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13 de abril de 2021

Mi lluvia


Mi lluvia no es agua.

Riega los campos y la piel con un compuesto diluido de soledad, serenidad y melancolía.

Es de una inusitada belleza.

Me apresuro a salir de casa cuando llueve, angustiado por ser lento y que pueda cesar.

A través del paraguas percibo su líquido sonido, los ritmos del cielo son implacables, te llegan hasta los más recónditos tuétanos.

Es el íntimo sonido del silencio…

Entiendo el goteo de las varillas, son las lágrimas tranquilas de un hombre que perdió la capacidad de llorar.

Mi lluvia limpia las cosas orgánicas e inorgánicas, las que reptan o vuelan.

Resucita los colores marchitos de la polvorienta luz y lava la mediocridad de la faz de la tierra. De ahí que sea soledad y serenidad, te quedas solo en un mundo mojado y frío que apenas unos pocos soportan. La melancolía llegará con el íntimo aislamiento al evocar todo lo que no fui y lo que perdí, ilusiones rotas cuyos cadáveres es necesario que el agua limpie, arrastre.

A veces amaina tanto, que se suspenden los latidos del corazón y le pides: “Aún no, quedan cosas por sentir”.

Un águila vuela sobre el prado. Le pasa como a mí, quiere ser cosa lavada de polvo y un exceso de luz, aspirar los olores que suben de la tierra mojada.

Es uno de esos escasos momentos que la vida reserva para mostrarse bella.

Solo dos cosas somos entre tanto cielo y tanta tierra…

Lo que no ves no existe (es la ley primera de la ilusión y la serenidad), nada prueba la vida de las cosas resguardadas de la lluvia. Sino están aquí y ahora no puedo dar fe de vida de lo ajeno a mí y a mi lluvia. Niego cualquier otra existencia bajo mi lluvia.

Y no quiero que estén.

La lluvia me abandona a mí mismo. No entiendo el lenguaje de sus gotas, solo mi alma comprende y con eso me basta.

El alma es muda, el alma siente y tú te retuerces con ella sin saber con precisión porque.

Todo es un hermoso misterio, todas estas emociones que me calan…

Y mientras todo eso sucede los colores se saturan en verdes todopoderosos, los ocres tienen la profundidad de las tumbas, la grisentería densa del cielo hace rebotar el pensamiento en ecos caleidoscópicos y los árboles en sus negrísimos troncos esconden crucifijos que nadie se atreve a tallar.

He clavado la navaja en la corteza de un tronco y no sangra.

Es lógico que escondan crucifijos muertos y sus oraciones a nadie. No mueren en la escala humana, son capaces de esconder miserias intactas durante cientos de años dentro de si.

Inventaron dioses secos y ahora la lluvia tiene que solucionar el problema.

Sin darme cuenta, en algún momento he cerrado el paraguas. Lo sé porque por dentro de la camisa, brazo abajo, desciende un pequeño río de agua que se precipita al suelo escurriéndose por mis dedos.

Un hechizo húmedo me convierte en montaña.

Los regueros de agua en el camino descubren tiernas y pequeñas muertes. ¿Cómo es posible que toda esa muerte quepa en el ratoncito que parece dormir? Los pequeños cadáveres provocan una angustia vital, la desesperanza de saber que no hay piedad, porque piedad es solo un nombre que dan los humanos a su miedo. Tal vez sea que mi lluvia haga más profundas las mínimas tragedias de la misma forma que hace los colores del planeta más dramáticos

No es lo mismo que observes al pequeño muerto, a que te lo haga sentir el alma que habla con la lluvia. Es un poco duro, el alma tampoco tiene piedad.

En la soledad de mi lluvia, no hay voces que vulgaricen la vida y la muerte.

No quisiera que ella estuviera ahora conmigo, no quiero que se sienta sola a mi lado, la amo demasiado. Asaz…

¡Shhh…! Bajo la lluvia no se canta, no se baila. No debes romper el líquido silencio; es crimen y te podría partir un rayo en justo castigo.

