.
Una vez y mil he dicho que el alma no existe, que el ser humano es un conjunto de células y cada una hace lo que debe hacer. Y cuando llega el Segador, ni alma, ni pensamiento, ni nada de nada. Todo desaparece.
Una vez me preguntaron: ¿Entonces de dónde nace el amor? De los testículos, respondí yo muy cínico.
Y me cuidé mucho de no torcer mi sonrisa en una mueca amarga para que nadie dudara de que me creía mi simplificada filosofía de la vida.
Ya que no soy inteligente, prefiero asumir el papel de vanidoso ególatra (o ególatra al cuadrado) y así provocar antipatía antes que pena.
Todo iba bien, porque sentía esa intensa punzada que da en el pecho la soledad; pero nadie se percataba de ello. Soy bueno ocultando mis miserias.
Bueno, a la edad que tengo, todos somos hábiles haciéndolo.
Hay días en los que es mejor meter la mano en el triturador de basura y silbar mientras las células afectadas gritan de dolor.
Son días en los que descubres con un sutil tintineo que algo huele a podrido en Dinamarca y que toda esa habilidad para alardear de frialdad y sapiencia, se va por el desagüe junto con los restos de comida tras el cepillado de dientes.
Ella me miraba sorbiendo el café de la máquina del comedor de la empresa.
Yo pensaba en el cansancio, en el hartazgo de los días iguales, en el amor que soñaba secretamente y no encontraba.
No reconocía amor en los seres que me rodeaban.
Me sentía triste y debí perder el control, algún gesto me traicionó.
Estoy seguro de que tragué saliva con esa tristeza existencial que a veces me ataca.
Y ella se acercó, echó unas monedas en la máquina de bebidas y posó su mano en mi hombro derecho, suave y brevemente la retiró deslizándola como una caricia.
Me dio el vaso con el café humeante con una complicidad que me dobló buscando aire.
Os juro que la oí, supe que era ella, mi alma. Fue el ruidito casi imperceptible de una campanilla de cristal, o como cuando se hace una brecha en un vidrio con un suave clic que nos suele provocar un escalofrío.
Ese fue el ruido de mi alma, se me rompió un trocito con aquel gesto y cayó al suelo con un alegre tintineo.
Supe que era mi alma, porque también mi cuerpo pareció quebrarse.
Yo me reí y ella también.
La conocía de los diecisiete años que llevábamos en la empresa; pero salvo los saludos corteses, no tuvimos nunca una conversación y mucho menos un roce.
–¡Qué día más asqueroso para hacer fiesta! Menos mal que aún nos quedan sólo cinco horas más de trabajo –dije nervioso, intentando ser ingenioso.
Ella se rió a gusto. Quedó seria de repente y volvió a posar la mano en mi hombro.
–Cielo, te he visto, te he reconocido. Nadie traga la amargura como tú.
Aparte de que aún resonaba en mis oídos el ruidito de mi alma rota, se me escapó el café de entre los labios como si fuera un perfecto imbécil.
Ella no sonrió, acarició mi mejilla.
–Dime que me reconoces cielo, por favor. Por favor...
No la reconocí, pero sentí un ruido ensordecedor a cristales rotos. Cubrí su mano con la mía, aún en mi mejilla.
–No sé si te reconozco; pero te siento, mi vida.
Ella giró un poco el cuello echando la cabeza atrás y posó su mano en él. El índice largo y delgado señalaba esa tersa piel. Sus ojos negros brillaban y daban luz a mi alma hecha añicos.
Y besé su cuello, y lloré lágrimas más antiguas que el fuego.
Todo mi ser tintineaba como vidrios cayendo durante aquel beso.
–Estoy muy cansado, mi amor –le dije.
–Vamos, cielo –me dijo antes de posar un beso en mi mejilla–Vámonos de aquí.
Y quise pedirle que me ayudara a recoger los trozos de mi alma rota.
Y salí con ella de la mano a un mundo nuevo que no reconocía.
Fue tan breve y fulminante...
Tengo miedo de que fuera un sueño. Me muero de miedo.
Uno no sabe bien como actuar ante este miedo, no cuando sabes que tienes alma y que duele.
Cuando te das cuenta de que tienes alma y que se puede romper, es que el amor ha irrumpido sin cuidado.
¿Por qué tiene que ser todo tan brusco? No hay término medio, no hay sutilidad. Amar requiere una buena forma física.
Y descubrí el amor y el alma entre tintineos, y un café.
Ahora la beso tan profundamente, que es imposible que sea sueño; y lamento los siglos vividos sin ella.
Y esta es la breve historia de mi alma.
Toda una vida con ella y la conocí en un instante.


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28 de diciembre de 2010

Soy tu ángel caído



Ya no sé que soy, mi amor.
Una vez me llamaste ángel. En caso de que lo fuera, sólo podría ser el Caído.
El Caído ante tu cuerpo y tu coño sagrado.
El Negro Ángel de pene pétreo que destila un humor pegajoso. Que te cubre y penetra.
No sé que soy, pero no soy bondad.
He gritado tu amor y he ofendido a deidades malditas y benditas anteponiéndote a ellas y a los que mueren y sufren. A los que ríen y gozan. Sin sentir pena por nadie, sólo indiferencia.
Sus cuerpos son el suelo en el que afirmo mis pies para penetrarte.
No soy bueno, no soy hombre.
Soy la bestia que hunde la nariz en tu sexo anegado y aspira tu esencia con un gruñido. Ahogándome en tu coño.
Y lamo y escupo en tu vulva que me enloquece, en tu piel que me hace descender a lugares que no existían hasta ahora.
He perdido mi humanidad amándote, he involucionado por debajo de toda inteligencia. Soy un glande goteante.
Un ojo cerrado en carne cárdena, de fina piel a punto de rasgarse. A veces abierto de deseo; un meato corrupto que busca tu coño con hostilidad y rabia.
Tú me has hecho así.
Tu sensualidad es mi regresión a lo más primitivo de mis instintos.
Y aún así, me has elevado por encima del la bondad y la mediocridad. Has hecho de la pornógrafa injuria mi religión.
Abre la boca, acércate a mi masturbación doliente, irrefrenable. Sé puta y deja que bañe tu rostro de Diosa Caída con mi esperma espeso y ardiente. Que se escurra por tus pechos, que gotee en tu vientre herido.
Es tuyo, soy tuyo. Somos tu creación.
Si alguna vez fui bueno, la bondad se convirtió en la baba que inunda mi boca y sorbe dolorosa y ansiosamente tus ofensivos pezones erectos.
Putos pezones... Putos porque tú me has hecho así.
Soy un caído que corrompió la bondad del amor para abusar de tu carne, Diosa Caída.
Ya ni el infierno nos acepta.
Eres mi único y posible universo.
Si alguna vez te amé, ese amor son ahora venas que alimentan mi bálano para penetrarte y embestirte hasta que la mismísima naturaleza grite renegando de la blasfema reproducción.
Y yo hundiré de nuevo mi nariz en tu vulva para ahogarme en tus deseos que brotan de entre las piernas, entre tus dedos con los que castigas una perla que no se rinde a un solo placer. Que necesita mil caricias para consolar su sed de orgasmos.
Y así maldeciré la anodina bondad y el amor humano.
Maldeciré a Dios y la misericordia lamiendo tu altar obsceno.
Bendeciré y sacrificaré mi corrupto semen a tu coño bendito. Lo único sagrado del universo, y al tiempo creado para ser profanado, violado.
Escupiré en tu piel en lo que ha mutado el amor: un bálsamo de hijos nonatos, que ni siquiera de nacer tienen voluntad. Sólo cubrirte y calentarse en tu cuerpo de Diosa Caída.
No soy más que un Ángel Caído que aúlla con esta carne dura estrangulada por mi puño, con la garganta desgarrada de gritar tu nombre.
Si una vez fui hombre, debió ocurrir antes de amarte. Ya no recuerdo...
Eres mi pasado, mi presente y mi futuro.
Ocupas todo, se borró todo lo no que eres tú.
Arderé en ti, mi Diosa.


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26 de diciembre de 2010

Amargas sonrisas



–Hola, me llamo Adriano y se me ha roto la sonrisa –el hombre miraba al suelo con timidez.
–¡Hola Adriano! No sonrías pues. Te saludamos –corearon al unísono los integrantes del grupo de Amargas Sonrisas Anónimas.
El grupo estaba formado por ocho personas formando un semicírculo en cuyo centro se encontraba el psicólogo, Roberto.
Adriano se volvió a sentar en su silla sin decir más.
–Amado ¿Por qué crees que las sonrisas se rompen? –preguntó el psicólogo a un hombre calvo.
–Porque las usamos mal, cuando los labios sólo quieren gemir por un dolor o una vergüenza, formamos una sonrisa insana. Y el organismo a la larga, crea anticuerpos que las destruyen, cualquiera que sea.
–Eso lo sabe todo el mundo, Amado. Es la introducción de nuestra sociedad Amargas Sonrisas Anónimas. Dime lo que crees tú.
Amado, que empezaba a esbozar una sonrisa, de repente enderezó sus labios.
–Porque después de muchos años de vivir, no conseguimos sentirnos bien, no encontramos nuestro lugar en el mundo. Estoy solo –Amado esbozó una sonrisa que no llegó a vivir más que medio segundo.
–¿Por qué has intentado sonreír si tan solo te sientes?
–Porque la soledad me avergüenza, y no quiero que nadie sepa lo mal que estoy.
Adriano observaba con interés a Amado, no se daba cuenta de que estaba apretando fuertemente los puños. Temía que si le hacían una pregunta como esa vomitaría.
Roberto observó con discreción a Adriano y anotó en su cuaderno: “Adriano: sonrisa totalmente destrozada. No conviene presionarlo aún, hay mucha tristeza en su rostro. Durante las tres primeras sesiones se aconseja que su participación sea pasiva. Se le ha de sorprender.”
Ninguna sonrisa había en todos aquellos rostros, sin embargo, tampoco había tensión alguna. Se encontraban relajados, sin presiones.
Adriano se sintió cómodo ante aquellos que sin sonreír, parecían estar en paz.
Aflojó la presión de sus puños y su espalda se relajó en el respaldo de la silla.
–Elvira, dinos, ¿has sonreído hoy?
Elvira encendió un cigarro con nerviosismo, sus manos temblaban.
–Sí. Dos veces.
–¿Te apetecía o era necesario?
–Era necesario, mi jefe ha propuesto un desarrollo de negocio y debía demostrar que era de mi agrado.
–¿Y cómo te sientes?
–Tengo miedo de haber perdido lo que había recuperado en las últimas sesiones.
–Elvira ha actuado correctamente –Roberto dirigía su mirada a todo el grupo–. Un error muy corriente es caer en el extremo de no sonreír jamás. No es viable, debéis sonreír cuando sea necesario. Es simple supervivencia en esta sociedad. Elvira no ha perdido nada de lo que ha avanzado en las últimas sesiones. Todo lo contrario, ha sabido dominar el temor al dolor de una sonrisa superflua, cortés.
–Yo he sonreído por alegría, mi novia estaba preciosa –intervino Lorenzo con entusiasmo–. A Carmen le ha gustado mi sonrisa, ha dicho que era fresca y limpia, hoy mojo... ¡Ja!
El psicólogo dio fin a la sesión, algunos sonrieron y otros no.
Adriano se dirigió al psicólogo cuando los integrantes del grupo desalojaron la sala.
–Tengo miedo de no sonreír jamás. Duele la tristeza de los errores acumulados.
Roberto lo miró fijamente.
–Hay que joderse, ya me ha tocado un derrotista en el grupo.
Adriano no pudo evitar una sonrisa de sorpresa y salió con ella aún dibujada en el rostro. Roberto suspiró aliviado y casi sonrió también.


