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16 de junio de 2011

Semen Cristus (6)



Mediodía, el calor era abrasador y el trigo apenas se movía, parecía que el aire se había cansado de correr. El olor inmundo del establo parecía pegarse al cuerpo. Semen Cristus descansaba en la cruz antes de dar su cuarta y última misa.
María le daba de beber de un vaso con una cañita de plástico, extrajo su pene del tubo vibrador y se lo lavó con cuidado. A pesar de haberlo acariciado durante la limpieza, no hubo erección. Llenó una jeringuilla y la inyectó en la vena del brazo.
—Esta es la última de hoy. Cuando acabes, nos iremos al centro comercial.
A los cinco minutos, el pene de Leo, de nuevo alojado en el tubo de vidrio, se puso duro y sus testículos, plenos y pesados.
Entró la última devota de aquella mañana que se prolongó hasta el mediodía.
—Luz, no te toques aún. Confiesa ante tu dios que eres una puta que por un poco de placer, se tiraría a ese cerdo.
—Soy la más puta, mi Señor. Si así lo deseas, dejaré que el cerdo me use. Que el cerdo se folle a la puta.
El cerdo roncaba nervioso y excitado.
—¿Me amas Luz? Si me amas, bebe mi semen. Gime conmigo y recita hasta que te estalle el coño de placer, que eres puta.
El pecho de Semen Cristus se hinchaba y deshinchaba con un mayor ritmo, parecía sincronizado con sus gemidos, y Luz sincronizada con él.
—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta.
Recitaba la mujer sumida en trance al tiempo que se masturbaba frenéticamente.
—Eres puta, Luz. Eres la más puta entre las putas y serás bienaventurada en los cielos. Mi Padre te espera. El te guiará la mano hasta lugares que desconoces en tu sexo y vivirás eternamente en un continuo éxtasis. Mi hermano Jesucristo, murió en la cruz por tu coño.
Leo sermoneaba con gran esfuerzo, e imaginaba la capilla en la que próximamente haría las misas. Pidió a Dios que le aliviara de ese calor que parecía deshacerle los dientes.
—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta, Semen Cristus. Preña a la zorra, métemela, hazme madre de tu carne.
Semen Cristus ahora gemía con los ojos cerrados, su pelvis se movía con movimientos de cópula y de tanta fuerza con la que movía el bálano en aquel tubo, se hirió el pubis. No sentía dolor alguno, tan sólo la percepción de que algo se había dañado ahí abajo.
Luz conocía bien cuando era el momento, conocía cada una de las expresiones de Semen Cristus.
—Soy la más zorra de entre todas las putas que venimos a adorarte, mi Semen Cristus. Dame tu sagrada leche, sáciame de sed y sexo.
Sin dejar de masturbarse y con el cuerpo desnudo de cintura para abajo. Luz se agachó frente a la boquilla por la que salía el semen expulsado y la cubrió con su boca.
—Bebe, puta. Bebe y revienta como tu sexo de guarra explota ante el placer que te doy.
Leo lanzó un prolongado gemido, el cerdo gruñó convirtiéndose en un coro insano.
El crucificado se estaba vaciando de leche literalmente.
Y algo de su vida, de su organismo, también salía diluida en el esperma.
María se encontraba fuera del establo observando por un agujero de la pared lo que ocurría en la misa. Sus piernas cortas y gordas, se movían con nerviosismo agitando la celulitis de sus muslos como si fuera de gelatina. Sus sucios dedos, pellizcaban hasta la lesión los pezones.
Luz, con la boca en el eyector, mascullaba que su coño sangraba por Semen Cristus, y quería beberse aquellos jugos divinos que estaba expulsando su Dios.
Se atragantó cuando el semen impactó con fuerza en su lengua y se deslizó con un sabor nauseabundo por su garganta.
Con la leche derramándose de su boca entre gemidos, tuvo tres orgasmos que la clavaron de rodillas en el suelo.
—Así, hijo mío. Santifíca a la puta —susurró María acariciándose con ferocidad.
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Eran las tres y media de la tarde cuando entraron en el restaurante. El camarero apenas podía disimular su disgusto ante el hedor que desprendían madre e hijo.
Pagaron con muchas monedas.
A las cuatro y media entraron en el cine.
Los zombis de la película gritaban y aullaban con una rapidez sobrecogedora en la pantalla. El sistema de sonido los envolvía y María sentía como se le erizaban los pelos de la nuca con cada ruido, con cada gruñido. Rezó a Dios porque ninguno de aquellos seres de la película la atacara.
Leo dormía desde que la sala se quedó a oscuras al inicio de la proyección.
Tenía que descansar, sin embargo, Jesucristo jamás descansó.
Debía ofrecer a su hijo en sacrificio. Ella era María, la madre de Semen Cristus, y no era su intención ofrecer descanso al Dios que salió de su coño, al hijo de un repugnante hombre que la follaba en lavabos sucios, que la obligaba a ponerse a cuatro patas encima de orines y agua sucia.
Su propio hijo era el sacrificio. Lo que nunca haría una madre cualquiera, lo haría ella para asegurarse el cielo y la vida eterna allá, con el Padre.
En el mundo hay demasiados sexos hambrientos, demasiadas fantasías que sólo quedan en eso. Demasiado semen derramado en soledad; discreta y angustiosamente.
Y las mujeres en los pueblos y ciudades, viven tan sometidas a sus maridos e hijos, que su vida está necesitada de todo lo prohibido.
Leo dormía profundamente en la butaca, gemía en sueños.
María acarició su cabello negro y rizado y deseó que la capilla se terminara pronto, Semen Cristus necesitaba descansar, demasiadas horas de crucifixión estaban deformando su columna y sus brazos aún adolescentes.
No podía morir aún.
Mientras tanto, la sangre de Leo corría por las venas y arterias contaminada de hormonas para ganado. Sus testículos se estaban endureciendo y secando, y una llaga en el escroto, enviaba bacterias a la sangre. Su pene tenía un tono amarillento. Y su mente estaba tan llena de basura como la de su madre.
Cuando acabaron los títulos de crédito de la película y las luces se encendieron, María despertó con ternura a su hijo.
Durante la vuelta a casa, condujo aterrorizada, era de noche y los zombis se escondían en la cuneta de la carretera. Debía ser cuidadosa.
Leo vomitó en la vieja furgoneta y María rezó a Dios rogando que no se convirtiera en un zombi. Aún no.
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A principios de mes, Candela disponía ya de dinero en el banco; la cooperativa agrícola pagaba los kilos de producción cereal que se habían entregado a lo largo de mes.
Carlos había ingresado el talón en el banco y ella sacó el poco dinero en metálico que quedaba.
Bajo la larga falda negra no había bragas; andar así la excitaba. El sujetador era liviano, de una blonda tan sutil, que no podía disimular sus pezones duros.
Cuando llegó al establo, María estaba atando a su hijo en la cruz.
Estaba caliente, dos semanas sin ir a misa. Dos semanas fregando tres y cuatro veces el piso, mirando la televisión. Tocándose, acariciándose con la imagen de Semen Cristus metida en su cerebro.
Tocando sus pechos e imaginando que extendía la caliente leche del Hijo de Dios lujurioso. A veces se corría con sólo pellizcar los pezones constantemente erectos.
—Buenos días Mi Señor y Santa Madre.
—Te hemos echado de menos estas semanas, seguro que has acumulado muchos deseos en ese chocho que nuestro Semen Cristus ha de hacer llorar.
—Ya sabes María, hay temporadas en las que tengo que ayudar a mi marido a recoger la producción. Maldito dinero.
—Maldito tu coño, Candela y bendita la mano que lo acaricie —Semen Cristus se encontraba pálido y ojeroso.
—¿Cómo avanzan las obras de la capilla?
—Siempre se atrasan. Esperemos que dentro de un par de semanas podamos comenzar a dar allí las misas —María llenaba una jeringuilla.
—Me he tocado tantas veces yo sola, mi Señor, que temo haber pecado; busco tu absolución.
Semen Cristus cerró los ojos cuando la aguja se clavó en la vena y el émbolo metió en su sangre todas aquellas hormonas.
—Te correrás en silencio, mascando tu lujuria. No quiero oír tus gemidos de puta condenada —contestó Semen Cristus con la boca pastosa.
Sus testículos ardían y el pene se endurecía provocándole un fuerte dolor en el glande.
—Puta de mierda, me bajaría de la cruz y te haría sangrar el ano por ser tan egoísta y no compartir tu placer con el Hijo de Dios, conmigo.
El sexo de Candela se empapó de fluido, la humedad invadía los muslos ante aquel reproche divino. Sintió deseos de ofrecerle sus nalgas para que la castigara.
María se metió en la pocilga y se arrodilló para rezar. El cerdo metió el hocico entre sus piernas y olisqueó, luego se tumbó en aquel barro sucio con un gruñido desganado.
Cinco monedas cayeron en el monedero de la cruz. Y el zumbido eléctrico de un motor pareció bajar el volumen del sonido del mundo.
Semen Cristus no jadeaba; se quejaba. Algo en sus genitales no funcionaba bien. A pesar de ello, el pene ya llenaba el tubo de vidrio. El calor del calefactor testicular se sumaba a la fiebre y sus piernas se tensaron como respuesta al dolor.
—Frota tu coño, límpialo, hermosa y puta Candela. Friégalo con la paja hasta que te duela, hasta que te sangre. Hasta que te corras.
Candela cogió un puñado del suelo, con una mano se subió la falda y separó las piernas, acto seguido, comenzó a frotar lentamente aquel manojo de paja en su vagina.
—Gime, gime como una perra. Gime como yo. Gime ante mi santa madre y ante el cerdo santo.
Toda aquella locura, todo aquel fanatismo esquizofrénico la llevaba a irremediablemente a la excitación. Aquel olor inmundo estaba presente en todos sus orgasmos. Frotó con fuerza la paja hasta que los labios mayores enrojecieron y sintió pequeñas heridas. Su sexo estaba tan húmedo que la paja se quedaba pegada en él.
Semen Cristus se excitaba por momentos, su pene parecía a punto de reventar el tubo que lo aprisionaba y con la cintura lanzaba el pubis queriendo penetrar a aquella mujer que se tocaba con fiereza a sus pies.
María masturbaba al cerdo.
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Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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14 de junio de 2011