Pobres aquellos que ven llover a través del cristal, como reos de la apatía.

Pobres ellos con sus colores apagados.





Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

11 de agosto de 2019

Mis amigas las oscuras nubes


Se han formado unas oscuras nubes que han tapado el sol y me he apresurado a salir de casa para pasear bajo su amparo.
Cuando me he encontrado con las montañas de frente, el cielo me ha saludado con una brisa de aire sorprendentemente fresco. Le he dado las gracias, alzando levemente la visera de la gorra, entornando los ojos por la caricia. He sentido vergüenza por este acto de frívola ingenuidad y he sonreído sinceramente sin poder evitarlo.
Y me he sentido un poco desfallecer por la repentina relajación del cuerpo.
No sabía que estuviera tan agotado.
Me he sentado en una piedra, porque el placer del aire fresco no consigue aplacar el dolor de caminar; no me quejo, simplemente procuro gestionar un poco el caos del dolor y la frustración. Nada especial, unas palabras escritas en una libreta que me otorgan una importancia que no tengo. Cuando escribo todo el dolor se queda en el papel, infectado por la tinta que calienta mi mano. Es terapia de locos.
Se ha oscurecido un poco más el cielo y la brisa se ha convertido en viento, con un sonido suave como las olas del mar sereno.
He encendido un cigarrillo, con cada bocanada me entraba aire fresco que daba paz a algo oculto que tengo dentro y que no sabría decir si soy yo o lo que quisiera ser.
El cielo me pregunta ¿Está bien así?
Le he respondido cerrando los ojos aliviado, he visto desde muy lejos de mí el bolígrafo detenido en el aire, suspendido a unos centímetros del papel. Un acto de inmovilidad mística.
Mis manos tan relajadas… No necesitaban nada. Y los ojos seguían perezosamente las continuas reverencias que las agitadas ramas de los árboles hacían al universo. A nadie.
No ha aparecido ningún ser humano en quince minutos o tal vez en tres semanas. Estaba tan solo que sentía que era el preciso e íntimo momento de morir; pero no me dolía el corazón.
La detonación de un escape de aire de un tren que se acerca me ha sobresaltado de tan aislado que estaba.
A veces pasa que pierdes el control y te vas adentro y profundo.
Son los momentos por los que vale la pena vivir un poco más.
Una mujer ha aparecido paseando un perro y me ha saludado con una sonrisa amable mirando una hoja de mi cuaderno agitándose.
Vivir un poco más…
Aunque no demasiado, no puedo perder mi angustia; la que me aferra a la tierra con los dedos crispados, enterrados en ella.
Pienso que si dejo de sufrir, dejo de existir. Disciplina.
Me duele la espalda por culpa de la pierna podrida y maldigo el momento de levantarme.
Y el viento me ofrece un ligero empujón inflando mi camisa de frescor.
Puedo ver mis propias pestañas cerrando el campo de visión y tomo el control.
Podría aparecer el sol de repente e incinerarme rabioso.
Hasta siempre, preciosas nubes.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

13 de noviembre de 2018

Estoy ahí


No fotografío lo que veo, fotografío lo que soy.
Estoy ahí, dentro y a su alrededor.
Estoy ahí y soy materia.
Soy ahí y soy bestia.
Soy sol y nube, luz y oscuridad, hierba y tierra y el graznido de un cuervo que anuncia deseo y muerte con el mismo tono enojado.
Fotografío lo que soy. Y soy parte de esa catedral de árboles y montañas que sol y nubes hacen templo de vida.
Hay coros que elevan al cielo las plegarias muertas y vivas antiguas como mi alma.
Fotografío lo que soy y nunca hubiera pensado ser tan bello.
Fotografío lo que soy: la libertad absoluta es abrumadora. Monumental.
Una vez fotografié lo que veía, hace eones de latidos. Y no me gustó, no me gusté.
Si fotografías lo que eres y no te gusta, te compadezco y te entiendo.
Conocí aquello.




