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24 de febrero de 2024

lp--Palabras derramadas--ic

Temo que ante tantas palabras que escribo el papel se rasgue como los muros erigidos sobre cimientos podridos, como en los que se asienta el mundo que inevitable y aciagamente habito.

Tengo tantas pesadillas que escribir, que temo desangrarme por los dedos.

Y tantos sentimientos... Amarte ocupa toda la onírica fascinación e inspiración. Las melancolías son sinfonías compuestas con los bellos momentos que no importa si ocurrieron o los imaginaste. Todo sueño tiene una razón de ser. La añoranza de lo ocurrido o sus posibilidades es una banda sonora de desidiosa tristeza.

Podría arañar las palabras con las uñas en un muro y nadie las entenderá, y mucho menos la angustiosa gravedad y urgencia del pensamiento vertido. Se epatarán con repugnancia por los trozos de uñas ensangrentadas. Y en juicio sumario seré ejecutado in situ por terrorismo biológico ante la mirada cobarde que se ajusta correcta y obsesivamente un bozal nazi sobre la nariz.

Derramarse en palabras, en actos...

Entiendo a los borrachos y yonquis: no soportan la realidad que son. Y ahí radica el peligro suicida de que se derramen las palabras en el papel.

No es popular.

Y tienes que ser un adulto formado o llegarás a viejo con la sonrisa de una piadosa virgen renacentista. No es digno.

Se me derraman en el papel las emociones como el agua liberada de una presa cubre la tierra devastadoramente.

Incluso las más bellas ideas duelen en la punta de los dedos por la velocidad y presión conque son vertidas a la pluma.

El papel absorbe lo espiritual y lo hace tangible dándole así trascendencia y durabilidad. Y como no tiene tripas no se pudrirá.

Escribo agua y cadáveres flotando. Luego me doy cuenta de que podría ser sed y vida; pero las palabras se derraman así, con un fatalismo y sinceridad no apta para esos yonquis y borrachos evocados hace miles de neuronas muertas, unas líneas arriba.

Escribo el polvo y sus torbellinos girando en los páramos, son mágicos.

El astuto viento no se puede llevar lo que guardas en el bolsillo.

Porque de eso se trata, guardar ese tesoro que derramaste en la cartera o en un bolsillo y, en algún momento de tristeza vital, desplegarlo y releerlo; conjurando una angustia sin necesidad de dios y el diablo.

Soy yo escribiendo, mi propia esperanza e higiene.

Derramas el mundo en el papel y parece extraño que alguien viva fuera de tu pensamiento, porque si el mundo existe es porque yo lo escribo.

Y así, derramas mapas y tierras que no tienes tiempo de conocer.

Si el ser humano no naciera en cautividad no tendría tiempo para el turismo.

Así se derrama una verdad humillante y lastimosa para la especie de lo banal y el adocenamiento insectil: la humanidad ha perdido su esencia luchadora, su amor propio como lo pierden las putas.

Y yo, derramándome banalmente en el papel, soy otra muestra de la ausencia de pureza humana y degradación. Lo que no debería haber nacido de haberse hecho las cosas bien: con valor, denuedo y determinación.

Se me derrama dolor y la aspirina; pero la aspirina no surte efecto.

No es inusual.

No puedo escribir claramente felicidad; pero se me derrama en el papel una diosa y mi desesperación por ella.

Escribo soledad; pero no es perfecto, hay interferencias y pienso en la jaula de Faraday y su aislamiento. Follarla ante todos dentro del cercado enrejado y conectado a tierra, a salvo de sus lujuriosas interferencias de envidia de allá afuera.

Un exhibicionismo irreverencial y un voyerismo sudoroso de dientes apretados.

Cuando escribo hijo, también pobre. ¿Cómo pude entregarlo a este lugar y tiempo? Lamento lo que un día derramará en el papel.

Como yo.

Escribo nubes y su incertidumbre, un destino no manifiesto. Tampoco es necesario ser nube para ignorar hacia dónde te arrastra la vida o la entropía atmosférica. Las nubes tienen la forma graciosa del vapor y no pueden morir más de lo que ya están.

Los animales morimos sólo una vez y se acaba el movimiento que sólo podemos demostrar andando.

