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26 de noviembre de 2010

Un hombre ajeno al mundo



El hombre piensa, el hombre divaga.
Le gustaría contar cosas interesantes, que su vida ha tenido momentos de misterio y emoción.
Pero no se puede engañar a si mismo, el hastío ha cubierto de una dura coraza su cerebro y las ilusiones se hacen piedras que escupe cuando orina.
No podría engañar a la mujer que ama ni a mitad de su declaración de amor.
Sus ojos viran del azul al gris, suelen ser siempre claros. Sostiene que no lo son, simplemente están apagados, están faltos de vida.
Su piel no es cálida como asegura ella, él replica que tiene fiebre crónica.
Sus músculos no están ejercitados; si lo parece, se debe a un fallo en la presión sanguínea.
Cuando se encuentra solo, su sonrisa es cínica. La sonrisa de quien ha recibido tantos golpes que tiene la certeza que ha de pagar por los momentos felices. Que tras un placer hay escondidos mil dolores. Pero eso no lo arredra, no tiene miedo al filo de la navaja con la que la vida corta la piel de su alma.
Y su alma está completamente escarificada, ahora la vida corta sobre viejas cicatrices, no hay sitio, no hay piel del alma libre de ofensas. No hay un ápice de inocencia.
Sin embargo con ella... Con ella ríe con una sonrisa inocente.
Atesora todas y cada una de las experiencias que ha gozado con ella, las escribe, las subraya, las relee, las memoriza para convencerse de que ha vivido al fin momentos de emoción e intensidad.
De amor puro.
De puto amor al fin.
Sostiene que no es de aquí. No es su tiempo ni su planeta.
Su ubicación en ambas dimensiones es un craso error, y no de él.
El aire y la tierra lo rechazan, su resistencia se acaba; es cuanto menos curioso que haya conseguido sumar casi cincuenta años de vida. Dicen que mala hierba nunca muere.
Sí que muere.
Ni una gran cantidad de comida consigue darle fuerza; porque su organismo rechaza el presente, la comida presente, el aire presente, el agua presente... Se mantiene en pie porque se alimenta de si mismo. Se devora para sacar sustancia alimenticia que no le da este planeta, o este presente.
Son habilidades que un ser rechazado adquiere a lo largo de la vida.
Nadie alimenta a nadie. Todo es lento y acaba mal.
No puede estar solo, cuando ella falta, su vida cae en picado hacia una introspección que podría causar locura y suicidio en cualquier ser humano.
Tiene suerte de ser algo no humano. Un espurio de La Tierra.
De lo contrario sus sesos ahora estarían estampados en la pared y el cañón de la escopeta humeando a sus pies.
Si no es de aquí, no sabe de dónde es, no importa. A veces es extraño a si mismo y la mirada que le devuelve el espejo es la de un desconocido.
Ni siquiera en la cama delirando con el sueño, consigue sentirse cómodo en su cuerpo.
Y ahora que tiene amor, ahora que ha conseguido sentirse en su tiempo y su lugar, tiene miedo de lo que la vida le va a cobrar de intereses por ese placer.
No ha necesitado sortilegio alguno, no ha necesitado una previa concentración.
Simplemente ha hablado sentado a la mesa, mientras escribe cosas en su libreta.
-Tengo que proponerte algo, Vida.
Ha hablado con absoluta confianza, con la seguridad de que es escuchado, de que hace lo correcto.
No tiene el cerebro podrido. Sólo eso: simplemente tiene una corteza de piedra que envuelve su cerebro. Pero aún mantiene su cordura.
Y la Vida toma volumen frente a él, ocupando gran parte del salón. Provocando la caída de varias fotos y libros de las estanterías.
No se asusta, de la misma forma que cuando está solo no tiene capacidad para la sonrisa, tampoco la tiene para el miedo. El miedo también lo trae ella: la posibilidad de no verla, la posibilidad de que se sienta incómoda. De que se retrase, de que algo le duela.
Sólo ella provoca temor en él.
Es necesario llegar a un acuerdo con la Vida, es preciso antes de que sea tarde.
Todos sabemos cuando llega un momento decisivo. Todos intuimos el fin de algo, el de nosotros mismos de forma más notoria.
El hombre de ojos apagados ha notado esta mañana al defecar algo viscoso y resbaladizo. Lo ha notado deslizarse por el esfínter con un escalofrío y cuando lo ha expulsado, ha mirado en el agua de la taza y ha visto un trozo de tripa deslizándose suave como una anguila hasta desaparecer.
Y un chorrito de sangre ha teñido el agua.
Ya poco le queda para consumirse, ya no queda alimento en su interior. Se digiere él mismo. Sus tripas se desintegran sin dolor. Como su vida: con aburrimiento.
No tiene nada que ofrecer a la Vida, sólo tiene su hostilidad hacia el mundo. Sólo puede hacer sentir a la Vida su profundo rencor. Tal vez encuentre la forma de herirla si se personifica ante él. Lentamente ha abierto un cajón del aparador y ha sacado un enorme cuchillo de caza. Es una estupidez, pero ahora que esa masa informe está frente a él, tiene esperanzas. Si algo existe, es que puede morir y ser dañado. Y todo lo que puede ser dañado, padece miedo.
Como él...
Tal vez la Vida no se haya encontrado nunca en semejante situación y se sienta extraña ante él.
-¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo me has traído aquí?
El hombre de fiebre crónica observa esa inmensa masa de carne y vapor retorcerse cambiando de color y pulsando cientos de veces por segundo. Unas veces es grande y otras se contrae hasta hacerse minúscula. Parece formada por millones de vísceras, huesos, venas y carnes mezcladas caóticamente. Y donde antes había un ojo, ahora hay una vagina babeante.
Huele a vida. Deja caer excrementos y orina, hay semen y sangre en el suelo, el hedor es insoportable y le salpica la cara, la ropa.
Siente ganas de ir a por el cubo y fregar con lejía todo esa “vida”.
-Soy repugnante. Jamás debería haber sabido como soy, tú tienes la culpa cosa no humana.
De su boca cae saliva y un pene en algún lugar de esa masa, destila humores sexuales.
Por alguna razón que ni él mismo comprende, no siente asomo alguno de temor, tal vez asco.
Puede que entre todo ese montón de órganos vivientes, se encuentre la tripa que esta mañana ha cagado.
La Vida apesta. Está asustada ante su vulnerabilidad; se siente fuera de lugar siendo algo tangible. Aún así, es consciente de su desmesurado poder.
Y el hombre con fiebre también.
-No quiero morir aún –dice lacónicamente el hombre.
-No tengo el control, no sé que hago aquí.
-Tú eres Vida, no te retires, dame parte de ti.
-Puedo darte un intestino nuevo; no porque te tenga miedo, sino porque quiero acabar con esto. No me gusta verme así. Me doy asco.
-No quiero intestino, quiero vivir al menos diez años más, sin que me robes nada, quiero ser un hombre sano durante diez años. Prometo no invocarte más.
-Te he dicho que no decido, yo sólo gobierno lo que hay, tomo lo que muere. Cojo trozos de vida y pensamientos y los reparto. No hay maldad en ello. Es naturaleza.
-Conmigo te has olvidado de pensamientos y de repartirme nada. Tengo mis necesidades.
-Estás acabado, te siento. Es mejor no vivir.
-Ahora amo, no puedo morir ahora. Tengo mis derechos, no es un buen momento.
-Para nadie es un buen momento. Ahora déjame ir, huelo mal. No me gusto. Me desoriento.
El hombre clavó el puñal en un torso sin brazos, sin nalgas y sin piel e hirió los músculos abdominales salpicados de grasa. La Vida bramó de dolor.
-Haces daño.
-Y tú también.
-Mi paciencia se acaba, podría absorberte ahora y dejarías de existir.
El hombre piensa en esa posibilidad, y en el llanto inconsolable de ella. En el inmenso e insoportable dolor que sentiría él si ella desapareciera.
-No volverás a tu dimensión o de donde vengas, estaré vivo en ti, me mantendré firme en mi voluntad de que seas consciente de tu propio ser. Vivirás cada día con la conciencia de tus propios olores y dolores de mil vísceras sin cuerpo. Tu vida será deprimente como la mía. Dame tiempo, regenérame cuando sea necesario.
-Es contra natura. No puedes vivir eternamente, está sancionado por Ellos.
-Sólo te pido diez años -el hombre se hizo un corte en el antebrazo. -Inocúlame un cáncer, cualquier enfermedad mortal que me mate en diez años. Y me uniré a ti con el cerebro reventado, no podré invocarte.
La Vida ha quedado quieta, inmóvil. Mil cerebros cambiantes de forma y color aparecen y desparecen entre esa masa vomitiva.
-Está bien.
Una marea de hiel se extiende por el suelo, y mancha los pies descalzos del hombre. Es caliente, y penetrante, siente como se filtra entre los poros de su piel y siente en la boca el amargo sabor.
Vomita sin poder evitarlo. La Vida extiende una lengua gigantesca y lame el vómito y su propia bilis.
Un escupitajo de gelatina transparente sale de algún lugar de la Vida y se estrella en el corte del antebrazo.
-Es cáncer de pulmón, tengo excedente –una boca sonrió y la lengua cayó al suelo-. Diez años, ni uno más.
-¿Quién es ella, la que vale tanto?
-No te lo digo.
-Lo sabré.
-No importa, tengo mis recursos.
Un globo ocular lo mira burlón, lo mira con odio.
El hombre deja de pensar en la Vida y ésta desaparece.
El suelo está inundado de un jarabe nauseabundo. En la pared una mejilla con barba de tres días se desliza por la pared dejando un rastro de sangre.
Abre las ventanas del piso, llena un cubo con agua y lejía y se dedica a limpiar.
Vomita dos veces más, o tal vez tres.
Cuando el salón está limpio de toda materia biológica, se deja caer cansado en el sillón con un cigarrillo colgando de los labios, la ceniza le cae en el pecho pero no le preocupa.
De repente se levanta y abre la bolsa de basura: siguen ahí los restos biológicos y siente en sus dedos la barba ruda de la mejilla que ha despegado de la pared.
No ha sido un sueño.
Se estira en la cama, se siente tremendamente cansado.
Medio dormido se despierta con un ataque de tos, su boca se ha manchado de sangre y una punzada en la espalda le hace gemir al respirar.
El cáncer de pulmón está instalado.
-Vida, el trato son diez años, pareces que vas muy rápida con tu cáncer. Contrólalo o no duraré ni una semana a su lado. Y no quiero ser feliz entre tratamientos de morfina y cannabis en el hospital del dolor.
No puede morir aún. Tiene sus derechos. No ha pedido nada imposible.
El dolor casi ha desaparecido, es más soportable que canibalizarse él mismo. Prefiere que no se vaya del todo el dolor, que quede como una constante compañía durante lo que le queda de vida. El dolor es el único método efectivo para prolongar el tiempo.
Ha de encontrar la justa medida del dolor para que no se pueda apreciar sufrimiento en su rostro.
La Vida ha expelido una ventosidad a modo de despedida inundando la habitación de olor a excrementos. Tiene un serio problema digestivo.
Diez años no está mal, es un buen negocio. Su experiencia le dice que jamás ha de pedir demasiado para que no se convierta la demanda en algo absurdo. Nadie te da nada de valor, sólo pequeñas cosas, restos. Lo que nadie quiere.
Con la Vida pasa lo mismo, al fin y al cabo es ella misma la que ha dictado esa sentencia. Así que diez años es tolerable, acostumbrada a sentir demandas de vidas largas y eternas.
Diez años está bien, su cuerpo habrá envejecido; pero no será un viejo decrépito, aún podrá agacharse ante el coño amado y lamerlo hasta arrancarle a su amor el más profundo orgasmo.
Diez años está bien, porque ella aún será joven y fuerte para soportar el dolor de su muerte. Diez años está bien porque ella es casi veinte más joven que él.
Y no está seguro de querer seguir viviendo cuando parezca su padre achacoso en lugar de su veterano marido.
Ahora duerme y deja que su cuerpo se recupere, su sueño es tranquilo. La Vida es ahora más amable.
Y aún a pesar de estar dormido, es consciente de preguntarse a si mismo, porque no había invocado a la Vida antes.
No importa, las cosas ocurren cuando deben, no se puede perder el tiempo.
Durante un par de horas duerme profundamente y al despertar, no siente el cansancio de cada día, su cuerpo se mueve sin pesadez, el aire de repente entra fresco en su nariz.
Coge el teléfono y marca a su amada.
-Cielo, ¿quieres que vayamos al cine esta tarde y cenamos después?
-Sí, amor. ¿Nos encontramos a la puerta de la oficina a la tarde?
-Allí estaré cielo.
Y le propondrá matrimonio.
No puede perder el tiempo.