Iconoclasta
Fotografía de Iconoclasta.

17 de julio de 2016

La Sierra del Silencio


Tienen miedo, se sienten vergonzosamente inseguros.
Por eso gritan y demuestran euforia entre risas.
Son cabezas de ganado de sus poblaciones limitadas por hormigón, ladrillo y asfalto, por falsas arboledas debidamente urbanizadas.
Están tan adaptados a su entorno, tan necesitados del roce de sus congéneres, que gritan y jalean continuamente en sus bicis o marchando en grupo para alejar el temor que les inspira un lugar que no es habitual.
Ellos mismos marcan su libertad a unas horas, unos días. Sobrepasado los límites, necesitan volver a su redil, a sus ruidos, a sus fétidos olores.
Tengo una maravillosa carencia: no siento afecto por el lugar en el que nací. El lugar en el que nací se convirtió con  la edad en una celda de muros enmohecidos.
Porque yo no pedí nacer allí.
Quiero lo que busco, no lo que me dan.
No quiero patria, con el tiempo me aburren todos los lugares, todas las gentes.
Necesito amplios espacios para mi animalidad.
Para orinar en libertad o regar con semen el pie de un árbol cuando estoy en celo.
Caminar en silencio me da paz, me llena, reafirma mi libertad. Me molesta la cháchara humana, la que hace mierda el silencio, la magia de la soledad.
Están cagados de miedo porque no es su lugar, donde nacieron. Donde viven sus papás y mamás. Pobres hijitos que en su madurez aún necesitan los mimos maternos.
Caminantes parlanchines en multitud...
Siento vergüenza por los humanos y su necesidad de consuelo mutuo.
Quieren vivir y morir en grupo.
"Voy a morir (o a mear). ¿Me acompañas?", dicen, piden, ruegan...
Mierda, yo no quiero eso, me da cólicos el trabajo en equipo.
Doy gracias al azar por haberme hecho valiente. Por haberme hecho solitario. Cuando ellos lloran, yo fumo tranquilo paso a paso cerrando los ojos de placer por el aire frío que da consuelo a mi hostilidad.
Adoro la luna que saca lo mejor de mí en noches solitarias de silencios letales.
Doy gracias al azar por mi vagar tranquilo, por mis certeras palabras que toman forma en la intimidad de una montaña.
Doy gracias a la suerte por no ser un cobarde en crisis de euforia. Por mi capacidad de hacer de las personas vidrios completamente transparentes, trozos de carne alimenticios.
Tal vez, estoy viviendo una edad, unos años que no me pertenecen. Debería haber muerto hace tiempo, cuando sentí la aséptica mordida del hastío.
No soy un Bukowski o un Kafka, no soy alcohólico, no estoy loco.
No tengo excusa ni perdón por mi pensamiento gélido hacia la especie humana, soy cien por cien un descontento nato, sin aditivos, sin llantos narcóticos.
Poco a poco diluyo el mundo que me dieron y le doy forma al mío. Cada vez más solo, cada vez más sólido.
Y sin darme cuenta, he medido los tiempos por la aparición de animales, por la floración, por el calor y el frío.
Olvidé que una vez los tiempos los marcaban los colegios, las vacaciones, las festividades. Todo eso está tan lejano, es tan borroso. Como si no hubiera existido.
Lo hermoso tiene un contundente poder y barre las miserias con una facilidad pasmosa.
Encuentro rincones donde escribir sobre cobardes y ganado humano, y el tiempo se pierde sin que me pese.
El rumor de hojas y agua, el trinar de mil pájaros, el lejano pitido de un tren...
Todo ello me hace saber que estoy muy lejos de todo, al fin.
Estoy en la Sierra del Silencio, donde las reses humanas gritan su inseguridad de vez en cuando.
Soy un hombre lobo, un error: solo debería ser lobo.
Bien, nada es perfecto, soy tolerante.
Pronto se irán a sus queridos lugares de mierda.
Y los pocos que queden, serán mi alimento.
Me tranquiliza.



