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30 de abril de 2016

El piloto y yo


Es fácil saber lo que piensa el piloto: la libertad, la superioridad de tener el mundo bajo sus pies, estar en lo más alto.

Y ser el más rápido.

Y si se da el caso, el más letal.

Sinceramente, me suda la polla todo eso; soy de una sencillez patológica. O tal vez de una vanidad enfermiza. Porque nada ni nadie vale más que yo.

Observo la estela del reactor y pienso en la insignificancia del piloto y su avión. Son unos puntos que apenas se ven. Si muriera, no habría drama, está demasiado lejos, no llega nada de él.

Pienso en ese pobre humano encarcelado en aluminio y vidrio.

Me alegro de que pueda sentir esa sensación de libertad y poder, porque alguna satisfacción ha de haber en alguien que observa el mundo a través de un vidrio, respirando aire artificial y perdiendo los detalles de la vida a velocidades supersónicas.

Me alegro porque esa sería mi desgracia, me pegaría un tiro en la puta cabina.

Porque he visto la primera lagartija de la primavera, la primera mariposa y me he quitado una brizna de polen de la nariz.

Le he escrito un mensaje a mi amor diciéndole que la tengo dura y me duele, me duele, me duele... Y más entre las montañas preñadas de vida y muerte que despiertan en mí al macho en celo que soy.

Y he fumado con el frufrú de las ramas de los árboles y las altas hierbas.

He cerrado los ojos como un animal medio adormilado.

He sudado y bebido agua fresca y he cruzado un pequeño riachuelo mientras el piloto me sobrevolaba.

He observado la estela sin ningún interés.

Luego bajará de su avión y le rodeará asfalto, artificialidad y más esclavitud.

Dicen que hay puntos de vista; pero el del pobre piloto es erróneo, no tiene nada de lo que alegrarse, nada por lo que sentirse hombre.

Porque todo lo que ve, es pequeño y lo pequeño no existe en su vida.

Tal vez tenga una ventaja: que la miseria y la mezquindad también se hacen invisibles allá arriba.

Es un flaco consuelo, pero es eso o el suicidio.

Yo puedo ver hasta la transparencia de una lombriz, la textura aterciopelada de las alas de una mariposa pequeñita que revolotea absolutamente eufórica, bebiéndose la poca vida que tiene.

Observo atentamente sus pezones erizados, duros, tocándose. La amplío en la pantalla del teléfono hasta que no existen montañas ni nada más que ella.

Evoco el tacto de una vagina, mis dedos parecen resbalar y siento  la calidez que fusiona los tejidos durante la penetración.

Follar es comunión y predación, me gusta por ese estadio que me hace descender e inhibe la razón. Me gustan mis gemidos animales cuando follo y mi misión de arrancar los de ella de lo profundo de su coño.

Y me olvido del piloto, de su estela y de lejano rumor que rompe sonido y tiempo.

Yo acaricio el tiempo y el sonido.

Me rozaría contra un árbol hasta fertilizarlo.

Caliente me pone la muy...

Mis pasos parten ramas y espantan a los pequeños animales. Soy un predador en este momento. El piloto es un inocentón orgulloso que no puede imaginar mi grandeza.

No hay ninguna velocidad que supere mi orgullosa erección, hostilidad y libertad.

Si fuera humano, sentiría lástima por el avión y lo que contiene.



Iconoclasta