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17 de septiembre de 2019

Milenials, generación ladrillo



Con este continuo cacareo mediático de los milenials, estoy a punto de comprarme uno junto con su jaula de hámster y noria silenciosa para que mi gato se entretenga viéndolo correr. Dicen que les gusta teclear y mirar cosas en las pantallas, así que le compraré un telesketch para que se entretenga y no tenerlo todo el día llorando porque está aburrido, porque no tiene lugar en esta sociedad o porque de quien está enamorado en facebook no le hace ni puto caso.
Son tan cansinos estos milenials con sus noticias de disneylandia, su tristeza y desubicación infinitas, que son como una degeneración rara e innombrable de la especie gótica/emo, ambos sometidos a medicación crónica para controlar esa depresión. El drama milenial es un ladrillo, un hastío que con frecuencia aparece como un hongo en las noticias y en los reportajes pseudo periodísticos.
Aburren a las ovejas con sus agobiantes referencias a esta generación y sus penas y grandes prodigios de absoluta intrascendencia, tal vez porque los articulistas y gente que trabaja en prensa (muy lejos de ser periodistas) también son eso: milenials.
Y ya sabemos como le gusta el auto-bombo a la especie humana sea cual sea su generación de los cojones.
Dicen que mastican internet en lugar de chicle; pero es que eso no es de su generación, por internet pululan incluso los analfabetos y los pastores de cabras que tienen ya noventa años. Yo mismo por ejemplo, solo que tengo gracia, precisión, ingenio, cáncer, arte, belleza, sensualidad y poderosos músculos.
Todo el mundo está en internet y suelta su mierda en ella.
Es que ni eso de especial tienen los llorones milenials, mascotas de un mundo pleno de masturbaciones tecnológicas.
A mí me suda la polla la generación a la que pertenezco, soy totalmente impermeable a las modas sociales y su taxonomía de grupo generacional. Mi odio y desprecio se ha mantenido intacto a través de todos los tiempos hasta llegar a lo que hoy soy: un orgulloso poseedor de un milenial dando vueltas en su noria y conectado al mundo con su bonito e inservible telesketch.





Iconoclasta

17 de mayo de 2017

Palabras electrónicas


De joven, en la adolescencia, me convertí en el amanuense de mi abuela analfabeta según su dictado.
Me llegó a gustar escribir a mano. Y con ello aprendí a no escribir cartas de la misma  forma, con las mismas fórmulas de redacción y expresiones.
Como todo lo que he leído, me ha servido para no escribir igual. La redacción tiene que ser dura y directa como una patada. Ha de empezar a cuajar para bien o para mal en la mente del lector desde la primera frase.
No tiene que importar la opinión de nadie sobre lo que escribes, has de ser absolutamente tú.
Ni siquiera la mía, debo creerme mis propias mentiras y fantasías. No tengo escrúpulos de hipocresía o ética cuando escribo. Mi mente es libre y salvaje.
Y me gusta causar más rechazo que admiración, es mi pequeña venganza a este mundo mal hecho en el que nací.
Mi educación se basó siempre en no incurrir en las vulgaridades que oigo, veo, leo y toco. Mi principal trabajo en la vida es alejarme de todo lo que está hecho, escrito o dicho. Aunque me joda.
Y así, si quiero ser sincero conmigo mismo, si quiero ser; antes de teclear en el ordenador o en el móvil debo escribir en papel mis ideas, mis mentiras, mis sueños, mis odios, mis deseos y amores. Confesar ante el blanco lo que de verdad soy, no lo que quisiera.
Y luego llega la tarea de tergiversar mis verdades y teclear lo que ya existe, lo que se toca. Con toda su dimensionalidad y trascendencia. Cuando está escrito en la realidad, en el papel; es ley y es palpable.
Mi ley única y absoluta. Y por ella existo de forma visible y a veces, me diluyo. Es difícil ser sólido en este lugar de mierda.
Un mundo sin papel es el peor escenario que puedo imaginar.
Porque no quedaría espacio para la emotividad ni la sinceridad, el pensamiento se pudriría sin posibilidad de convertirse en algo táctil.
Cuando escribo a pulso, con la mano y en papel, creo una imagen de mi pensamiento. Trasciende más allá de mi cráneo.
Son tiempos de mensajes electrónicos que carecen de validez emocional. La misma letra, la misma esterilidad.
La misma mediocridad, todos los mensajes son iguales salvo los destinatarios.
Solo se escribe por alardear de tecnología y gracias al corrector ortográfico, a veces son legibles esos mensajes.
Los ordenadores y teléfonos crean banalidad y ordinariez a nivel de comunicación.
Alguien dirá que hay quien escribe cosas interesantes: me parece correcto; pero son tan pocos que siento un vacío en el estómago.
Si alguien no vale el tiempo que requiere escribir una carta en papel, no merece la pena molestarle con un mensaje electrónico de mierda. Puedo pasar mi vida tranquilamente sin hipocresías. Sin recibir un solo mensaje electrónico en lo que me resta de vida.
El afecto solo se demuestra dedicando tiempo a quien queremos, y gusto. Independientemente del super-ordenador o super-teléfono de mierda que se tenga.
La tecnología masificada solo sirve para  ponerse en contacto con gente en la que jamás pensabas, ni importa.
El miedo a no tener un mensaje en el ordenador o el teléfono es casi patológico para la humana mediocridad, como lo era en tiempos pasados creer en brujas y ovnis.
Seguramente hay excepciones, como he dicho; pero no pesan.
Que cada cual se consuele de la banalidad de sus palabras como pueda con esa excepcionalidad.
He escrito mensajes a Dios en el que si lo encontrara, le daría un navajazo en su divino cuello de mierda.
Que las palabras dan miedo es otra historia.
Otra de tantas.
Mierda, hostia, coño, polla... Muerte, asesinato, desgarramiento...
La Virgen puta...
Toma ya miedo.




Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.