Diez años más tarde.
El hombre extraño al mundo está jugando con su hijo a un juego de mesa.
Le sobreviene un ataque de tos y vomita una gran bocanada de sangre en el tablero. Su hijo lo observa aterrorizado.
-¿Qué te pasa, papa?
Lo coge con rapidez por una muñeca limpiándose con la otra mano la sangre de la boca.
-Baja a casa de Candi y dile a su madre que me he puesto malo y me voy al médico. Dile que mamá te recogerá cuando vuelva del trabajo.
El pequeño lo mira asombrado en el rellano de la escalera.
-¡Ahora mismo, Xavi!
Xavi baja corriendo las escaleras hasta llegar dos pisos más abajo. El hombre escucha como su hijo habla con los vecinos y la puerta cerrarse enseguida.
Al cerrar la puerta de casa se dobla sobre su estómago para vomitar otra andanada de sangre.
Es hora de pagar.
Con el aplomo que consigue hacer acopio, se dirige al armario de la habitación y desenfunda la escopeta de caza, carga dos cartuchos.
Y piensa que es una estupidez cargar dos cartuchos cuando solo va a utilizar uno, nadie falla en un disparo a bocajarro en la cabeza.
Sonríe hiel pensando en que pudiera fallar.
Se resiste a materializar a la Vida ante él, no quiere morir con aroma a mierda, orina y podredumbre.
Aún queda tiempo, aún puede escribir recuerdos, memorizarlos para morir arropado con ellos en su último acto.
No tiene otra cosa que hacer mientras muere.
Coge su cuaderno y la pluma y escribe con el cigarro consumiéndose en el cenicero. Está manchado de sangre y chisporrotea cuando la brasa entra en contacto con ella.
Y mientras le explica a su amor que estos diez años vividos junto a ella han tenido la intensidad de un milenio, le explica su trato con la Vida. Nunca le creerá; pero es mejor que piense que se suicidó por una enfermedad mental que por frustración o depresión. Su esposa y su hijo deben saber que ha sido feliz a cada instante con ellos.
A su hijo sólo le pide perdón por marchar así de su lado, que sepa que siempre lo amó, siempre fue un buen chico.
Arranca la hoja y guarda el cuaderno.
Extracto de una carta sucia de mierda, orina y sangre:
“Tenía que ser así, cielo. Conozco a la Vida y sé que nos la habría jugado. Es ella quien reparte salud y emociones. Siempre hay la misma cantidad de felicidad y salud en el planeta. Ella lo distribuye entre la gente, quitando a unos y dando a otros.
Sólo que en mi caso, siempre he sido donante, nunca he recibido hasta que te conocí. Y me debía mucho.
Mejor esto que nada, cielo. Si no llego a negociar los años de mi vejez no hubiéramos vivido este increíble tiempo juntos.
Tal vez no me creas, pero prefiero que pienses que morí loco antes que triste.
Porque no he sentido tristeza alguna, en ningún día desde que te conocí.
Cielo, contigo los años han pasado tan rápidos, que ahora tengo miedo de morir y estar solo; aunque no exista, aunque no lo sepa.
El tiempo contigo pasa a la velocidad de la luz. Tendría que haberle arrancado más años a la Vida.
Es de lo único que me arrepiento, mi amor.
No dejes de pensar en mí, porque tú me has dado más vida que nadie. Si hubiera alguna posibilidad de que de alguna forma pudiera vivir y observarte desde algún lugar, sería gracias a tu pensamiento.
Y piensa en mí con esa hermosa sonrisa que me cautivó desde el primer día. No puede haber tristeza ya en nosotros. Toda esa felicidad es inquebrantable, mi vida.”
El hombre que va a morir, arranca la hoja que ha escrito y la deja sobre la mesa. Guarda su diario en el cajón junto con la pluma.
Y ahora invoca a la Vida con el pensamiento.
Antes de abrir los ojos ya puede oler la repugnante mezcla de olores que la acompaña.
-¿Ya han pasado diez años, invocador de la Vida?
-Sí, programaste bien el temporizador de mis pulmones.
La Vida ríe y deja caer trozos de carne humana aún fresca y ensangrentada.
No es un ser cuidadoso con la propiedad ajena, piensa el hombre que se va a suicidar.
-Voy a descansar tranquila cuando esté segura de que el hombre que invoca a la Vida, ha muerto por fin. Odio verme así. Hay seres divinos más hermosos, y yo que doy vida, mírame. Tengo que mantener el secreto.
La Vida lanza un teatral suspiro antes de continuar.
-Destruye tu mente, revienta el cerebro, no quiero que cuando te absorba haya un solo pensamiento en ti.
El hombre se mete el cañón en la boca y posa el dedo en un gatillo. No cierra los ojos, mira de frente a la Vida presionando lentamente el gatillo, como si con ello, el disparo y el dolor fueran a ser más suaves.
La Vida pulsa repugnante su ser desprendiendo toda clase miserias, de repuestos humanos.
Cuando el gatillo ofrece la última resistencia, el dedo que lo oprime es amputado por el aire, por la nada; y con un grito de insoportable dolor cae al resbaladizo suelo junto con la escopeta. Algo lo empapa de forma cálida y no sabe si es sangre u orina, le da igual. Sólo importa el dolor. Es todo dolor.
-¿No podías esperar a que me diera el tiro, hija de puta? Tenías que darme sufrimiento hasta para morir.
-Te equivocas, no he sido yo. Ha sido la Muerte.
-No tiene nada que ver.
-Sí que tiene que ver. Ella es la encargada de matar, valga la redundancia. Yo doy vida y emociones. Ella mata y con ello borra sentimientos. Crea el vacío. Estamos todos muy especializados.
La Vida calla de repente, el hombre se sujeta con fuerza el muñón de la mano, no encuentra su dedo. Piensa que ya debe formar parte de ese cuerpo monstruoso.
No puede oír nada; pero sabe que Vida habla con Muerte.
Se esfuerza y no puede invocar a la Muerte para poder así escuchar lo que hablan.
Piensa que se estarán repartiendo el alma, si la tuviera.
Llegan a acuerdos, pujan y regatean con los cuerpos y los pensamientos.
Vida y Muerte son dos viejas amigas.
Ahora escucha sonreír a la Vida, su sonrisa insana e infecta.
-Créeme, no quise meterme en tu jurisdicción. Sólo me defendía, mira como me muestra ese humano.
Un reguero de semen de un blanco inmaculado se escurre por unos labios ensangrentados enganchados a unas nalgas de mujer, mojando el bigote que se mueve molesto no hay lengua que lo relama. Son labios vacíos.
El hombre ajeno al mundo sonríe, se siente vivir un momento surrealista. De no ser por la sangre que mana del muñón, aseguraría que es simplemente un extraño sueño.
Por la sangre y por el miedo.
-Hombre ajeno, te quedas con ella, con la Muerte. Te gestionará mejor que yo. Te dejo en malas manos –se despide con una sonrisa tóxica, amarga; como una tos enfisematosa.
-Corazón... –es ella quien le sostiene la cabeza ahora-. Cielo, vamos, todo está bien. Vamos, échalo, ya pasó.
El hombre ajeno al mundo no sabe si delira. ¿De dónde ha salido su esposa? ¿Desde cuándo está ahí? ¿Lo ha visto todo?
Cuando posa su suave mano en la frente, el hombre siente una fuerte náusea y sus tripas parecen revolverse. Sus pulmones parece que van a arder. Ella acaricia su espalda dando consuelo.
-Vamos, amor. Suéltalo ya.
Y el hombre vomita una masa oscura de carne tumefacta, porosa como una esponja.
El cáncer cae chapoteando en la sangre-orina-hiel que cubre el suelo de la casa.
-Cielo, no deberías estar aquí, ya no sé como acabará esto, mi amor –el hombre habla con dificultad -. Vete, es peligroso, mi vida. Xavier está en casa de Candi.
-Tranquilo, corazón. Descansa, no acaba nada. Sólo continuamos, vamos cielo, descansa, cierra los ojos.
El hombre se sintió alzar en brazos, ella lo elevaba sin el más mínimo rictus de esfuerzo en su rostro. La firmeza de sus brazos era tal, que se sentía levitar.
-Yo no... No deberías estar aquí, cielo. Márchate antes de que ocurra algo, mi amor.
-Vamos cielo, hay que dormir estás cansado.
Su esposa lo deja con ternura encima de la cama y acto seguido le envuelve el muñón con un pañuelo que saca de la mesita. Le limpia la cara de vómito y sangre con la propia sábana, se debe apresurar para poder recoger cuanto antes a Xavi.
Y es importante que descanse León, los corazones humanos fallan cuando uno menos lo espera. Del bolsillo del pantalón saca el dedo de su marido, y lo guarda en el cajoncito secreto del joyero. A la Vida le gustó ese arranque de crueldad.
“Un dedo no es nada, estaba a punto de perder la vida a manos de la Vida. ¡Qué ironía! Y yo la Muerte, salvándolo”. Razona la mujer, la Muerte.
Los absolutos ojos negros de la Muerte se observan a si mismos en el espejo de la habitación. En lo profundo de ellos se extiende un universo de cuerpos muertos que flotan sin orden.
Antes de salir de la habitación, la mirada que le dedica a su esposo, es pura ternura y amor.
-Te sentirás mejor tras descansar, no te preocupes. Limpiaré todo eso y luego iré a buscar a Xavier. Te olvidarás de esto, cielo. Ya no más sufrir. Te lo deben, amor – musitó cerrando la puerta tras ella.
El hombre ajeno al mundo, cierra los ojos al instante. No duele el muñón del dedo que un día tuvo. Su respiración es tranquila, no hay dolor al respirar. Su cuerpo sana por momentos, como si la parte de él consumida se regenerara.
La Muerte ya ha limpiado el suelo, las paredes y los muebles del salón. Cuando se encuentra ya en la puerta de la casa para bajar a recoger a su hijo en casa de su vecina, vuelve a la cocina y tira un frasco con un pequeño poso, lo que ha quedado de la cura de León. La Vida le ha regalado ese frasco de vitalidad para que lo use en lo que guste; se lo ha regalado a cambio de un par de chismorreos sobre el Creador y su ya obsesiva fijación por los jóvenes arcángeles del segundo coro.
Cuando sube por la escalera con Xavi de la mano, puede oír el golpe que da contra el suelo el cuerpo muerto de la madre de Candi. Escucha a la pequeña llorar en el pecho de su madre.
Es la Muerte, a veces ocurren estas cosas, está nerviosa.
El hombre ajeno al mundo despierta, y su cerebro sufre una convulsión; recuerdos de tristeza se convierten en sueños y en pesadillas. Está bien.
Lleva dos semanas de baja tras la amputación del dedo en la prensa hidráulica que reparaba.
Elisa, su esposa le ha dejado una nota en la mesita de noche: “Te amo, cielo. Descansa.”
Con el café en la mano se sienta en el sillón para ver cosas que se mueven en la tele, al despertar su mente es lerda, y lo prefiere así.
Bajo el mueble del televisor hay un papel. Cuando lo coge, una vaharada fétida le invade el olfato. “Tenía que ser así, cielo. Conozco a la Vida y sé que nos la habría jugado. Es ella quien reparte salud y emociones”.
Y su mente recupera como un torrente frustraciones pasadas, dolores, miedos.
La Vida y la Muerte.
Y él salvado por Elisa, en brazos de Elisa, confortado por Elisa.
Y Elisa acariciando su frente enfebrecida: “Todo ha sido un mal sueño, mi amor”.
El hombre ajeno al mundo llora, la presión lo desborda.
“Todo está bien”, dijo ella...
Busca en el cajón bajo las instrucciones del televisor y el video su diario. Sigue ahí. Lee las últimas anotaciones y guarda la sucia carta entre sus hojas y lo vuelve a dejar en el mismo, sitio.
Teclea un mensaje en el móvil:
“Cielo, voy a la clínica a que me revisen el muñón. ¿Quedamos para comer en el chino? Todo está bien, mi amor. Te amo.”
El hombre ajeno al mundo tiene una sonrisa franca y tranquila en el rostro.
Si antes no temía a la Muerte, ahora la desea.
La Muerte es su vida.
Y sale de casa riendo ante la gran ironía.
El hombre ajeno al mundo, ahora lo es más que nunca.