Oda a los listillos



No me digas que eres feliz,
ni quiero saber que has triunfado.
No me importa.
No quiero que seas mejor que yo,
odio tu inteligencia
que pretende hacerme idiota.
Odio la belleza de las medusas
la resistencia de las mariposas
y la sábana santa del cristo que huele mal.
(otro triunfador como tú)
No me gustan las creaciones de los triunfadores
huelen mal: a vanidad y piel vulgar.
Odio tu suerte, no te creas inteligente.
Siento asco de tu sonrisa de triunfo
que se ceba en mis fracasos
y en mi pútrido cuerpo de alma negra.
Eres una anémona que solo decora
un mar oscuro lleno de dientes y violación,
de atropello y abuso.
Me da asco tu nariz blanca de coca
que crees merecer por tanto estrés.
Me revuelven las tripas vuestros progresos
me da asco saber que sois queridos y admirados.
No importa confesar mi envidia, no importan celos,
importa resaltar mi odio hacia vuestra suerte,
vuestra tonta suerte.
Cultivo mi desprecio y mi odio
como vosotros avanzáis bajo un arco de triunfo.
Un arco idiota.
Solo es el arco de mi entrepierna, triunfadores.
Importa que arrastro mi pierna tullida
como el fantasma la bola de hierro.
Y quisiera meterte mi negra y enferma carne
molida con vidrio y espinas
en vena o por la nariz,
como quieras, triunfador.
Para que te jodas, para que os jodáis, listillos.
No pude aprender a ser servil
y no conozco más inteligencia que la mía.
A nadie adoro más que a mí mismo.
Es un acto sincero.
No tengo un buen perder
y vuestra sonrisa de ganadores
es mi cáncer más nocivo.
Me duelen los huesos de tanto respirar
aires de triunfo ajeno.
Aires de excremento ajeno.
No me pidas admiración, listillo,
pídeme si quieres un poco de enfermedad;
tengo tanta para vosotros…
Soy tan fuerte como malo y envidioso,
es un hecho.
Mi sudario nunca será santo,
Miles de idiotas querrán que arda
por borrar mi odio feroz.
mi cuidado desprecio.
Estoy cansado de exquisiteces,
ya queda poco para morir
y la paciencia, la mía
ya está pudriendo malvas.




Iconoclasta

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11 de junio de 2011

Semen Cristus (5)



María despertó. Leo dormía plácidamente a juzgar por su pausada y regular respiración. La noche era negra y ningún tipo de luz entraba por los cristales de la ventana. Encendió un cigarrillo, le dio dos caladas y se lo apagó en el poblado pubis, con los dientes apretados y el cuello tensado por el dolor. El olor a vello quemado invadió la habitación. Con un suspiro se quedó dormida.
Su mente enferma le dio descanso hasta la hora de despertar.
María se despertó, dejó caer una sucia túnica blanca por su cuerpo desnudo y rechoncho y se dirigió al lavabo donde llenó una palangana con agua caliente. Vertió jabón y dejó caer una esponja. Volvió a la habitación y dejando la palangana a los pies de Leo, levantó la sábana hasta descubrir los genitales de su hijo.
—Buenos días, madre.
—Buenos días, hijo mío. Reza a tu hermano Jesús para que este día sea cuanto menos, tan hermoso como el de ayer.
Metió la mano en la palangana y cogió la esponja apretándola entre su puño para escurrirla de agua, cuando tocó con ella los genitales de su hijo, éste exhaló un suspiro perezoso y la erección matinal se acentuó. María bajó el prepucio para descubrir el glande y lo frotó con cuidado, besándolo a menudo. Los testículos se habían contraído y no tardó en cubrirse de un humor resbaladizo aquel trozo de carne sensible que tantas alegrías le había dado.
Si no tuviera la matriz tan podrida de tantas drogas y tan machacada de meterse toda clase de objetos, ahora tendría otro hijo, un hijo directo de Jesucristo.
—Dios de la bondad y el placer, soy tu siervo, soy tu báculo del placer. Bendice mi cuerpo para que tus hijas lleguen a ti por mi sacrificio de placer. Bendice mi semen y bendice a María, mi madre santa que vive por mí y para mí. Dios de la incomprensible volición, permite que ellas lleguen a ti con el sexo húmedo y dilatado. Preparadas y deseosas para recibir tu descomunal falo divino. Otórgales el placer supremo en sus agujeros pecadores. Llénalas, préñalas, dales alegría a sus almas grises. Que resplandezcan. ¡Oh Dios mío, al igual que mi hermano rindió su sangre ante ti, yo rindo mi semen! Dolor y placer, muerte y vida. Es tu voluntad —la oración que Leo declamaba con fervor, fue convirtiéndose en un apagado murmullo conforme su excitación llegaba a la cumbre.
—Madre, chupa la divinidad hasta que te llenes.
Y María abrió la boca, con los ojos cerrados cubrió el pene-hostia hasta que sintió como los pies de Semen Cristus se retorcían ante el orgasmo. Su boca apenas podía retener toda aquella cantidad de semen hormonado que bajaba ya por su garganta y expulsaba por la nariz para poder respirar.
Semen Cristus lloró sin derramar una lágrima, sin que María se enterara de su dolor. Cuando eyaculó sintió fuego en el meato, miró su pene temiendo haber eyaculado cuchillas y encontrárselo reventado.
Se levantó de la cama, apartó el semen de la comisura de los labios de su madre y le besó la boca.
—Te quiero, mi santa madre. ¿Desayunamos?
En el lavabo se tomó tres analgésicos para aliviar el dolor que sentía en los testículos y el pene.
Desayunando hablaban de la decoración de la nueva capilla del desván, de cómo la Candela se empapó los pantalones de tanto que lubricó. Cómo la madre de la adolescente condujo la mano de su hija para enseñarla a tocarse ante el Sagrado.
Contaron el dinero recaudado en los dos últimos días y si todo iba bien aquella mañana, se acercarían al centro comercial del pueblo vecino por la tarde a ver una película y cenar en el restaurante chino que tanto les gustaba.
María le dio a Leo un tubo de pomada y levantó la túnica mostrándole la quemadura del pubis.
—Cúrame, hijo mío.
La curó y su lengua la consoló hasta hacerla gritar las más sagradas obscenidades.
Cuando las visitas entraban en la casa, no eran conscientes del hedor a orina y semen agriado que emitían hasta las paredes, el suelo estaba sucio y pegajoso de porquería del establo y barro; esto era debido a que se habían acostumbrado a la peste del establo, donde los excrementos de animales y otras fermentaciones, hacían inverosímil que alguien pudiera respirar allí dentro más de dos minutos.
El espigado cuerpo de Semen Cristus, olía también a orina y sudor rancia. Y su melena crespa y negra, acentuaba su esquizofrenia hasta el punto que nadie se podía explicar cómo podía atraer a las mujeres.
María con su pelo corto y despeinado, era lo contrario de su hijo: bajita y rechoncha, una enorme barriga sobresalía tanto como sus pechos caídos y la suciedad de sus piernas provocaba repugnancia. No usaba compresas, y a menudo la menstruación bajaba por las piernas.
Apenas se acuerda del padre de Leo, un celador que se la metía cuando la medicación la dejaba adormilada. Cuando se dieron cuenta de su embarazo, la sometieron a electro-shock hasta tres veces por semana. Querían provocar un aborto accidental.
Dios la bendijo haciendo arder el manicomio.
María olía a podrida.
En madre e hijo, hasta sus almas olían a podrido.
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A las seis de la mañana sonó el despertador y Carlos masculló algo buscando a ciegas el reloj.
Candela se despertó también con él.
—Carlos ¿te apetece hacerlo? —le preguntó mirando su erección matinal.
A Carlos le pilló por sorpresa y aún adormilado no atinó a contestar suficientemente rápido, por lo que Candela se plantó entre sus piernas, bajó el pantalón del pijama y se metió el pene en la boca.
A los cinco minutos estaban desayunando y Candela se encontraba radiante. Carlos también.
Candela se había propuesto dejar de acudir a la misa del Semen Cristus, era cuestión de economía y discreción. Esa mañana se encontraba satisfecha y no sentía que su sexo latía buscando placer.
Se duchó y se frotó la vagina con la esponja más tiempo del necesario. El miembro duro y gordo de su marido dentro de ella, sus tetas agitándose con brutalidad y la onda expansiva de placer recorriendo su piel desde lo más hondo de su coño, aún daban vueltas en su cabeza.
Sonó el teléfono cuando se estaba vistiendo.
—Candela, voy a la misa. ¿Te vienes?
Era Lía.
—Hoy no voy a ir. Y tampoco me puedo gastar más dinero; Carlos se preguntaría en qué me lo gasto y con razón.
—Está bien, cariño. Lo comprendo. Cuando vuelva, te llamo y nos tomamos un café.
—Hasta luego, Lía.
Sintió envidia de la libertad de su amiga. Era libre, no tenía que rendir cuentas a nadie y tenía todo el tiempo para ella.
Por mucho dinero que le costara asistir a las misas de Semen Cristus tan a menudo, no podía negarse que había salido de aquella profunda depresión tras la muerte de Ignacio.
Imaginó a Semen Cristus en la cruz, padeciendo-gozando, mirando directamente a su sexo manoseado por su propia mano. La leche del crucificado en su piel. Cálida, espesa...
Cogió el monedero y contó el dinero que le quedaba; le costó un gran esfuerzo no salir corriendo hacia la casa de María la guarra, que así la llamaban las devotas a su espalda.
Salió de casa para ir a comprar, para no pensar, para no ir a la cruz y pedirle a Semen Cristus que la empalara hasta sentirse reventada.
Estaba loca; pero nadie lo decía en voz alta porque hubieran tenido que admitir, que todas ellas lo estaban.
La locura sólo puede tolerar a otra locura. Y la locura crea realidades y mundos nuevos; con sus dioses, con sus mismas incoherencias.
Y los bendecidos por esta locura, se contagian de esta realidad que les depara placer y el olvido de la amargura en lugar de sacrificio, hastío y dolor.
Los designios del Señor son inescrutables, los de Semen Cristus, llevan al placer.
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Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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9 de junio de 2011

