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13 de mayo de 2014

La tragedia más grande y azul


El rorcual azul  mide entre 24 y 27 m.
Hay algo muy trágico en la muerte de una ballena.
El tamaño importa. Importa de verdad.
Un cadáver cuanto más grande es más lástima inspira, más piedad, más miedo, más repugnancia.
Los cadáveres de ellas no inspira repugnancia, el mar es rápido digiriendo la muerte, borrando los errores y delitos humanos y divinos si existieran.
Las ballenas son animales tan desmesuradamente grandes que otros se alimentan de sus carnes y no se dan cuenta que poco a poco son asesinadas y devoradas.
Pesa entre 100 y 120 t. 
Son un error de la naturaleza. Ningún animal ignora que es atacado y mutilado, todo animal defiende su más pequeño trozo de piel.
Las ballenas ni siquiera pueden defenderse de una muerte traicionera y cobarde. Tal vez sean los mártires de la naturaleza, los jesucristos de la fauna.
Es el animal más grande que ha existido nunca en la Tierra.
Las matamos y otras predadores se las comen vivas. Da pena, es una de las tragedias más grandes y silenciosas.
Las ballenas son el buffet libre del mar.
Hay algo pornográfico en ello, repugnante.
Sufren toda su vida por dominar un cuerpo que no pueden defender.
Es triste servir de alimento a alguien o algo mientras aún respiras.
No deberían existir seres que no pueden defender su cuerpo de ser devorado en vida. Es una crueldad de la naturaleza.
Las ballenas nadan y no pueden evitar que las ataquen decenas de metros atrás de ellas; demasiado lejos del pensamiento está la cola.
Ni siquiera pueden huir. Se cansan y se dan cuenta que son alimento vivo cuando ya es tarde, cuando ya están infectadas de miles de heridas.
Si se tiene en cuenta la selección natural, la ballena ha tenido suerte de durar hasta el siglo XXI.
Tal vez tengan algo especial que las salva de la extinción, además del activismo de Greenpeace, claro.
Su corazón pesa 600 kg.
La ballena y su ballenato nadan entre bloques de hielo con la misma paz de quien camina por una senda en la montaña en una templada mañana de otoño.
Son tan grandes... Y cuanto más grande es un ser vivo, mayor ternura inspira, salvo a los envidiosos que son casi todos. Los que no son envidiosos no tienen ningún peso ni responsabilidad en la sociedad. Los apartan como los judíos apartaban y apedreaban a los leprosos.
Por eso se cazan ballenas, porque es un ser más poderoso que el hombre y la envidia es muy mala para la preservación de la fauna.
La madre y la cría se mueven entre el hielo en silencio y sin grandes movimientos, como islas de ternura rodeadas de frialdad.
Y parece que cuanto más grande es un animal, más solitario.
A lo mejor se han ganado su soledad gracias a su tamaño.
Han tenido ese privilegio a cambio de ser masivos e imperfectos.
El ballenato nada tan cerca de su madre y es tan grande la desproporción, que es inevitable pensar en una delicadeza tal, que evite que el pequeño sea herido por su inmensa mamá.
El ballenato crecerá y arrastrará su masa por los mares del planeta si vive lo suficiente. Y será cuidadoso con los pequeños.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; pero con las ballenas jugó sucio.
No es justo.
El ballenato busca la mama para comer y succiona de una mama herida que supura. Aprendes cuando una ballena está cansada y enferma, se mueven de otra forma, hablan de otra forma. Seguramente una orca la ha herido, o algún barco.
El pequeño se alimenta de infección .
Y no es justo, no me gusta.
A la madre, un pequeño tiburón le arranca un trozo de piel del vientre y al ballenato le hiere un banco de sardinas, son como pellizcos suaves, tal vez cosquillas, pero le arrancan piel. Así es su día, cada día.
Dicen que hablan, se lamentan y cantan con sonidos de muy baja frecuencia, con una frecuencia parecida a la de los terremotos conque la tierra derriba las montañas y edificios sobre sus habitantes. A la frecuencia de las explosiones de las bombas.