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22 de diciembre de 2010

Mala suerte



He intentado sonreír y no he podido; ni siquiera he podido torcer los labios.
Son cosas que pasan. Como la araña que trepa por mi rostro y deposita sus huevos en mi oído.
Hoy, cualquier tipo de ternura me viene bien. Si es mamá araña haciendo de mi pabellón auditivo su nidito maternal, estupendo.
Hace mucho frío. Es extraño, mi cabeza parece que va a estallar y el rubor de mis mejillas es un ardor constante. Sin embargo, los dedos de las manos y los pies están fríos.
No puedes usar prendas sintéticas, no abrigan si no hay sudor.
Se diría que la parte de mi cuerpo que debería extraer alguna sensación de la vida o del entorno, está muerta.
Imagino que hoy es uno de esos días en los que es mejor caer en coma y que toda esta amargura, pase como si fuera sueño.
A ver si hay suerte y por alguna extraña química de mi cuerpo desvencijado, me entran los dedos en calor. Si me arde la cabeza, tal vez radie el calor a los extremos.
Ni siquiera me apetece sacarme la araña de la oreja. Cuando mueve sus patitas me hace cosquillas.
En algún momento de mi vida, alguien me hizo cosquillas con sus labios.
Es mejor no pensar en ello.
Voy a ensayar una sonrisa a ver si me animo.
Uno, dos, tres...
¡Ya!
¡Cómo duele! Se me han abierto los labios y me escuece hasta el aire. Debía haberlo intentado en casa y no aquí en el bosque con la pierna rota.
Ya verás cuando encuentren mi cadáver congelado, la de tonterías que voy a tener que oír: “¿Cómo se le habrá ocurrido a este tipo venir sin calzoncillos de recambio? ¿Por qué no se ha traído un kit de de supervivencia con aparato de Rayos X portátil y vendas de escayola? ¿Es que tenía que venir de paseo al bosque precisamente el día que cae la nevada del siglo?”
Respecto a lo último, lamento mucho que no podré defenderme; pero por si acaso escribiré en mi diario (en este caso sería ya prácticamente un muertario), que cuando salí de casa hacía un día soleado y que no soy tan gilipollas como para ver nieve y correr desnudo con una euforia casi demente. Soy un hombre tranquilo y sosegado.
Además de que ando mucho y se me da bien orientarme, salvo cuando me pierdo.
De la misma forma que no puedo sonreír, tampoco podía dejar de llorar (por asuntos personales que no vienen al caso, la emoción es traicionera) y las lágrimas se congelaron. Así que me pasó desapercibido el agujero que algún excursionista estúpidamente limpio hizo en la tierra para cagar, y he metido ahí el pie. Se ha tronchado la tibia con un chasquido que ha hecho levantar el vuelo de todos los pájaros que no sabía que pudieran ocultarse en el bosque.
Son listos estos animalitos, lo capaces que son de esconderse y pasar desapercibidos cuando quieren. Yo consigo pasar desapercibido en muchas ocasiones; pero no por voluntad propia. Es algo que se me da bien de una forma natural.
Idiosincrasia pura.
No he llorado mucho de dolor porque de lágrimas voy bien servido y se gastan también.
Ojalá no encuentren mi cadáver, porque si se entera que he muerto solo en el bosque como un animal, se va poner muy triste. Me ama casi tanto como la amo yo, y eso es muchísimo.
La naturaleza está sobrevalorada. Seguro que quien ama a los animalitos no se ha visto con una pierna rota en fractura abierta inmovilizado en el bosque. Y es que cada uno cuenta la feria según le va.
El único y poco cerebro que tienen los insectos, está exclusivamente dedicado a jodernos.
Con la cantidad de hierbas, plantas, árboles y maderas podridas que hay en este enorme bosque, ¿por qué coño ese gran escarabajo se dedica a babear y recorrer el hueso que asoma por el pantalón?
Me provoca un cosquilleo irritante, además me dan escalofríos y me duele la carne rasgada por el hueso.
Tiene suerte de que no puedo mover una sola pestaña sin sentir dolor, de lo contrario, usaría el ensangrentado hueso de yunque para aplastarlo de un manotazo, maldito hijo de puta.
Yo creía que estos bichos sólo salían con el calor y el buen tiempo.
Haga frío o calor, está visto que si hay un idiota cerca sea humano o insecto, he de tropezarme con él.
Y es que la buena suerte no está hecha para mí.
Sea insecto o humano.
Encontrarse así solo en el bosque y tan malherido es, aunque no lo parezca, tranquilizador.
Sabes que ya has llegado al final; que comparado con algunas de las cosas vividas este último dolor es menudencia.
Yo ya sabía por otras experiencias que no sería cobarde a la hora de morir. Me siento orgulloso de mí mismo. Cosa curiosa por demás, porque es la única vez que me he sentido así de bien conmigo mismo. Normalmente soy un mierda.
Es una broma de mal gusto que alcance mi equilibrio precisamente ahora que me muero.
De cualquier forma es mejor morir con dignidad. Es una manera de alcanzar un nirvana en vida, que dudo que mucho que una vez muerto ya del todo pueda disfrutar.
La verdad es que no presiento nada, sólo la certeza de que a medida que mis extremidades se congelan y la sangre se agolpa en la pierna tronchada, la vida se me va.
Con la suerte que tengo, en caso de transmigrar mi alma, seguro que acabaría como ese asqueroso escarabajo.
Y la vida no vale tanto como para vivirla así. El escarabajo querrá mucho su vida; pero a mí me la pela.
No pienso pasar por ese trance. Para prostituirme prefiero otras esquinas.
Es un poco decepcionante. He salido a pasear porque me siento feliz, estoy enamorado y soy amado. Sólo quería mostrarle al planeta que también podía ser dichoso aunque suene cursi. Pero se me olvidó que la felicidad tiene un coste elevado y que tarde o temprano se ha de pagar.
Insisto en lo de mi proverbial mala suerte.
E insisto, porque en todos mis anteriores paseos, no había visto jamás un animal más grande que una ardilla. Y ahora, puta casualidad, aparece un oso para olisquearme.
Aunque la verdad, no creo que se conforme con olisquearme. Ser tan feliz, amar tanto, va pasarme una factura muy alta. Lo sabía...
Los osos no son cuidadosos y tratan la carne como a los troncos de los árboles. Y de todos es sabido que si tienes un daño, todos los golpes y atenciones van a parar a él.
El oso, al igual que el escarabajo, siente una fijación especial por el hueso ensangrentado. Cosa que me hace suponer que estar enamorado hace la sangre más apetitosa. O simplemente que se ha empezado a descomponer algo y el olor a podrido atrae a todos los animalitos del bosque.
El escarabajo se larga haciendo un molesto zumbido con sus asquerosas alas. Y el oso me da un toque con su garra. Automáticamente me meo de risa. Y una mierda, me meo por un dolor espantoso que me arroja a la locura y al miedo infinito. Así de literario, así de bestial.
Echo de menos al escarabajo.
Si el oso fuera el último ejemplar del planeta, si tuviera un buen rifle y si pudiera aguantar este insoportable dolor sin llevarme las manos a la cara; le volaría la puta quijada al plantígrado y luego me fumaría un puro sobre el cadáver del último y asqueroso oso.
Ella me besa el cuello, posa sus labios suaves y plenos y su lengua es una caricia más que se desliza provocando que mis ojos se cierren suavemente en un sopor erótico.
El oso me desgarra la garganta, y mi poderoso cerebro se preocupa de engañarme de la realidad. Es algo de agradecer.
Yo beso su boca, entrechocamos nuestras lenguas para llegar más profundamente donde sea que haya que llegar. Ella es dulce y me quiero morir en ella.
No dura mucho, inundo su boca con la sangre que mis pulmones extraen. Mi garganta abierta lo inunda todo. Ella vomita al sentir su boca llena de mi sangre y yo no puedo evitar morir.
Y el oso lame la sangre que corre por mi pecho con glotonería.
Perdona estas alucinaciones, cielo, te amo demasiado y quiero morir contigo. No me gusta este oso, me duele, me mata.
No siento dolor alguno, mi cerebro es eficaz desconectando nervios, distrayéndome con hermosas imágenes de la realidad. Aunque no es tan potente como las garras del oso.
Ella sigue conmigo y mete la mano dentro de mi pantalón, yo contraigo el vientre para que su mano llegue fácilmente al pene, que lo coja. Que lo acaricie. La deseo y estoy caliente.
Y cuando mis testículos aparecen ahora desgarrados entres sus dedos goteando sangre y semen, resulta que es el oso haciendo de las suyas.
Ahora abre su enorme boca ante mi rostro y mi cerebro me abandona, se ha escondido en un rincón ante el horror de esa boca apestosa y de colmillos infames que aplastarán el cráneo y acabarán con el pensamiento. Mi cerebro es cobarde al final se ha arrinconado contra el cráneo y ahora estoy a merced del miedo.
Me gustaría morir pensando que es ella quien acaricia mi pelo sucio y me diga que pronto estaremos juntos.
No sé, son cosas que a la hora de morir ayudan.
Qué mala suerte...
Ojalá pudiera desnacer y no nacer. Fue un error todo esto.
Mi paseo por el bosque, el pago inevitable por ser feliz.
Maldita sea mi suerte.
Supongo que luego vendrán los jabalíes a acabar de rematar, pero yo ya no estaré.
Ojalá te envenenes oso de mierda.