Origen del amor

El amor es un sentimiento que nace directamente en los cojones. (Iconoclasta).
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7 de junio de 2011

Semen Cristus (4)



Candela deseaba y necesitaba volver a sentir el placer y la paz que sólo Semen Cristus había conseguido darle.
Su marido aún se encontraba en el bar jugando al dominó, y ella esperaba con la cena preparada a que entrara por la puerta para servirla. Su hijo estudiaba en su cuarto. Sentada en la mecedora frente al televisor apagado, tenía la mano metida entre las piernas, demasiado cerca del sexo.
Evocaba su última misa y la humedad en su vulva era constante. Había gastado mucho dinero en este mes con las misas, pero ella y su bienestar lo valían.
Al contrario que su hijo y su marido, Candela era una devota convencida, cuando Lía le contó que el hijo de la María tenía “algo” especial, ella pensó que se trataba de algo banal referido al físico o a alguna aptitud infantil anecdótica.
Tras mucho insistir, Lía consiguió que aceptara acompañarla a lo que llamaba misa del placer que por lo visto, organizaba la María cada día.
—De esto no se puede enterar nadie, y menos los hombres.
Ella asintió sin convicción, pensando que se trataba del exagerado entusiasmo de una viuda reciente que intenta por todos los medios apartar el dolor de la ausencia de su marido.
Cuando entraron llamaron a la puerta, María las recibió con un beso, vestía una túnica negra con una enorme cruz roja en el pecho.
Nunca olvidará Candela el momento en el que vio por primera vez a Semen Cristus. Un chico de dieciséis o diecisiete años se encontraba crucificado en una cruz de basta madera. Sus pies se apoyaban en una cuña y estaban atados con vendas, al igual que las muñecas en el travesaño de la cruz.
Cuando entendió que lo que asomaba entre las piernas del crucificado era el pene embutido en un tubo de cristal, toda su sorpresa y rechazo, se convirtió en una humedad que invadió su sexo.
Asistió a la misa de Lía y le sobrevinieron los orgasmos antes de que fuera su turno.
Salió de aquel establo avergonzada.
—Candela, no te avergüences de tu coño. Dios nos lo dio para que gozáramos con él. Jesucristo quería que nos tocáramos felices ante él y por él. Eres hermosa, ven mañana otra vez. Haz la comunión con Semen Cristus y abandónate al placer que sólo un dios bueno nos depara.
Al día siguiente acudió sola, y ante el Semen Cristus, se derramó, se deshizo y gimió a gritos su placer con el pecho salpicado de semen templado.
Entra su marido en el salón de casa y le besa rápidamente los labios.
—¿Cenamos ya?
Se sobresalta y todos las imágenes de su cabeza, se esfuman haciéndola sentir desdichada.
Su hijo apenas habla, está en esa edad en la que los niños parecen estar enfadados y ofendidos por el mundo. Esa edad en la que piensan que los mayores que les rodean, si no son idiotas o lerdos, poco les falta.
Así es cada día.
Así hasta que conoció a Semen Cristus y el milagro de su polla redentora.
Tantos años de monotonía. Tanta hambre sexual que no se saciaba con un acto al mes o cada dos meses. Con Semen Cristus abrió sus sentidos a una vida de matices ya olvidados. De deseos calientes y fantasías que ni ella misma hubiera creído que podría soportar sin sentir asco.
Semen Cristus la ha hecho mujer de nuevo.
Están viendo la serie televisiva de la noche cuando se levanta de la butaca.
—Me voy a la cama, estoy reventada. Carlos, no dejes que el crío se vaya tarde a dormir, mañana se ha de levantar temprano. Los llevan de visita al museo de la capital.
Las sábanas están frescas y su sexo palpita, se siente anegada de humor sexual. Los dedos se empapan de esa humedad con prisa, con urgencia. Con brutalidad. Muerde la almohada con el orgasmo, con la hostia blanca y cálida de Semen Cristus bañando su sexo. Cuando se duerme, aún suspira. Y durmiendo, los gemidos y ronquidos de placer del crucificado, la sumergen más aún en un mundo donde el placer ocupa el lugar del sacrificio. Un mundo en lo que todo está bien, en su lugar.
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Carlos ha oído cosas en el bar sobre la mujer y su hijo que compraron las casa de los Villarejo; son curanderos. Varias mujeres del pueblo acuden a su casa con asiduidad y algunas otras vienen desde el pueblo vecino.
—Todas nuestras mujeres han pasado por su casa. Dicen que les va muy bien, que tienen mucha parroquia. Lo que es cierto, es que mi parienta ya no se queja todos los días del dolor de huesos —hablaba a sus compañeros de juego eligiendo cuidadosamente la ficha de dominó y plantándola en la mesa.
—Por mí está bien —terció Carlos, examinando sus fichas—. Necesitan algo de distracción; este pueblo es cada día más aburrido y muchos de los críos ya han crecido suficiente para no necesitar a sus madres para que los recojan en el colegio.
Asintieron en silencio sin demasiadas ganas de hablar; con diez horas trabajando sus campos y cuidando de los animales, ya tenían suficiente distracción.
—¿Habéis visto a Lía, la viuda? Ha mejorado muchísimo. Si la María y su hijo las hacen sentir bien, me alegro. No hacen daño a nadie —Alfonso plantó otra ficha.
—¿Sabes qué ocurrirá con la María y su hijo? Que en cuatro días, aburrirán a las mujeres y se buscarán otra distracción. La María y su hijo van a tener que trabajar en algo de verdad —por primera vez durante la tarde César dijo más de dos palabras seguidas.
—Es verdad, como aquella temporada en las que se vendían y compraban las unas a las otras los potingues del Avon. Aún tenemos jaboncitos con forma de florecitas por toda la casa —Alfonso volvió a golpear la mesa al plantar otra ficha.
Los hombres rieron y se levantaron para ir a cenar a sus casas.
Carlos meditaba subiendo la empinada calle en la que vivía, sobre lo bueno que sería que Candela se distrajera un poco. Hacía ya tiempo que la encontraba desanimada y abatida; desde que Fernando ya no necesitaba que su madre lo acompañara al colegio y los amigos ganaron en importancia. Lo normal.
La monotonía del trabajo y el matrimonio no mejoraba las cosas.
—Vámonos ya a dormir, Fernando.
Ambos gruñeron una especie de buenas noches antes de apagar el televisor.
Candela dormía tan relajada y profundamente que no se revolvió en la cama cuando Carlos ocupó su sitio.
Sí, se alegraba de que acudiera a la curandera. Se la veía más relajada, un poco ausente; pero no había tristeza en sus ojos.
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María y su hijo dormían en la misma cama.
Leo lloraba en sueños.
—Jesucristo, hermano mío. Pronto estaremos juntos en el Cielo, con nuestro Padre.
María estaba inmersa en una pesadilla angustiosa. La lengua de su hijo se había convertido en un pene aplastado de cuyo meato chorreaba continuamente semen a modo de baba.
—Madre ayúdame; lo de abajo se me está pudriendo —decía su hijo en un tono muy bajo, al oído.
La luna iluminaba de blanco su cuerpo endeble y delgado, una estatua de cera que respiraba. Eso parecía Leo. La mano entre las piernas aferraba el pene con dolor y del glande emergió una abeja de ojos rojos, no voló, caminó por el balano hacia los testículos y allí le picó y murió.
Leo gritaba de dolor agitando su lengua-pene, salpicándola de semen.
María sujetó con las dos manos su cara obligándolo a mirarla a los ojos y le besó la boca para calmar su dolor. Se encontraron ambas lenguas y la madre sintió el agridulce sabor del semen bajar por su garganta.
Leo dejó de llorar a pesar de que una escolopendra le estaba arrancando trozos de pene con voracidad. Masticando la carne, los ojos del gusano se encontraron con los suyos. Los ojos verdes del gusano se estaban apagando. El veneno de la carne de su hijo, estaba matando a la escolopendra.