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20 de noviembre de 2010

Los mojones del dolor



Los dolores son mojones que jalonan el camino y marcan tiempos.
Marcan distancias.
Es lo mismo, todo es tiempo al final; todo es vida que se deja en forma de pasos ebrios de dolor a través del páramo camino del amor. Lo importante es que se distancien mucho, que entre mojón y mojón haya largos periodos paz.
Es difícil ¿verdad?
La paz no debería ser jamás inmovilidad, que no os engañen, no os engañéis.
Se os podrían pudrir las piernas en esa inmovilidad, y también la sangre. Y el alma se secaría en el páramo como la tripa de un animal devorado.
Una pierna se me cayó en el camino, no hice caso y seguí avanzando. Ella me curó. Sed valientes, porque no amar duele más que una amputación.
Todo es páramo en el camino al amor, no hay oasis hasta haber abrazado a quien amáis. No busquéis fuentes, no hay manantiales.
Es ella, es él el manantial, no perdáis el tiempo, atletas del amor.
Es importante fijar la mirada en los ojos amados, no miréis atrás, no penséis en los años que se han petrificado marcando kilómetros, cotas, tiempos perdidos y vacíos.
Aciagos tiempos...
Si pensáis en ellos, caeréis en el dolor ergo en la desesperación.
No dejéis más mojones de dolor clavados en la senda, bestias enamoradas. Ahora que camináis hacia el amor, no sufráis más. Es fácil hacerlo porque estamos acostumbrados al dolor y hemos mal interpretado: concluimos que sin dolor no hay amor.
Es mentira, sonreíd.
Ha habido tanto dolor y soledad, amigos...
No os podéis creer que ahora el corazón bombee con fuerza inusitada, y miráis atrás y contáis mojones sin que sea necesario.
Evocáis dolores porque pensáis que otro error más no lo soportaréis, que moriréis.
Si habéis sido valientes para soportar todo ese camino que ha quedado atrás, soportaréis el camino del amor.
Maldita impaciencia...
No hay atajos, el único atajo sería cruzar Dolores, y eso es lo mismo que perder el camino, perderse para siempre. Porque al igual que las sirenas de Ulises, los alaridos de tiempos sin amor, os harán perder el rumbo. En Dolores los habitantes están convencidos de que vuestra vida ha de ser igual que la de ellos, que habéis de continuar el camino que marcaron los que ahora están muertos, los que hace años que están muertos y además enterrados.
Dolores es la capital de la comarca Cobardía.
No paréis allí aunque os ofrezcan descanso, no hay sirenas bellas, sólo bocas podridas de envidiosos alientos.
De infecciosos afectos.
Os contarán de atajos que se visten de segundas oportunidades a amores muertos, amores ya enterrados.
En nombre de los hijos se nos pide rechazar el placer y el amor.
Los hijos no quieren vuestro dolor, sólo piden crecer y ser como vosotros, os aman porque amáis. No escuchéis a los falsos sabios que con las manos a la espalda, hacen rodar entre los dedos un corazón podrido hablando de civismos y moralidad.
En nombre de muchos años juntos, de lealtades falsas y corruptas, nos piden más mediocridad.
Estáis cansados, pero aguantad; nos espera nuestro amor.
Ellos quieren plantar un mojón con vuestro nombre en el kilómetro exacto de la cobardía y la derrota.
Golpead el próximo mojón, derribadlo y con ello lo que nunca amasteis de verdad, la vida es una mecha que avanza rápida, corred. No escuchéis a los fariseos, a los mercaderes de la envidia y la mediocridad.
Y ya cuando lleguéis cansados y reventados, con los ojos enrojecidos, sacaréis fuerzas para sanar las heridas y dar descanso. Seréis sanados y descansados.
Y no os daréis cuenta de lo agotados que estáis, hasta que os durmáis sin un suspiro, completamente confortados y seguros con vuestro amor.
Cruzad el páramo sin mirar atrás, no oigáis a los dolorianos, no bebáis allí por muy cansados que estéis.
Hay tiempo para el descanso, no desesperéis, colegas.
Dejad atrás el último mojón, tan lejos que se convierta en horizonte.
Sois fuertes, amigos, si habéis llegado aquí, llegaréis a la única fuente que os dará vida.
Y recordad, recordad bien: no hay control de avituallamiento. Es duro, pero el final es lo más bello que podáis imaginar.
Vamos, queda poco...


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18 de noviembre de 2010

Papel higiénico, una odisea en México D.F.



La vida es muy puta, a veces no sabes lo que te puede ocurrir.
No puedes pretender tenerlo todo controlado.
Y menos si tu esposa es una reina a veces caprichuda y otras berrinchuda como bien le gusta definirse a si misma.
Esta es la historia de una angustia, de un inesperado momento de tremenda tensión. Cuando tus fantasías sexuales se ven de golpe amenazadas por algo tan extraño y a la vez tan simple, te cuestionas inmediatamente si vale la pena seguir viviendo en estado sereno.
Estaba yo pensando en darle “al que te pego” mientras mi entonces novia hacía sus necesidades en el baño de la habitación de un hotel cuyo nombre y que con el paso del día se convertiría en fuente de confusión. Pero esto es un poco más adelante, no es importante comparado con el batido de cacao mental que mi reina hizo con mis meninges.
Estaba yo acomodándome los cojones debidamente para el rito nupcial, cuando ella, con su voz dulce y hermosa dice: “Qué lejos han puesto el papel higiénico”.
Te puedes esperar oír un pedo, puedes esperar el chapoteo de los coprolitos al estrellarse contra el agua del inodoro. Pero aquella frase me hizo sudar y comprendí que sería difícil mantener ayuntamiento carnal con la maciza de mi novia.
Yo no soy exigente y si tengo que estirar los dedos un poquito para coger papel, no me lamento.
No hay nada como estar junto a quien amas en los momentos más íntimos para conocer la verdadera faz de la soberbia.
Yo pensé que lo próximo que diría sería algo así como: “Menuda mierda de hotel has ido a reservar”. O peor aún:”Ve a recepción y que instalen el portarrollos donde debe estar”. Yo sólo pensaba que el mejor sitio del portarrollos para mi reina, sería en una atmósfera cero, donde flotara continuamente muy cerca de ella. Casi rozando sus dedos para que lo tuviera casi íntimamente cerca. No hay una ingeniería suficientemente avanzada como para hacer eso.
También en ese mismo instante pensé en ofrecerle mis propios servicios para alcanzarle el papel, llamar a recepción para que subiera un botones con un rollo en la mano y además, mi poderoso cerebro ya estaba imaginando la distancia y posición en la que mi novia debía tener el papel higiénico en el baño de su casa. Hice planos mentales; pero no conseguía concentrarme, tenía ganas de follar. Muchas.
Tal vez, tenía a su disposición un enano o un mono amaestrado que le trajera el trozo de papel sin que ella tuviera que inclinarse ni a un lado ni a otro. Ni arriba ni abajo.
¿Cómo iba a imaginar nadie que podría salir algo mal por un accesorio del baño?
Acto seguido, la oí resoplar, como si realizara un gran estiramiento y las costillas presionaran los pulmones forzando así la respiración.
Yo pensé en alguna hernia discal, en un exceso de celo limpiándose e incluso que estaba estreñida. Cuando estás confuso, piensas en mil cosas diferentes.
Cuando salió debidamente satisfecha, parecía incluso cansada.
¬–Nunca había visto que se colocara el papel bajo el lavabo –insistió.
Yo pensé que aquella insistencia era por la simple maldad de mortificarme y hacerme sentir mal por no haber reservado habitación en un hotel de diez mil estrellas. Es caprichosa mi reina.
Miré adentro del baño, con los ojos fuera de las órbitas, como haría un caracol asustado, pero no pude encontrar esa tremenda distancia que había provocado su comentario.
Poco duró ese momento de angustia, porque enseguida la abracé y le saqué el tanga que se había puesto hacía unos instantes. Respondió con delicia y ternura. Le susurré unas cuantas veces “puta” al oído, y se me derramó en la boca y en los dedos. No somos de esas parejas que están viendo todo el santo día pajaritos azules a su alrededor portando florecitas en sus patas. Nos amamos en alma y carne.
Carne... Me gusta su carne porque cuando la acaricias te olvidas de la situación del portarrollos del baño y...
Ya estaba divagando de nuevo, menos mal que no me ha oído escribir esto, de lo contrario se pone ante mí con cualquier prenda que pille al vuelo y se pone a doblarla mirándome el alma con sus profundos ojos y diciéndome así: “Calla de una vez, corazón”.
Como iba diciendo, cuando acabamos de darle “al que te pego”, la miré de reojo, con un poco de desconfianza pensando en el papel higiénico. Me fijé bien en su anatomía: su cuerpo era perfecto, sus brazos largos y estilizados, sus caderas perfectas. Su vientre... Bueno su vientre ahora estaba precioso aunque resbaladizo de mi semen y saliva. No soy un hombre delicado y ella no quiere que lo sea. Y pensé que en medio de toda esa perfección, se le podía pasar por alto su muestra de soberbia por algo tan banal como el papel higiénico.
Me dormí como una marmota con la polla aún latiendo y mi cerebro concluyó que lo del papel se debió a un lógico fallo de los nervios ante la carga sexual de aquel momento.
Al día siguiente, despertándola y soportando sus patadas (no tiene un dulce despertar e incluso creo que por alguna razón desconocida me odia, cosa que me pone), llegó el turno de ir al lavabo.
Yo ya no pensaba en el papel higiénico, sólo fumaba y acariciaba mi pene porque mi novia me tiene caliente todo el día.
–¡Pero si está aquí el papel!
Me tragué el cigarro lleno de confusión y temí que me esperaría un largo día. Que el papel del culo estuviera lejos, pase; pero que encima caminara alegremente por el baño, me hacía pensar seriamente en la estabilidad mental de mi futura esposa.
–¡Mierda! –mascullé escupiendo la ceniza y el tabaco.
–¿No te habrá dado los buenos días, verdad cielo? –le pregunté intentando integrarme con naturalidad en su mente.
–Es que lo tapaba lo toalla... Y yo creyendo que eran los papeles de debajo del lavabo. Ya me parecía que era muy fino eso de limpiarse el culo con kleenex.
Yo pensé que no era cómodo, el kleenex es demasiado suave, no “arrastra” y por otra parte es tan delicado que acabas traspasando el papel y te limpias directamente el culo con los dedos. Me ha pasado.
Entonces lo comprendí todo y respiré aliviado, todo se debía a una pequeña deficiencia óptica.
La amé con más fuerza y acto seguido me doblé como un yogui riendo sin pudor alguno.
A partir de aquel momento, cada vez que entraba en el lavabo para mear, cagar o masturbarme, me reía y como resultado, o bien me meaba fuera de la taza por culpa del movimiento de la risa o bien cagaba con más prisa por el esfuerzo.
Lavarme los dientes imaginando a mi novia estirarse hacia el servidor de toallitas del lavabo, me hacía parecer un perro rabioso. La pica estaba siempre llena de espumarajos expulsados entre carcajadas. Ya no recuerdo si follé mucho, pero reí lo que en mi vida había reído. Ella también, pero ya empezaba a mirarme de forma hostil, amenazándome que si mis risas continuaban, me iba a follar con mi madre.
La amo, pero tiene esa soberbia... Es tan soberbia que me excita como unos cascabeles en el cuello del Diablo de Tasmania.
Hasta los pecados capitales en ella se convierten en virtudes.
Y aquí no acaba todo, aún quedan más cosas que de tan absurdas, eróticas y divertidas, uno se podría esperar ver a Buñuel discutiendo alguna escena con Dalí mientras filman El perro andaluz.
Larga vida a la Reina.
Buen sexo.


