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13 de junio de 2022

Deja de escribir

Tengo miedo de que mis ojos se rompan como cuentas de cristal y que no haya sangre. Solo el ruido del viento a través de las cuencas vacías.

Tengo miedo de que el río fluya a lo alto y los peces, pobrecitos, mueran en el frío cosmos.

Me horroriza que el aire se convierta en agua y mis lágrimas no caigan rostro abajo.

Y edulcorar el café con vidrio en polvo.

Y cagar sangre.

No quisiera que los cadáveres no se pudrieran y los vendieran como ceniceros.

Tengo pánico a que mis palabras manchen de gris mis encías y los dientes crezcan hacia dentro.

Y que el sol se aproxime y evapore mi reloj que jura que aún vivo.

Está todo tan roto que mi pene es una flor que ha hecho afiladas raíces que me cuelgan sangrantes de la nariz.

Y por los ojos si tuviera.

No quiero que mi padre resucite y llore por la carne que no tiene y que le decepcione porque mis ojos no le sirven; se rompieron en algún momento de mi pensamiento…

Y que vea el río perderse en la nada cósmica y aniquiladora y no pueda lavar cálidamente sus huesos macilentos.

Pobre padre…

Pobre madre que sonreía tanto como para contagiarme y no quiero pensar en ella porque es infinito mi dolor si le borrara una sonrisa. Sería un hijo de puta si lo hiciera.

Es terrible temer tanto.

No quiero que el papel se haga arenas movedizas que se traguen mi alma que escribo.

Temo al amor que se transforma en un susurro que coagula el corazón con sus imposibilidades y lo único posible es el tormento. No quiero el corazón de piedra y toser arena entre llantos.

Temo que mi gato se convierta en ratón y se devore a si mismo y yo no pueda dejar de llorar por ello desde mis cuencas negras.

Tengo miedo al imán que no sé porque, solo atrae la miseria.

Temo que los forenses vuelen como super héroes con capas de acero inoxidable haciendo su trabajo en los vivos.

El universo es material de derribo, un roto infinito y los agujeros negros regurgitan los años tragados. Y la demencia se extiende por la nada.

Y nada cubre a nada.

Y los pedazos de dios flotan quejumbrosos ignorando que un día soñaron crear algo y no se acuerdan bien el qué. Solo son piedras flotantes con Alzheimer, y hay en su superficie una tristeza vítrea por la ausencia de la mentira piadosa que cuentan las madres a sus bebés cuando creen solo en ellas.

Madre es lo único que existe cuando se inicia la vida.

Cómo me quería, no puedo entender tanto amor a lo que soy.

No puedo…

Qué desolación.

Siento la pena infinita y el espanto por los peces que nadan en el cosmos con sus grandes pupilas congeladas en la indiferencia a su propia muerte. No se inmutan cuando las piedras los rompen haciéndolos pedazos.

Pobrecitos, tanto nacer para eso…

No puedo soportar la inexistencia de los petirrojos que observan mis pedazos formarse en el papel piando canoros en una rama verde como un lagarto.

Es pánico irracional que las hojas no existan y mi pensamiento sea solo la pesadilla corriendo por la sangre sucia de un yonqui no vivo, de un podrido en vida.

No quisiera lavar los huesos de mi padre cuando llore.

Ni los de mi madre cuando sonría como un sol.

Por favor… Deja de escribir.

Ya. Ya pasó, tranquilo.

No lo vuelvas a hacer.

No.





Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.


5 de febrero de 2018

Las horas todas


Las horas huecas,
las necesidades y su insatisfacción.

Las horas vanas,
las del agotamiento sin fruto.

Las horas temibles,
las de la angustia y el dolor.

Las horas negras,
de muerte y necrosis del ánimo y la carne.

Las horas-sueños,
las de la intensidad, la locura y la vida deshebrada como carne hervida.

La hora inquietante,
cuando el espejo mudo mira tu rostro y cuenta las horas pasadas.
Y las pocas que restan con pestañeos tristes.

Las horas tiernas,
en las que acaricias sus deditos y tratas de imaginar su vida, pensando: “tan pequeño…”.

Las horas cáncer,
que se hacen tumores nacarados con hastío y crean metástasis hasta en la sonrisa.

La hora aciaga,
cuando sabes que se aproxima lo inevitable y es malo.

Las horas repugnantes,
cuando la envidia ajena se cierne pesada en tus cejas diciéndote que no es posible, que no es bueno, que no te creas especial.

Las horas felices,
cuando el odio hace fantasías de sangre y violencia, de cuerpos destrozados por una justicia salvaje. Y observas jadeando un reloj con ojos enrojecidos.

Las horas del amor,
que no son horas, son segundos vertiginosos que se precipitan por acantilados afilados.

Las horas tristes,
las del llanto inevitable, bajo la luz que me delata ante mí mismo y me avergüenza sin piedad.

Las horas íntimas,
donde el pensamiento parece hablar potente en los tímpanos y el tiempo carece de importancia.

Y hay un segundo…
El segundo lácteo,
el trallazo explosivo que se escurre blanco rezumando desde lo más íntimo de sus muslos hermosos y fascinantes.
Aunque no justifica las horas todas.




Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.