Iconoclasta

Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.


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¡Salve a la Reina!




Imposible entrar en su desierto pestilente. El hedor llega a kilómetros de distancia. Las moscas hacen su cielo ensordecedor. Trozos de carne como viñas con pus al aire denso hacen de su suelo infértil una grava que hiere las pisadas.
Mi sangre ensalza los talones de quien entra, derrames de los días anteriores a mi destierro. Aun brota de mi piel reseca que he dejado en los tapices de sus muros restos de vida y sueños incumplidos.
Arañas anidando las bocas de los asesinos y las arpías estiran sus tentáculos venenosos porque quieren alcanzarme. Vomitan enredos de pelo que acumulan en sus gargantas, viscosidades malolientes de babas que se escurren de sus tajos de labios negros. Sudan vapores que lamen entre ellos con morbosa hambre de intoxicación.
Sus dedos acumulan orines y mierda con la que enjugan sus manos de cuchillas y hacen castillitos en una playa de cal con la que salpican a sus ciegos ojos entre risas idiotas de frases incompletas, en ofensas que enuncian mi nombre.
Lloran un llanto que no suena, que es vacío total, es el sonido de unos tímpanos reventados por sus miserias. Da asco ver dolor en la mediocridad.
Su desierto se levanta en la bruma de lo falso y lo fingido. Y quieren pelear una guerra fantasma. Conjuran posesiones a sus dioses falsos, se inclinan ante la cruz del redentor que perdona sus crímenes y los vuelve santos.
No soy ya su contrincante, ni mucho menos su enemigo. Soy un pedazo de hombre sin piel amoratada por sus lenguas, expongo al sol la carne de mis músculos para que se genere un cáncer antes que volver a pisar sus tierras.
Soy un hijo que vomita al recordar haberse formado en un útero podrido y revienta los dientes al inmortalizar cómo fue expuesto a las bestias mientras su progenitora frotaba su sexo frígido.
He perdido la piel en su camino al escapar. No busco oasis de consuelo. Busco la muerte pronta con una mirada hacia el lado opuesto de su desierto.
Mis pies sin talones aún pueden alejarme del olor fermentado de una leche agria que algún día ahogaba mi boca con las tetas fastidiosas de la anémona materna.
¡Salve a la Reina de imbéciles vasallos! ¡Que viva eternamente rodeada de su propia mierda! ¡Que calmen con sus lenguas su arrugado coño varicoso! ¡Que su infierno nunca se termine y sea infinita su condena! Porque su útero vacío, sin mí, dolerá por la rabia incesante y se arrastrará sin caminar dando vueltas en el laberinto del odio por de haberme parido.
Solo soy un hijo en el destierro buscando muerte con la piel abandonada en su reino de carroñeros.
No quiero esperanzas, busco con mi muerte lejana a ellos su eterno dolor.