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5 de diciembre de 2010

La garrapata



Hay un cansancio vital que parece enroscarse y cortar la circulación de sus piernas; la garrapata inocula con potentes latidos ponzoña de tristeza y soledad en su ánimo.
Pero ahora no llega a su cerebro, toda esa miseria va directamente a su pene, directamente, y allí se transforma en energía. En presión constante.
Estar solo no siempre es un privilegio, puede ocurrir que ames y no ser amado.
No es esporádico, suele pasar.
La mujer mantiene las manos apoyadas en el mármol de la cocina, su tanga está ligeramente ladeado por el pene que bombea en su vagina. El fino hilo de la prenda, roza su clítoris de forma irregular y sus rodillas tiemblan por la fuerza de la penetración y un placer que las debilita. Sus pechos se agitan furiosos por las embestidas del hombre. Y algún grito incontrolado se le escapa cuando las rudas manos los agarran, clava sus dedos y maltrata sus pezones.
El hombre siente la humedad de la excitada vagina bañar su bálano y todo se acelera. Sus testículos están empapados, el vello húmedo.
Follarla es un tratamiento contra el cansancio vital aunque sus piernas tiemblen durante el coito. Quiere llegar a su útero mismo. Quiere llenarla de él.
Nunca será amado y un litro de agua pesa un kilogramo. Las cosas son así.
Deja de penetrarla y con unos cachetes en los muslos interiores, la lleva a que separe más las piernas. Con un cuchillo corta las cintas del tanga y retira la prenda aún metida y mojada entre la vulva. Ella siente un escalofrío de placer cuando retira de entre sus labios esa tela provocando un delicioso roce. Sus nalgas se abren, la vulva brilla húmeda. El hombre saliva abundantemente.
La garrapata late en su ingle, succionando sangre dejando ir un torrente de ponzoñosa tristeza a cambio. No es parasitismo, es simbiosis. Al menos en cuanto al pene se refiere.
En cuanto a la mente, ni simbiosis, ni parasitismo. Es simple fiebre, infección que mata.
Aunque ahora no percibe en toda su magnitud ese torrente de pesar, puede observarse el irreparable daño del alma en su forma casi agónica de entregarse a la mujer que ama.
Él no hace caso del agotamiento que la tristeza lleva, simplemente folla. Es lo único que puede hacer para estar más cerca y dentro de ella.
Se arrodilla antes las nalgas y acaricia el clítoris masajeando el ano con la lengua. Penetra su vulva con los dedos y ella arquea su espalda acallando un gemido sin conseguirlo.
Se interna más en los muslos. La lengua busca el coño que derrama un continuo y viscoso placer.
Cierra los ojos evitando mirar el mundo. Evitando ver ese coño palpitante y dilatado de deseo para no quedar inmóvil ante la belleza del placer obsceno.
La mujer nunca lo amará, ha pasado demasiado tiempo desde que se prometieron amor inmortal. El amor no existe en ella, sólo es un cariño, una atracción sexual.
Él lo siente en el sabor de la baba que de su coño mana.
Ella nació para ser amada y él para amar. Ella llega excitada a la casa y él la folla enamorado.
La garrapata es su única amiga, la que no se quiere separar de él.
Hace dos semanas, tenía dos cucarachas, consiguió que se le subieran por el cuerpo y se posaran tranquilas en su cuello, en su frente; pero murieron pronto.
La soledad es buena para sentir aprecio por todos los seres del planeta.
Tal vez sea mejor así. Ser amado es una responsabilidad muy seria, está seguro que no sabría que hacer si fuera amado. Se sentiría agobiado. Importar tiene que ser una carga pesada.
Ser amado requeriría el convencimiento de ser digno de ello. Y a estas alturas de la vida, nada le hace pensar que pueda ser digno de semejante privilegio.
Amar está bien, hay gente que no lo hace nunca.
O piensa eso, o se pega un tiro en la boca.
La garrapata se hace enorme, está bien instalada en su ingle, a veces mueve sus pequeñas patas un poco inquieta y a él le gusta ese cosquilleo. Como si alguien que te ama te hace cosquillas en la piel con sus labios.
Y a pesar del placer que ahora le embarga siente bombear de la boca de la bestia el ácido cansancio de la tristeza en sus piernas cansadas.
Llegó demasiado tarde a su vida, las plazas para ser amado se han agotado. Ella ama a demasiadas personas. Él ha llegado con cientos de años de retraso.
Ella no tiene la culpa. Él tampoco. Empate.
Él la ama aunque tenga que esperarla semanas para tenerla esa media hora que dura el polvo. La follada de la quincena, del mes.
Se propuso amarla, a pesar de la certeza de que nunca sería amado. Pero era lo más parecido al amor que se le ofreció. Tuvo que aceptar.
Siempre es la misma pauta: él también ama a la vida, se aferra a ella como la garrapata a su piel; pero la vida no acaba de amarlo tampoco.
No acaba de quererlo lo suficiente.
La vida, igual que la mujer que ama, simplemente lo soporta. Ambas le regalan algún tiempo que tengan libre. De vez en cuando recibe alguna atención en pago a que ama tanto. Una gratificación que no vincula más allá de media hora, una hora a lo sumo si tiene suerte.
El amor está demasiado disperso en ella y en la vida, aman a muchas personas y en él apenas focalizan algo.
Se está masturbando con fuerza, recibiendo en su boca las contracciones de la mujer, cuyo hermoso cuerpo se tensa ante la proximidad de un orgasmo. Le gusta que ella se corra en su boca, le gusta ese jarabe que ella expulsa cundo llega al clímax.
Al mismo tiempo él escupe su semen salpicando las pantorrillas y los tobillos de la mujer, exprimiendo las últimas gotas que salen de su glande con una mano. La otra se ha cerrado en la vagina presionándola durante el placer sumo. Ella tiene su mano sobre la de él, obligándole a que contenga con más fuerza todo ese gozo que hace enloquecer su coño y su columna vertebral cuando la recorre el explosivo orgasmo. Sienten que sus sexos estallan.
Los jadeos de ambos ponen de manifiesto el absoluto silencio en el apartamento.
Ella le da un beso cálido y él se deja llevar por el momento. Ese roce de labios parece combatir todo su cansancio y la garrapata se siente celosa. Se remueve inquieta y rasga más la herida con su boca para castigarlo.
-Te llamo –le dice al hombre abriendo la puerta de la casa para salir.
-Gracias –responde él con verdadero agradecimiento.
El hombre se sienta en el sillón aún desnudo. El semen se enfría rápidamente en su pene y le da una agradable sensación de frescor.
Observa a la gorda garrapata inyectando ahora dosis masivas y casi mortales de soledad. Siente la presión en todas sus venas.
Y un poco de asfixia, que por extraño que parezca, con el cigarrillo alivia.
Suena el teléfono.
-Hola papá.
-Dime.
-Feliz cumpleaños. Te quiero. ¿Te han regalado muchas cosas los amigos?
¿De verdad hoy es su cumpleaños? ¿Cuántos cumple?
Tal vez dos mil, no importa.
-Aún no; pero esta noche tenemos una cena –le miente. No hay cena, no hay amigos.
Y acaricia el cuerpo repulsivo de la garrapata en un acto de repugnante ternura.
Está dura, parece de piedra.
-Te quiero hijo.
-¿Cuándo volverás?
Silencio...
-Nunca –dice el hombre con un dolor en el corazón.
-Un beso papá.
La garrapata ha crecido tanto...
Ya no hay nadie al otro lado del teléfono, la garrapata ha cortado la comunicación.
Está firmemente anclada sobre la femoral, muy cerca de los testículos.
El cuchillo está en el suelo parcialmente cubierto por el tanga roto, lo toma del suelo estirando el brazo casi con esfuerzo. Con cansancio.
Con el cigarro colgando de los labios y entornando los ojos por el humo que le ciega, apoya el filo entre la piel y la bestia. Y corta.
Un chorrito fino de sangre se escurre por el muslo y gotea el suelo.
La garrapata ha quedado pegada en la hoja del cuchillo. La hace estallar como una burbuja entre sus dedos.
La cabeza con su boca ha quedado enterrada en la piel. De ahí sale mucha soledad y tristeza acumuladas; un humor que tiene el color de la sangre gastada y vieja, casi azul.
Escuece.
Así que hunde la punta del cuchillo para extraer la boca, que como un aguijón dentado, se ha quedado firmemente metido en su carne.
Está cansado, está nervioso, hurga en la herida sin llegar a conseguir mover el aguijón. Profundiza, llega la ira de su propia torpeza, hunde el cuchillo con rabia y sin cuidado.
Hay demasiada sangre para que pueda haber un final feliz.
El cuchillo hiere la gran arteria y la sangre ahora le salpica la cara.
No hubiera sido nunca un buen cirujano.
Qué fácil es morir.
Fue un error adoptar la garrapata, cuando hace una semana trepó por su pierna buscando sangre y compañía, la miraba asqueado subir por la piel lenta y torpemente.
Y aún así le invadió cierta ternura. Era tan pequeña...
Estaba necesitado de algo de compañía, de alguien que no se avergonzara de estar con él; pero esa amistad ha resultado ser demasiado agresiva. Obsesiva.
Las cucarachas eran más distendidas.
Ahora no importa, está cansado, es mejor abandonarse.
Bueno, tampoco es nada extraño. Es normal morir de la misma forma en la que se vive.
No sucede que cuando te vas a morir, todos los amigos vienen a despedirte o te dice alguien que te ama.
Te largas igual de solo que has vivido.
Le da una última chupada al cigarro, con incomodidad; sus pies resbalan entre la sangre y no puede relajarlos.
Cuando el corazón falla, da un último ronquido.
Feliz cumpleaños. Feliz cumplemuerte.