Iconoclasta

2 de mayo de 2013

Conversación conmigo mismo





— ¿Sabes que cuando tengo muchas ideas que escribir me duele la cabeza?
—Es normal, nunca estoy contento.
—Es una necesidad para creerme trascendente.
—Nunca lo serás.
—Lo sé, no importa. No le doy cuentas a nadie.
—Es tu problema.
—Por supuesto.
—Echo de menos a mi gata.
—Lástima que no quedaran en las manos las cicatrices de haber jugado con ella.
—Lo pienso mucho ahora, cuando no está. Era pequeña, siempre hubiera sido pequeña.
—Llorar va bien.
—No me da vergüenza, tengo los ojos secos.
—Sí, eso pasa.
— ¿Cómo vas de pena?
—Bien servido, creo que durante un tiempo no voy a querer más.
—Tengo deseos de salir a la calle y lanzar un vómito, de una forma natural, como quien tose.
—Es una buena idea. Siempre has sido bueno provocando.
—Y trabajando como una puta, pero siempre he cobrado una mierda.
—A veces quisiera acostumbrarme a llorar sin ninguna razón, como vomitar.
—Xibalba, la gata, dormía a medio día conmigo. Éramos tocayos de biorritmos. Algo de felino debo tener. De ahí que quiera marcar territorio como sea, con lágrimas o vómitos.
—Llorar no es marcar territorio, es mear tristeza.
—Bueno, da igual como hacerlo, lo importante es acotar territorio. La chusma se acerca siempre más de lo que debe.
—Cansa, harta la luz y el calor de mediodía. Vivo para esperar el crepúsculo.
—Nunca te acostumbrarás.
—Suena El Animal de Battiato.
—Es muy buena, quisiera ser así; pero soy peor, me falta la parte amable.
—Nos faltan los muertos.
—Sería guapo que nos esperaran, engañarse un poco no es malo. Es bueno sonreír.
—Hoy me he reído como un histérico a las seis de la madrugada. Tanto que me han dado ganas de llorar porque quería volver  a aquel momento.
—El Alfonso le dijo a Pedro que tomara las puntas de prueba del megóhmetro y cuando las tenía entre los dedos, apretó el botón de test. Lo hizo fríamente, con malicia.
—Pedro casi escupe el chicle y salió sin decir palabra del taller, en auténtico estado de shock.
—Estás llorando.
—Es esta risa. No sé porque he evocado ese instante. No puedo dejar de reír.
—Estás loco.
—Me parece bien.
—Aún así, no me asusta morir.
—Soy valiente de mierda.
— ¿Cuando se habla mucho de la muerte, significa que ya está cerca?
— ¡Qué va! Significa que estás hasta los cojones de tanta vida.
—No existen mensajes raros ni presentimientos, todo tiene una sencilla, asquerosa y mediocre explicación.
—Es hora de moverse, hay que hacer bici.
—Es cierto, me canso de hablar conmigo mismo, aunque la bici también me cansa.
—Te cansa tu pierna podrida. Sé más exacto y concreto.
— ¿Por qué ya no me acuerdo de muchos sueños?
—Porque son deprimentes, no necesito eso al despertar.
—La gata no ha vuelto.
—Está muerta.
—Pues ha muerto un equivalente a treinta y siete humanos.
—Es una cifra extraña. Demasiado concreta.
—Es un cálculo cuidadoso, me gusta la exactitud.
—Es exactamente así, tengo razón. Cada humano no llega al valor de un peso en vivo, muerto menos.
—Dan ganas de matar.
—Siempre.
—Es que no hay buenos lugares.
—Pisar mierda en tu casa es deprimente y pisas mierda cuando los malos recuerdos forman alfombra sobre la que has de caminar, sin islas en las que refugiarse.