Aragggón.
060620112121

4 de junio de 2011

Inhumano



No soy hijo de humanos.
Cuando de mi glande se desprende una densa gota de fluido que se estira hasta engancharse en mis rodillas ante el dolor ajeno.
No puedo evitarlo, ni siquiera lo intento. No siento nada por la mujer de sonrisa feliz. No siento alegría, ni excitación ante el bienestar y la felicidad de mis semejantes.
Me deprime la sonrisa ajena.
Se desata mi insana erección ante el niño hambriento devorado por las moscas, sólo rozarme el pijo ante esos ojos tan llenos de dolor como de muerte, separo las piernas y consuelo mis depilados, pesados y plenos testículos.
Me paso el dolor ajeno por los cojones. Textualmente.
Sic…
No es por su cuerpo, por su piel o sus genitales ya secos. Tan pequeño y tan poca humedad…
Me excita su absoluta certeza en sus ojos, de que está prácticamente muerto. Que tan pequeño, desea morir.
Me excita y me lleva a una eyaculación enloquecedora saber que toda su vida ha sido dolor y penuria.
No soy humano, ni quiero serlo.
Ni siquiera me apetece investigar si mis padres son verdaderamente chacales. Simplemente sé que esos no son. Un hijo no se masturba ante la amputación de los dedos de los pies de su padre diabético. Me masturbaba cuando él dormía, ante la miseria de su cuerpo, ante su respiración fatigada y sus gemidos de algún sueño de miedo y muerte.
Mi pene es gordo, es como un mazo y apenas puedo cerrar mi puño en torno a él. Según le da la luz, se puede ver una especie de tatuaje blanco seminal en el prepucio: una cara sin ojos ni orejas. Y la boca abierta de forma ostentosamente obscena.
Mi madre me frotaba la polla en el baño para que aquella mancha desapareciera.
Se me resbala el encendedor entre mis dedos cubiertos de semen, y el filtro ya no sabe extrañamente agridulce como el esperma. Me he habituado a él.
Entre las volutas del cigarrillo continúa el desfile de miseria en el televisor mientras mi pene late con los últimos orgasmos. Niños de cuero viejo y arrugado, con visibles huesos, con pelvis que comparten forma y textura con la de los judíos de los campos de concentración o con las enfermas de anorexia a punto de morir.
Vaginas desmesuradas, penes ridículos en cuerpos ya agotados.
Pero solo son sus miradas, sus cabezas giradas con vergüenza, sus ojos vacíos de cualquier tipo de esperanza o alegría lo que me lleva a rechinar los dientes con un orgasmo explosivo.
Me follo a las putas más enfermas y terminales; no soy violento. Sólo soy inhumano. Sus costillas se rompen tan solo porque me pongo encima de ellas. Su organismo, sus huesos están tan deteriorados, que cuando penetro sus coños infectados de sida y resecos, se les rompe hasta la piel de pergamino por un simple roce.
Ellas no se quejan, cobran lo que piden.
Y puede que yo sea lo menos doloroso de sus vidas; pero siento en mi propia piel el crepitar de sus huesos con mis embestidas.
Me gusta, necesito eyacular en sus estómagos hundidos entre las costillas porque acentúa en ellas la sensación de que su vida es una auténtica mierda. Me gusta coser vergüenza al dolor.
Me corro dos veces cuando la puta sufre por mi penetración y luego observa mi esperma amarillento en su vientre y llora.
Y sus lágrimas son la muestra palpable de años de dolor y humillación.
Yo soy inhumano y no tengo la culpa de ello. Sólo disfruto, el daño ya está hecho. Y ha sido por otros humanos, por otros que nacieron de padres de verdad, humanos también.
Soy único en mi especie. Lo llevo bien, con orgullo.
Los buitres no reniegan de su naturaleza por comer carroña y miseria con gusanos. Tienen un buen aparato digestivo.
Yo no sé lo que tengo, pero soy bueno convirtiendo el dolor ajeno en mi placer.
Lloran…
Lo que sufren siempre guardan lágrimas para la humillación.
Nadie puede acusarme de humano, no se me puede juzgar.
No tengo sida, ni tuberculosis, ni lepra.
He follado todas las enfermas que he podido. Sin miedo al contagio ni al olor pútrido de sus alientos, pieles y vaginas.
De sus anos herniados…
Me he quedado con el pezón en la boca de una puta cubana. Padecí una eyaculación precoz ante aquel obsceno cuadro de dolor y miedo. Eyaculé en el suelo ante la puta aullando de miedo a morir.
Nadie puede entender un cerebro no humano.
Mi calzón se moja de viscosa excitación, no ante un cadáver; se me pone dura con las lágrimas de los vivos.
Cuando la madre o el padre sudan dolor e intentan arrancarse el dolor de la piel a arañazos, a mi me sangra leche por el capullo.
Si fuera humano, alguien podría pensar que tengo un bulto en el cerebro. Pero después de tanto gozar del dolor y ante el dolor ajeno, solo se me ha ennegrecido la pierna derecha. Es algo aleatorio, porque sería el pene el que debiera de estar negro como el carbón.
Es una pierna negra como el pelaje de un lobo, como la oscura cueva donde las bestias devoran carnes aún trémulas. Carnes que aún recuerdan el último dolor de su vida.
La pierna se desprenderá como a la leprosa se le desprendió el pezón en mi boca.
Y tendré miedo. Sentiré dolor.
Y nadie me dará consuelo, nadie se excitará con mi dolor.
Soy inhumano y único.
Ninguna mujer se humedecerá al ver que mi pene tiene la misma longitud que ese muñón.
No hay otro ser como yo que se excite ante mi humillación de que cuelguen mis cojones por debajo del muñón.
Ojalá me excitara mi propio dolor. Moriría entre masturbaciones, pagaría a una puta sana para que me la chupara hasta morir.
Es curioso que esté mejor valorado el que provoca el dolor que el que lo observa.
Tampoco es algo que me importe demasiado.
Cuando el semen ensucie mi muñón, cuando lo negro de la pierna alcance mi cerebro, ya me preocuparé por mi propio dolor.
Y aún así, a pesar de mi inhumana naturaleza, seré yo el que le de importancia e interés a vuestro dolor y sufrimiento; porque los humanos solo sentís el dolor ajeno como algo que os puede ocurrir.
Tampoco sois unos santos.
Al final, actúo con vuestro dolor con una justicia que no existe.
Soy inhumano, pero tampoco me sentiría del todo orgulloso de ser como vosotros.


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3 de junio de 2011

Semen Cristus (3)



Madre e hijo fueron expulsados cuando la hermana Marga los descubrió en la capilla, el joven Leo movía su brazo lentamente entre las piernas abiertas de su madre. No había un murmullo de oración, era un jadeo lujurioso y pornográfico.
—¿Qué hacéis? ¿Cómo podéis? —gritó la hermana.
Salieron esa misma tarde con una maleta y una buena cantidad de dinero que había acumulado María a lo largo de todos esos años de trabajo en el convento.
Compró la casa en un pueblo pequeño y con pocos habitantes que se encontraba a una buena distancia del convento. Estar loca de remate, no es lo mismo que ser tonta.
Su hijo era igual que ella de alto con catorce años. La misma forma de caminar y su porte orgulloso. Conocía su coño mejor que ella misma. Sus manos bien cuidadas y sin duricia alguna causada por el trabajo separaban los labios vaginales con precisión y se hundía en ella como un sagrado pene que le hacía arder las entrañas.
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La mujer está cansada de rezar, siente los pantis empapados y pegajosos. Frío en su coño y un deseo atroz de tocarse.
Deposita cinco monedas a los pies de Cristus, algún motor pequeño zumba en algún lugar tras la cruz y el tubo de vidrio donde el pene de Dios está metido, realiza un lento y controlado vaivén.
—¡Di que me amas! Grítame tu amor de puta.
—Te amo Semen Cristus. Párteme en dos con tu mandamiento fragante. Incinera la basura que tengo metida en mi coño de zorra.
Leo cierra los ojos, el calefactor de sus testículos parece hacer hervir el semen en los cojones.
Candela deja caer las bragas hasta los tobillos y se sienta encima de una bala de paja.
La mente enferma de Leo reza a Jesucristo, le pide ayuda y fuerza para crear su hostia de semen, para que comulgue con ella la mujer.
Una pornográfica comunión.
El ritmo de la vibración se acelera, falta espacio en el tubo, se comprime tanto el pene que parece que va a estallar.
Un gruñido ronco, el meato se dilata y un espeso líquido blanco sale casi dulcemente. De nuevo el vacío lo succiona.
Candela se frota con frenesí el clítoris frente al crucificado y cuando del eyector sale el templado semen, se estrella como un escupitajo en su vulva desflorada, entre gemidos y blasfemias Candela se extiende el semen por todo el sexo para acabar con un orgasmo que la lleva al paroxismo.
Leo siente náuseas, le ocurre cuando hay demasiadas devotas y su madre le inyecta más dosis de hormonas. No puede evitar vomitar y una bilis amarga cae sobre Candela.
—Cristus mío ¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Si hija mía, bienaventurado sea tu gran corazón. Dame agua.
La mujer sube por la escalera y le lleva a los labios la botella de agua que se encuentra encima de una de las balas de paja, junto con jeringuillas y restos de comida.
—Te amo Semen Cristus, te amo más que a mi hijo —le susurra al oído antes de besarle los labios y sentir el amargo sabor de la bilis.
—Yo te bendigo —responde Leo con un hilo de voz.
Cuando Candela se cruza con la madre e hija que esperan su turno a la puerta del establo, agacha la cabeza y no saluda.
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A los catorce años, Leo bendijo a su primera mujer. Era la vecina más cercana, una viuda reciente. Aquel día, Lía se encontraba en el porche de la casa, sentada en los escalones de entrada. Lloraba con la vista fija en la calle desierta.
Leo y su madre pasaron frente a ella.
—¿Por qué llora?
—Su marido murió hace dos semanas, está destrozada.
—Quiero bendecirla, mamá; como hacía Jesús.
— Ve, hijo mío.
Leo avanzó por el camino de gravilla hasta la mujer.
—Buenos días, triste mujer.
—Buenos días —respondió Lía con cierto estupor, el crío hablaba como un adulto demasiado educado, demasiado formal.
—No esté triste, estoy aquí para bendecirla, para aliviar su dolor.
Los ojos de Leo, hicieron presa en los de la mujer, y ésta sin saber que estaba mirando directamente a los ojos de un pozo de miseria mental, abrió sus brazos al niño.
—Eres un cielo.
—Lo soy —respondió Leo abrazándose a ella.
Metió su rodilla entre las piernas y presionó el sexo de Lía.
No rechazó la presión, no podía apartar la mirada de los ojos del niño. Ni podía apartar aquella rodilla que presionaba rítmicamente su vagina.
La madre se mantenía a distancia, sonreía afable ante la escena.
Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Lía, estalló en su clítoris y se expandió por las piernas y los brazos, abrazando con fuerza al niño entre sus brazos mientras intentaba ahogar un gemido.
—Yo te bendigo, mujer triste.
El niño le besó los labios antes de separarse. Caminó hasta su madre y la cogió de la mano.
—Venga a nuestra casa cuando se sienta sola, no se quede ahí sufriendo, Lía.
La mujer sonrió avergonzada.
No pasaron tres días cuando Lía llamó a la puerta de la casa de María y Leo. Semen Cristus le arrancó el dolor de la muerte de su marido por segunda vez en el sofá del comedor, ante la mirada bondadosamente paranoica de María.
Lía habló con una amiga y ésta con otra amiga.
A los quince años, Leo le pidió a su madre que lo crucificara con vendas en el establo, quería ser lo más parecido a Jesucristo. Hicieron la cruz con maderas viejas y podridas, cuyas astillas laceraban continuamente la piel de Semen Cristus. Un aliciente más, otras infecciones.
Con el tiempo, perfeccionaron la maquinaria y los elementos necesarios para crear aquel santuario del placer insano.
El tubo de vidrio donde Semen Cristus derramaba su amor y su hostia blanca, era una probeta de una industria química. Restos de máquinas tragaperras que encontraron en traperías y desguaces formaban los diversos elementos que estimulaban el pene y la producción de semen.
Objetos sucios, que cada día acumulaban más miseria, que no se limpiaban.
Más adelante, cuando las feligresas acudieron en mayor número y con más asiduidad, María tuvo que consultar con un veterinario qué tratamiento podía darle a su cerdo para que rindiera mejor sexualmente y su semen fuera más abundante.
A los dieciséis años, Semen Cristus a veces eyacula semen con vetas rojas. Y cada día está más delgado.
El cerdo a veces mira con sus pequeños ojos las misas, y su pene largo y rizado se arrastra endurecido entre su propia mierda y meados. El cerdo huele más a muerto que a marrano.
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Su madre lo libera de la cruz y lo ayuda a caminar hasta la casa, donde lame su sagrado coño; la absuelve de sus podridas ideas con un cunillingus que la hace gritar como al marrano del establo que hace coro a las comuniones. Es la madre de Dios.
Y a medida que las hormonas pudren la sangre de Semen Cristus, el dolor de la cruz y los torturados testículos lo dirigen hacia una alienante paz espiritual.
Los genitales parecen absorber toda la locura del mundo, la de las pecadoras que acuden a su bendición, la de su madre, la suya propia.
Amasa y metaboliza la insania y la escupe de nuevo, pura y sin tapujos a la cara del universo.
Semen Cristus es dios y como así lo afirma, así lo cree.
Leo se ha quedado dormido en el sofá del salón, no ha comido la cena que su madre le ha preparado y ésta lo admira con infinita ternura. Acaricia suavemente sus genitales. Están calientes, demasiado calientes; pero no le da importancia.
Tampoco le ha prestado atención a una especie de dura verruga enrojecida que se está formando en la parte inferior del escroto. A su alrededor la piel se está ennegreciendo.
María sube al desván, las obras están llegando a su fin. Las dos habitaciones se han transformado en una grande para que quepan los bancos de madera de las feligresas, en el techo colgará una lámpara de cirios de hierro forjado. La cama que será el altar, estará cubierta por una sábana roja y en la cabecera un Cristo crucificado llorará sobre la cara de Semen Cristus emocionado por haber instaurado el reino de los cielos en la tierra.
Un bidé se instalará dentro de un confesionario y cuatro altavoces emitirán los gemidos de Semen Cristus cuando ofrezca en su comunión la hostia lechosa con la que perdonará los pecados de las feligresas.
En un armario empotrado, guardará las hormonas y las jeringuillas para que su hijo pueda cumplir con su sagrado deber.
—Madre, la cama no es para Jesucristo. Necesito la cruz.
María se ha sobresaltado, no lo ha oído subir. Está desnudo y su pene pende lacio. Los testículos se encuentran contraídos.
—No podrás soportar tantas horas en la cruz, debes descansar. Está aumentando el número de devotas. No puedes continuar así, aún no has acabado de crecer y tus huesos se pueden deformar. Tengo una sorpresa, sólo para nosotros dos.
María se dirigió a la pared izquierda donde se apoyaba un tablero, lo retiró y tras él se encontraba una habitación con el techo acristalado. Los agónicos rayos de sol de la tarde, pintaban de rojo las paredes.
—Esta será nuestra capilla. Cuando hayas acabado la misa y te sientas descansado, te crucificaré. Y no habrá tubos ni calefactores. Meteré cada anochecer en mi boca tu sagrado pene hasta que te derrames en mí, hasta que me cubras entera.
—Madre, bendita seas. Te amo. Te perdono en el nombre de mi santo padre —le respondió con una sonrisa afable santiguando el aire frente a ella.
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Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.


