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26 de febrero de 2016

Ateo de mí mismo


¿Y si te digo que en lugar de imaginarnos en un lugar de luz y colores cálidos, de grandes horizontes y suaves vientos, donde te beso desnuda y lánguida entre mis brazos; te imagino jadeando con mi lengua recorriendo tu piel, dejando rastros de posesión y pasión, donde te embisto una y otra y otra vez en un lugar donde no hay absolutamente nada, donde solo existe el brillo de tu piel húmeda, el calor de tu coño y el sonido de tu respiración?

No existe un lugar para tomarte, no existe tiempo ni espacio preciso para fundirme contigo. No importa el infierno o el paraíso si existieran, solo importa que estés.

Eres la hacedora del universo. Y tenerte me hace dios, un pequeño dios.

Contigo el mundo es oscuro y tú eres la única claridad.

¿Sabes qué es trascender? Reconocer que he cumplido para lo que nací: amarte. Tener la mano entre tus piernas sin pudor y tú mantenerlas abiertas con medida y soberbia obscenidad. Cubrir tu clítoris con un dedo tembloroso y soportar el tormento  de tu placer, de tu tensión que hace subir la mía.

Trasciendo los límites del planeta y el infinito cuando toco tu alma o tu piel.

No es necesario nada más. Lo sé todo: el origen de toda vida eres tú.

Contigo no hay miedo, no hay nada que lamentar. Porque el mundo, la vida y la muerte, tienen un porqué; no obedece ningún acto al azar o la fatalidad.

Si muero es porque es necesario, porque así lo dispones.

Sin ti no existo, soy ateo de mí.

Soy poderoso en el cumplimiento de mi misión, imparable, insobornable.

¿No te das cuenta que sin ti estoy vacío? Soy el lamento de un ternero que agoniza en arenas movedizas.

Pudiera ser que ya no tuviera sentido mi vida cuando ya te tengo entre mis brazos, que muera porque he cumplido el ciclo. Y estará bien, mi amor.

Así trasciendo, amándote. Cruzando fronteras de sueños, cordura y locura sin temor, sin pensar. Solo soy lo que te buscó siempre.

Una cosa necesaria entre tus piernas, entre tus labios.

Un dios que no cree en sí mismo.



Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

11 de enero de 2016

Morir ante el horizonte


Es tan fácil morir aquí.

Es el momento, es el lugar. A cualquier hora, donde quiera que pises es lo oportuno. Lo que pide cada célula del cuerpo: morir y trascender por encima de la vida o dentro de ella.

No más multiplicarse, es hora de disgregarse.

Solo los que se dieron por muertos y los que llevan como amigo el leal dolor, pueden sentir como el corazón late fuerte ante las nubes que asoman imponentes tras una montaña y te dicen que vayas con ellas. Es como asistir a la creación de la tierra que uno pisa, al aire que corta los labios...

Qué peligro, qué tentación de belleza. No quiero volver a casa.

Me han invitado, de alguna forma, todo me arrastró aquí a este momento. Como si el dolor y el miedo que se ha padecido fueran esos afables amigos que te invitan a entrar en su casa, con su cálida mano posada en tu espalda. Así es como vamos hacia el horizonte.

Adquiere sentido morir cuando lo has visto todo, cuando sabes que ya no queda emoción mayor que la apoteosis del cielo vertiginoso. O la vida que se desprende a jirones de humo blanco de la tierra cuando el sol la hiere.

Las nubes son vapor de agua y yo soy agua, al morir seré jirones. No tendré conciencia de ser; pero estaré, acariciaré otras vidas, entraré en intersticios prohibidos al cuerpo, prohibidos a los ojos.

Es maravillosa la dinámica de fluidos.

Tal vez por ello tenga estas ganas de llorar.

Sin saber, sin doler...

Cuando se existe sin conciencia, no hay dolor, no hay angustias, es la liberación absoluta.

Hay que morir ante la libertad absoluta. La transformación final, lo que los cuerpos agotados y las mentes saturadas necesitan.

En sueños somos perfectos. En la muerte también, no hay lugar para el error. Es tan sincera... Habla claro mi amiga, lo necesitaba.

Para morir llegamos aquí.

Es un proceso natural, lo pide mi piel: extenderse en el suelo y evaporarse, dejar de existir con esperanzas que nunca llegan y angustias. Ser sin más complicaciones.