Iconoclasta
(Basado en hechos reales, aunque nadie se lo crea)
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14 de noviembre de 2010

Puta invisible



La puta está aburrida, estira el escote de su vestido que nadie mira. Cree hacerlo con discreción; pero en su frente hay un rótulo luminoso que se enciende y apaga y dice: “Puta y aburrida”.
Las tetas ya no son lo que eran. Sus cabellos están tristes de necesidad de dinero, de alegría, de respeto. Tal vez de amor. ¿Las putas aman? Alguien dirá que sí y a mí me llamará cabrón por dudarlo.
Yo también puedo hacerme invisible cuando me insultan. Tengo algo en común con la puta.
Se levanta para ir al lavabo demasiadas veces, porque nunca acaba la copa que se lleva a los labios. Las putas no beben, sólo aparentan pasarlo bien.
Nadie lame el coño de una puta, pienso con ferocidad.
No tengo piedad porque es lo último que necesita ahora. Tiene que ser fuerte ahora cuando nadie la mira. Tiene que mantener su rabia.
Su coño jamás será lamido, ella no ha de sentir placer, es puta. Sólo da un asomo de placer, es su trabajo. El resto del tiempo, simplemente se ha acostumbrado a ser carne agujereada.
Tal vez no sea así, pero la tengo enfrente y mi maldita empatía me hace sentir cosas que no debiera.
Es triste ser puta invisible. No es bueno para el negocio.
Necesito el beso de mi esposa, hundir mis dedos en sus rizos abundantes y cálidos, alejarme del pensamiento destructivo.
La puta no tendrá final feliz. Y yo tampoco si la analizo demasiado.
–¿Te has fijado en la puta, cielo? –le pregunto.
Y ella me sonríe. Sabe, lo que pienso. Tengo que contar una historia de una mujer que nació puta y que hoy es invisible.
–Hace rato, amor.
Los mariachis cantan Cielito Lindo y tengo a mi mujer a mi lado, la amo. Me siento orgulloso, nos tenemos, es un momento precioso. Caliento sus manos con las mías. Choque metálico de anillos, tintineos de un amor invasivo como una marea. El tintineo marca el tiempo de amar, una música íntima que sobrecoge mi alma alejando tiempos de invisibilidad.
Es obsceno que me sienta tan amado, tan deseado y la puta tan invisible, tan nada.
Cierro los ojos a pesar de lo alto que suena la música y agradezco no encontrarme estirando mi escote. Soy hombre y siempre se puede ser puto sin darte cuenta, como cuando te haces invisible y no eres nada para nadie.
Mi esposa tiene los dedos fríos, como si siempre tuviera necesidad de mí. No es vanidad, quiero pensar que es así, me hace feliz, me hace hombre que requiera mis manos para dar calor a las suyas. A veces, en un arrebato de egoísmo deseo que sus dedos se enfríen y con esa naturalidad que da el amor, los entrelace entre los míos y me pida calor.
Cómo amo a mi reina...
La puta tiene los dedos fríos, se nota en que los posa en sus rodillas cuan largos son para calentarlos. De vez en cuando eleva los dedos para mirarse las uñas en un gesto de desesperación por poder mirar algo que no sea el mobiliario o los cantantes de todas las noches.
Pienso de forma atroz que le falta un pene caliente entre los dedos. Yo caliento dedos con amor, y la puta no se ha podido vender para calentarlos con una sucia polla. Con una polla borracha, con una polla drogada, enferma. Insana...
Y aún así, a pesar de la invisibilidad, no se librará de llevarse un pene a la boca en una comunión sórdida con la vida. Una hostia de carne que huele a orina.
No tengo que sentir pena, es demasiado humillante para cualquier humano. La puta no quiere que nadie sienta pena. Hace su trabajo y se lleva el olor y el sabor del semen como un mal que se sobrelleva con el tiempo.
No quiero ser malo, pero prefiero la maldad a la pena. La pena es denigrante para mí y para la puta.
La puta no quiere pena, quiere una caricia aunque deba pagarla. Le gustaría ser clienta para variar.
Llama poderosamente mi atención. Nadie la ve, nadie le dice nada a pesar de que los borrachos florecen como hongos de putrefacción entre moqueta barata y licor. A veces el cantante la llama “amiga” porque también siente cierta lástima. Son todas las noches sentada con sus ya casi viejas piernas cruzadas mostrando aún un muslo que un borracho acariciará tarde o temprano, es razonable pensar que sea amiga, aunque no estoy seguro.
Las putas no tienen amigos, y sus amigos siempre quieren una mamada gratis. Tal vez sean sólo conocidos. La amistad no exige follar.
La verdad es que la llaman amiga, pero piensan que es simplemente la guarra. No lo piensan con malicia, no hay malicia en la naturaleza intrínseca de las cosas y las personas. Nacemos y somos, no hay un empeño especial en ser cabrón o puta.
Y mientras espera, finge mal la indiferencia.
Hoy nadie la mira. Está nerviosa mirando a un lado y a otro. Estará pensando en los años que ya ha cumplido su piel seca. Está pensando que pronto deberá salir a la calle, empieza a ser mayor para el club.
Yo sí la miro, y mi mujer me mira a mí, y sabe que mi cabeza está tejiendo de nuevo un atlas de la humana miseria.
Es preciosa mi esposa, por ella no soy puto.
Me da pena la puta porque la entiendo.
Aunque no quiera, se me escapa la lástima.
Lo siento, puta.
Me da pena porque a veces lanza su mirada a nuestras manos entrelazadas y piensa que ese calor le está vedado. Ella piensa que no se hizo puta. Nació puta, nada pudo evitar que el semen corriera triste entre sus dedos, que se convirtiera en yogur sucio estrellado en el suelo. En su piel fría.
Tanto da el suelo que su piel, ambas cosas se sienten pisoteadas.
Aprieto con más fuerza los dedos de mi amor para darle calor, para que me bese y me saque de una introspección que no me hace ninguna falta.
Creo que una vez fui puta. A veces no te das cuenta de que vendes el culo por nada.
A veces mueren seres queridos y no nos preguntamos si fueron putas o putos. Esas cosas sólo nos las preguntamos cuando están vivos, para hacer daño.
Cuando beso a mi mujer, me olvido de la zorra. Es invisible, es triste.
Se levanta otra vez con su traje corto y barato para lucir un culo que ya cae demasiado, unas piernas que no la sujetan al suelo con suficiente firmeza. Una melena rubia que su rostro no acepta de buen grado.
Hoy la puta está fea.
Una vez, ni mostrando mi alma desnuda fui mirado.
Me sentía el más feo del universo.
Un hombre se acerca, le dice algo.
Y ella extiende una amplia sonrisa, casi de enamorada. Las putas necesitan poca cosa para sentirse guapas.
Tal vez se la mame en el lavabo, y luego se pinte los labios y se diga que aún es una mujer apetecible. La plata acrecienta el autoestima.
Puede que ya no sea consciente del sabor de la orina y el semen en su boca. Y por eso se mira al espejo viéndose guapa.
Pero no lo es. Y ella retira la mirada rápidamente de su reflejo para no darse por enterada.
Ni la puta ni yo queremos verdades.
Pero es puta, nació para eso, para tragar por unos billetes y alguna paliza de vez en cuando. Que se joda.
La pena para los perros aplastados en la carretera.
No recuerdo haber sonreído a nadie cuando yo fui puta, o puto.
O simplemente un fracasado.
Los dedos de mi esposa aprietan los míos, me avisa de que ya es hora de salir de ahí, de esa maraña de emociones en las que tanto me gusta revolcarme para salir sucio.
Beso sus dedos ahora calientes. Besos sus labios que son brasas.
No hay puta, no hay nada más que mi amada y su escote.
Su escote vertiginoso el cual tenso yo.
Pobre puta invisible, ahí te quedas.
Tal vez un día no nazcas puta y te amen como sueñas y no con las rodillas en el suelo y la boca llena de ignominias.
Cuando salimos del club, el aire frío se hace cómplice con mi deseo y mi amor se abraza a mí. Soy importante, soy su calor. Ella me templa, ella me conduce.
Pobre puta, pienso ahora que no me oye.
Pobre...
–Déjalo ya, cielo –me dice con paciencia.
–Listilla ¬–le respondo con un beso.
Pero la puta es una guarra.
Le digo al taxi que nos lleve lejos, con eso basta. Donde no haya putas invisibles.
Mi mujer me ofrece sus pechos, el taxista está acostumbrado a no mirar el origen de un gemido suave, es hábil haciéndose invisible.
¿Será posible que la invisibilidad infecte, se contagie?
No importa. Beso los pechos de mi amor.
–Cielo...
–Dime corazón.
–¿Si una vez me vuelvo invisible, me insultarás? No quiero dar lástima.
No me responde, me besa, me toca, me excita.
Nadie conduce el taxi en la noche.

201011052312. México D.F.



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28 de octubre de 2010

Todo lo que quiso saber sobre una muerte apacible y temía preguntar



Estoy seguro de que si muero soñando algo bello, viviré ese sueño eternamente, es decir: los minutos o segundos que tarde el cerebro en consumir el oxígeno que le queda tras la parada cardíaca, convertirían ese sueño en una deliciosa eternidad.
Y así habré disfrutado de una dulce, apacible y envidiable muerte.
Claro... Y las cabras leen a Marx y a Kierkegaard con gafas.
Sólo un idiota sin cerebro podría morir feliz cuando el corazón se para y los pulmones luchan como cabrones por coger el bendito aire. Un aire que casualmente, en ese preciso instante, se ha retirado un par de metros lejos de la boca y la nariz.
Es de risa, estamos rodeados de apestoso aire toda la vida y cuando lo necesitamos de verdad, se arrincona en un lugar y no se deja respirar.
Ya estaba divagando de nuevo, el sexo me apasiona y me pierdo por retorcidos vericuetos de mi analítica mente.
En definitiva, no hay muerte dulce. El que ha muerto en la cama ha sufrido muchísimo eternizando así su agonía; sin poder abrir los ojos, ni pedir auxilio. Plenamente consciente de que la palmaba solo como un perro.
Decir con el cadáver presente que el individuo ha muerto en paz es alevosa hipocresía y alevosa cobardía. Nada de lo que sentirse orgullosos.
No hay que ser muy listo para darse cuenta de ello. Podéis ser todo lo cobardes e hipócritas que queráis respecto a la muerte; pero taparos la nariz y la boca y aguantad sin respirar todo lo que podáis y luego me decís lo felices que habéis sido.
Si es que sois como críos, esto es una lección de Barrio Sésamo.
Que lo hagáis para prolongar un orgasmo, me parece bien. Pero eso sería confundir la velocidad con el tocino (bacon para los sajones).
Observando detenidamente el cadáver del que ha muerto “dulcemente”, veo sus dedos crispados, como si retuviera con ahínco un billete de veinte euros del que no quiere desprenderse, y alguna uña levantada (el de la funeraria no ha hecho un buen trabajo), la lengua mordida, las mandíbulas tan contraídas que hay piezas dentales rotas asomando entre sus labios y las costillas hundidas. Todo esto lleva a concluir que si el finado ha tenido una muerte feliz, yo soy Blancanitos rodeado por los siete enanieves.
Yo me parezco a un muerto así, después de que mi mujer (maciza y divina ella), me ha hecho una paja con ese brío que le da al puño y a la lengua. Pero tampoco es lo mismo.
El del ataúd no ha tenido mi suerte. No ha chillado como un cochino tras un cremoso final feliz.
Ni de coña.
Conozco a su mujer que es mi tía, y a ese no le han tocado el rabo otros dedos más que los suyos en veinte años.
Joder... Si uno se despierta hasta por el zumbido de una mosca. ¿Cómo no se va a enterar de que no puede coger aire?
¿De verdad os creéis esa falacia de la muerte tranquila y apacible?
¿Cómo no se va a enterar de que el corazón se le ha partido en dos y sus pulmones se están anegando de sangre?
No quiero desanimar a nadie ni dar malos rollos; pero del que dicen que ha muerto “apaciblemente”, puede deberse a:
1: es mentira.
2: se ha chutado tanto jaco en vena, que en sus pupilas dilatadas aún flotan elefantes rosas con topitos azules, como en una lámpara de bebé.
La cobardía no es una virtud, y cuando se es cobarde hasta para pensar, la mezquindad os hace insoportables, chavales.
Como la de mis ex¬¬-suegros y mi ex-mujer...
Hablando de ellos, os diré que si un día muero “apaciblemente”, se encargarán de decir a los cuatro vientos que es mentira y sufrí más que Amundsen para encenderse un cigarro en el Polo Sur.
Yo también les deseo una apacible muerte.
Además... ¿Quién quiere una muerte apacible? Se debe morir luchando y sufriendo.
¡A ver! Que dé un paso al frente el que odie la muerte dulce de un cerebro paralítico.
A la mierda, menuda valentía.
Tanto hablar y demostrar para nada.
Margaritas a los cerdos.
Podríamos ponerles borlas a las mortajas y ni aún así sacaríamos un ápice de alegría del muerto.
Ni hay alegría, ni los muertos estén guapos. Su piel da grima tanto por el color de cera, como la textura fofa. Y no hablemos de su rigidez, secos como la mojama.
No hay muerte plácida: vamos a repetir todos juntos y luego pasamos a la canción del cinco que en el culo te la hinco.
No quisiera ser se pájaro de mal agüero (la verdad es que me atrae la idea); pero si la muerte os pilla en la cama, de sufrir los minutos más embarazosos de vuestra vida no os libra nadie.
Siempre será mejor la violencia de un tiro o un degollamiento. ¡Dónde vas a parar!
¿RIP? Y una mierda.
No seais chochos.
Buen sexo.


