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11 de agosto de 2019

Mis amigas las oscuras nubes


Se han formado unas oscuras nubes que han tapado el sol y me he apresurado a salir de casa para pasear bajo su amparo.
Cuando me he encontrado con las montañas de frente, el cielo me ha saludado con una brisa de aire sorprendentemente fresco. Le he dado las gracias, alzando levemente la visera de la gorra, entornando los ojos por la caricia. He sentido vergüenza por este acto de frívola ingenuidad y he sonreído sinceramente sin poder evitarlo.
Y me he sentido un poco desfallecer por la repentina relajación del cuerpo.
No sabía que estuviera tan agotado.
Me he sentado en una piedra, porque el placer del aire fresco no consigue aplacar el dolor de caminar; no me quejo, simplemente procuro gestionar un poco el caos del dolor y la frustración. Nada especial, unas palabras escritas en una libreta que me otorgan una importancia que no tengo. Cuando escribo todo el dolor se queda en el papel, infectado por la tinta que calienta mi mano. Es terapia de locos.
Se ha oscurecido un poco más el cielo y la brisa se ha convertido en viento, con un sonido suave como las olas del mar sereno.
He encendido un cigarrillo, con cada bocanada me entraba aire fresco que daba paz a algo oculto que tengo dentro y que no sabría decir si soy yo o lo que quisiera ser.
El cielo me pregunta ¿Está bien así?
Le he respondido cerrando los ojos aliviado, he visto desde muy lejos de mí el bolígrafo detenido en el aire, suspendido a unos centímetros del papel. Un acto de inmovilidad mística.
Mis manos tan relajadas… No necesitaban nada. Y los ojos seguían perezosamente las continuas reverencias que las agitadas ramas de los árboles hacían al universo. A nadie.
No ha aparecido ningún ser humano en quince minutos o tal vez en tres semanas. Estaba tan solo que sentía que era el preciso e íntimo momento de morir; pero no me dolía el corazón.
La detonación de un escape de aire de un tren que se acerca me ha sobresaltado de tan aislado que estaba.
A veces pasa que pierdes el control y te vas adentro y profundo.
Son los momentos por los que vale la pena vivir un poco más.
Una mujer ha aparecido paseando un perro y me ha saludado con una sonrisa amable mirando una hoja de mi cuaderno agitándose.
Vivir un poco más…
Aunque no demasiado, no puedo perder mi angustia; la que me aferra a la tierra con los dedos crispados, enterrados en ella.
Pienso que si dejo de sufrir, dejo de existir. Disciplina.
Me duele la espalda por culpa de la pierna podrida y maldigo el momento de levantarme.
Y el viento me ofrece un ligero empujón inflando mi camisa de frescor.
Puedo ver mis propias pestañas cerrando el campo de visión y tomo el control.
Podría aparecer el sol de repente e incinerarme rabioso.
Hasta siempre, preciosas nubes.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

17 de junio de 2016

Nubes de locura


Sin ser consciente, a veces sonrío y saludo a una pequeña nube que ha tapado al hijo puta del Sol.
Y acto seguido siento vergüenza, porque no sé si he hablado en voz alta.
Y no quiero hacer el ridículo ante el planeta.
Y volverá a ocurrir porque soy un hombre agradecido a las nubes.
Al final, acabas haciendo amigos, sean nubes o sapos muertos.
Aprecio sobre todo a mis amigas las nubes aunque me pudieran partir con sus rayos.
Me provocan un dulce sopor cuando aportan el fresco consuelo de cubrir los rayos del sol.
Mis ojos se cierran y mi alma suspira.
Ella está a mi lado y apoya su cabeza en mi hombro.
Entreabro los ojos para besarla y los entrecierro metiendo la mano entre sus muslos, acariciando los húmedos labios de su coño con posesión. Es ternura infinita y un deseo feroz.
A veces no me entiendo.
Los árboles y el aire crean un rumor que parece un saludo, una conversación con alguna parte de mi cerebro a la que no tengo acceso; pero siento que está porque relaja mis nervios, mis ansias.
Temo cuando callan, cuando no hay sonidos y el calor aplasta mi cuerpo y el pensamiento.
Cuando el silencio es expectación, como si el bosque pidiera tragedia, pidiera sangre.
También cierro los ojos para intentar buscar consuelo en la oscuridad; pero ella está a mi lado. Y la quiero, la amo, la deseo, la necesito...
Me gustaría decirle que se aleje de mí, pero los rayos de sol han cerrado mis labios, los ha fundido como si fueran de cera.
Mi mano entre sus muslos lleva una navaja y la acaricia con brutalidad, con el filo.
Muchas veces...
Por sus muslos bajan ríos de sangre. No puede gritar porque en algún momento le he cortado el cuello.
La sangre es más fría que el aire que me asfixia, me llevo las manos empapadas a la cara y me froto.
No me gusta ese sueño, esa imagen me da miedo.
Miedo de mí mismo.
Temo cuando las nubes no tapan el sol y nada intercede por mí ante el abrasador calor que enturbia mi pensamiento.
Por eso estoy tan agradecido a las nubes; me cuidan.
Se merecen que les hable.

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El celador observa detenidamente a Jonás sentado en uno de los bancos del jardín del hospital psiquiátrico forense. El enfermo habla mirando al cielo con los ojos entrecerrados, con una ternura en su rostro que le sobrecoge.
Entre calada y calada de cigarro, se pregunta cómo es posible que un cerebro pueda estar tan podrido.
Tira la colilla al suelo y se dirige hacia el interno.
- Vamos adentro, Jonás, ya hace mucho calor y no te sienta bien.
Jonás se pone en pie y le sonríe.
-Gracias Álex, eres como una nube que me alivia de mí mismo -le agradece el loco antes de que cierre la puerta de su celda.
Y Álex siente alivio cuando le da la espalda a la locura. Se siente a salvo cuando toda esa letal demencia está encerrada.



Iconoclasta
Foto de Iconoclasta