Escribo Kafka y la incapacidad, un proceso mediocre y como en todos los procesos, un sangrado de mediocridades que nadie entiende; salvo los que derramamos palabras y le damos con demasiada generosidad un sentido que no se merece.

Derramar palabras es llenar espacios en blanco...

Escribo generosidad y su injusticia.

Escribo espejo y rotura como definición. Tiene sentido aunque no pueda parecer lógico. Ese reflejo es una mierda, y la escribo.

A veces me siento tentado de masticar los pedazos rotos del espejo y hacerme un autorretrato de sonrisa sangrienta.

Escribo muerte y nada.

Me gustaría que la aspirina, inusualmente surtiera efecto. No me gusta que la muerte duela. En cambio, al miedo no le tengo miedo.

Con lógico se me derrama con indecencia y en grandes letras deformes mediocridad, monotonía. Porque la imaginación es la ausencia de la terrible previsibilidad.

Escribo esperanza y ya es tarde.

Escribo adiós y te seguiré soñando a pesar del espejo roto y los cimientos podridos.

Escribo pluma y majestad.

Y escribo mi nombre y lejano, una luz que se extingue en el espacio.



 

Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

13 de abril de 2021

Mi lluvia


Mi lluvia no es agua.

Riega los campos y la piel con un compuesto diluido de soledad, serenidad y melancolía.

Es de una inusitada belleza.

Me apresuro a salir de casa cuando llueve, angustiado por ser lento y que pueda cesar.

A través del paraguas percibo su líquido sonido, los ritmos del cielo son implacables, te llegan hasta los más recónditos tuétanos.

Es el íntimo sonido del silencio…

Entiendo el goteo de las varillas, son las lágrimas tranquilas de un hombre que perdió la capacidad de llorar.

Mi lluvia limpia las cosas orgánicas e inorgánicas, las que reptan o vuelan.

Resucita los colores marchitos de la polvorienta luz y lava la mediocridad de la faz de la tierra. De ahí que sea soledad y serenidad, te quedas solo en un mundo mojado y frío que apenas unos pocos soportan. La melancolía llegará con el íntimo aislamiento al evocar todo lo que no fui y lo que perdí, ilusiones rotas cuyos cadáveres es necesario que el agua limpie, arrastre.

A veces amaina tanto, que se suspenden los latidos del corazón y le pides: “Aún no, quedan cosas por sentir”.

Un águila vuela sobre el prado. Le pasa como a mí, quiere ser cosa lavada de polvo y un exceso de luz, aspirar los olores que suben de la tierra mojada.

Es uno de esos escasos momentos que la vida reserva para mostrarse bella.

Solo dos cosas somos entre tanto cielo y tanta tierra…

Lo que no ves no existe (es la ley primera de la ilusión y la serenidad), nada prueba la vida de las cosas resguardadas de la lluvia. Sino están aquí y ahora no puedo dar fe de vida de lo ajeno a mí y a mi lluvia. Niego cualquier otra existencia bajo mi lluvia.

Y no quiero que estén.

La lluvia me abandona a mí mismo. No entiendo el lenguaje de sus gotas, solo mi alma comprende y con eso me basta.

El alma es muda, el alma siente y tú te retuerces con ella sin saber con precisión porque.

Todo es un hermoso misterio, todas estas emociones que me calan…

Y mientras todo eso sucede los colores se saturan en verdes todopoderosos, los ocres tienen la profundidad de las tumbas, la grisentería densa del cielo hace rebotar el pensamiento en ecos caleidoscópicos y los árboles en sus negrísimos troncos esconden crucifijos que nadie se atreve a tallar.

He clavado la navaja en la corteza de un tronco y no sangra.

Es lógico que escondan crucifijos muertos y sus oraciones a nadie. No mueren en la escala humana, son capaces de esconder miserias intactas durante cientos de años dentro de si.

Inventaron dioses secos y ahora la lluvia tiene que solucionar el problema.

Sin darme cuenta, en algún momento he cerrado el paraguas. Lo sé porque por dentro de la camisa, brazo abajo, desciende un pequeño río de agua que se precipita al suelo escurriéndose por mis dedos.