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22 de octubre de 2010

La muerte en bici


La Muerte en bicicleta me enseña sus muslos y sus bragas sucias. Pedaleando con sus huesos hace claqué. ¿Por qué va en bici?
Dice que la guadaña la ha dejado en el afilador.
Es casi tan absurda como yo.
Le respondo que si quiere, me lleve cortándome con una cuchara; pero que estoy cansado de oír tonterías. Hasta la Muerte es imbécil en este planeta.
¡Qué puta mierda!
Y mientras tanto, la que me da vida, en la ¡otra parte del mundo!
Tamborileo con aburrimiento mi mandíbula con los dedos mientras el corazón me lo arranca a cucharadas.
Hay cosas que duelen más, sinceramente.


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20 de octubre de 2010

Dureza, ergo fragilidad



La dureza como un castigo a su poder está maldita por la fragilidad. La vida y su mierda alcanza a todos los seres y a todas las cosas.
Y el amor, cuanto más fuerte más frágil. El diamante lo araña todo, y se parte como un vidrio por una torsión, por un golpe. El amor es un diamante y hace duros el alma y el corazón.
Con toda su fragilidad. La vida no perdona.
La broca arranca virutas largas y rizadas al trozo de acero sujeto en la mordaza. El hombre respira con esfuerzo haciendo presión en la palanca que avanza el taladro. No lleva gafas de protección, como si el humo del eterno cigarro colgado de sus labios pudiera protegerlo del acero que a veces salta a sus ojos.
Poco le importan los ojos, duele mirar la verdad, el fin.
El amor es frágil ante los ojos de los amantes, y los amantes saben cuando su momento ha pasado.
Él lo sabe, su amor ha caído de golpe y se ha hecho añicos entre sonrisas íntimas ya ajenas a él. No es necesario hacer nada ya. Las emociones se han cristalizado y el ánimo ya muestra una raja en su brillante superficie, es sólo cuestión de unos segundos.
Ahora toca dolerse infinito. Coge aire para soportar una nueva punzada de dolor.
Nada pudo marcar o debilitar su amor.
Nada puede marcar al diamante, ni al corazón enamorado.
Pero la presión no es buena y la fragilidad, actúa eficaz y destructiva en milésimas de segundo.
Y el amor revienta como el diamante en la prensa, haciéndose añicos y polvo.
Es un trallazo de un dolor inconmensurable. No hay agonía, la muerte llega instantánea.
Ahí reside el premio de haber amado de la forma más pura y brutal, sin concesiones: el fin es definitivo y rápido.
Es algo que agradece en medio de toda esa desolación.
Recoge con las manos sin guantes las virutas amontonadas en el suelo y en la base del taladro, clavándose algunas. No hace caso, su corazón diamantino está partido en mil esquirlas, ahí está el dolor auténtico. Lo demás carece de importancia.
Llena una bolsa de plástico con ellas y con un martillo las machaca para hacerlas más pequeñas. El resultado lo vuelve a meter en otra bolsa. Cierra tras de sí la puerta del taller y desearía también que fuera la puerta a la vida, para que dejara de doler el amor hecho fragmentos.
Siempre ha pensado que pagaría caro amar tanto; que ser alguien exclusivo y afortunado no podía durar demasiado.
Ahora llora trozos de diamante que le provocan hemorragias en lo lagrimales.
Cree que llora sangre.
Era una certeza casi absoluta, esa temporada de felicidad, de amor puro, le iba a ser cobrada.
Es hora de pagar.
La vida ha pasado factura. El amor, con la fuerza con la que nació se ha quebrado como un acero demasiado templado incapaz de soportar tensión alguna en su ordenada y simétrica estructura molecular.
Se ducha en los sucios vestuarios con jabones sucios que increíblemente dejan la piel limpia. Se frota la piel con las uñas arañándose en un vano intento por quitarse los fragmentos de vidrio-amor que se encuentran destrozándole el tejido bajo la piel.
Ella sigue siendo infinitamente bella; incluso vista a través de los cristales rotos que le pinchan los ojos.
Se siente tentado de llorar, de pedir una oportunidad. Convencerse de que es una pesadilla.
No lo hace, si un día tuvo fuerza para amar, ahora la tiene para reventar con dignidad. Debería tenerla, suspira mientras se seca los genitales.
Piensa que la vida es mierda pura. Su alma está tan rota que ya no es capaz de distinguir el dolor y el aire que respira.
Dijo que daría un paso atrás cuando llegara su ocaso. Sería valiente y desaparecería en segundos del escenario que no le pertenece ya.
Ahora, con lágrimas que él cree que son rojas, está retrocediendo asustado, cortándose los pies con añicos de amor roto.
Se arrepiente de haberse prometido que sería hombre y se comería en silencio y en los oscuro los trozos del amor partido que quedaran a sus pies.
No es fácil y pisa con fuerza el diamante que una vez fue íntegro, hace apenas unos minutos. Son cientos de dolores, tantos como recuerdos e ilusiones. En una progresión geométrica su dolor no alcanza una cota estable, sino que sigue expandiéndose y se dejó la anestesia encima de la mesita de noche.
Camina hacia atrás, para observar cuanto tiempo pueda el rostro de la que una vez amó, no importa cuánto se corten los pies. Importa no dar la espalda al dolor. Hay que ser hombre. E intentar por todos los medios que su alma no se rompa.
Pero es tarde. Su alma es acerada por una vida que nunca quiso: vacía, vacía, vacía... Por un amor que irrumpió como un misil y lo hizo más fuerte.
Y tan frágil...
Apoya el dedo en el pulsador rosa del interfono, con el alma definitivamente destrozada después de haber revisado que en la cartera se encontrara la tarjeta de crédito.
La bolsa de virutas de hierro pesa liberadora en su mano.
La alcahueta del burdel lo recibe con una sonrisa falsa y una verdadera curiosidad al ver en su mano la sucia bolsa de plástico colgar de sus dedos manchados de grasa que el jabón no ha podido eliminar.
Ella atiende a sus explicaciones y su rostro va ganando seriedad y sinceridad. Le contesta que será caro y difícil que alguna de sus chicas acepte semejante cosa.
Él contesta que será generoso. La alcahueta le pide la tarjeta de crédito que guarda en un cajón del mostrador de la recepción.
Se sienta en un sillón incómodo esperando que aparezca la puta.
Llora como un crío cogiendo puñados de amor roto, como un crío intentando armar su juguete desmantelado, intenta desesperadamente de alguna forma, pegar esos trozos; pero le fallan las manos, hay tendones afectados. No hay compostura posible. Todo es hemorragia.
Ya no distingue el dolor anímico del físico, es imprescindible que el cuerpo sufra más que el alma, que el dolor sea físico para escapar a la locura si fuera posible. Porque todo es ella, tiene que borrarla de su pensamiento como sea. Tiene que extirpar las esquirlas de diamante que hacen de su corazón un cactus.
La puta se presenta ante él con un mini vestido azul marino que sube brevemente por encima de sus muslos, hasta mostrar una breve porción de sus bragas transparentes. Es una mujer mayor, fea con la voz ronca y un cuerpo demasiado gordo. Es la única que ha aceptado su juego.
En la habitación roja, él le aconseja que use guantes para coger las virutas enseñándole sus manos heridas como muestra.
La puta sale de la habitación y vuelve con unos guantes de goma de limpieza y se los pone ante él.
Del cajón de la mesita de la cama saca un vibrador y lo cubre con un condón.
El hombre le aconseja que use otro. Y la puta encima del primer condón coloca otro. Con cuidado los saca del vibrador, dejándolos extendidos.
El hombre sujeta los condones abiertos para que ella vierta dentro las virutas metálicas.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer, cielo?
–Sí, no hay problema.
La puta lo observa y siente en su propia piel el frío dolor del amor roto.
–Duele mucho ¿verdad, cielo?
–Infinito –responde con una lágrima.
La puta le ayuda a desvestirse de cintura para abajo. Su pene está fláccido. Está triste como el alma que se está resquebrajando. Siente hasta chasquidos de cristal que se resquebraja dentro del hombre.
–No puedes, ahora, cielo.
–Ayúdame, no puedo salir de aquí así, con este dolor.
–Nadie vale este dolor.
–Ella sí.
Y la puta asiente mirando las viejas cicatrices de sus muñecas.
Llena un vaso con agua y le ofrece dos pastillas
–Tómalas, en veinte minutos la tendrás dura.
Y ambos encienden un cigarrillo sin hablar.
La puta acaba su cigarrillo y empieza a masajear el pene del hombre sentado al borde de la cama. A medida que va creciendo entres sus dedos, se lo va llevando a la boca que a partir de ese momento crece desmesuradamente.
Cuando baja el prepucio, el glande se ofrece con un color amoratado, casi púrpura, la sangre parece querer salir a través de ese delicado tejido nervioso.
El hombre gime, pero no de placer.
El hombre no se da cuenta de que está llorando. Se cree aún de acero templado y sin fisuras.
Y la puta piensa que debe hacerse, como ella un día cortó sus venas.
No le avisa cuando pinzando la cabeza del condón para que no se caigan las virutas, se lo desliza por el miembro.
No le avisa cuando de golpe hace bajar hasta su sitio la goma y siente en sus propios dedos como las púas y virutas metálicas se clavan en una carne delicada que si pudiera pensar, jamás hubiera imaginado que pudiera ser tan desgarrada. Porque no es diamante, hay cosas que no son duras y duelen aunque no sean importantes.
Los dedos de los pies del hombre se crispan ante el ramalazo de dolor y sus manos se cierran intentando estrangular la colcha de la cama. Se ha mordido el labio y mana sangre como empieza a manar también del glande maltratado.
–Mastúrbame, quiero correrme.
La puta traga saliva, se va a hacer muy largo este servicio, piensa. Y se arrepiente de haber aceptado el trabajo. Aunque mirando los ojos del desgraciado, el amor ha sido infinitamente más cruel.
Aprieta con fuerza el puño en el bálano y comienza a subirlo y bajarlo. No se ha quitado los guantes, hay algo completamente irreal en ello. El hombre no se queja, su vientre es una madera de contraído que está y su escroto ha quedado duro y pequeño como un cuero.
Lucha el hombre por borrar el cuerpo de quien amó deslizándose por su miembro, untándolo de sí misma. Cubriendo de deseo y lujuria el amor que se tenían.
Ahora siente los cortes profundos, la mano indiferente de la puta, ajena al dolor, que impasible desgarra todo su centro de placer.
Y cuando ya sólo hay sangre y dolor, cuando siente que algo ha salido de su meato por fin se siente terriblemente cansado.
Hay un extraño semen rojo o una extraña sangre babosa corriendo por sus muslos. Se lleva la mano al vientre y está lleno de astillas de hierro.
Los condones están destrozados en la papelera manchados de muchas cosas.
Intenta incorporarse, porque en algún momento se ha dejado caer sobre la cama.
Los guantes de la puta están manchados de sangre también.
–No te levantes, cielo, no mires –le aconseja la puta cubriendo sus genitales con una toalla.
El se deja llevar por el liberador dolor que ahora se propaga por todo su cuerpo. Se le escapa el vómito.
–No podemos dejarlo salir así, hay que limpiarlo, sanear las heridas... Sí, que venga Ana, ella era sanitaria hace unos años –la puta habla por teléfono con la alcahueta, el hombre la oye a kilómetros de distancia.
Cuando el hombre sale del burdel, su pene está envuelto en gasa empapada con yodo. La puta enfermera le ha aconsejado que debe ir al hospital, hay que prevenir la infección que sin duda alguna se va a desarrollar.
Si no tuviera el corazón partido en mil pedazos, no podría dar un solo paso sin lanzar gritos de dolor. Siente el latido enfermizo de su pene destrozado y cuando sale al fin a la calle, los edificios parecen plegarse amenazadores sobre él.
Desde que se partió el duro y frágil amor junto con su corazón, apenas han pasado veinticuatro horas. Y ahora su pensamiento y sus funciones vitales, están dedicadas plenamente a preservar la vida. Una vida que con una sonrisa ya cínica en el rostro, piensa que se le va por la polla.
Y una sonrisa lleva a otra. Porque los hombres se han de reponer y seguir adelante, han de mascar el dolor y escupirlo como tabaco. Él es un mecánico, no es un ser delicado. Y ella es tan bella...
Era tan bella...
A veces es inevitable que los fragmentos de amor se filtren en el flujo anímico provocando de nuevo el temible dolor que ocupa más espacio y tiempo que el trauma en su pene. Pero va avanzando, lo siente porque ahora tiene miedo a morir; hay mucho daño en esa carne que está entre sus piernas. Se pregunta si no habrá sido excesivo.
No puede caminar más, a punto de llegar a su casa, se sienta en la mesa de un café, frente a una plaza llena de niños y perros. Son sólo las siete de la tarde de un verano infame, de tóxico calor.
Hay gente que conoce; que no le importa.
Una mujer lo observa, sus dos perros corretean jugando entre un césped raído y lleno de mierda. Llama la atención de aquel hombre su palidez y las gotas de sudor que le corren por los párpados y no seca. Como si algo mucho más importante le estuviera molestando.
Le recuerda a los niños muertos de hambre que no se apartan las moscas de los ojos porque ésa es una molestia soportable comparado con lo que sufren. Casi una caricia.
Por la pernera del pantalón, de vez en cuando cae una gota de sangre.
Se acerca al hombre.
–¿Se encuentra bien?
El hombre la mira con dificultad para centrar la mirada, es una vecina que conoce de cruzarse con ella desde que vive en el barrio, y ya hace veintitantos años.
Intenta ser cordial.
–Sí, es este calor que no da un respiro.
–La sangre no es calor –responde la mujer mirando las gotas de sangre del suelo.
El hombre responde con un llanto, rápido y seco como una tos. Enciende un cigarro y le ofrece uno a ella; pero no fuma.
–Ya es tarde. Estoy roto.
Ella cubre con su mano la de él intentando dar consuelo a ese dolor tan íntimo y tan brutal que contagia el aire a su alrededor.
–Lo sé. Te acompaño al hospital.
–Es tarde también para eso.
–Pues muramos en casa, se está mejor.
El hombre no entiende, tampoco se fija que el pantalón de la mujer está empapado de sangre.
Tampoco tiene porque saber, que algún vidrio oculto en su vagina, sigue cortando, es un fragmento de amor duro y frágil que no ha podido expulsar su organismo.
Simplemente la acompaña a su casa, van de la mano.
Se sientan ante un café y dejan que la sangre arrastre cristales y emociones como filos cortantes.
Es importante no morir solos cuando el amor es un diamante roto.
A veces la vida no es tan puta y da algo de consuelo. Sonríen sabiéndose frágiles.
La infección corre junto con la hemorragia.
Es tarde.