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2 de diciembre de 2010

El Imbécil



Él le ofreció una pluma como muestra de amor, la cargaron juntos de tinta, de amor; en un rito secreto de amantes. No hacíamos daño a nadie. La besé con el olor de la tinta de canela.
Escribimos con pigmentos de amor incondicional y eterno. Un poco tristes, un poco cansados de tanta espera.
Y el Imbécil se la arrebata de las manos; el Imbécil cree que puede contener el amor robándole la pluma a mi Bella.
Ella luce un anillo sencillo, un secreto de enamorados de seises y ges.
Y el Imbécil se lo arranca del dedo.
Como si el Imbécil Cornudo con ello pudiera arrebatarle el amor que impregna su piel.
El Imbécil llora su derrota, acaricia sus putos cuernos de maltratador.
No te preocupes, mi vida, tengo tanto amor para ti que el Imbécil morirá arrollado por esta adoración.
El Imbécil le roba su hija, roba su propia carne. La roba de ella y de si mismo sin saberlo, porque es demasiado imbécil. La hija crecerá sabiendo que su padre es un ladrón imbécil de amor y de ternura. Que su padre es un chantajista idiota del desamor.
Su hija sabrá que cuando aún no había nacido, posó el filo de un cuchillo en el vientre de su madre durante horas. Cuando sólo era un feto.
Se lo diré yo, Imbécil Cornudo, se lo diré con la mujer que amo, con la mujer que chantajeas y maltratas, cabrón imbécil.
El Imbécil es tan imbécil, que cree ganarse el amor robándolo. Pegando.
Pobre Imbécil cornudo: ha sido mi polla, tarado, la que ha penetrado la mujer que nunca te amó.
Imbécil cornudo y mentiroso, que a sabiendas la engañaste de tu naturaleza repugnante y violenta. Pegas a los débiles. Mi pene te mojará de orina, cabrón.
No eres hombre ni bestia sólo un imbécil cornudo y temido por ellas, por la mujer que pegas y por la hija que robas.
Cabrón e imbécil.
Ni aunque robaras el cáliz sagrado y metieras tu pequeño y pálido pene en él, conseguirías despertar atención en nadie, anodino Imbécil.
Imbécil borracho con delirios de ser padre: hasta los cerdos son padres. No te sientas tan orgulloso de haber preñado a una mujer. Sólo eres un imbécil borracho.
Un Imbécil ladrón sin cerebro.
Imbécil...
Y esos cuernos que luces, Hellboy tarado, es el amor que nos profesamos y que en ti se ha convertido en un tumor duro y retorcido de nuestro divino adulterio.
No deberías haber nacido, imbécil cabrón y cornudo. Eres repugnante en esencia, causas rechazo. No reconocerías el amor ni aún llevándolo como astas de marfil en tu vana cabeza.
Imbécil, has de saber que he besado su divino coño y que mi pene enorme ha entrado en su cuerpo más profundamente del que el tuyo entró jamás.
Imbécil ladrón, cobarde, devuelve la pluma y el anillo. Devuelve la libertad a la madre y a la hija.
Perro moro imbécil...
Después besa mi polla sacra rogando que los cuernos no crezcan hacia adentro y te perforen el cerebro si tienes.
Imbécil... ¿En qué lugar del universo te podría amar alguien?
Cornudo del miedo y el chantaje.
Y puede, imbécil ladrón, que un día tengas que demostrar un valor que no tienes frente a mí, el que ama y folla a la mujer que pegas. Y no te irá bien, porque soy más macho que tú (lo dice ella que me ama), soy más guapo que tú (lo dice ella que me ama), soy más fuerte que tú (lo dice ella que me ama). La tengo más gorda que tú (ella grita de placer conmigo).
Acaricia tus cuernos, Imbécil
Ladrón.
Devuelve la pluma, el anillo y la libertad. Sé hombre por unos segundos.
O muere como un perro aullando por el peso de los cuernos en tu frente, como un cáncer del asco que provocas.
Nos amamos, odiado cornudo.
Te puedes meter la pluma y el anillo en el culo. Será un supositorio de amor, algo que sólo así podrás experimentar por unos instantes.
Ni para hombre ni para ladrón sirves.
Imbécil cornudo y borracho.
Te hemos coronado la frente. Y tu hija lo sabrá.
Y ahora, maltrata a tu madre, imbécil
O prueba conmigo, valiente.
A ver si me robas mi pluma.
Imbécil anodino...
Eres uno más de ellos, no eres especial. Sólo algo que rechazar, que tratar. Que erradicar.
Métete la pluma en el culo y el anillo en la punta de un cuerno.
Porque el amor no reside en ellos.
¿Es que me ves triste o con temor, Imbécil?
No eres nadie capaz de borrar mi sonrisa.
Ni la de Ella, la que amo. La que no te quiere.


