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25 de febrero de 2021

Yo, asesino de mí


Cuando escucho las sintonías de los dibujos animados de mi infancia pienso que entonces mis seres más queridos estaban vivos.

No podía imaginar su muerte por esa inocencia que nos deja indefensos a todo.

Y admito que nunca se me había ocurrido pensar que debería deshacerme del niño para ser hombre. Lo hice de repente, como una revelación que nada tenía de divina.

Es mentira, el ser humano adulto no puede ni debe esconder al niño dentro de sí. Es obsceno solo imaginarlo. Lo ha de matar y asumir su forma definitiva adulta.

Jamás un adulto debe usurpar edades que no le corresponden, porque es indignidad y cobardía.

Los recuerdos de mi infancia son las pruebas del crimen, lo que queda tras el asesinato que cometí.

Si  te matas a ti mismo, matar lo demás es casi intrascendencia. Si has asesinado al niño que fuiste y te has untado la cara con su sangre, te has hecho adulto. Es un bautismo cruento.

No hay lenta metamorfosis, un disparo en la cabeza y tomas el mando.

Y mejor así. Si el pequeño residiera en una parte de mí se asustaría como cuando despertaba gritando por una pesadilla.

La pesadilla era yo, el adulto, el poderoso; un tumor que acabaría con él.

No lo echo de menos, no quisiera volver a ser aquel indefenso Pablín; pero a veces miro su esquela y le digo que lo siento; aunque no sea verdad, no puede hacer daño.

Si el mal está hecho, no es necesario ensañarse más.

Hay días malos y días peores.

Mejor que esté muerto.





Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.


Este pensamiento ya estaba escrito e iba a publicarlo cuando he sabido de la muerte de mi amigo, de mi viejo amigo Gerardo Campani. ¡Qué puta tristeza!

Por eso es mejor que el Pablín esté muerto, para que no llore por las muertes de los seres queridos. Porque hoy, al saber de la muerte de mi amigo, hubiera llorado dentro de mí.

Gerardo me llamaba blasfemo (con tal gracia que me hacía reír durante todo el día) a menudo, era un creyente, era uno de esos genios que sabía lo muy puta que era la vida y aún así, cultivaba una ternura rayana en la inocencia con su creencia religiosa.

Varias veces le hablé a mi hijo de que era realmente uno de los pocos y grandes amigos que tenía, un académico de la lengua con un elegante sarcasmo que para si hubiera querido Camilo José Cela.

No siento en absoluto lo que voy a decir, él sabía que lo quería mucho, incluso sonreiría por esto; que Dios se pudra por lo que ha hecho.

Hago un ejercicio de esa fe optimista de Gerardo, y digo que pronto me tocará a mí, y allí nos encontraremos.

Que se pudra Dios, porque ha estropeado más el mundo al matarte, amigo mío.

Que se pudra…


Pablo López Albadalejo, 25/02/2021.


30 de mayo de 2020

El primer ataque de melancolía


A veces la melancolía me traiciona y abandona a la deriva de aquellos pocos recuerdos inocentemente ingenuos que me dieron fuerzas para crecer intelectualmente. De soñar.
Mi primer ataque de melancolía ocurrió sobre el inicio de la adolescencia, por alguna emoción difusa que no puedo detallar, algo relacionado con la envidia de los otros, de los ajenos a mí. Me llevó a pensar que la vida era hostil y que mis sueños se quedarían solo en eso. Y de repente, eché de menos mi infantil ignorancia y asistí a la muerte de mi niñez.
La primera envidia que te ataca y la primera mentira arribista, es lo que lleva a la primera crisis de melancolía.
Aquello que soñabas, con la súbita comprensión se hace añicos y el mundo es invadido por una escala de grises que hace de la piel cemento. Como mis sueños de sombras entre sombras.
La verdad es un trallazo que decapita los sueños.
Un profesor dijo de mí que era extraño. No fue un cumplido, fue despectivo.
Y yo me sentí bien, vanidosamente bien.
Morir no tiene gracia; pero vivir sin magia, tampoco.
Ocurre que todas las células del cuerpo piden vivir, y te dices: ¡Qué mierda!
Y fumas y ensucias todo lo que puedes; como sucio y gris me hizo sentir algo un día que parecía luminoso y de brillantes colores.
El mundo y yo somos dos vecinos mal avenidos: él me cobra un alquiler abusivo y yo tiro las colillas a su patio, ensuciándoselo.
Y así hasta morir.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