Como el chillido del águila, o el jilguero que posado en la rama me observa de reojo, ya soy casi ellos.

Observas el maravilloso cielo, la grandeza de la tierra y te das cuenta que la muerte es la meta. Es subir por fin al pódium para poder vivir, para ser libre.

No importa lo que hayas hecho, no hay castigos. Todo lo que una vez fue o estuvo trascendió y llovió sobre nosotros, lo pisamos, lo bebimos y lo comimos. Somos lo que otros fueron, por ello nos odiamos.

Hay que mirar a los amplios y monumentales horizontes para sentir el deseo de abrir los brazos y pedir muerte bendita cuando el viento azota tu ropa de la misma forma que lanza las nubes en una veloz carrera.

Es como si...

Como si tanta vida, pidiera muerte para alejar el dolor de la existencia.

No necesito entender, se acabó buscar.

Está todo ahí, todo lo que murió...

Todo lo que fuimos es el cielo y la tierra.

Mis muertos queridos, os siento entrar entre mi ropa, sois una fría acaricia...

Este es el único momento, en el que es legal llorar.

Ahora sí.

Pronto, ya pronto...



Iconoclasta (texto y foto)

23 de diciembre de 2015

Los solitarios dedos


Los dedos solitarios se tornan fríos como la escarcha que en la madrugada se forma robando el poco calor que los seres guardan en su interior.
En los dedos solitarios, el frío se posa primero en la piel, en segundos se filtra hacia la carne y luego, imparable, enfría la sangre que contienen, que es bombeada gélida al corazón y al cerebro.
No importa lo mucho que te abrigues, el frío ya está dentro. Te congelas desde el alma hacia los pies; por dentro y desde dentro.
Y es entonces cuando piensas en las cerúleas pieles, en las uñas amoratadas, en párpados que se abren repentinos sin voluntad y los dedos misericordiosos que los cosen.
Sin embargo, el frío de la soledad no mata, se queda en el justo grado de helor para que puedas escribir de tu desprotegida piel, del calor que sabes que no llegará nunca. Tomas la pluma y escribes frío tras frío, como en épocas antiguas de mantas en hombros y piernas y unos dedos demasiado rígidos, a la luz de un pábilo agitado por la tristeza.
El frío de la soledad no te mata, solo espera y asiste frotándose ávidamente las manos, a tu suicidio.
Te asomas a los vidrios sucios de la ventana, para ver la luna lanzando sin piedad sus rayos de hielo sobre la faz de la atormentada tierra.
Sobre ti.
Y observas la piel que el frío ha cortado, que apenas contiene la sangre de tus dedos y vuelves a la mesa a seguir escribiendo; porque así haces tu pensamiento sólido, multidimensional; puedes incluso sentir su dureza en la oscuridad al pasar los dedos por él.
Existes más que en ningún otro momento de calidez.
El mecanismo es preciso, es certero; sino tienes la piel que te ha de confortar, la escribes y describes en un paranoico concierto de rasguños y golpes de plumín sobre el papel y la mesa. Haces tu tragedia tangible y mensurable. Y todo ese esfuerzo se convierte en calor.
El papel arde con letras al rojo vivo.
La transmutación del pensamiento en materia, solo es posible cuando hay una fricción que provoca el calor, cuando es tu gélida y desconsolada sangre la que escribe.
Luego, en un rincón oscuro donde no llegue la luz de la vela que tiembla, te llevarás al pecho esos pensamientos arrugados con los puños crispados y llorarás una cálida tristeza. Te sentirás trascender, concluirás que amar es tragedia. Que la voluntad y la soledad son los dos átomos que forman la molécula de la libertad. Y la libertad es creación.
Y se sabe que todos los partos del mundo duelen.
Eres un privilegiado al hacer materia del amor. Un combustible.
La soledad a esas alturas de la madrugada, es un cigarro entre los dedos y unos ojos que se cierran con sueño ante el papel. Es una sonrisa triste al meditar sobre tu propia locura.
La fría soledad se esfuma lanzándote imprecaciones, porque hoy no habrá suicidio. O al menos, ahora.
Guardas ese papel arrugado en un cajón con la ingenua esperanza de que un día, vivo o muerto, tenga entre sus manos la masa de tu pensamiento y sepa así que no fueron solo palabras, si no sueños que congelaban el alma.




Iconoclasta