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26 de noviembre de 2010

Un hombre ajeno al mundo



El hombre piensa, el hombre divaga.
Le gustaría contar cosas interesantes, que su vida ha tenido momentos de misterio y emoción.
Pero no se puede engañar a si mismo, el hastío ha cubierto de una dura coraza su cerebro y las ilusiones se hacen piedras que escupe cuando orina.
No podría engañar a la mujer que ama ni a mitad de su declaración de amor.
Sus ojos viran del azul al gris, suelen ser siempre claros. Sostiene que no lo son, simplemente están apagados, están faltos de vida.
Su piel no es cálida como asegura ella, él replica que tiene fiebre crónica.
Sus músculos no están ejercitados; si lo parece, se debe a un fallo en la presión sanguínea.
Cuando se encuentra solo, su sonrisa es cínica. La sonrisa de quien ha recibido tantos golpes que tiene la certeza que ha de pagar por los momentos felices. Que tras un placer hay escondidos mil dolores. Pero eso no lo arredra, no tiene miedo al filo de la navaja con la que la vida corta la piel de su alma.
Y su alma está completamente escarificada, ahora la vida corta sobre viejas cicatrices, no hay sitio, no hay piel del alma libre de ofensas. No hay un ápice de inocencia.
Sin embargo con ella... Con ella ríe con una sonrisa inocente.
Atesora todas y cada una de las experiencias que ha gozado con ella, las escribe, las subraya, las relee, las memoriza para convencerse de que ha vivido al fin momentos de emoción e intensidad.
De amor puro.
De puto amor al fin.
Sostiene que no es de aquí. No es su tiempo ni su planeta.
Su ubicación en ambas dimensiones es un craso error, y no de él.
El aire y la tierra lo rechazan, su resistencia se acaba; es cuanto menos curioso que haya conseguido sumar casi cincuenta años de vida. Dicen que mala hierba nunca muere.
Sí que muere.
Ni una gran cantidad de comida consigue darle fuerza; porque su organismo rechaza el presente, la comida presente, el aire presente, el agua presente... Se mantiene en pie porque se alimenta de si mismo. Se devora para sacar sustancia alimenticia que no le da este planeta, o este presente.
Son habilidades que un ser rechazado adquiere a lo largo de la vida.
Nadie alimenta a nadie. Todo es lento y acaba mal.
No puede estar solo, cuando ella falta, su vida cae en picado hacia una introspección que podría causar locura y suicidio en cualquier ser humano.
Tiene suerte de ser algo no humano. Un espurio de La Tierra.
De lo contrario sus sesos ahora estarían estampados en la pared y el cañón de la escopeta humeando a sus pies.
Si no es de aquí, no sabe de dónde es, no importa. A veces es extraño a si mismo y la mirada que le devuelve el espejo es la de un desconocido.
Ni siquiera en la cama delirando con el sueño, consigue sentirse cómodo en su cuerpo.
Y ahora que tiene amor, ahora que ha conseguido sentirse en su tiempo y su lugar, tiene miedo de lo que la vida le va a cobrar de intereses por ese placer.
No ha necesitado sortilegio alguno, no ha necesitado una previa concentración.
Simplemente ha hablado sentado a la mesa, mientras escribe cosas en su libreta.
-Tengo que proponerte algo, Vida.
Ha hablado con absoluta confianza, con la seguridad de que es escuchado, de que hace lo correcto.
No tiene el cerebro podrido. Sólo eso: simplemente tiene una corteza de piedra que envuelve su cerebro. Pero aún mantiene su cordura.
Y la Vida toma volumen frente a él, ocupando gran parte del salón. Provocando la caída de varias fotos y libros de las estanterías.
No se asusta, de la misma forma que cuando está solo no tiene capacidad para la sonrisa, tampoco la tiene para el miedo. El miedo también lo trae ella: la posibilidad de no verla, la posibilidad de que se sienta incómoda. De que se retrase, de que algo le duela.
Sólo ella provoca temor en él.
Es necesario llegar a un acuerdo con la Vida, es preciso antes de que sea tarde.
Todos sabemos cuando llega un momento decisivo. Todos intuimos el fin de algo, el de nosotros mismos de forma más notoria.
El hombre de ojos apagados ha notado esta mañana al defecar algo viscoso y resbaladizo. Lo ha notado deslizarse por el esfínter con un escalofrío y cuando lo ha expulsado, ha mirado en el agua de la taza y ha visto un trozo de tripa deslizándose suave como una anguila hasta desaparecer.
Y un chorrito de sangre ha teñido el agua.
Ya poco le queda para consumirse, ya no queda alimento en su interior. Se digiere él mismo. Sus tripas se desintegran sin dolor. Como su vida: con aburrimiento.
No tiene nada que ofrecer a la Vida, sólo tiene su hostilidad hacia el mundo. Sólo puede hacer sentir a la Vida su profundo rencor. Tal vez encuentre la forma de herirla si se personifica ante él. Lentamente ha abierto un cajón del aparador y ha sacado un enorme cuchillo de caza. Es una estupidez, pero ahora que esa masa informe está frente a él, tiene esperanzas. Si algo existe, es que puede morir y ser dañado. Y todo lo que puede ser dañado, padece miedo.
Como él...
Tal vez la Vida no se haya encontrado nunca en semejante situación y se sienta extraña ante él.
-¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo me has traído aquí?
El hombre de fiebre crónica observa esa inmensa masa de carne y vapor retorcerse cambiando de color y pulsando cientos de veces por segundo. Unas veces es grande y otras se contrae hasta hacerse minúscula. Parece formada por millones de vísceras, huesos, venas y carnes mezcladas caóticamente. Y donde antes había un ojo, ahora hay una vagina babeante.
Huele a vida. Deja caer excrementos y orina, hay semen y sangre en el suelo, el hedor es insoportable y le salpica la cara, la ropa.
Siente ganas de ir a por el cubo y fregar con lejía todo esa “vida”.
-Soy repugnante. Jamás debería haber sabido como soy, tú tienes la culpa cosa no humana.
De su boca cae saliva y un pene en algún lugar de esa masa, destila humores sexuales.
Por alguna razón que ni él mismo comprende, no siente asomo alguno de temor, tal vez asco.
Puede que entre todo ese montón de órganos vivientes, se encuentre la tripa que esta mañana ha cagado.
La Vida apesta. Está asustada ante su vulnerabilidad; se siente fuera de lugar siendo algo tangible. Aún así, es consciente de su desmesurado poder.
Y el hombre con fiebre también.
-No quiero morir aún –dice lacónicamente el hombre.
-No tengo el control, no sé que hago aquí.
-Tú eres Vida, no te retires, dame parte de ti.
-Puedo darte un intestino nuevo; no porque te tenga miedo, sino porque quiero acabar con esto. No me gusta verme así. Me doy asco.
-No quiero intestino, quiero vivir al menos diez años más, sin que me robes nada, quiero ser un hombre sano durante diez años. Prometo no invocarte más.
-Te he dicho que no decido, yo sólo gobierno lo que hay, tomo lo que muere. Cojo trozos de vida y pensamientos y los reparto. No hay maldad en ello. Es naturaleza.
-Conmigo te has olvidado de pensamientos y de repartirme nada. Tengo mis necesidades.
-Estás acabado, te siento. Es mejor no vivir.
-Ahora amo, no puedo morir ahora. Tengo mis derechos, no es un buen momento.
-Para nadie es un buen momento. Ahora déjame ir, huelo mal. No me gusto. Me desoriento.
El hombre clavó el puñal en un torso sin brazos, sin nalgas y sin piel e hirió los músculos abdominales salpicados de grasa. La Vida bramó de dolor.
-Haces daño.
-Y tú también.
-Mi paciencia se acaba, podría absorberte ahora y dejarías de existir.
El hombre piensa en esa posibilidad, y en el llanto inconsolable de ella. En el inmenso e insoportable dolor que sentiría él si ella desapareciera.
-No volverás a tu dimensión o de donde vengas, estaré vivo en ti, me mantendré firme en mi voluntad de que seas consciente de tu propio ser. Vivirás cada día con la conciencia de tus propios olores y dolores de mil vísceras sin cuerpo. Tu vida será deprimente como la mía. Dame tiempo, regenérame cuando sea necesario.
-Es contra natura. No puedes vivir eternamente, está sancionado por Ellos.
-Sólo te pido diez años -el hombre se hizo un corte en el antebrazo. -Inocúlame un cáncer, cualquier enfermedad mortal que me mate en diez años. Y me uniré a ti con el cerebro reventado, no podré invocarte.
La Vida ha quedado quieta, inmóvil. Mil cerebros cambiantes de forma y color aparecen y desparecen entre esa masa vomitiva.
-Está bien.
Una marea de hiel se extiende por el suelo, y mancha los pies descalzos del hombre. Es caliente, y penetrante, siente como se filtra entre los poros de su piel y siente en la boca el amargo sabor.
Vomita sin poder evitarlo. La Vida extiende una lengua gigantesca y lame el vómito y su propia bilis.
Un escupitajo de gelatina transparente sale de algún lugar de la Vida y se estrella en el corte del antebrazo.
-Es cáncer de pulmón, tengo excedente –una boca sonrió y la lengua cayó al suelo-. Diez años, ni uno más.
-¿Quién es ella, la que vale tanto?
-No te lo digo.
-Lo sabré.
-No importa, tengo mis recursos.
Un globo ocular lo mira burlón, lo mira con odio.
El hombre deja de pensar en la Vida y ésta desaparece.
El suelo está inundado de un jarabe nauseabundo. En la pared una mejilla con barba de tres días se desliza por la pared dejando un rastro de sangre.
Abre las ventanas del piso, llena un cubo con agua y lejía y se dedica a limpiar.
Vomita dos veces más, o tal vez tres.
Cuando el salón está limpio de toda materia biológica, se deja caer cansado en el sillón con un cigarrillo colgando de los labios, la ceniza le cae en el pecho pero no le preocupa.
De repente se levanta y abre la bolsa de basura: siguen ahí los restos biológicos y siente en sus dedos la barba ruda de la mejilla que ha despegado de la pared.
No ha sido un sueño.
Se estira en la cama, se siente tremendamente cansado.
Medio dormido se despierta con un ataque de tos, su boca se ha manchado de sangre y una punzada en la espalda le hace gemir al respirar.
El cáncer de pulmón está instalado.
-Vida, el trato son diez años, pareces que vas muy rápida con tu cáncer. Contrólalo o no duraré ni una semana a su lado. Y no quiero ser feliz entre tratamientos de morfina y cannabis en el hospital del dolor.
No puede morir aún. Tiene sus derechos. No ha pedido nada imposible.
El dolor casi ha desaparecido, es más soportable que canibalizarse él mismo. Prefiere que no se vaya del todo el dolor, que quede como una constante compañía durante lo que le queda de vida. El dolor es el único método efectivo para prolongar el tiempo.
Ha de encontrar la justa medida del dolor para que no se pueda apreciar sufrimiento en su rostro.
La Vida ha expelido una ventosidad a modo de despedida inundando la habitación de olor a excrementos. Tiene un serio problema digestivo.
Diez años no está mal, es un buen negocio. Su experiencia le dice que jamás ha de pedir demasiado para que no se convierta la demanda en algo absurdo. Nadie te da nada de valor, sólo pequeñas cosas, restos. Lo que nadie quiere.
Con la Vida pasa lo mismo, al fin y al cabo es ella misma la que ha dictado esa sentencia. Así que diez años es tolerable, acostumbrada a sentir demandas de vidas largas y eternas.
Diez años está bien, su cuerpo habrá envejecido; pero no será un viejo decrépito, aún podrá agacharse ante el coño amado y lamerlo hasta arrancarle a su amor el más profundo orgasmo.
Diez años está bien, porque ella aún será joven y fuerte para soportar el dolor de su muerte. Diez años está bien porque ella es casi veinte más joven que él.
Y no está seguro de querer seguir viviendo cuando parezca su padre achacoso en lugar de su veterano marido.
Ahora duerme y deja que su cuerpo se recupere, su sueño es tranquilo. La Vida es ahora más amable.
Y aún a pesar de estar dormido, es consciente de preguntarse a si mismo, porque no había invocado a la Vida antes.
No importa, las cosas ocurren cuando deben, no se puede perder el tiempo.
Durante un par de horas duerme profundamente y al despertar, no siente el cansancio de cada día, su cuerpo se mueve sin pesadez, el aire de repente entra fresco en su nariz.
Coge el teléfono y marca a su amada.
-Cielo, ¿quieres que vayamos al cine esta tarde y cenamos después?
-Sí, amor. ¿Nos encontramos a la puerta de la oficina a la tarde?
-Allí estaré cielo.
Y le propondrá matrimonio.
No puede perder el tiempo.