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2 de junio de 2011

El asesino y la Palabra



Puedes estar cómodamente leyendo, escuchando música o escribiendo algo y aparecerá un/a testigo de Jehová que te molestará con la palabra del señor.
Y la siguiente reflexión es: ¿Cómo es posible leer algo tan aburrido, sin sentido y tan supersticioso como la biblia?
¿Es que no se cansan de lecciones pueriles?
Quien lee la biblia, y ante el empacho de leyes y parábolas, ¿no siente que se ahoga?
Cuando abres la boca para contestarles a algo, siempre tienen una enseñanza que darte.
Y eso me carga, ningún puto dios ni predicador puede enseñarme algo que no sepa, coño. Lo mío no es la palabra, son los números, las cifras que me pagan por mis servicios.
Así que le digo al jehovista que no tengo tiempo para charlas y me quedo con la revista que ofrece para que no me moleste más. Y su publicación me servirá para recortar palabras para enviar las amenazas de muerte y violación, que al fin y al cabo es a lo que me dedico sin que nadie me castigue.
Bueno, siempre ayuda dar una buena mordida o soborno al juez y a algún diputado; ayuda a tener impunidad aparte de mi habilidad.
Y por supuesto: no hay milagro que valga para que se libren mis víctimas de un tiro y de ser violadas, y no siempre por este orden.
Los hay que tienen fe en la palabra y yo en los recortes de revistas y prensa. Al final son palabras ¿no?
Y puede que un día, estos evangelizadores de pacotilla, se encuentren escrita la palabra o su palabra del señor en una bala 357 magnum que se alojará en su frente.
No siempre planeo mis asesinatos, a veces improviso. Es un buen ejercicio matar a alguien en la puerta de tu casa y por puro placer. Solo hay que cambiar el método. Nunca se me ocurriría reventarle la cabeza con un disparo; cuando has de matar a alguien en una zona poblada o donde vives, es mejor el silencio de una médula seccionada. Meter un estilete por la nuca requiere habilidad y precisión; pero es emocionante cuando te están hablando de la importancia de la palabra del señor, ver como sus voces callan y sus rodillas se pliegan muertas.
Incluso improvisando soy tan bueno como los beatos predicando la palabra del señor.
Amén.



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1 de junio de 2011

Semen Cristus (2)