4 de marzo de 2020

El potrillo


Me tranquiliza que el potrillo no conozca mi existencia, que jamás pueda saber de mi pensamiento. Yo debería estar prohibido para los seres dulces.
Si creyera que pudiera leer mis palabras certeras y crudas, reales y tangibles, no lo asustaría; le engañaría diciéndole que todo irá bien, que será el caballo más feliz del mundo.
Me metería en el culo todo lo que sé. Todos esos millones de seres humanos malos como el cáncer, envidiosos, vanidosos sin razón alguna, ciegos fanáticos… Toda esa mierda con la que podría toparse lejos de mamá.
No hay ninguna razón para creer que vivirás mucho tiempo y serás feliz si hay humanos cerca, caballito.
Pero no te lo digo. ¡Shh…! Tranquilo pequeño, todo irá bien.
¡Eres muy guapo! Observa el mundo y siente la tierra cálida en tus patas ¿eh?
Eso es todo, pequeñajo.
Estás lejos de los asesinos de la libertad y del pensamiento. De los mezquinos que comen gruñendo como cerdos para que nadie se acerque a su plato de mierda.
De los que odian sin inteligencia, sin saber porque. Retrasados mentales sin diagnosticar que no saben follar y lo hacen tan mal que, sus hijos nacen tarados para perpetuar su imbecilidad en una línea sanguínea que corrompe toda dignidad a lo largo de los milenios.
El mundo es precioso con el potrillo observando la vida con inocencia y curiosidad, a salvo de la miseria con mamá, que morirá sórdidamente.
Que morirán ambos antes de conocer la vida plenamente, antes de necesitar el sol en su viejo pelaje…
No quiero que tenga miedo, es demasiado pequeño. Ni su mamá…
No existo. Ni mi sabiduría dolorosa que alumbra con potente foco la podredumbre y la ponzoña que nos rodea hasta la asfixia.
No quiero que relinche asustado bajo la panza de su madre, pobrecito…
Por aquí nos veremos un tiempo, el que dicte la muerte, el que dicte el hedor humano que nos rodea.
¡Sh…! Solo a mí, tranquilo; solo me rodea a mí, tú estás bien.
Si supieras cómo duele transitar por la tristeza, no me lo perdonaría.
Descansa en la hierba fresca, que vivir cansa ¿eh? ¡Serás muy fuerte!
Verás que hermoso es todo.
Hasta siempre, bonito.
¡Maldita sea! Puta vida…
Pobrecito.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

5 de noviembre de 2017

El oficio más triste


Los terneros, separados de los adultos, duermen juntos en el prado templado por el sol de mediodía como en una guardería humana.
En algún momento alguno se incorpora y hociquea a su madre en un costado. Ésta le lame los ojos y el hocico. El pequeño mete la cabeza entre sus patas buscando la teta. Buscando el cariño que toda cría necesita, sea vaca o humana. Buscando amparo en este gigantesco mundo.
Siento una profunda tristeza, como una herida sangrante en la emoción de la ternura; el triste final. Terneros y madres morirán sin oportunidad de defenderse, sin oportunidad de tener una vida completa.
Ser ganadero es el oficio más duro, el más triste.
Vivir cada día con esos seres tan llenos de emociones. Todos los días ver y experimentar esas necesidades de cariño, de crecimiento que los humanos también sienten. Relajarse observando su sencilla placidez: como se tumban al sol en silencio cuando han comido, como si todo estuviera bien y por lo tanto, nada que decir.
Todas esas vidas que se cargarán en un camión y luego matarán.
Tantos meses compartiendo sus días…
No podría, no tendría valor para ser ganadero.
No puedo cruzar un prado y pensar solamente que viven en paz, que son seres hermosos.
Hay una tragedia escrita como una ley. E inquebrantable.
Han de morir, en unos meses.
A veces las saludo porque me observan cuando paso frente a ellas. Les digo: “¡Hola guapas, buenos días!” si no hay nadie cerca.
E intento no pensar en lo que ocurrirá, no quiero que puedan intuir mi tristeza.
Todos morimos; pero no con la absoluta certeza de la inmediatez, la norma y la indefensión.
Sobre todo, la inocencia. No lo imaginan, lo sé por sus miradas tranquilas, por sus mugidos perezosos y plácidos. Porque los pequeños a veces juegan entre ellos y se vuelven a tumbar en la hierba cansados. Juntos, como amigos de clase.
Son muy pequeñitos para que alguien les diga la verdad. Las verdades no deben decirse jamás; solo hacen daño y corrompen la alegría.
Yo no podría matar a mis amigos.
Pobres hombres y mujeres que deben hacerlo.
“¡Adiós bonitas, hasta mañana!” me despido de ellas con la alegría más triste del mundo.
La belleza de la montaña encierra una tragedia que colapsa la alegría.
La belleza es un animal venenoso de atractivos colores.
Es como si hubiera una norma que dijera que siempre es un buen momento para la pena y para morir.
No hay belleza sin dolor.
A veces siento un cansancio vital, como si no quisiera saber más, ver más.
Ya lo he vivido todo.




Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

23 de marzo de 2016

Un café helado


No tenía ganas de escribir, me canso.
Designo un momento del día para ello, que a veces ocupa hasta el día siguiente, hasta la semana siguiente, hasta el sueño siguiente...
Las manos piden descanso y el cerebro dice que nasti de plasti.
Toda disciplina que me impongo se va a la mierda con los biorritmos de la humanidad.
"No hay descanso, no hay perdón ni para ti, ni para nadie. Espera a morir". Y suspiro, hago rendijas de mis párpados para enfocar cosas, seres y gamas cromáticas que forman moaré en el aire. Saco la pluma, el cuaderno y cuando ya he vertido el azúcar en el café, comienzo a escribir sabiendo que lo tomaré desagradablemente frío cuando todo esté plasmado en tres dimensiones.
La cámara fotográfica no podría captar el guapo subido de la camarera que me sonríe coqueta. He de darme prisa, soy un impresionista de la literatura, hay emociones de colores efímeras como el pulso del moribundo.
Es un hombre anciano, con deficiencia mental. Toma un café con leche y una magdalena que devora con una traviesa y desconcertante hambre infantil.
Lo acompaña una mujer mayor, aunque no tanto como él.
Me parece bonito que hablen sin sentir que entre ellos hay una barrera de íntimo y añejo dolor que traza un cerebro  roto.
Hay una triste belleza en los ojos del viejo-niño, destellos de ilusiones infantiles, de tal forma que su pequeño y nítido rostro, en un cuerpo menudo y bajito me hace dudar si realmente es un anciano.
Tiene el escaso cabello tan blanco que resulta obscenidad su entusiasmo.
Observo y escribo tranquilo, pero con hábil velocidad para no perder los detalles de un parpadeo, lo que requiere cierta concentración. Y el niño-viejo por un momento me observa con una miga de su magdalena entre los dedos. No me he dado cuenta de que lo miraba con intensidad.
A veces siento que mi mirada es demasiado densa, que es un peso sobre las almas.
Se interrumpe el breve cruce de miradas cuando la mujer que lo acompaña, limpia las migas de su jersey verde-lima, tan infantil como su mente. Y hay en ese gesto un instante de tristeza profunda, de cansancio vital. No quería verlo.
Quiero irme de aquí, las tristezas son como insectos que te sobresaltan zumbando muy cerca del oído.
El viejo-niño dice con voz muy alta, que la magdalena está buenísima, y alguien de la mesa del rincón, le dice "¡Hala, como disfruta Daniel!".
Y es preciso pintar-escribir ese momento, porque la sonrisa ufana del viejo-niño, borra la tristeza de la mujer que lo acompaña.
Todo cambia en décimas de segundo.
La sonrisa radiante del viejo niño de jersey verde chillón, es excesiva, un regalo demasiado valioso para el planeta.
Margaritas a los cerdos.
No puedes perder ciertos instantes, sería negligencia.
A pesar de las tristezas, hay momentos por los que vale la pena vivir.
Mi cámara fotográfica son hojas de papel y tinta, de una resolución de ciencia ficción. Y una percepción del mundo cientos de años más vieja que mi cuerpo.
Soy lo contrario del viejo-niño.
Acabo de escribir y guardo en el bolsillo de la chaqueta la pluma y la mini libreta, dispuesto a no escribir más. Pase lo que pase.
Esa feliz sonrisa de la tierna, pueril y espantosa imbecilidad es un buen final.
Y ahora, las mesas parecen haberse vaciado. Vuelvo a estar solo conmigo mismo.
El café está helado no me gusta; pero ha valido la pena.



Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

14 de marzo de 2016

Los niños que mueren durmiendo


Se me ha perdido, se me ha secado aquel miedo que en la infancia me llevaba al insomnio.
"¿Y si me muero durmiendo? ¿Y si no vuelvo a abrir los ojos?".
Me imaginaba la muerte entonces, como una consciencia inmóvil, oscura y muda.
Una catalepsia atípica.
Los niños se mueren también, no existía ninguna razón para que yo no muriera.
Echo de menos aquel miedo que hacía de la vida un alivio al despertar.
El niño cayó en el olvido. El hombre que usurpó el cuerpo calló el miedo. O lo mutó en suicidio, en elección.
Simplificó la muerte a un deseo, a una necesidad.
De la inocencia a la fatalidad. De la infancia a una senectud secular.
No recuerdo un paso intermedio. Hay velos, halos de luz difusa en la inquietante vida de Pablín.
Pobre Pablín, se cumplieron sus temores. Murió una noche durmiendo y ocupó su cuerpo un Pablo curtido y tal vez sordo.
Se me parte el corazón si pienso que Pablín grita aterrorizado y solito en su ataúd de inmóvil e insonora consciencia.
Los niños que mueren durmiendo no dejan cadáveres, nadie los entierra.
El niño que muere con los ojos cerrados grita por toda la eternidad auxilio.
Y nadie lo abraza.
Pablín, no llores, si lloras.
No temas, si temes.
Soy tú; pero sin magia. Sin miedo a hechos extraordinarios.
Tenías miedo a morir porque la vida te envolvía. Hasta que se separó un poquito de la piel y dejó de confortar para ser algo molesto en algunas ocasiones. Bastantes.
No sé en que momento la vida perdió importancia y tú moriste durmiendo.
Un profesor de matemáticas firmaba nuestros libros con una dedicatoria como despedida, se iba a otro colegio. "A Pablo, un extraño alumno".
Fue la primera vez que pensé que Pablín hacía tiempo que murió. Comprendí que era cierto. Era extraño a ese tiempo y lugar.
De vez en cuando le dedico un pensamiento. No cuesta nada y podría servir para tranquilizarlo un poco. Le miento diciendo que no morirá nunca, que los niños pequeños no mueren. Y sueño que toma mi mano y camina pequeñito a mi lado.
Sin que lo sepa, camina feliz de mi mano hacia la muerte.
Es un buen crío, no se merecía que yo ocupara su lugar.
Soy un cabrón...


Iconoclasta

9 de agosto de 2015

Las nubes y la inocencia



Crees posible caminar por ellas, dentro de ellas y saltar. Eras niño.

Las nubes eran tupidas masas de algodón elásticas y suaves, un lugar hermoso y sin filos para los niños tristes.

De pequeño querías escapar de aquí, identificabas mundos y lugares mejores, con una ingenuidad que a veces remuerde la conciencia. ¿Cómo pudiste ser tan inocente?

Creces y las nubes se convierten en un vapor desesperadamente impalpable.

No es extraño observar las nubes y no sentir demencia al oír reír al niño que murió para que el adulto ocupara su lugar, dando volteretas muy solo él, pero firmemente sostenido por la nube que lo cuida.

Ahora el hombre se conforma con admirar la intocable majestuosidad del vapor.

Ahora el hombre se enciende un cigarro bajo la masa de vapor mientras escucha con los ojos cerrados unas risas que bajan del cielo.

Y se alegra de estar solo porque los ojos van a perder la batalla contra la melancolía.




Iconoclasta