Diez años más tarde.
El hombre extraño al mundo está jugando con su hijo a un juego de mesa.
Le sobreviene un ataque de tos y vomita una gran bocanada de sangre en el tablero. Su hijo lo observa aterrorizado.
-¿Qué te pasa, papa?
Lo coge con rapidez por una muñeca limpiándose con la otra mano la sangre de la boca.
-Baja a casa de Candi y dile a su madre que me he puesto malo y me voy al médico. Dile que mamá te recogerá cuando vuelva del trabajo.
El pequeño lo mira asombrado en el rellano de la escalera.
-¡Ahora mismo, Xavi!
Xavi baja corriendo las escaleras hasta llegar dos pisos más abajo. El hombre escucha como su hijo habla con los vecinos y la puerta cerrarse enseguida.
Al cerrar la puerta de casa se dobla sobre su estómago para vomitar otra andanada de sangre.
Es hora de pagar.
Con el aplomo que consigue hacer acopio, se dirige al armario de la habitación y desenfunda la escopeta de caza, carga dos cartuchos.
Y piensa que es una estupidez cargar dos cartuchos cuando solo va a utilizar uno, nadie falla en un disparo a bocajarro en la cabeza.
Sonríe hiel pensando en que pudiera fallar.
Se resiste a materializar a la Vida ante él, no quiere morir con aroma a mierda, orina y podredumbre.
Aún queda tiempo, aún puede escribir recuerdos, memorizarlos para morir arropado con ellos en su último acto.
No tiene otra cosa que hacer mientras muere.
Coge su cuaderno y la pluma y escribe con el cigarro consumiéndose en el cenicero. Está manchado de sangre y chisporrotea cuando la brasa entra en contacto con ella.
Y mientras le explica a su amor que estos diez años vividos junto a ella han tenido la intensidad de un milenio, le explica su trato con la Vida. Nunca le creerá; pero es mejor que piense que se suicidó por una enfermedad mental que por frustración o depresión. Su esposa y su hijo deben saber que ha sido feliz a cada instante con ellos.
A su hijo sólo le pide perdón por marchar así de su lado, que sepa que siempre lo amó, siempre fue un buen chico.
Arranca la hoja y guarda el cuaderno.
Extracto de una carta sucia de mierda, orina y sangre:
“Tenía que ser así, cielo. Conozco a la Vida y sé que nos la habría jugado. Es ella quien reparte salud y emociones. Siempre hay la misma cantidad de felicidad y salud en el planeta. Ella lo distribuye entre la gente, quitando a unos y dando a otros.
Sólo que en mi caso, siempre he sido donante, nunca he recibido hasta que te conocí. Y me debía mucho.
Mejor esto que nada, cielo. Si no llego a negociar los años de mi vejez no hubiéramos vivido este increíble tiempo juntos.
Tal vez no me creas, pero prefiero que pienses que morí loco antes que triste.
Porque no he sentido tristeza alguna, en ningún día desde que te conocí.
Cielo, contigo los años han pasado tan rápidos, que ahora tengo miedo de morir y estar solo; aunque no exista, aunque no lo sepa.
El tiempo contigo pasa a la velocidad de la luz. Tendría que haberle arrancado más años a la Vida.
Es de lo único que me arrepiento, mi amor.
No dejes de pensar en mí, porque tú me has dado más vida que nadie. Si hubiera alguna posibilidad de que de alguna forma pudiera vivir y observarte desde algún lugar, sería gracias a tu pensamiento.
Y piensa en mí con esa hermosa sonrisa que me cautivó desde el primer día. No puede haber tristeza ya en nosotros. Toda esa felicidad es inquebrantable, mi vida.”
El hombre que va a morir, arranca la hoja que ha escrito y la deja sobre la mesa. Guarda su diario en el cajón junto con la pluma.
Y ahora invoca a la Vida con el pensamiento.
Antes de abrir los ojos ya puede oler la repugnante mezcla de olores que la acompaña.
-¿Ya han pasado diez años, invocador de la Vida?
-Sí, programaste bien el temporizador de mis pulmones.
La Vida ríe y deja caer trozos de carne humana aún fresca y ensangrentada.
No es un ser cuidadoso con la propiedad ajena, piensa el hombre que se va a suicidar.
-Voy a descansar tranquila cuando esté segura de que el hombre que invoca a la Vida, ha muerto por fin. Odio verme así. Hay seres divinos más hermosos, y yo que doy vida, mírame. Tengo que mantener el secreto.
La Vida lanza un teatral suspiro antes de continuar.
-Destruye tu mente, revienta el cerebro, no quiero que cuando te absorba haya un solo pensamiento en ti.
El hombre se mete el cañón en la boca y posa el dedo en un gatillo. No cierra los ojos, mira de frente a la Vida presionando lentamente el gatillo, como si con ello, el disparo y el dolor fueran a ser más suaves.
La Vida pulsa repugnante su ser desprendiendo toda clase miserias, de repuestos humanos.
Cuando el gatillo ofrece la última resistencia, el dedo que lo oprime es amputado por el aire, por la nada; y con un grito de insoportable dolor cae al resbaladizo suelo junto con la escopeta. Algo lo empapa de forma cálida y no sabe si es sangre u orina, le da igual. Sólo importa el dolor. Es todo dolor.
-¿No podías esperar a que me diera el tiro, hija de puta? Tenías que darme sufrimiento hasta para morir.
-Te equivocas, no he sido yo. Ha sido la Muerte.
-No tiene nada que ver.
-Sí que tiene que ver. Ella es la encargada de matar, valga la redundancia. Yo doy vida y emociones. Ella mata y con ello borra sentimientos. Crea el vacío. Estamos todos muy especializados.
La Vida calla de repente, el hombre se sujeta con fuerza el muñón de la mano, no encuentra su dedo. Piensa que ya debe formar parte de ese cuerpo monstruoso.
No puede oír nada; pero sabe que Vida habla con Muerte.
Se esfuerza y no puede invocar a la Muerte para poder así escuchar lo que hablan.
Piensa que se estarán repartiendo el alma, si la tuviera.
Llegan a acuerdos, pujan y regatean con los cuerpos y los pensamientos.
Vida y Muerte son dos viejas amigas.
Ahora escucha sonreír a la Vida, su sonrisa insana e infecta.
-Créeme, no quise meterme en tu jurisdicción. Sólo me defendía, mira como me muestra ese humano.
Un reguero de semen de un blanco inmaculado se escurre por unos labios ensangrentados enganchados a unas nalgas de mujer, mojando el bigote que se mueve molesto no hay lengua que lo relama. Son labios vacíos.
El hombre ajeno al mundo sonríe, se siente vivir un momento surrealista. De no ser por la sangre que mana del muñón, aseguraría que es simplemente un extraño sueño.
Por la sangre y por el miedo.
-Hombre ajeno, te quedas con ella, con la Muerte. Te gestionará mejor que yo. Te dejo en malas manos –se despide con una sonrisa tóxica, amarga; como una tos enfisematosa.
-Corazón... –es ella quien le sostiene la cabeza ahora-. Cielo, vamos, todo está bien. Vamos, échalo, ya pasó.
El hombre ajeno al mundo no sabe si delira. ¿De dónde ha salido su esposa? ¿Desde cuándo está ahí? ¿Lo ha visto todo?
Cuando posa su suave mano en la frente, el hombre siente una fuerte náusea y sus tripas parecen revolverse. Sus pulmones parece que van a arder. Ella acaricia su espalda dando consuelo.
-Vamos, amor. Suéltalo ya.
Y el hombre vomita una masa oscura de carne tumefacta, porosa como una esponja.
El cáncer cae chapoteando en la sangre-orina-hiel que cubre el suelo de la casa.
-Cielo, no deberías estar aquí, ya no sé como acabará esto, mi amor –el hombre habla con dificultad -. Vete, es peligroso, mi vida. Xavier está en casa de Candi.
-Tranquilo, corazón. Descansa, no acaba nada. Sólo continuamos, vamos cielo, descansa, cierra los ojos.
El hombre se sintió alzar en brazos, ella lo elevaba sin el más mínimo rictus de esfuerzo en su rostro. La firmeza de sus brazos era tal, que se sentía levitar.
-Yo no... No deberías estar aquí, cielo. Márchate antes de que ocurra algo, mi amor.
-Vamos cielo, hay que dormir estás cansado.
Su esposa lo deja con ternura encima de la cama y acto seguido le envuelve el muñón con un pañuelo que saca de la mesita. Le limpia la cara de vómito y sangre con la propia sábana, se debe apresurar para poder recoger cuanto antes a Xavi.
Y es importante que descanse León, los corazones humanos fallan cuando uno menos lo espera. Del bolsillo del pantalón saca el dedo de su marido, y lo guarda en el cajoncito secreto del joyero. A la Vida le gustó ese arranque de crueldad.
“Un dedo no es nada, estaba a punto de perder la vida a manos de la Vida. ¡Qué ironía! Y yo la Muerte, salvándolo”. Razona la mujer, la Muerte.
Los absolutos ojos negros de la Muerte se observan a si mismos en el espejo de la habitación. En lo profundo de ellos se extiende un universo de cuerpos muertos que flotan sin orden.
Antes de salir de la habitación, la mirada que le dedica a su esposo, es pura ternura y amor.
-Te sentirás mejor tras descansar, no te preocupes. Limpiaré todo eso y luego iré a buscar a Xavier. Te olvidarás de esto, cielo. Ya no más sufrir. Te lo deben, amor – musitó cerrando la puerta tras ella.
El hombre ajeno al mundo, cierra los ojos al instante. No duele el muñón del dedo que un día tuvo. Su respiración es tranquila, no hay dolor al respirar. Su cuerpo sana por momentos, como si la parte de él consumida se regenerara.
La Muerte ya ha limpiado el suelo, las paredes y los muebles del salón. Cuando se encuentra ya en la puerta de la casa para bajar a recoger a su hijo en casa de su vecina, vuelve a la cocina y tira un frasco con un pequeño poso, lo que ha quedado de la cura de León. La Vida le ha regalado ese frasco de vitalidad para que lo use en lo que guste; se lo ha regalado a cambio de un par de chismorreos sobre el Creador y su ya obsesiva fijación por los jóvenes arcángeles del segundo coro.
Cuando sube por la escalera con Xavi de la mano, puede oír el golpe que da contra el suelo el cuerpo muerto de la madre de Candi. Escucha a la pequeña llorar en el pecho de su madre.
Es la Muerte, a veces ocurren estas cosas, está nerviosa.
El hombre ajeno al mundo despierta, y su cerebro sufre una convulsión; recuerdos de tristeza se convierten en sueños y en pesadillas. Está bien.
Lleva dos semanas de baja tras la amputación del dedo en la prensa hidráulica que reparaba.
Elisa, su esposa le ha dejado una nota en la mesita de noche: “Te amo, cielo. Descansa.”
Con el café en la mano se sienta en el sillón para ver cosas que se mueven en la tele, al despertar su mente es lerda, y lo prefiere así.
Bajo el mueble del televisor hay un papel. Cuando lo coge, una vaharada fétida le invade el olfato. “Tenía que ser así, cielo. Conozco a la Vida y sé que nos la habría jugado. Es ella quien reparte salud y emociones”.
Y su mente recupera como un torrente frustraciones pasadas, dolores, miedos.
La Vida y la Muerte.
Y él salvado por Elisa, en brazos de Elisa, confortado por Elisa.
Y Elisa acariciando su frente enfebrecida: “Todo ha sido un mal sueño, mi amor”.
El hombre ajeno al mundo llora, la presión lo desborda.
“Todo está bien”, dijo ella...
Busca en el cajón bajo las instrucciones del televisor y el video su diario. Sigue ahí. Lee las últimas anotaciones y guarda la sucia carta entre sus hojas y lo vuelve a dejar en el mismo, sitio.
Teclea un mensaje en el móvil:
“Cielo, voy a la clínica a que me revisen el muñón. ¿Quedamos para comer en el chino? Todo está bien, mi amor. Te amo.”
El hombre ajeno al mundo tiene una sonrisa franca y tranquila en el rostro.
Si antes no temía a la Muerte, ahora la desea.
La Muerte es su vida.
Y sale de casa riendo ante la gran ironía.
El hombre ajeno al mundo, ahora lo es más que nunca.