Iconoclasta
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18 de octubre de 2010

La energía perdida



“La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”
Sin Ella, mi energía se pierde, no hay ley alguna que pueda dar consuelo a su ausencia.

Algo se debería romper en el universo cuando hay una pena; no es posible que mientras nos retorcemos de dolor, nada cambie.
No es justo.
No es buena cosa.
¿Todo este dolor no sirve de nada?
Algo de destrucción. Es un ruego.
No puedo soportar que todo este dolor, toda esta desesperanza se quede aquí creando necrosis en mi tejido anímico.
Las penas deberían crear reacciones, que no se queden dentro de nuestro organismo minándonos, que salgan al exterior y destruyan mundos.
Que corra el llanto ajeno también.
Pero no ocurre nada. Caminamos sobre estratos de millones de muertos que han lanzado trillones de gemidos y todo sigue igual de inamovible.
Los muertos están afónicos y el universo es sordo e impermeable a sangre y vómitos.
Es como si este puto dolor de amar, no importara. No importo una mierda.
La soledad es firme como una roca, ni el terremoto más espantoso la puede romper.
Mi soledad no es así. Mi soledad es una muralla, es algo que me protege de lo externo, que me hace sentir seguro. Pero no es tan firme como intento convencerme.
Con sólo su beso o su aliento se desmorona. Ella es el ariete de mi soledad. La catapulta que destroza almenas de aislamiento ya mohoso.
Ella da paso a la luz, y a la lágrima que se vierte involuntaria. Imparable.
Ella hace lo que nadie en la tierra ha hecho a pesar de los infinitos dolores.
Dobla el tiempo y lo maneja a su antojo. Modela nuevas eras bajo el brillo de sus ojos oscuros como la obsidiana.
No hay sacrificio ni vida quemada capaz de intervenir en los hechos cosmogónicos. No hay nadie tan importante. Los muertos no pesan, los millones de muertos están ahí, sin haber influido, sin trascender.
Ella sí, provoca reacciones telúricas, me hace perder la calma y lanza meteoritos que anulan la vida a mi alrededor y soy exclusivamente algo en sus manos.
A Ella le basta con su presencia para eclipsar la vida misma.
Sólo Ella, abductora de la razón, puede variar el universo si así lo decide.
Y no puedo hacer nada ante ello, no quiero.
Sólo dejarme llevar.
Sólo me abandono, soy leño en su océano. Solitario durante eras. Bendecido por su compañía durante escasos segundos.
No quería quitar importancia a otras vidas, a ajenos seres; pero es inevitable que pierdan ante Ella.
Podéis llorar, sufrir y gritar de alegría; pero nada de vosotros trascenderá. No variará nada. Por eso no rezo a los muertos, no respeto a los vivos, no me importa la miseria, ni vuestra alegría. Sois vanos.
Yo solo la espero a Ella. Porque sólo con Ella estoy bien.
Yo la adoro como un renegado de la divinidad sagrada. Un pagano que se retuerce en el vacío de un universo espurio de dioses que nunca existieron. Porque Ella no tiene nada de sagrado. No hay religión ni fe que la pueda definir, que la pueda acoger. Ella es mundo y creación. Adoro su cuerpo lujurioso, su mente lúcida de hedonistas imágenes. De amores tan fuertes que crea oscuras masas que absorben todo a su alrededor.
Hay cosas que no se deberían escribir, no es necesario sincerarse; pero cuando no está soy todo aquello que un día intentaron educarme para que no lo fuera.
Cuando no está ella soy una mala bestia y todo está mal. Todo es sacrificable. Siempre pienso que nunca hay bastantes muertos.
Y soy malo, y estoy desesperado. He escupido en las venas abiertas del suicida y en el cordón umbilical del recién nacido sin haber encontrado consuelo a mi ansia.
Hundo los dedos en mis heridas para que no se cierren. Solo por pura maldad, para que la pena no coagule la sangre en mis venas cuando estoy sin Ella. Para que salga el dolor en forma de infección, para trascender aunque sea en la sangre muerta y seca.
Y nadie me ama, sólo Ella.
Sólo Ella es capaz de abrazar a un abyecto y sacarlo a la luz, convertirlo en un hombre lleno de amor, empapado de lágrimas.
Bendita y maldita Ella.
Y todo este dolor, toda esta tristeza, es energía destruida, que no se convierte en nada que desaparece sin dejar huella. Como yo cuando no está.
No soy nada.
Ni mi dolor.