Semen Cristus cumplió catorce años masturbándose en el establo, y dejando que la ternera lamiera su pene con aquella lengua ancha y larga. La vaca deseaba lamer aquello, mugía plena de satisfacción.
Semen Cristus bien podría haber sido un San Francisco de Asís. Su podredumbre mental alcanzaba a los seres irracionales de la misma forma que llevaba a la irracionalidad a las mujeres que se masturbaban ahora ante él.
La señora María se masturbó, en silencio espiando a su hijo. Cuando su niño eyaculó entre su puño y la lengua de la vaca, dijo:
—Bebe mi leche, y que se una a la tuya. Que mi divina leche de placer, espese la tuya —dijo sacudiendo el semen residual del cárnico y venoso hisopo hacia la cabeza de la ternera que no pestañeaba ante las salpicaduras de aquel líquido espeso y blanco.
Con los dedos mojados de su propio coño, la Sra. María se dirigió a su hijo y se puso de rodillas frente a su pene y lo limpió metiéndoselo en la boca.
El pequeño Leopoldo, que así se llamaba por aquel entonces, posó la mano en la cabeza de su madre y presionándola contra sí, la obligó a meterse todo el pene en la boca.
—Madre, bendita sea tu boca entre la de todas las mujeres. Chupa, chupa, chupa...
Ya hace dieciséis años, en algún pueblo de la península ibérica, al norte de África, una madre esquizofrénica gritaba obscenidades en una celda del convento de las Clarisas durante el parto.
Las hermanas acogieron a la enferma parturienta que había escapado de aquel manicomio que ardió por algún cortocircuito de sus viejos cables eléctricos. La abadesa hizo la promesa a Jesucristo, de acoger a aquella mujer que llamó a la puerta del convento, gritando el nombre de Dios al interfono de la puerta.
Sus dientes rotos eran cicatrices que revelaban su origen loco y muchas sesiones de estimulación cerebral eléctrica.
Clava los dedos en el indefenso pubis de su hijo crucificado, evocando recuerdos. Unas gotas de sangre aparecen entre las uñas clavadas en la delicada piel de Semen Cristus.
—Córrete, hijo mío. Como si te derramaras dentro de mí.
El vientre se hunde entre las cosquillas y el glande escupe un borbotón de semen. Un zumbido indica que el eyector de vacío se ha conectado.
La leche succionada se arrastra por el tubo translúcido que se pierde entre sus piernas.
La mujer frente a la cruz se palmea el clítoris con furia ante el placer que la hace sentirse puta en un pueblo sin apenas hombres, un pueblo sucio y aislado que casi todo el año huele a mierda de cerdo y mierda de vaca. Mierda de gallinas, mierda de ovejas.
Mierda de vida.
La madre de Cristus aplaca la tensión orgásmica de su hijo cogiendo sus calientes testículos, ha retirado el calefactor que estimula su producción seminal.
La madura desearía que fuera su mano la que acariciara aquellos testículos pesados y plenos. El semen sale disparado por una boquilla cerca de su cara y le impacta en los ojos. No se los limpia, sigue sobando su sexo hasta que siente doblarse por un orgasmo intenso. Con la lengua recoge el semen que ahora chorrea por la comisura de los labios.
Se limpia y con los dedos manchados de semen se santigua.
—Yo te bendigo, Severa —dice Cristus entre jadeos.
La madre saca de su delantal una jeringuilla.
—Hay dos devotas más esperando afuera, tienes que bendecirlas con tu leche, cariño. Sólo tres más y podrás bajar de tu santa cruz.
Ha encontrado la vena del brazo con facilidad, está dilatada por el esfuerzo de la crucifixión. Le inyecta una hormona de uso veterinario. Acomoda el calefactor en los testículos de su hijo y le besa en la mejilla.
Se acerca hasta la mujer que espera con las piernas cruzadas.
—Reza cinco minutos antes de echar las monedas, Candela. Reza por su alma y por su fuerza. Dios te quiere mojada.
—María ¿Cuándo nos tomará Cristus? ¿Cuándo lo podremos sentir dentro de nosotras?
—Cuando terminen las obras y la capilla del desván de casa se pueda usar tendréis su cuerpo también.
—En el pueblo los hombres no saben lo que ocurre; pero recelan de que vengamos aquí tan a menudo. Ve con cuidado, María, protege a tu hijo.
—Está protegido y vosotras también. En la cocina tengo a modo de decorado una mesa preparada con pastas y café para que os sentéis allí si aparece alguno de esos machos por aquí; para que vean normalidad. Y no te preocupes, puedo ver a quienquiera que se acerque a medio kilómetro.
María lleva la mano al sexo de Candela:
—Goza de Cristus ahora, moja tu chocho, disfruta. Él te bendice.
Cuando sale del establo, una adolescente espera a la puerta cogida del brazo de su madre.
—Cuando salga Candela, podéis pasar. Y recordad, cuando os haya bendecido a una de vosotras, que la próxima rece cinco minutos para que sus sagrados cojones se llenen de nuevo. Rezad por su alma y por su fuerza.
“Dadle tiempo a que las hormonas hagan su trabajo”, musita para si.
María se dirige a la casa.
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Los operarios daban martillazos en el desván, el estridente ruido de una taladradora apagó cualquier otro sonido, abandonándola a su propia insania.
María evocó los casi catorce años de liberación en el convento, viendo crecer a su hijo, sin las medicinas que en el hospital la convertían en una triste muñeca.
Veía a Cristo retorcerse en la cruz de la capilla, no podía apartar la mirada del crucificado. Aquel hombre bueno debería haber gozado de la vida y no morir como un miserable ladrón.
Miraba bajo la tela esculpida de los calzones con la esperanza de ver los testículos del Santo Crucificado. Se masturbaba en silencio, rezando un rosario de obscenidades e imaginando el acto sexual con el nazareno. Mamándosela en la cruz mientras sangraba. Su esquizoide mente encontró una vía de escape e inspiración en aquella capilla.
Su hijo se educaba en un ala del convento que hacía las veces de escuela del pueblo con la hermana Carmen como profesora.
Cuando el pequeño Leopoldo acababa sus clases en el colegio y ella terminaba su trabajo en la cocina, cogía a su hijo de la mano y juntos iban a la capilla.
—Debes ser como él, un hombre bueno.
—Yo no quiero que me hagan daño, mamá.
—Nunca dejaría que te hicieran daño, Leo. Tú gozarás en la cruz en la misma medida que Jesucristo padeció. Te lo juro, vida mía.
—Mira, Cristo me hace gozar —le mostró a Leo su sexo abierto y perlado por el abundante fluido segregado.
Leo miró con interés; sintió un placer extraño en sus genitales, y creyó ver un corazón sagrado latiendo entre las piernas de su madre. Con siete años estaba gestando su propia demencia.
Y así, cada tarde que podían se sentaban frente al Cristo Crucificado. Leo observaba a su madre llevar la mano bajo la falda, la escuchaba gemir con las rodillas separadas. Se sentaban en los bancos de la tercera fila, para estar cerca de Él y a la vez resguardados de su propia inmundicia mental.
El pequeño olía con delectación el cuerpo sudado de su madre, sentía como la madera de los bancos transmitía el estremecimiento al llegar al orgasmo.
—Huele, Leo. Es la saliva de Cristo —María acercó la mano humedecida y resbaladiza de humor sexual hasta la nariz de su hijo.
El niño frunció el ceño.
—Así es Jesucristo, mi vida. Así tienes que ser tú. Así lo tienes que hacer.
Llevó la mano de su hijo a la vulva y le enseñó como acariciarla.
Leo lloraba, algo no estaba bien. Su madre le daba miedo. Y él también sentía miedo de si mismo, sentía que algo no estaba bien en aquel ni sitio ni dentro de ellos; pero su primera erección y la mano de su madre calmándolo frente a Jesucristo, convirtió todo aquello en una realidad única. La única posible en su cerebro.
Leo crecía, en plena pubertad tuvo su primera visión, (una alucinación esquizofrénica para un psiquiatra). Un mensaje de Dios para el niño y su madre; el Cristo Crucificado abrió la boca y le dijo al pequeño Leo:
-Tu semen es maná para las mujeres, para su apetito más íntimo. Derrámalo sobre ellas, dentro de ellas. Que tu pene sea el camino de la redención de esta segunda venida.



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Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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30 de mayo de 2011

Semen Cristus (1)







Con los brazos extendidos y atados en el travesaño de la cruz y la maraña de cables y tubos que bajan desde sus genitales hasta perderse entre las pantorrillas, recuerda vagamente al Hijo de Dios. Un dios tecnológico y sexual que no llega al grado de aberración masoquista del mito cristiano: Jesucristo.
A la vibración del tubo de vidrio se ha sumado un vaivén, la masturbación lo lleva a gemir como un animal. Una corona de espinas que no toca la piel del cráneo, que tan sólo es un adorno, lo convierte en algo desdichado y triste. Mediocridad enfermiza.
La mujer que ha echado cinco monedas en el monedero del Semen Cristus, tras sentir los primeros gemidos del cristo sacrílego se santigua con la mano derecha. Con la izquierda masajea su sexo por encima de la falda negra. Llora ante el pene encerrado en aquel tubo y desea llevarlo a la boca.
Las rodillas de Cristus tiemblan ante el creciente placer y una gota de saliva de la boca del sagrado, cae en los labios de la excitada madura.
La mujer apenas ahoga un gemido y extiende con los dedos la baba del cristo lentamente por sus labios. En algún momento se ha arremangado la falda y sus dedos se mueven bajo la tela de la sutil braga negra con creciente fervor.
Otra mujer espera paciente tras ella, presionando su sexo con los muslos, cruzando las piernas con nerviosismo. Parece contener la orina.
La madre de Semen Cristus, sube por una escalera de mano hasta su hijo, las mujeres observan la escena con devoto silencio.
Los rayos de sol que se filtran por los listones de madera de las paredes del cobertizo no dan suficiente luz. El establo apenas iluminado, crea cientos de penumbras entre las balas de paja y los barrotes sucios de una pocilga. Gruesos cirios amarillos con una cruz roja pintada, intentan apagarse a si mismos. Las llamas tiemblan se encogen y cuando casi han desaparecido, vuelven a crecer y desafiar una atmósfera apestosa en la que no hay aire en movimiento y el calor hace sudar la madera y la mierda que hay en el suelo.
Un marrano ronca y parece dirigir las oraciones de las dos feligresas.
—Hijo mío, gime para esas rameras. Grita tu placer y dales tu leche. Que se bañen en ella y unten con tu sagrada savia sus agujeros sucios. Sus rajas pegajosas de su propio gel de follar —le susurra la Sra. María al oído.
Su mano acaricia el rasurado pubis de su hijo excitándolo.
En el tubo de cristal, el pene parece aplastarse por la virulenta erección que su madre está provocando.