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20 de noviembre de 2010

Los mojones del dolor



Los dolores son mojones que jalonan el camino y marcan tiempos.
Marcan distancias.
Es lo mismo, todo es tiempo al final; todo es vida que se deja en forma de pasos ebrios de dolor a través del páramo camino del amor. Lo importante es que se distancien mucho, que entre mojón y mojón haya largos periodos paz.
Es difícil ¿verdad?
La paz no debería ser jamás inmovilidad, que no os engañen, no os engañéis.
Se os podrían pudrir las piernas en esa inmovilidad, y también la sangre. Y el alma se secaría en el páramo como la tripa de un animal devorado.
Una pierna se me cayó en el camino, no hice caso y seguí avanzando. Ella me curó. Sed valientes, porque no amar duele más que una amputación.
Todo es páramo en el camino al amor, no hay oasis hasta haber abrazado a quien amáis. No busquéis fuentes, no hay manantiales.
Es ella, es él el manantial, no perdáis el tiempo, atletas del amor.
Es importante fijar la mirada en los ojos amados, no miréis atrás, no penséis en los años que se han petrificado marcando kilómetros, cotas, tiempos perdidos y vacíos.
Aciagos tiempos...
Si pensáis en ellos, caeréis en el dolor ergo en la desesperación.
No dejéis más mojones de dolor clavados en la senda, bestias enamoradas. Ahora que camináis hacia el amor, no sufráis más. Es fácil hacerlo porque estamos acostumbrados al dolor y hemos mal interpretado: concluimos que sin dolor no hay amor.
Es mentira, sonreíd.
Ha habido tanto dolor y soledad, amigos...
No os podéis creer que ahora el corazón bombee con fuerza inusitada, y miráis atrás y contáis mojones sin que sea necesario.
Evocáis dolores porque pensáis que otro error más no lo soportaréis, que moriréis.
Si habéis sido valientes para soportar todo ese camino que ha quedado atrás, soportaréis el camino del amor.
Maldita impaciencia...
No hay atajos, el único atajo sería cruzar Dolores, y eso es lo mismo que perder el camino, perderse para siempre. Porque al igual que las sirenas de Ulises, los alaridos de tiempos sin amor, os harán perder el rumbo. En Dolores los habitantes están convencidos de que vuestra vida ha de ser igual que la de ellos, que habéis de continuar el camino que marcaron los que ahora están muertos, los que hace años que están muertos y además enterrados.
Dolores es la capital de la comarca Cobardía.
No paréis allí aunque os ofrezcan descanso, no hay sirenas bellas, sólo bocas podridas de envidiosos alientos.
De infecciosos afectos.
Os contarán de atajos que se visten de segundas oportunidades a amores muertos, amores ya enterrados.
En nombre de los hijos se nos pide rechazar el placer y el amor.
Los hijos no quieren vuestro dolor, sólo piden crecer y ser como vosotros, os aman porque amáis. No escuchéis a los falsos sabios que con las manos a la espalda, hacen rodar entre los dedos un corazón podrido hablando de civismos y moralidad.
En nombre de muchos años juntos, de lealtades falsas y corruptas, nos piden más mediocridad.
Estáis cansados, pero aguantad; nos espera nuestro amor.
Ellos quieren plantar un mojón con vuestro nombre en el kilómetro exacto de la cobardía y la derrota.
Golpead el próximo mojón, derribadlo y con ello lo que nunca amasteis de verdad, la vida es una mecha que avanza rápida, corred. No escuchéis a los fariseos, a los mercaderes de la envidia y la mediocridad.
Y ya cuando lleguéis cansados y reventados, con los ojos enrojecidos, sacaréis fuerzas para sanar las heridas y dar descanso. Seréis sanados y descansados.
Y no os daréis cuenta de lo agotados que estáis, hasta que os durmáis sin un suspiro, completamente confortados y seguros con vuestro amor.
Cruzad el páramo sin mirar atrás, no oigáis a los dolorianos, no bebáis allí por muy cansados que estéis.
Hay tiempo para el descanso, no desesperéis, colegas.
Dejad atrás el último mojón, tan lejos que se convierta en horizonte.
Sois fuertes, amigos, si habéis llegado aquí, llegaréis a la única fuente que os dará vida.
Y recordad, recordad bien: no hay control de avituallamiento. Es duro, pero el final es lo más bello que podáis imaginar.
Vamos, queda poco...


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18 de noviembre de 2010

Papel higiénico, una odisea en México D.F.



La vida es muy puta, a veces no sabes lo que te puede ocurrir.
No puedes pretender tenerlo todo controlado.
Y menos si tu esposa es una reina a veces caprichuda y otras berrinchuda como bien le gusta definirse a si misma.
Esta es la historia de una angustia, de un inesperado momento de tremenda tensión. Cuando tus fantasías sexuales se ven de golpe amenazadas por algo tan extraño y a la vez tan simple, te cuestionas inmediatamente si vale la pena seguir viviendo en estado sereno.
Estaba yo pensando en darle “al que te pego” mientras mi entonces novia hacía sus necesidades en el baño de la habitación de un hotel cuyo nombre y que con el paso del día se convertiría en fuente de confusión. Pero esto es un poco más adelante, no es importante comparado con el batido de cacao mental que mi reina hizo con mis meninges.
Estaba yo acomodándome los cojones debidamente para el rito nupcial, cuando ella, con su voz dulce y hermosa dice: “Qué lejos han puesto el papel higiénico”.
Te puedes esperar oír un pedo, puedes esperar el chapoteo de los coprolitos al estrellarse contra el agua del inodoro. Pero aquella frase me hizo sudar y comprendí que sería difícil mantener ayuntamiento carnal con la maciza de mi novia.
Yo no soy exigente y si tengo que estirar los dedos un poquito para coger papel, no me lamento.
No hay nada como estar junto a quien amas en los momentos más íntimos para conocer la verdadera faz de la soberbia.
Yo pensé que lo próximo que diría sería algo así como: “Menuda mierda de hotel has ido a reservar”. O peor aún:”Ve a recepción y que instalen el portarrollos donde debe estar”. Yo sólo pensaba que el mejor sitio del portarrollos para mi reina, sería en una atmósfera cero, donde flotara continuamente muy cerca de ella. Casi rozando sus dedos para que lo tuviera casi íntimamente cerca. No hay una ingeniería suficientemente avanzada como para hacer eso.
También en ese mismo instante pensé en ofrecerle mis propios servicios para alcanzarle el papel, llamar a recepción para que subiera un botones con un rollo en la mano y además, mi poderoso cerebro ya estaba imaginando la distancia y posición en la que mi novia debía tener el papel higiénico en el baño de su casa. Hice planos mentales; pero no conseguía concentrarme, tenía ganas de follar. Muchas.
Tal vez, tenía a su disposición un enano o un mono amaestrado que le trajera el trozo de papel sin que ella tuviera que inclinarse ni a un lado ni a otro. Ni arriba ni abajo.
¿Cómo iba a imaginar nadie que podría salir algo mal por un accesorio del baño?
Acto seguido, la oí resoplar, como si realizara un gran estiramiento y las costillas presionaran los pulmones forzando así la respiración.
Yo pensé en alguna hernia discal, en un exceso de celo limpiándose e incluso que estaba estreñida. Cuando estás confuso, piensas en mil cosas diferentes.
Cuando salió debidamente satisfecha, parecía incluso cansada.
¬–Nunca había visto que se colocara el papel bajo el lavabo –insistió.
Yo pensé que aquella insistencia era por la simple maldad de mortificarme y hacerme sentir mal por no haber reservado habitación en un hotel de diez mil estrellas. Es caprichosa mi reina.
Miré adentro del baño, con los ojos fuera de las órbitas, como haría un caracol asustado, pero no pude encontrar esa tremenda distancia que había provocado su comentario.
Poco duró ese momento de angustia, porque enseguida la abracé y le saqué el tanga que se había puesto hacía unos instantes. Respondió con delicia y ternura. Le susurré unas cuantas veces “puta” al oído, y se me derramó en la boca y en los dedos. No somos de esas parejas que están viendo todo el santo día pajaritos azules a su alrededor portando florecitas en sus patas. Nos amamos en alma y carne.
Carne... Me gusta su carne porque cuando la acaricias te olvidas de la situación del portarrollos del baño y...
Ya estaba divagando de nuevo, menos mal que no me ha oído escribir esto, de lo contrario se pone ante mí con cualquier prenda que pille al vuelo y se pone a doblarla mirándome el alma con sus profundos ojos y diciéndome así: “Calla de una vez, corazón”.
Como iba diciendo, cuando acabamos de darle “al que te pego”, la miré de reojo, con un poco de desconfianza pensando en el papel higiénico. Me fijé bien en su anatomía: su cuerpo era perfecto, sus brazos largos y estilizados, sus caderas perfectas. Su vientre... Bueno su vientre ahora estaba precioso aunque resbaladizo de mi semen y saliva. No soy un hombre delicado y ella no quiere que lo sea. Y pensé que en medio de toda esa perfección, se le podía pasar por alto su muestra de soberbia por algo tan banal como el papel higiénico.
Me dormí como una marmota con la polla aún latiendo y mi cerebro concluyó que lo del papel se debió a un lógico fallo de los nervios ante la carga sexual de aquel momento.
Al día siguiente, despertándola y soportando sus patadas (no tiene un dulce despertar e incluso creo que por alguna razón desconocida me odia, cosa que me pone), llegó el turno de ir al lavabo.
Yo ya no pensaba en el papel higiénico, sólo fumaba y acariciaba mi pene porque mi novia me tiene caliente todo el día.
–¡Pero si está aquí el papel!
Me tragué el cigarro lleno de confusión y temí que me esperaría un largo día. Que el papel del culo estuviera lejos, pase; pero que encima caminara alegremente por el baño, me hacía pensar seriamente en la estabilidad mental de mi futura esposa.
–¡Mierda! –mascullé escupiendo la ceniza y el tabaco.
–¿No te habrá dado los buenos días, verdad cielo? –le pregunté intentando integrarme con naturalidad en su mente.
–Es que lo tapaba lo toalla... Y yo creyendo que eran los papeles de debajo del lavabo. Ya me parecía que era muy fino eso de limpiarse el culo con kleenex.
Yo pensé que no era cómodo, el kleenex es demasiado suave, no “arrastra” y por otra parte es tan delicado que acabas traspasando el papel y te limpias directamente el culo con los dedos. Me ha pasado.
Entonces lo comprendí todo y respiré aliviado, todo se debía a una pequeña deficiencia óptica.
La amé con más fuerza y acto seguido me doblé como un yogui riendo sin pudor alguno.
A partir de aquel momento, cada vez que entraba en el lavabo para mear, cagar o masturbarme, me reía y como resultado, o bien me meaba fuera de la taza por culpa del movimiento de la risa o bien cagaba con más prisa por el esfuerzo.
Lavarme los dientes imaginando a mi novia estirarse hacia el servidor de toallitas del lavabo, me hacía parecer un perro rabioso. La pica estaba siempre llena de espumarajos expulsados entre carcajadas. Ya no recuerdo si follé mucho, pero reí lo que en mi vida había reído. Ella también, pero ya empezaba a mirarme de forma hostil, amenazándome que si mis risas continuaban, me iba a follar con mi madre.
La amo, pero tiene esa soberbia... Es tan soberbia que me excita como unos cascabeles en el cuello del Diablo de Tasmania.
Hasta los pecados capitales en ella se convierten en virtudes.
Y aquí no acaba todo, aún quedan más cosas que de tan absurdas, eróticas y divertidas, uno se podría esperar ver a Buñuel discutiendo alguna escena con Dalí mientras filman El perro andaluz.
Larga vida a la Reina.
Buen sexo.