Un hechizo húmedo me convierte en montaña.

Los regueros de agua en el camino descubren tiernas y pequeñas muertes. ¿Cómo es posible que toda esa muerte quepa en el ratoncito que parece dormir? Los pequeños cadáveres provocan una angustia vital, la desesperanza de saber que no hay piedad, porque piedad es solo un nombre que dan los humanos a su miedo. Tal vez sea que mi lluvia haga más profundas las mínimas tragedias de la misma forma que hace los colores del planeta más dramáticos

No es lo mismo que observes al pequeño muerto, a que te lo haga sentir el alma que habla con la lluvia. Es un poco duro, el alma tampoco tiene piedad.

En la soledad de mi lluvia, no hay voces que vulgaricen la vida y la muerte.

No quisiera que ella estuviera ahora conmigo, no quiero que se sienta sola a mi lado, la amo demasiado. Asaz…

¡Shhh…! Bajo la lluvia no se canta, no se baila. No debes romper el líquido silencio; es crimen y te podría partir un rayo en justo castigo.

Pobres aquellos que ven llover a través del cristal, como reos de la apatía.

Pobres ellos con sus colores apagados.





Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

20 de octubre de 2019

Llueve sobre todo


Llueve sobre todas las cosas.
Sobre las tristezas y los dolores.
Sobre las alegrías si las hubiera.
Llueve sobre mi pensamiento y el humo de un cigarrillo que crepita apagándose.
Sobre las vacas y las ratas.
Sobre mi piel vieja.
En mis pestañas ineficaces.
Llueve en mis pies que duelen arrugados en el calzado.
Llueve sobre la mierda y los muertos.
Sobre los vivos aunque no se lo merezcan.
Sobre los ríos sin ser necesario.
Sobre el mar con redundancia, ahogando lo ahogado.
Llueve sobre las lágrimas de lo perdido y lo incumplido.
Sobre las del fracaso.
Y bendita sea la lluvia, sobre mi ridículo.
Llueve sobre mi pene que orina por envidia.
Es casi masturbación…
Llueve sobre el odio y el rencor sin que los arrastre.
Llueve sobre el amor que, penetra en los poros de la piel con un frío dolor de nostalgia.
Llueve y no ahoga a los imbéciles.
Sobre los cuervos y los patos siempre enfadados.
Cómo los quiero…
Llueve sobre un puente y no consigue mojar a un burro astuto que se ha refugiado debajo. Observa impasible mi deshacerme.
Llueve y está bien, arranca líquidos brillos a lo oscuro del planeta.
Y parece tan pesado, tan denso que la atmósfera aplasta. A mí cansado.
Tan frío…
Llueve y no camino a casa, no busco refugio, como los patos y los cuervos.
Porque si te escondes ¿cómo vives? ¿cómo te limpias de todo?
No temer es más bonito que temer.
Aunque valentía con pulmonía se paga.
Sonrío para que también llueva sobre una risa torcida.
Llueve sobre todo con una democracia implacable. Sin escrúpulos.
Amén.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

10 de noviembre de 2017

Olores


Me gusta el viento, desencadena una sensación de frescor en el olfato que lleva a mis pulmones una aromatizada añoranza de lo que fue, lo que es y lo que no será. Es renovación, esperanza y certeza. Huele a clorofila. Lo detecto cuando estoy de pie y detenido sobre la tierra pura y libre.

Mi nariz reconoce los nuevos aires y los entrañables.
Y los detestables.
Soy una bestia olisqueando el aire.
En mi nariz se crean aromas que puedo definir con precisión.
A veces no puedo definir la tristeza, concretarla. Me preocupa formando un nudo en la garganta e intento ignorarlo respirando como si nada pasara.

El olor de los sueños es el de un fruto ácido, como una naranja, con un toque dulce que me lleva a aspirar más profundo. Tiene la particularidad de cerrar mis párpados asolados. Arrastra las dudas, aunque no tiene fuerza para llevarse el dolor y la vergüenza de lo que soy y lo que no. Lo bueno que fue, lo que podría ser, lo que espero aún. Sucede cuando paseo por pequeñas y estrechas calles.

