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2 de septiembre de 2023

lp--Recuerdos infantiles de la locura y la miseria--ic

Por la rama familiar paterna supe de dos casos de locura grave, mi abuelo que no conocí; pero tenía seis años cuando mi padre fue a su entierro tras morir viejo en un manicomio murciano, creo que vivió casi cincuenta años encerrado.

Durante la guerra civil quiso matar a mi abuela y a sus tres hijos. Un día, con un hacha en la mano, corría por el pueblo hacia su casa gritando: “¡María, María! ¡Para que os maten los rojos os mato yo a hachazos!”. Los vecinos pudieron detenerlo hasta que intervino la guardia civil o unos soldados, no sé, es un recuerdo vago.

Y de primera mano conocía a un primo lejano al que, de vez en cuando, encontraba por la calle en mi barrio de Barcelona. Un tipo de una dicción, cultura y elegancia léxica desconcertantes; tenía todo el tiempo para leer entre ataques psicóticos, yo ya era un adolescente cuando supe de su esquizofrenia y aprendí a distinguir a los locos con él, un conocimiento no muy necesario; pero no es una cuestión de elección como una materia universitaria. Me parecía una bellísima persona en su absurda y elegante urbanidad, me gustaba intercambiar unas palabras y recuerdos para la familia con él. Murió con treinta y pocos años de un cáncer de colon con toda su esquizofrenia intacta y poderosa. Mierda sobre mierda.

Si Dios existiera, no solo aprieta y ahoga, te acuchilla los pulmones para que nada te pueda salvar. Ni su propia muerte.

Por parte de madre, no hubo locura. Aunque no sé si no lo es tener una hija, y por mucho que trabajes de puta, abandonarla hasta la desnutrición. Mi madre en la posguerra, de muy niña y sola en la calle, comía pieles de plátano aplastadas; hasta que un día intentando cagar también en la calle, se le salió un trozo de tripa por el ano. Tal vez el hambre, el vacío de los intestinos la hernió. Un hombre la tomó en brazos y la llevó a un hospital y asilo de monjas de Barcelona. Más tarde mi abuela, su madre, la abandonó en aquel asilo para irse a trabajar a Londres y luego a Canadá con la hija mayor que fue más afortunada, tal vez porque era de otro padre. Lo supe por ella misma, nos lo explicaba no de mayores, si no como anécdotas sueltas cuando éramos pequeños en algún momento que necesitaba hablar o no queríamos comer, como fábula del hambre. O se lo explicaba a mi abuela paterna cuando cosían botones o hacían los bajos en las faldas de una empresa de confección como trabajo casero, así conocí la versión íntegra.

Ya casada mi madre, parió a tres hijos, a mí, mi hermano y mi hermana. Fuimos testigos (al menos yo, que era el mayor; dos y cuatro años de diferencia con mis hermanos en la infancia, es una gran diferencia) de su adicción al Minilip, un fármaco adelgazante que aún no se conocía como tóxico y adelgazaba de verdad, los endocrinos lo recetaron mucho a los obesos para ayudar con la dieta adelgazante en aquellos setenta del siglo pasado. Vivimos con natural confusión sus accesos de depresión y euforia que nadie se explicaba.

De una forma accidental, con mi madre se creó otra línea de locura, aunque no tan letal como la paterna.

Siento tanta lástima por aquellas locuras y miserias oscuras y trágicas que viví intensamente en mi imaginación infantil y adolescente…

La vida no preparaba nada bueno.

Y así fue, cuando empezaron a morir los seres amados y yo un poco con ellos.

Hubo un tiempo que temí a la locura, cuando no estaba formado, siquiera, como adolescente. No tardé mucho en perder el miedo por otro terror: la mediocridad.

Y ese terror, aún hoy día, está activo. No hay nada a lo que tema tanto; prefiero morir loco.

Y me considero un privilegiado por haber conocido a mi manera, aquellos dramas de la mente, del hambre y de la incomprensión en la infancia. Me hizo sabio en menos tiempo.

Un profesor como despedida de fin de curso por las vacaciones de verano, me escribió en el libro de matemáticas una dedicatoria: Para Pablo, un alumno extraño. Me pareció adecuado a mis doce o trece años, no sé…

Aquel libro, como todos, lo tiré a la basura al salir del colegio aquella misma tarde (un ritual que hacía cada año desde que mi madre dejó de acompañarnos al colegio), no me gustaba nada la escuela. La odiaba con toda mi alma e hizo de mi infancia y parte de la adolescencia, la época más oscura de mi vida.

Prefería las clases de locura, miseria y tristeza de mis padres y familia.



Iconoclasta

30 de mayo de 2020

El primer ataque de melancolía


A veces la melancolía me traiciona y abandona a la deriva de aquellos pocos recuerdos inocentemente ingenuos que me dieron fuerzas para crecer intelectualmente. De soñar.
Mi primer ataque de melancolía ocurrió sobre el inicio de la adolescencia, por alguna emoción difusa que no puedo detallar, algo relacionado con la envidia de los otros, de los ajenos a mí. Me llevó a pensar que la vida era hostil y que mis sueños se quedarían solo en eso. Y de repente, eché de menos mi infantil ignorancia y asistí a la muerte de mi niñez.
La primera envidia que te ataca y la primera mentira arribista, es lo que lleva a la primera crisis de melancolía.
Aquello que soñabas, con la súbita comprensión se hace añicos y el mundo es invadido por una escala de grises que hace de la piel cemento. Como mis sueños de sombras entre sombras.
La verdad es un trallazo que decapita los sueños.
Un profesor dijo de mí que era extraño. No fue un cumplido, fue despectivo.
Y yo me sentí bien, vanidosamente bien.
Morir no tiene gracia; pero vivir sin magia, tampoco.
Ocurre que todas las células del cuerpo piden vivir, y te dices: ¡Qué mierda!
Y fumas y ensucias todo lo que puedes; como sucio y gris me hizo sentir algo un día que parecía luminoso y de brillantes colores.
El mundo y yo somos dos vecinos mal avenidos: él me cobra un alquiler abusivo y yo tiro las colillas a su patio, ensuciándoselo.
Y así hasta morir.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

9 de agosto de 2015

Las nubes y la inocencia



Crees posible caminar por ellas, dentro de ellas y saltar. Eras niño.

Las nubes eran tupidas masas de algodón elásticas y suaves, un lugar hermoso y sin filos para los niños tristes.

De pequeño querías escapar de aquí, identificabas mundos y lugares mejores, con una ingenuidad que a veces remuerde la conciencia. ¿Cómo pudiste ser tan inocente?

Creces y las nubes se convierten en un vapor desesperadamente impalpable.

No es extraño observar las nubes y no sentir demencia al oír reír al niño que murió para que el adulto ocupara su lugar, dando volteretas muy solo él, pero firmemente sostenido por la nube que lo cuida.

Ahora el hombre se conforma con admirar la intocable majestuosidad del vapor.

Ahora el hombre se enciende un cigarro bajo la masa de vapor mientras escucha con los ojos cerrados unas risas que bajan del cielo.

Y se alegra de estar solo porque los ojos van a perder la batalla contra la melancolía.




Iconoclasta