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2 de abril de 2016

La vejez de los primates


El viejo avanza lentamente por el camino que bordea el río, con la espalda encorvada.
Lo observo y pienso en la lentitud de los días, en la lentitud y la desidia de Dios y en lo mal que lo crea todo ese maricón. Pienso en mi eyaculación rápida, en mi crueldad ultrasónica y en los tiempos muertos de mediocridad y grisentería.
Pienso en un filo ensangrentado.
De repente, su mano se agita en un intento de atrapar algo: un caramelo se le ha caído de las manos.
Comienza a agacharse para recogerlo del suelo, redoble de tambores.
Redoble de tambores...
Redoble de tambores...
Redoble de tambores...
Tras doblar las rodillas hacia afuera (por lo visto sus testículos viejos e hipertrofiados le molestan) y también el espinazo con desesperante lentitud, por fin ha cogido el caramelo e iniciado la operación de enderezamiento.
Tiempo estimado para el rescate de la golosina: 35 segundos.
Su padre mono y hace decenios muerto, debe estar orgulloso de él.
Observándolo con una torva mirada pensaba en la facilidad con la que le podía clavar mi puñal, rajar la zona lumbar y extraerle los riñones. Usarlo de potro para saltar por encima de su chepa, o simplemente decapitarlo cuando estaba su pecho a 90º respecto al suelo.
He tenido tiempo para pensarlo, desearlo y hacerlo.
He recapacitado en la fragilidad de los primates en su vejez indigna y he decidido perdonarle la vida.
No voy a aspirar su alma vieja de mierda. Me da asco.
Y mi Dama Oscura me espera con sus muslos viscosos, empapados de deseo. Tengo mis prioridades.
Siempre sangriento: 666.



Iconoclasta