El olor de la nostalgia es de la leña vieja y quemada. Como un moho seco que calienta la nariz por dentro. Tiene la particularidad de girar mis ojos al suelo, buscando la intimidad del centro de la tierra para aislarme junto con los que murieron; yo, el pequeño Pablo incluido. Suele ocurrir cuando estoy cansado y sentado en un banco, fumando. Los suaves vientos del otoño, lo hacen más intenso; no lloro porque se secaron las lágrimas tiempos ha.

Hay un olor que se crea cuando abre sus piernas. Emana de su coño. Huele a excremento viejo y caliente. Es el olor del hastío, del engaño, de la mediocridad. Del desamor total. Tiene la particularidad de obligar a que los ojos huyan de ella, de su rostro marchito. Y de dejar que lo que está agonizando, muera de una puta vez.
Se crea en la cama, cuando la follo sin deseo, como una bestia que no tiene otra cosa que hacer más que llenar un agujero por una necesidad instintiva. Quiero que sepa que la jodo sin deseo, con desprecio.

El olor de la que amo evoca la crema de pastelería, es dulce, es azúcar y me hace sentir como un niño obsceno que acaricia una muñeca que siempre ha soñado. El olor de la que amo, cuando separa sus muslos, me hace salivar como un animal en celo y preguntarme hasta cuánto es posible amar sin estallar.

El olor de la infancia huele a calles viejas de deficientes alcantarillados y a pan viejo, y aun así recién hecho. Se filtraba por las ventanillas abiertas del coche que mi padre conducía.
"Yo recuerdo algo de aquí, yo estuve aquí hace mucho tiempo" pensaba.
Dejé de sentirlo a medida que crecía. Sin embargo, en el ocaso de la vida, ha resurgido y me pregunto si es la antesala de morir.

El olor del planeta, en el lugar deseado, cuando no necesitas conocer nada más huele a resina de pino, es caliente. Me envuelve durante unos segundos y me dice que yo seré en ese lugar una savia ambarina que gotea de una rama. Pronto... Cuando camino con esfuerzo.

El olor de la basura acre y ofensivo, es el de las calles que detesto. Aquellas que marcaron y marcan mi imposibilidad, las que me dicen que estoy prisionero. Da igual la colonia que use, nada es capaz de consolarme cuando me encuentro andando por la ciudad-vertedero y su fetidez casi me dobla en una náusea, en una desesperación.

El olor a óxido es el del odio y la frustración, es pesado y picante. Suelo presionar las fosas nasales para que no penetre; pero siempre llego tarde.
Es traidor.

Hay tantos olores que a veces vivo intranquilo por la incertidumbre de lo que tendré que respirar.
Es que hay días en los que soy más fuerte que otros. En los que me siento un tanto indefenso de mí mismo.
Y no quiero correr el riesgo de saber a qué huelo yo mismo.




Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

27 de abril de 2015

Pablo


No es una fotografía, es un collage solo para mis ojos.
Mi hijo está en ese momento de un presente concreto, buscando en su mochila, pero la imagen latente, la que conforta mi pensamiento, es que es Pablo bebé, Pablo niño, Pablo adolescente, Pablo adulto, Pablo hombre, Pablo y su padre muerto. Pablo fundando otros reinos, creando otros territorios que no veré; pero tengo imaginación aún que estoy vivo.
Hay miles de imágenes superpuestas que forman esa, yo las veo todas con cuchilladas de ternura.
No hay nada extraño en él, ni un solo ápice de su piel. Si acaso, solo admiración, solo una sorpresa por un tamaño sorprendente, por una voz más grave, por una seguridad, por una madurez. Por un conocimiento ya pleno de la vida.
Es hombre. 
Es mi hijo.
No puedo dejar de pensar en las infinitas emociones y cariños que han llegado a crear esa imagen que tengo en el escritorio. Imposible de evadir, es un viaje en el tiempo, al pasado, al presente y al futuro.
Es lógico que a veces los hombres lloren.
El amor es una máquina del tiempo que vence todas las distancias y todas las dimensiones. Alguien quiere cuantificarlo, direccionarlo y codificarlo para viajar por él; pero fracasará.
Porque deberá tener un hijo y amarlo por encima de toda consideración lógica e ilógica. Regalándole el propio sistema nervioso central, el corazón, los pulmones, los ojos, el hígado, los riñones, todo para él cuando sea necesario.
Cuando el amor te convierte en el almacén de repuestos de tu hijo, entonces viajas en el tiempo.
Y evocas sus dedos suaves, sus primeras lágrimas, sus risas que lo doblaban, la rabia, la fuerza por ponerse en pie, el miedo a nada y a pequeñas cosas. Sus ojos tan azules y grandes me daban miedo cuando chapoteaba en brazos de su madre en la piscina, parecía de otro planeta.
La protección que le otorgaba mi volumen. Mis brazos llenos de él, mi voz llena de él, de su nombre. Las canciones, las películas, los llantos y las preguntas.
Y su descubrimiento paulatino del mundo, y yo tras él.
¿Cómo es posible sentir esa indecible ternura, evocar sus manos en mi rostro, palabras inocentes, ideas hermosas de un mundo que nunca lo será, ante un hombre de esa talla?
De un hombre que navega solo por la vida.
Solo ocurre cuando es tu hijo del alma.
Cuando nada ni nadie puede ser amado tan orgánicamente.
Cuando bajo el hombre adulto, un niño sigue buscando en su mochila con idéntico gesto, con idéntico gesto en el baúl de juguetes, con idéntico gesto tomando un sonajero en sus manos, con idéntico gesto mirándome con sus ojos aún de bebé.
Cuando el amor y la ternura hacen presa en tu ánimo de forma inevitable y sabes que la vida no es viable sin él en el planeta, sin él en el escritorio, sin él mi mente, sin él en mis recuerdos y en mis sueños. Es entonces cuando se forman las infinitas imágenes que componen la principal.
Es Pablo, mi hijo.
Tengo todas sus risas, lágrimas y dedos en mí. Profundamente insertados en el tuétano de los huesos.
Ese hombre que busca en la mochila, ¡por favor... si tiene tres años, tiene ocho, tiene catorce!
¡Cómo lo quiero!
Mi vida depende de la suya.
De la tuya, hijo.
Rebusca en tu mochila, Pablo, te admiro silencioso tomándote una foto que son miles.
Pienso en lo inadmisible, en lo inconcebible que es que algo como yo, haya aportado algo a tu vida, a tu organismo, a tu esencia. Porque no me veo como tú, no puedo verme tan importante y tan perfecto.
Es imposible tenerte en el escritorio en todas las edades de la vida y no detenerse a evocar cada segundo que te he vivido.
Y preguntarme porque no he muerto colapsado por esas emociones. Soy mucho más fuerte de lo que yo mismo temo.
Eres un hombre, Pablo, pero tengo que controlarme para no abrazar con un llanto ñoño a los pequeños y grandes Pablos que hay en esa imagen, en ese gesto.
Mi vida depende de la tuya, y la tuya es solo de ti y tus decisiones.
Soy un remolque de mi hijo.
Un beso, amigo mío.








Iconoclasta

26 de octubre de 2013

Un tamal y un atole


Un tipo camina lentamente mirando el suelo y lo que no hay en él. Un tamalero pedaleando en su triciclo amarillo con sombrilla azul, parece luchar contra la monocromía de la calle de gris asfalto roto, paredes despintadas y charcos eternos de agua que hacen espejo para las nubes de plomo. Se detiene junto al hombre que refleja en su rostro la gama de grises del mundo y el cielo.