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14 de octubre de 2010

Odio tranquilo y sereno



Llueve y con un pensamiento sociópata (los sociópatas, son algo así como los antipáticos, pero con más gracia y carisma), deseo que la lluvia sea ácido que deshaga el mundo entero.
Que deje de sonar el maldito timbre de la alarma del cuerpo de enfermeras.
Incluidos los cuerpos, que se deshagan junto con el decorado. El que sangra no se deshace, aunque tampoco lo moja la lluvia. Debería sacarlo fuera y verificar el ph de mi peligrosa imaginación.
El viento que aúlla ahí fuera no importa mucho, podría desear que los arrastrara a todos, pero sólo cambiarían de lugar, continuarían existiendo.
Mala idea.
Siempre encuentro formas de demostrar mi odio hacia el mundo. Es tan fácil como no ganar dinero para comprar la libertad que he buscado siempre. Porque vivir bajo un cielo limpio que al anochecer deje ver las estrellas, es algo solo para gente con mucho poder adquisitivo. Sólo unos pocos pueden disfrutar de un cielo estrellado.
También los seres más pobres y subdesarrollados pueden disfrutar de un cielo limpio, pero tienen que comer con el olor a mierda que sale del agujero que han hecho en un rincón de la cabaña para cagar.
No sé porque este empeño en sentirme mal. Ya soy viejo, debería haberme acostumbrado a este gueto; pero no es posible. Soy tenaz alimentando mis frustraciones, mi imaginación no perdona y sueña siempre algo mejor. El mundo debería cambiar, y cambiar rápido. Tan rápido como para poder disfrutar de un cambio al menos una vez en la vida. Apenas me queda tiempo y esto no ha mejorado nada.
Me vaticinaron que con el tiempo cambiaría, que con la edad me calmaría. Ahora se exclaman que no lo haya hecho, de que siga aún más furioso, fríamente despectivo. No es normal, dicen.
Por mí como si se la pica un pollo.
Debe haber una molécula en el aire que respiro que desata este odio. Una alergia.
Me parieron así, nada de alergias. Si padeciera una, no tendría esta nariz respingona y carnal que se mete en los rincones más húmedos de las mujeres. Mi nariz no está hinchada. Lo otro sí, y lo otro sabéis bien que es, no me forcéis a ser crudo y carnal.
No hay antihistamínicos para la tristeza profunda, me lo han dicho muchos médicos. Hay purgantes, pero no quiero pasarme la vida cagando.
Con las descargas eléctricas me meo encima, no le encuentro la gracia. Mi orina no es ácida, no deshace nada. Lo sé por mí mismo, cuando me meo sólo me siento sucio, no me deshago.
Me siento humillado, nada más; no hay otro efecto.
Aunque las serpientes no se mueren con su propio veneno. Tal vez sea eso, tal vez si meo el cuerpo...
La sangre con la orina hace un color rosa feo y oscuro, pero por encima de todo, maloliente. Meo en su cara.
El cuerpo sigue intacto. Creo que he de enriquecer mi dieta con abundancia de marisco y carne roja para subir el nivel de ácido úrico en sangre.
La tristeza no me deprime, me enfurece. Es otra cosa que debería preocuparme; pero sólo preocupa a los que me rodean, porque no es normal. Como si la tristeza no pudiera engendrar odio, es estúpido. ¿Cómo no va uno odiar estar triste?
Aunque no sé si es correcto calificar de odio esto que siento.
A mí me parece una emoción y fría y calculada, no me causa pena ni alegría. Es un pensamiento natural en mí. Algo constante que me acompaña con tanto aburrimiento como la esposa que ya no quieres; pero es cómodo estar con ella.
Es odioso soportar lo que no quieres. No tiene una mierda de comodidad. Es la puta verdad, no sé a veces porque intento engañarme.
No sé porque no murió mucho antes, las enfermedades mortales nunca aparecen en el momento adecuado y cuando lo hacen, ya has pasado media vida amargado. Su rostro es una gota que corre por el cristal y como no... Se junta con otra, con tanta vulgaridad, que dan ganas de mirarse las uñas e investigar lo negro que hay bajo ellas. Siempre será más interesante que un cerebro normal.
Las gotas follan de una manera poco excitante.
Casi con aburrimiento, puedo imaginar el mundo deshacerse en chorretones como la tinta de un dibujo.
Me preocuparía sentir angustia por ello, significaría que hay alguna contradicción en mi pensamiento.
Mis nervios están templados y acaricio desde dentro de la ventana las gotas del mundo que corren por el vidrio, el mundo que se licúa. Sorbo el café observando con cierta curiosidad la cara de alguien que se deforma, se estira, se pierde vidrio abajo y de repente, corre veloz a juntarse con otros desechos.
Mi blusón blanco, mi cabeza rapada... Se mantienen concretos y definidos los reflejos de mí mismo. No me importaría deshacerme con el mundo entero.
Tal vez sea un efecto óptico o alguna asociación de mi mente un tanto rebelde, un tanto asqueada; pero diría que la humanidad es como las gotas de agua, que buscan unirse para formar un charco. Cuando están próximas, hacen un última carrerita para juntarse, casi con alegría. Se fusionan las gotas para formar otra idéntica, sólo que más pesada, ergo más molesta.
Eso no me preocupa, es un efecto que sufren los ajenos. Yo corro en dirección contraria, y si no puedo escaparme, me evaporo. No me junto con cualquiera.
Soy pragmático a pesar de mi poderosa imaginación y mi tranquilo desprecio hacia mi prisión: es casi imposible que llueva ácido. No por ello me voy a echar a llorar, puedo vivir una mentira con tranquilidad, como quien lee un libro de ciencia ficción.
No puede hacer daño soñar un rato.
Cuando deje de llover nada habrá cambiado. Domino mis emociones.
Aún así, guardo una secretea y recóndita esperanza de que mañana al despertar, el mundo sea un manchurrón de tinta de forma irreconocible.
Y es que está visto que por mucho que sueñe con un meteorito arrasando toda clase de vida, no se cumple. Incluso desespero de que nada del universo sea capaz de acabar con este cáncer que es la vida social en la Tierra.
No me siento motivado para preocuparme de lo que le pueda ocurrir de malo al planeta, más bien pienso cuándo ocurrirá. Me rio nervioso llevándome las puntas de los dedos a la boca. Soy un niño travieso.
Tampoco me importa mi generación, las pasadas ni las venideras. Soy indiferente a través del tiempo.
Mantengo un sano escepticismo.
No pienso que algún tiempo pasado fue mejor. Pienso en lo malo que será el que está por venir. Me da miedo la eternidad. Tengo un pánico enfermizo a vivir demasiado.
La lluvia cae con más fuerza y cierro los ojos deseando lo mejor para mí. Me arranco una uña con los dientes. El deseo no se cumple, el agua corre clara por el cristal.
Y la sangre por mi barbilla. Late el dedo corazón sin uña.
Vuelta a la realidad, nunca me engaño. El mundo seguirá como estaba hace unas horas, sólo que más húmedo. La uña tardará unos meses en crecer.
No duele, la medicación sólo consigue aplacar mi sistema nervioso, mi mente fría es inmune a los sedantes. Debe ser por eso que no siento un dolor excesivo en mi dedo mutilado. Aún así, duele de cojones.
No me gusta este café, se lo he dicho miles de veces al celador: la vida ya es bastante amarga como para tomar el café sin azúcar.
Mi lápiz está profundamente clavado en su ojo. Ahora espero el electro-shock y luego una nueva tanda de inyecciones que harán que me pierda en mí mismo durante semanas.
No arrancarán una sola emoción de mí. Incluso ahora que me revientan la mandíbula con una porra, no emito ni un solo lamento de dolor.
Lo que duele es la uña que me he arrancado. Se siente sola en el sucio suelo que han pisado mil maníacos.
Los manicomios son lugares de trato poco cordial.
Me pegan patadas, alguien se pregunta cómo pudo entrar Rubén el celador con un lápiz en la oreja.
Despistes, maravillosos despistes que provocan que un sueño se haga realidad. A
Una frase para la posteridad, para la colección de citas de algún idiota: Hay que respetar las normas con los enfermos más peligrosos.
Busco enfermos a mi alrededor para que ataquen a los sanitarios, pero no hay. He matado a tantos que no se fían.
Me levantan por los brazos y parece que me los arrancan, la uña sangra allá bajo la silla, el amargo café corre vulgar hacia el charco de orina y sangre, como las gotas de agua.
En efecto, el mundo no ha cambiado en absoluto, sabía yo que no basta con desear algo con la mejor de las sonrisas.
Yo tampoco cambiaré, seguiré eternamente indiferente.
Eternamente frío.



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7 de octubre de 2010

El caleidoscopio



Alguien me mueve, me gira hacia la dolorosa luz, me rota y a veces me agita.
Estoy a su puta merced. Me fragmento, me rompo.
Soy estrella y después ameba. Mi mente se deshace en mil estallidos de color.
Sin dolor.
Sólo es asombro. Dios está juguetón. Dios me rompe y me rehace.
Dios es un psicópata.
Me transforma como una absurda energía que no tiene utilidad alguna.
Hay colores que se descomponen y en esos momentos la oscuridad reina.
Es desolador verse sometido así.
Descorazonador.
Estoy abandonado.
Podrido.


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3 de octubre de 2010

Necesitados



Se necesitan, ya no es cuestión de amarse.
Han llegado al punto mismo de la fusión. Están solos, abandonados a si mismos, a su amor eterno e incombustible.
No pueden pedir a nadie ayuda, porque no existe quien pueda entender, no existe quien pueda creer. No existe para nadie la fantasía hecha realidad.
Su necesidad es anatema en este mundo prosaico.
Son las únicas leyendas que aún viven.
Y están solos sujetándose a si mismos al filo del barranco de la Desesperación.
En un mundo de praxis y conformismo se han hecho únicos. Y ahora están desoladoramente solos.
Se abrazan y el mundo parece desaparecer a su alrededor.
Son peligrosos. Pueden barrer con una tormenta de amor, la importancia de todo.
Nadie cree en el amor que crea vínculos táctiles, corrientes tangibles de ansia y deseo que dilatan vasos capilares e irrigan los sexos hasta el temblor.
Sólo son imaginaciones literarias, alucinaciones; piensa el mundo. Y ellos se callan su amor secreto que crece en su interior aplastando los pulmones. Presionando arterias.
Convierten la noche en un encuentro del que despiertan agotados.
Y cuesta tanto respirar a veces, amor...
Hay sangre en los labios de un exceso de besar. No hacen caso, porque el dolor fue antes, todo el daño fue anterior al sagrado beso. No puede doler la piel de los labios, cuando sus almas casi han ardido.
Cuando él se dobla de necesidad de abrazarla, a ella se le escapa un gemido y contiene una lágrima. A pesar de los miles de kilómetros, la naturaleza se agita violenta ante la corriente poderosa que une sus pensamientos. Es un hecho que han comprobado y mesurado. Que les duele, que gozan.
Nadie da crédito a su historia, porque eso no puede ser, nadie ha experimentado un ataque de amor cuyo síntoma es la necesidad absoluta. Duele respirar el aire si no están juntos. Arde la garganta gritando sus nombres. Y una llamada al teléfono es un año de vida que le han arrebatado a la muerte.
Eso no es forma de vivir, cualquiera estaría reventado de agotamiento.
Están agotados. Piden piedad como los condenados a muerte.
Sobreviven con palabras de amor y besos frágiles que empujan con sus manos cuidadosamente.
Sobreviven como pueden sujetándose a sus estómagos para no caer al suelo.
Se necesitan y el cansancio se cierne sobre ellos como una bestia infecta que amenaza la cordura y la misma vida.
Intentan no parecer derrotados. Actúan con sonrisas para distraer la atención de su cansancio; a veces sin notables resultados.
Les preguntan por esa tristeza.
Son buenos actores de un cruel acto de amor.
Ya no hablan de amor, eso ya no es un argumento. Hablan de necesidad, hablan de que vivir el uno sin el otro, duele infinito. Duele todo.
No hablan más que de unir las pieles, de dormir el uno en el otro y acurrucarse y pedirse perdón por amarse con esa voracidad. Por no haber hecho más y más rápido por fusionarse al fin.
No quieren más que descansar la cabeza y oír el latido de lo que tanto aman a través del pecho. Auscultarse mutuamente y asegurarse de que el corazón que un día se intercambiaron, funciona y bombea el deseo imparable y torrencial por todo el cuerpo.
Están condenados a unirse, condenados a respirar juntos. Malditos de amor y ansia.
El mundo se ha convertido simplemente en una distancia física que salvar. Porque se tienen, sus almas están tan unidas que convierten en banalidad las vidas ajenas.
La cercanía de los que un día amaron es el símbolo de su separación, apenas los pueden soportar ya. Cortan sus alas. Su necesidad es tal, que cualquier animal o cosa se ha convertido en un obstáculo que salvar. Y aunque corren veloces el uno al otro, ya es tarde para una comunión de amor. Ahora corren el uno hacia el otro para poder vivir.
Dicen ser malos, dicen ser mierdas tratando así a los que les rodean. Pero sus rostros se tuercen de dolor y melancolía; serían realmente malos si no se retorcieran de dolor de amarse, si sus huesos no sintieran la proximidad del encuentro como los ancianos sienten las tormentas en sus articulaciones.
Los sexos palpitan frenéticamente y se aferran a las paredes dejando rastros de si mismos. El placer es paranoia entre sus dedos.
Hay llagas de amor en sus labios, el deseo muerde la propia carne deseando que fuera la que ama.
Están malditos de un amor ancestral y viejo como el universo.
Nadie puede explicar el hecho, nadie puede culparlos de su naturaleza, de lo que son, de lo que hacen, de lo que necesitan. No son culpables de necesitarse, no son culpables de sentir por encima de todos los seres, las cosas, los lugares y los tiempos, el estar juntos toda la eternidad. Aunque mueran.
No son malos, sólo quieren descansar, ella necesita el pecho donde cobijar y llorar siglos de necesidad. Él necesita ser su hombre, necesita bañarse en su esencia porque su piel se escama deshidratada. Porque su naturaleza exige protegerla para cumplir una atávica y genética misión. Ella es dulce como la miel y suave como el pelaje del visón que descansa ensangrentado en sus manos de cazador. Debería haber un animal cazado...
La mano suave de la que ama aferra su miembro y su animalidad despierta, milenaria, brutal. Se rebela en los dedos amados y se sacude con violencia.
Él es robusto, es cálido y la potencia de su corazón es sólo el preludio de una pasión desbocada. Ella aprieta con tanta fuerza sus manos en sus hombros que una gota de sangre se escurre por las uñas y él cierra los ojos ante la presión liberada. Ante el desahogo de esa sangre que mana ahora como un río de amor sereno.
El dedo rudo acaricia suave las crestas de su sexo y su cuello se estira exponiéndose indefenso a los labios de quien la acaricia a su espalda. El placer late en la cima de sus pechos.
Se necesitan.
Necesitan el cuerpo y el alma. Las lágrimas y las risas.
La felicidad y la pena.
No son delicados, lo quieren todo.
Y no es por querer, es porque se necesitan para seguir viviendo.
Se les puede perdonar su ofensa al mundo, sólo quieren vivir conforme al mito que son.
Son necesitados.