—Que asesinen a mi gata también es deprimente, es esparcir más mierda en el piso, mis pies están sucios, mi cabeza inflamada.
—Al final el amor no lo es todo, no pone a salvo a tus amigos, no cuida la higiene mental.
—Es hora de marchar.
—Hay que morir, no hay arreglo, ni esperanza.
—Donde no haya gente sucia ni asesinos que matan a nuestros amigos.
—Todos los lugares son iguales, porque en todos existen los mismos cerdos.
—La mediocridad es la misma en todas partes del globo.
—Hay que joderse, no hay forma de cambiar de aires. Estamos abandonados.
—Mi sombrero está viejo y feo, como mi rostro.
—Consérvalo así hasta conseguir incomodar a los que te observan.
—Es muy buena idea, que me crean miserable.
—Sentirse miserable no gusta, me refiero que ellos con su envidia ven en mí el reflejo de sus miserias. No les gusta las muestras de lo que son en realidad.
—Los hay que lo tienen casi todo y son unos mierdas.
—Tenerlo todo es mantenerse a un radio de quince kilómetros de distancia de todo ser humano. Es difícil, se necesita suerte y mucho dinero.
—Pues has fracasado.
—Sí.
—Ya no hay tiempo.
—Creo que sí, a veces pasan cosas. Aún no estoy muerto, no soy derrotista.
—El fracaso es una temporalidad. Cuando los putos triunfadores pierden, ahí estoy yo para ganar ante su fracaso. Ha ocurrido.
—Siempre ocurre.
— ¿Y qué hay del suicidio?
—Es una buena salida, pero duele. No me gusta el dolor, ya he tenido asaz de él. Hay tiempo para ello.
—La gata grande no soporta a la pequeña.
—Ella también necesita una prudente distancia.
— ¿Cuál es el valor de tu vida? ¿Cuántos cadáveres pagarían tu muerte?
—Trescientos ochenta y siete.
—Es una cifra extraña y difícil.
—Como la de la gata. No son cifras al azar, soy bueno y preciso calculando. Tengo mis razones.
— ¿Y si pusiéramos que son cuatrocientos para redondear?
—Está bien, por mí mejor. Algunos abortos y nacimientos de niños muertos pueden formar el redondeo.
—El dolor de cabeza no se va nunca. Deberías subir a cincuenta individuos más tu valor.
—Lo tenía contabilizado también, no se me escapa nada. De cualquier forma, añadir cincuenta, no es descabellado.
—Pues que así sea, cuando yo muera, que mueran también cuatrocientos cincuenta. Nadie lo va a notar. Todos morimos siempre.
—Han tenido tiempo de acostumbrarse a morir, si no ponen voluntad es su problema. La cobardía no es ninguna virtud.
—La peña no tiene humor.
—No tiene nada que le de valor, sus muertes no tienen importancia.
—Conmigo no pasará, mi muerte les dará valor a los cuatrocientos cincuenta porque se recordará mi muerte y por tanto, la de ellos.
—Sus familias dirán: “Murió en el mismo año y día que el Iconoclasta”.
—Genial.
—No quiero volver.
— ¿A dónde?
—A ninguna parte.
—Estaría bien ser inexistente, no interactuar con su entorno, con el de ellos.
—Un limbo…
—Hay que dormir.
—Es un coma deprimentemente sugerente y silencioso dormir cuando se puede.
—Es hermoso estar despierto cuando duermen, es estar por encima de ellos.
—Te haces la ilusión de que están muertos, de que no están.
—No es crueldad, es que no hay forma de evadirse. No hay ciencia ficción ni fantasía para escapar.
—La cabeza otra vez…
—Siempre está el ibuprofeno, es un animal fiel.
—Conque sea simplemente analgésico me basta.
—Corto y cierro.
—Mierda.








Iconoclasta