Iconoclasta


Las ilustraciones son de la autoría de Aragggón.



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23 de mayo de 2011

Una noche de insomnio

Tienes toda una noche sin sueño por delante, vale la pena aprovechar. No tienes más remedio

Y es mejor así, cuando no hay elección todo está claro.

Los burros tienen orejeras para no salirse del camino. A mí me han metido un dedo en el culo y corro para aliviar presión. Es así de sencillo.

Sólo hay que avanzar en la única dirección, no se puede volver atrás porque el presente es un camino que se borra a cada paso. Tras de ti queda el vacío, un pasado intangible que no da motivo alguno de alegría y en el mejor de los casos regala una destructiva melancolía.

Queda avanzar y buscar un espacio protegido de la luz, incluso de la vida.

No importa que te observen, lo que importa es no sentirse observado. Es tan fácil conseguirlo… Sólo hay que tener la absoluta certeza de que no importas. Y eso es algo que salta a la vista si eres un observador experimentado. Con unos pocos años de vida.

Sólo necesitas un espacio, un lugar donde pasar la larga noche de insomnio y si te sientes extraño en el planeta, ya tienes una razón que explique una noche en vela.

Es un primer e irreflexivo consuelo.

Pero ese enajenamiento no es la causa del insomnio. Lo real es que cuando uno se siente extraño es porque la muerte está cerca, al menos en el pensamiento.

Y lo que tiene la muerte, es que es un excitante más fuerte que la cafeína y te hace pensar en sudarios y cosas que se descomponen.

Y así, la verdad, no hay quien duerma. Una masturbación con este estado de ánimo podría durar horas y no quiero que mi pene se queme.

Es razonable cuando has consumido el ochenta por ciento de tu vida, pensar a menudo en la muerte y concluir que no todo es tan familiar y tan tuyo. Que han pasado ligeros los años y que no te sientes dueño de nada, más bien un juguete de la vida. Es algo connatural a todos los seres vivos.

No todos, hay cerebros demasiado vacíos y para rellenar hueco, se ha llenado de vanidad, de una más que generosa valoración propia.

Ningún camello se ve su propia giba. Yo sí, tal vez por no ser camello.

Conozco perros que me cuentan de su etapa de pensar en la muerte y son más viejos que el sol. Parece que al pensar en la muerte, ésta se aleja, se retrae.

Los perros siempre me hablan porque no dejo que los humanos se acerquen mucho.

Y las esperanzas de que esto acabe pronto, se retraen también. La muerte no vendrá si tengo valor y humor, esperará a que me sienta débil y mierda.

Cuando tenemos valor para afrontar la muerte, nos sobra la salud, es una de esas constantes universales que suelen provocar esa comezón incómoda en los genitales.

Ocurre lo mismo cuando esperas ver hervir el agua en la olla: tarda tanto que te aburres de esperar y cuando arrancan las burbujas, no estás presente.

Estos viejos perros dicen que tendemos a exagerar.

Es más, a medida que envejecemos el tiempo pasa más lentamente, se acaban las noches de insomnio. Nos quedamos dormidos en cualquier sitio y en cualquier posición. Y buscamos el sol.

El odiado sol, la puta luz.

El calor que funde mis tejidos.

Y lo que es mejor: aquella destructiva melancolía que nos asaltaba, se convierte en un montón de imágenes entrañables que la edad ha convertido en auténticos tesoros. Arqueológicos recuerdos de años a.

No se les puede hacer caso a los perros. Son de naturaleza afable y con cierta inclinación al optimismo.

Los perros y yo somos de naturaleza distinta; aún así les presto una cortés atención. Y para que no se sientan mal, no les confieso que estoy en desacuerdo.

Si no tienes un lugar, un territorio íntimo y privado, lo has de crear con tiempos, con momentos.

La mente no es tonta; la mente te dice cuando has de huir hacia ti mismo.

Y te obsequia con una noche de insomnio que realmente es tu verdadero sitio en el mundo.

Es en la noche en vela cuando los pensamientos acumulados y apelmazados por demasiadas horas de sueño y conciencia, caen al suelo pesados como adoquines.

Y ese estruendo de certezas, de deprimentes realidades que la luz pintaba de variados colores, se ofrecen grises a tus pies.

Y es normal vomitar ante la vertiginosa realidad.

Es una cita con la muerte, decidir si vivir o morir. Sentirse muerto y catar así la inmovilidad, la quietud, el frío y la oscuridad.

Nos deberíamos sentir valientes.

Una noche en vela es lo mismo que disfrutar de cien hectáreas de terreno y de cientos de árboles donde orinar para marcar nuestro territorio. Es disponer de una biblioteca enorme sin moverse de casa.

Y eres libre de fumar cuanto quieras.

Pienso que me he equivocado muchas veces. Pienso que quiero ver la luna, el Mar de la Serenidad sin telescopio.

Exijo una pluma diferente para cada palabra que escribo.

No quiero obligaciones de ningún tipo.

Quiero que cada día sea distinto.

Querer es esperar. Son largas horas de espera.

Odio el dolor, odio el aburrimiento… Un momento.

Ya he identificado la causa de mi tristeza vital, de un despertar agrio. Ahora sé porque no quiero abrir los ojos al despertar.

Odio desear porque me frustra.

Ergo odio esperar.

Los perros son pacientes, yo no.

Y ahora que estoy en vela, ya sé porque no puedo dormir bien: dormir es descanso; pero sobre todo espera.

Esperar que sea un día mejor, esperar que al despertar se cumpla lo que deseo.

Era tan fácil encontrar la causa. Sin embargo, imposible de identificar a plena luz del día, o a plena luz de los sueños.

Definitivamente los perros viejos no saben lo que dicen. No han pensado tanto como yo. Duermen demasiado.

Nos pasamos la vida esperando algo. Y el sueño es una larga espera en la inconsciencia.

Siempre espero.

Esperamos nuestro sitio, nuestro lugar para poder ordenar pensamientos y cosas.

He aquí la jodida verdad: no puedo dormir por tanto esperar.

Y lo peor de todo es que espero con cierta impaciencia a la muerte.

A lo mejor pienso demasiado.

Pero no es eso.

Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena.

Sí que es tarde. Cuando has conseguido lo que más deseabas en el mundo al final de la vida, seamos sinceros, quiere decir que hasta ese logro has vivido fracaso tras fracaso.

Y ser un fracasado aunque hayas cumplido tu deseo, es algo vergonzoso.

Cualquier momento de reflexión me llevaba a una incomodidad sin saber por qué. Hasta que el bendito insomnio te obliga a pasar una noche contigo mismo.

De ahí esa necesidad de tener un sitio: te sientes avergonzado de tantos años de fracaso. Es necesario esconderse y no pasar más vergüenza de la necesaria.

Necesitas una pequeña habitación para que nadie vea lo muy fracasado que eres.

Y la maldita espera, la impaciencia de la infructuosa búsqueda de un espacio para esconder la vergüenza, es el insomnio.

Espera sobre espera es igual a impaciencia al cuadrado.

El insomnio pierde efectividad con el uso.

Cuando el insomnio no cumple su función empiezas a desear la compañía de la muerte.

Y como odio esperar, sólo queda el suicidio.

El presente es un camino que se borra a cada paso.

El suicidio es el único destino. Borra las esperas.

Odio esperar.

Tal vez tome un somnífero para anestesiar la impaciencia.

No creo que vuelva a conversar con esos afables perros, no lo saben todo. No saben nada. Además, me carga su optimismo facilón.

Toda la puta vida para al fin saber que la impaciencia me destruye.

Tantas noches en velas para esto.

No soy muy listo.

Precioso.

Se permiten chistes y fumar en mi velatorio, ésta es mi voluntad.


Iconoclasta

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