Las ballenas y la tierra son parasitadas y devoradas por la vida, en vida.
Disparamos sobre sus carnes y profundas rocas con arpones explosivos y barrenas profundas.
Solo que la tierra está muerta y no gime ni sangra. La tierra no inspira pena, solo incertidumbre sobre cuanto tiempo soportará el peso de la sociedad humana en su corteza.
Las ballenas sufren su peso y magnitud.
He sido certero, el arpón se ha clavado profundamente en el espiráculo, es rápido y mortal. Explota y brota violento y alto el inconfundible géiser rosado, una mezcla de agua, aire y sangre.
Su lamento de baja frecuencia rebota contra el casco del barco, lo siento en los pies que mantengo tensos aún aferrando el cañón arponero. El operador del sonar y radar, desde la torreta me mira asintiendo sin alegría, reconoce la vocalización de las ballenas heridas y en agonía.
Su lengua pesa 2,7 t.
­— ¡A toda máquina! ¡A por ella antes de que se hunda demasiado! —grita el capitán.
Me alegro de mi buena puntería, me alegro de que el animal haya muerto. Primero como castigo a la humanidad que no se merece tan hermosa criatura. Segundo: por ahorrarle los cincuenta años que aún le quedan de vida de ser atacada y devorada por todos los seres del mar, sin que pueda defenderse.
Puede vivir más de 80 años.
El ballenato golpea su madre en las barbas para que se mueva, no sabe que ha muerto.
El lamento de la cría llega nítido y claro, es un poco más agudo. Sobrecoge el corazón, literalmente, lo hiela. El altavoz del sonar y sus lamentos que llegan rebotando por encima de las pequeñas olas provocan sensación de tragedia en mis dedos que no pueden relajarse ni soltar el cañón. Sus gritos están llenos de miedo, incomprensión y desamparo.
Al nacer miden 7 u 8 m. y pesan 2,7 t., como un hipopótamo adulto.
—Desconecta el sonido, por favor ­—le pido alzando la voz al operador.
Y ahora lo más penoso. Cargo un arpón sin explosivo para no destrozar la presa que es cuatro veces más pequeña que la madre.
Disparo y cometo mi segundo asesinato de la temporada. El arpón se ha clavado en la cabeza del pequeño que muere al instante.
Que se joda la humanidad, extinguiría todas las ballenas del mundo para castigar a todos los seres humanos.
El tamaño de su garganta no permite tragar objetos más grandes que una pelota de playa.
Dios creó a las ballenas imperfectas e indefensas en un mundo de hienas y carroñeros.
Se asfixian con poca cosa. Malditamente indefensas.
Yo castigo la Divina Torpeza con cada arpón que cumple certero su cometido.
El operador del sonar me observa por un momento sin poder mantener sus ojos en los míos, siempre se le escapa alguna lágrima con los primeros asesinatos de la temporada.
—No está bien, no es bueno lo que hacemos.
—No lo es, amigo, pero nos toca ser los matarifes. Mejor nosotros que otros carniceros que sabes que las matarán lentamente, con mil arpones hasta cansarlas —respondo sorbiendo café, sin confesar mi gran dolor, mi profundo desprecio a la humanidad.
Puedo ser frío como el mar donde ahora flotan muertas las ballenas.
Estamos sentados en la mesa de la cocina. El cocinero siempre sabe de nuestra depresión cuando asesinamos, así que nos prepara abundante café tras la caza.
—Jamás entenderé como puedes hacer esto. Sé que algo hay de dolor en tu mirada con cada pieza que cazamos, pero mejor que tú, no lo hace nadie. Estoy contigo.¡Salud arponero!
—¡Qué Dios reviente, compañero! —siempre brindamos tristes con nuestro café, siempre le deseo la muerte a Dios.
Chocamos nuestras tazas mientras en cubierta gritan y corren marineros y carniceros; ya están subiendo a la madre y al hijo para cortarlos en pedazos.
La puta gran tragedia no ha hecho más que comenzar esta temporada.






Iconoclasta