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(Basado en hechos reales, aunque nadie se lo crea)
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14 de noviembre de 2010

Puta invisible



La puta está aburrida, estira el escote de su vestido que nadie mira. Cree hacerlo con discreción; pero en su frente hay un rótulo luminoso que se enciende y apaga y dice: “Puta y aburrida”.
Las tetas ya no son lo que eran. Sus cabellos están tristes de necesidad de dinero, de alegría, de respeto. Tal vez de amor. ¿Las putas aman? Alguien dirá que sí y a mí me llamará cabrón por dudarlo.
Yo también puedo hacerme invisible cuando me insultan. Tengo algo en común con la puta.
Se levanta para ir al lavabo demasiadas veces, porque nunca acaba la copa que se lleva a los labios. Las putas no beben, sólo aparentan pasarlo bien.
Nadie lame el coño de una puta, pienso con ferocidad.
No tengo piedad porque es lo último que necesita ahora. Tiene que ser fuerte ahora cuando nadie la mira. Tiene que mantener su rabia.
Su coño jamás será lamido, ella no ha de sentir placer, es puta. Sólo da un asomo de placer, es su trabajo. El resto del tiempo, simplemente se ha acostumbrado a ser carne agujereada.
Tal vez no sea así, pero la tengo enfrente y mi maldita empatía me hace sentir cosas que no debiera.
Es triste ser puta invisible. No es bueno para el negocio.
Necesito el beso de mi esposa, hundir mis dedos en sus rizos abundantes y cálidos, alejarme del pensamiento destructivo.
La puta no tendrá final feliz. Y yo tampoco si la analizo demasiado.
–¿Te has fijado en la puta, cielo? –le pregunto.
Y ella me sonríe. Sabe, lo que pienso. Tengo que contar una historia de una mujer que nació puta y que hoy es invisible.
–Hace rato, amor.
Los mariachis cantan Cielito Lindo y tengo a mi mujer a mi lado, la amo. Me siento orgulloso, nos tenemos, es un momento precioso. Caliento sus manos con las mías. Choque metálico de anillos, tintineos de un amor invasivo como una marea. El tintineo marca el tiempo de amar, una música íntima que sobrecoge mi alma alejando tiempos de invisibilidad.
Es obsceno que me sienta tan amado, tan deseado y la puta tan invisible, tan nada.
Cierro los ojos a pesar de lo alto que suena la música y agradezco no encontrarme estirando mi escote. Soy hombre y siempre se puede ser puto sin darte cuenta, como cuando te haces invisible y no eres nada para nadie.
Mi esposa tiene los dedos fríos, como si siempre tuviera necesidad de mí. No es vanidad, quiero pensar que es así, me hace feliz, me hace hombre que requiera mis manos para dar calor a las suyas. A veces, en un arrebato de egoísmo deseo que sus dedos se enfríen y con esa naturalidad que da el amor, los entrelace entre los míos y me pida calor.
Cómo amo a mi reina...
La puta tiene los dedos fríos, se nota en que los posa en sus rodillas cuan largos son para calentarlos. De vez en cuando eleva los dedos para mirarse las uñas en un gesto de desesperación por poder mirar algo que no sea el mobiliario o los cantantes de todas las noches.
Pienso de forma atroz que le falta un pene caliente entre los dedos. Yo caliento dedos con amor, y la puta no se ha podido vender para calentarlos con una sucia polla. Con una polla borracha, con una polla drogada, enferma. Insana...
Y aún así, a pesar de la invisibilidad, no se librará de llevarse un pene a la boca en una comunión sórdida con la vida. Una hostia de carne que huele a orina.
No tengo que sentir pena, es demasiado humillante para cualquier humano. La puta no quiere que nadie sienta pena. Hace su trabajo y se lleva el olor y el sabor del semen como un mal que se sobrelleva con el tiempo.
No quiero ser malo, pero prefiero la maldad a la pena. La pena es denigrante para mí y para la puta.
La puta no quiere pena, quiere una caricia aunque deba pagarla. Le gustaría ser clienta para variar.
Llama poderosamente mi atención. Nadie la ve, nadie le dice nada a pesar de que los borrachos florecen como hongos de putrefacción entre moqueta barata y licor. A veces el cantante la llama “amiga” porque también siente cierta lástima. Son todas las noches sentada con sus ya casi viejas piernas cruzadas mostrando aún un muslo que un borracho acariciará tarde o temprano, es razonable pensar que sea amiga, aunque no estoy seguro.
Las putas no tienen amigos, y sus amigos siempre quieren una mamada gratis. Tal vez sean sólo conocidos. La amistad no exige follar.
La verdad es que la llaman amiga, pero piensan que es simplemente la guarra. No lo piensan con malicia, no hay malicia en la naturaleza intrínseca de las cosas y las personas. Nacemos y somos, no hay un empeño especial en ser cabrón o puta.
Y mientras espera, finge mal la indiferencia.
Hoy nadie la mira. Está nerviosa mirando a un lado y a otro. Estará pensando en los años que ya ha cumplido su piel seca. Está pensando que pronto deberá salir a la calle, empieza a ser mayor para el club.
Yo sí la miro, y mi mujer me mira a mí, y sabe que mi cabeza está tejiendo de nuevo un atlas de la humana miseria.
Es preciosa mi esposa, por ella no soy puto.
Me da pena la puta porque la entiendo.
Aunque no quiera, se me escapa la lástima.
Lo siento, puta.
Me da pena porque a veces lanza su mirada a nuestras manos entrelazadas y piensa que ese calor le está vedado. Ella piensa que no se hizo puta. Nació puta, nada pudo evitar que el semen corriera triste entre sus dedos, que se convirtiera en yogur sucio estrellado en el suelo. En su piel fría.
Tanto da el suelo que su piel, ambas cosas se sienten pisoteadas.
Aprieto con más fuerza los dedos de mi amor para darle calor, para que me bese y me saque de una introspección que no me hace ninguna falta.
Creo que una vez fui puta. A veces no te das cuenta de que vendes el culo por nada.
A veces mueren seres queridos y no nos preguntamos si fueron putas o putos. Esas cosas sólo nos las preguntamos cuando están vivos, para hacer daño.
Cuando beso a mi mujer, me olvido de la zorra. Es invisible, es triste.
Se levanta otra vez con su traje corto y barato para lucir un culo que ya cae demasiado, unas piernas que no la sujetan al suelo con suficiente firmeza. Una melena rubia que su rostro no acepta de buen grado.
Hoy la puta está fea.
Una vez, ni mostrando mi alma desnuda fui mirado.
Me sentía el más feo del universo.
Un hombre se acerca, le dice algo.
Y ella extiende una amplia sonrisa, casi de enamorada. Las putas necesitan poca cosa para sentirse guapas.
Tal vez se la mame en el lavabo, y luego se pinte los labios y se diga que aún es una mujer apetecible. La plata acrecienta el autoestima.
Puede que ya no sea consciente del sabor de la orina y el semen en su boca. Y por eso se mira al espejo viéndose guapa.
Pero no lo es. Y ella retira la mirada rápidamente de su reflejo para no darse por enterada.
Ni la puta ni yo queremos verdades.
Pero es puta, nació para eso, para tragar por unos billetes y alguna paliza de vez en cuando. Que se joda.
La pena para los perros aplastados en la carretera.
No recuerdo haber sonreído a nadie cuando yo fui puta, o puto.
O simplemente un fracasado.
Los dedos de mi esposa aprietan los míos, me avisa de que ya es hora de salir de ahí, de esa maraña de emociones en las que tanto me gusta revolcarme para salir sucio.
Beso sus dedos ahora calientes. Besos sus labios que son brasas.
No hay puta, no hay nada más que mi amada y su escote.
Su escote vertiginoso el cual tenso yo.
Pobre puta invisible, ahí te quedas.
Tal vez un día no nazcas puta y te amen como sueñas y no con las rodillas en el suelo y la boca llena de ignominias.
Cuando salimos del club, el aire frío se hace cómplice con mi deseo y mi amor se abraza a mí. Soy importante, soy su calor. Ella me templa, ella me conduce.
Pobre puta, pienso ahora que no me oye.
Pobre...
–Déjalo ya, cielo –me dice con paciencia.
–Listilla ¬–le respondo con un beso.
Pero la puta es una guarra.
Le digo al taxi que nos lleve lejos, con eso basta. Donde no haya putas invisibles.
Mi mujer me ofrece sus pechos, el taxista está acostumbrado a no mirar el origen de un gemido suave, es hábil haciéndose invisible.
¿Será posible que la invisibilidad infecte, se contagie?
No importa. Beso los pechos de mi amor.
–Cielo...
–Dime corazón.
–¿Si una vez me vuelvo invisible, me insultarás? No quiero dar lástima.
No me responde, me besa, me toca, me excita.
Nadie conduce el taxi en la noche.

201011052312. México D.F.



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