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29 de septiembre de 2010

Diario de un imbécil



No hay inteligencia en mí. Sólo tengo el poder de mi fuerza.
Por eso no entiendo, no consigo comprender lo complicado de vuestras mentes.
Me es imposible determinar el medio por el cual una conexión sináptica, en una micronésima de segundo, puede provocar en las redes neuronales de quien me observa la repulsión más absoluta. No es cuestión de fealdad, no hay motivo.
Supongo que ese mismo sistema límbico gobierna los instintos.
No soy inteligente, no soy simpático, ni tengo empatía alguna.
Pero soy peligroso como un virus, como una gangrena.
Yo creo que los inteligentes tienen cierto instinto que los pone sobre aviso y ven en mi lerda mirada de idiota, algo peligroso, algo a lo que no acercarse.
Pero cuando te miran así, es que están demasiado cerca.
A veces se me escapa una risa imbécil cuando corto la carótida de un ser inteligente. No sé, dijéramos que me siento superior cuando se desangra y yo no. Cuando lo último que ve es mi vida y lo último que ve son sus muertos párpados por dentro.
Los sistemas límbicos son extraños. Como extraño es que alguien pueda ver un neutrino que atraviesa la materia y no puedan ver el puñal que les secciona la yugular.
Matar está bien cuando no hay solución, la violencia es determinante en mi pensamiento consciente como salida a los complicados problemas que la vida me presenta.
Carezco de memoria, jamás podría memorizar una larga lista de teléfonos, me costó horrores aprender las tablas de multiplicar a pesar de mi empeño.
Cuando fallaba en la respuesta, una parte de mi córtex enviaba una señal de alarma que se traducía en un gesto de miedo que el profesor captaba al instante. Lo necesario para que su cerebro diera la orden de pegarme con la regla en la punta de los dedos. Me obligaban a mantener las puntas de los dedos de la mano izquierda unidas mirando hacia arriba.
Era listo aquel profesor hijo puta, sin responder ya sabía que iba a fallar y me pegaba.
Yo tenía pocos, tal vez diez años, y aún no podía dominar el dolor y el miedo. Siempre he sido retrasado.
Así que me dolía de cojones cada golpe y me aterrorizaba la hora de matemáticas.
Al cabo de ciento veintiséis golpes en dos meses, mi escaso cerebro consiguió memorizar lo necesario para salvar la integridad de mis uñas. Los estímulos de dolor es de las pocas cosas que puedo contabilizar y memorizar.
La segunda ley de Kirchoff dice: En un circuito eléctrico, la suma de caídas de tensión en un tramo que está entre dos derivaciones es igual a la suma de caídas de tensión de cualquier otro tramo que se establezca entre dichas derivaciones.
Yo no sé si es cierto, pero cuando una parte de mi cerebro es sometido a sobretensión, el resto de mi cerebro, incluyendo lo más primitivo y básico, también está sometido a ello.
Cumplí dieciséis años, no me acuerdo cuando, ni siquiera recuerdo si me regalaron algo. Mi memoria está hecha mierda. Pero de la cara del profesor no me olvidé. Ese día de mi cumpleaños y encuentro lógico que así fuera, fui al cine con mis padres que son aún más imbéciles que yo.
Y ese gran profesor se puso a mear en el urinario donde yo me encontraba, a mi siniestra (¿siniestra es izquierda? creo que sí). Ni me miró. Sacó la polla y se puso a mear.
Yo debería haberle dicho mi nombre, si se acordaba de mí, y como buen alumno, haber recordado mis tiempos de infancia y aprendizaje con él.
Pero al igual que las matemáticas, la educación es harto complicada. El perdón también requiere demasiada comprensión. Hay demasiados procesos cognitivos y de lógica. Cálculos de probabilidades a velocidades lumínicas. Demasiado para mi cerebro orgánico de sangre y tejido blando.
Mi cualidad más desarrollada es el odio. Un odio frío que me hace ser calculador. El único temblor es mi excitación sexual cuando voy a actuar en consecuencia a mi nula inteligencia. No es que se trate de una perversión, simplemente es un acto reflejo de mi desarrollado cerebro de reptil, una forma de demostrar mi fuerza y agresividad. En fin, marcar territorio. A veces meo en las esquinas de una forma espontánea.
Como el cortejo pre-nupcial de muchas especies, eso es simplemente mi erección, no vayáis a complicaros ahora con profundos análisis que a mí me sudan la polla.
En definitiva y coloquialmente, a mí se me pone dura cuando recurro a la bendita violencia.
Me costó mucho aprender sobre los binomios y polinomios, el cálculo trigonométrico de las corrientes trifásicas y su preciso desfase de raíz cuadrada de tres, me costó meses y meses de dominar.
Pero tengo un don para encontrar cosas con las que hacer pupa.
Llevaba en el bolsillo las llaves de casa. Yo aún estaba meando cuando mi cerebro idiota dio con la solución al problema.
También tuve suerte de que un hombre barbudo y con una barriga de embarazo de veinte meses, acabara de encontrarse la polla entre la grasa, se la sacudiera y saliera de los servicios meneando sus mantecas y dejándonos solos.
Le clavé una llave en el oído derecho, ya que se encontraba a mi siniestra. Soy diestro, por lo tanto di un giro aproximado de ochenta y cinco grados.
Me miro con los ojos enloquecidos meándose aún con el pene fuera de la bragueta y salpicándome. Un tipo con el pelo gris erizado, como un sargento de esos de las películas americanas y delgado como un esqueleto. Podía ver sus mandíbulas apretadas fuertemente por el dolor. Para hacer daño soy rápido. La llave se metió en su glotis doliendo, lo sé por la forma en que contrajo el cuello como medida de defensa instintiva ante la intrusión de un objeto extraño.
Los forenses distinguen perfectamente las heridas post-mortem de las que se dan en vida, ya que la carne queda agarrotada cuando uno muere tratando de evitar que todo ese acero te mate. Y aprietas hasta el culo para evitar que penetre el filo.
Es un acto instintivo, tan básico como mi cerebro.
Lo que me lleva a pensar que a la hora de morir, todos son idiotas.
Mal de muchos, consuelo de tontos.
Yo no busco consuelo, simplemente vivir tranquilo. Si no me joden, no jodo.
Bueno, si se trata de follar, es distinto, mi sexualidad es muy sana. A veces hasta aburrida de sencilla que es. Pero ellas gimen como auténticas zorras con mi “mediocre” sexualidad.
Una patada más y lo metí en uno de los habitáculos con puerta de los inodoros y lo inmovilicé hasta que lo sentí desfallecer, ya que se asfixiaba con su propia sangre.
Le metí la cabeza en el inodoro para que se acabara de vaciar y la sangre no saliera fuera, apoyé sus piernas en la mampara separadora para que se mantuviera en equilibrio y no se vieran los pies y salí de allí bloqueando antes el pestillo de la puerta.
Limpié las manchas de sangre de mis jeans Levis 501 (era mi regalo, ahora que recuerdo) y me los sequé con el seca manos eléctrico.
No me llevó más de cinco minutos y aún pude ver los tráileres de los próximos estrenos completos.
También me quedé con su cartera, que tiré vacía de dinero cuando salí del cine.
Cuando salí del cine, aún nadie sabía que había un muerto en los servicios.
Y esa fue la primera vez que maté.
Luego seguí estudiando y de vez en cuando iba a las discotecas para ligar. Supongo que mi mirada vacía y carente de inteligencia provocaba el morbo en las tías y éstas, cuando se emborrachan se follan lo que sea y cuanto más peligroso, mejor.
Nunca maté a ninguna.
Pero era mi territorio de caza, es una necesidad matar cuando tan solo tienes como recurso la fuerza, porque estás continuamente comparándote con los más inteligentes y uno se siente demasiado imbécil. Y con ello decae la autoestima.
Es necesario hacer algo para evitar hundirse. El movimiento se demuestra andando. En mi caso rajando.
La navaja de afeitar en mi mano era mi nexo de unión con el poco cerebro que tengo, mi neurona para no perder mi propia estima.
Entrar en los lavabos atiborrados de niñatos esnifando o vomitando era una auténtica odisea.
A veces éramos tantos, allí metidos, que nos meábamos en los pantalones.
Cuando les cortaba la femoral a la altura de la ingle, sentían en principio como un pinchazo, algo demasiado rápido y doloroso.
Hay muchos miembros y todos torpes en una discoteca de sábado noche. Así que nadie veía lo que pasaba hasta que resbalaban en sangre y el que se desangraba se dejaba caer en otro como si estuviera demasiado borracho.
La policía ni se preocupaba de buscar entre aquella multitud de testigos alguien con el cerebro lúcido como para acertar a decir su propio nombre.
Cuando llegué a matar así a treinta y cinco inteligentes de mierda, la presión de la policía se hizo demasiado fuerte. Fueron seis meses en los que me curtí más que unas alforjas y me conocí a mí mismo sin necesidad estúpidas disciplinas orientales, que siempre resultan aburridas a menos que se trate de aquella fábula del tercer ojo, el que le trepanan el cráneo a un crío tibetano para llenarle el agujero de hierbas y ver el aura de sus congéneres y convertirse en una especie de detector de mala hostia.
Con casi cuarenta años, puedo decir sin aparentar pedantería, que he matado a ciento setenta personas más inteligentes que yo.
Tengo un método para conocer a los más inteligentes. Es básico, pero efectivo.
Cualquiera es más inteligente que yo, así que por una mera cuestión de azar, los cazo.
Soy ingeniero en sistemas de envasado de alimentos, pero eso no quiere decir que me hiciera inteligente con la edad. Invertí el doble de tiempo que mis compañeros para poder sacar adelante la carrera.
Solo matar era mi forma de sentirme bien conmigo mismo y ponerla en práctica me daba cierta confianza necesaria para poder llevar una vida plena en un border line de mis características.
Mi hijo tiene ahora la edad que yo tenía cuando maté a mi primer listo.
Pero él es más inteligente. A veces tengo que apagarme un cigarro en la muñeca para no cortarle el cuello de un tajo mientras duerme.
Mi mujer es imbécil, no corre peligro.
Pero él... Sabe tanto ya, lee el libro y lo memoriza.
No tiene miedo a los castigos (ya no hay castigos corporales, pero no lo tendría si los hubiera).
Mi instinto es siniestro, me doy cuenta cuando soy una amenaza para el ser que más amo. Cuando me levanto durante la madrugada profunda, con la navaja de afeitar abierta entre mis dedos y dejo caer una gota de saliva en la frente de mi hijo con el filo a escasos milímetros de sus ojos, siento una náusea.
Mi instinto me dice que es mi propia sangre, que no se caza a la propia sangre.
Nene malo, me dice mi conciencia imbécil. Retiro la navaja de sus ojos con los ojos lagrimeándome de odio y lucha interior.
Apenas tengo pezones, los quemo por cada intento de matar a mi hijo.
Saber de alguien tan inteligente en mi territorio es algo que me está pudriendo.
Mi instinto a veces me da razones simples pero válidas para tomar una determinación de no matar. Pero no siempre será así.
Y no quiero despertar pisando la sangre coagulada, gelatinosa de mi hijo.
Es el único que me quiere.
Y además, cuando ayer destripé en el cuarto de calderas de la fábrica al operario de mantenimiento, sentí que me estaba desbocando. Ningún perro caga donde come, dicen.
Yo lo hice ayer.
Hay una teoría de psicólogos forenses, que dice que el asesino, cuando la presión de las muertes es muy grande, busca un medio inconsciente de equivocarse para que lo detengan, afirman que hay un nexo de unión entre cada humano y el resto de sus congéneres. Y crea una especie de remordimiento de conciencia.
Que no me jodan con retóricas facilonas.
Yo no quiero que me detengan. Sólo quiero apartar de mí a los más inteligentes, que me aíslen para que mi imbecilidad no me ofenda a mí mismo.
Sin embargo, cortar esos ojos que un día besé, esa carne que un día cuidé, va contra mi naturaleza. Soy un buen tío en general, alguien bueno con poco cerebro que ha tenido que forjarse un sitio en un mundo repleto de genios.
Nunca había probado en mí mismo el filo de la navaja con tanta profundidad.
Es desgarrador el dolor. Sobre todo cuando pillas un tendón y se retrae doliendo como si arrastrara la carne por dentro.
Esta ha sido la vida de un imbécil.
Punto y final. Sobre todo final.


Hijo mío, conserva este diario, no se lo des a nadie, nunca. Que no sepa nadie que el Asesino Incomprensible, era un imbécil. Guarda el secreto y esconde la navaja. Mancha el cúter de la caja de herramientas con sangre y me lo colocas en la mano.
Y si un día un hijo tuyo nace imbécil, le lees mi diario cada noche al acostarse y le colocas la navaja de su abuelito bajo la almohada, para que asesine al Ratoncito Pérez, que es muy listo robando dientes.
Pero no dejes que ser imbécil lo desanime.
Un beso de papá que a veces te odia. Que a veces te odió.
Ahora que me muero, me acuerdo de conjugar verbos, no te jode...




Iconoclasta
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