—Buenos días, mi jefe. Tengo ricos tamales de rajas de pena y asco, con dolores pulsantes en las sienes.
— ¿Y para qué quiero eso? No tengo esposa a quien regalárselo para el desayuno. Es que me meo...
—Es mejor que esa indiferencia que le pesa en los hombros, güero. El dolor y la pena dan intensidad y color a la vida, es mejor lo malo que la nada.
—Ya he tenido de todo eso, tamalero. Me ha costado mucho tiempo y desengaños ser neutro. Me va bien la vida con la indiferencia, me gusta más. Yo elijo.
—Cómpreme aunque sea uno de frustración con salsa roja, es el último que me queda.
­—No. No me apetece, ya he tenido bastantes emociones a lo largo de mi vida. Soy mayor. Sé lo que digo y tú no tienes ni puta idea de nada.
— ¡Qué triste acabar así!
—Mira tamalero, lo triste es amasar cada día toda esa basura para hacer alimento con ella. No sigas convenciéndote de que la mierda es buena. Has fracasado y de ello haces un manjar, no tienes nada que contar más que la vulgaridad tuya de cada día.
—Es usted muy duro hablando, mi jefe, se nota que no es de aquí. ¿De dónde viene?
—Ni lo sé, ni me importa.
— Está bien, güerito, me tendré que comer este tamal y además solo.
—Tampoco me importa, tamalero. Cuando tengas de mole dulce, mi indiferencia y yo te compraremos uno en torta.
— ¡Ándele, mi jefe!
—Vete a la mierda con tus penosos tamales, falso romántico.
—Si es que un pesito cuesta mucho de ganar y quería vender antes los que se pasan más pronto. Todas las emociones mueren rápidas. Tengo uno de mole como a usted le gusta.
—Pues dámelo y déjame en paz.
—Parece que va a llover, mi jefe.
—Me suda la polla, los hay que van a morir y no importa.
—Tenga... ¿Quiere un vasito de atole?
— ¿También está hecho con penas de mierda?
—No, mi jefe, es puro maíz endulzado con piloncillo, leche y cacao. Si le digo la verdad, como el atole lo hago yo, no quiero mancharme las manos con dolores; porque de alegrías apenas hay ingredientes y van muy caros. Es mi mujer la que hace los tamales y el champurrado, que está aromatizado con enfermedad y pobreza.
—Dame un vaso; pero es que tomar maíz con maíz es lo mismo que hacerse una torta rellena de torta.
—Tiene razón, pero es barato... Acá entre nos, güero: la vida no es intensa, es siempre más de lo mismo. Tamal tras tamal, atole tras atole. Voy aprendiendo, mi jefe. Lo del dolor y la pena es pura publicidad, no le voy a engañar.
—Es tan gris este atole como yo me pensaba, precioso. No me gustan los colores banales. Me largo, no tengo nada que hacer y no quiero estar aquí más tiempo.
—Adiós, mi jefe. Cuando sea viejo, quiero ser como usted.
­— ¿Y qué importa? Tal vez mueras antes.
—Estamos muertos los dos, mi jefe.
—Lo sé, está bien. Adiós.








Iconoclasta

19 de junio de 2013

El cortante tiempo



 
El tiempo no es ecuación, ni tampoco es infinito.
No es relativo, es insultantemente obvio y voraz.
Solo existe para destruir la vida y almacenar cuantas imágenes quepan en el cerebro.
Y sin embargo el tiempo es movimiento, es energía. Es paradoja, una broma de mal gusto.
El tiempo se acaba y sin embargo, benditos los que sufren a cada segundo porque su vida se triplica.
Benditos de mierda…
Es frágil el tiempo, un cristal que se rompe en pequeñas partículas (algo cuántico diría un físico, yo digo que es algo simplemente doloroso) a cada instante, al atravesarlo con cada paso, con cada respiración. Las horas se fragmentan en millones de minutos y en trillones de segundos. Todas esas fracciones cortan y erosionan el cuerpo y los ojos. Y así el tiempo también es letal e inicuo para la esperanza. Los pequeños cristales refractan la sangre y le dan un trágico cromatismo a la vida. El sudor a través de su transparencia parece orina, agua engañosamente dorada.
Y mientras se rompe nuestro tiempo, nada ocurre alrededor. Es tan cotidiano como escupir o mear. No es trágico el estallido de un segundo, la metralla del tiempo es indolora por repetición, porque uno se acostumbra a sus cortes desde el nacimiento.
Sin embargo, observas tus manos dañadas, cubiertas de cristales y meditas sobre la cantidad de alegría y dolor que el tiempo aporta. El injusto balance a favor de lo amargo.
Todos esos añicos de horas y segundos son recuerdos; lo que ocurrió un instante atrás. Algunos son más afilados que otros, más hirientes. Pero todos cortan y se clavan.
Es el atributo del vidrio o el tiempo. Sea malo o menos malo.
Hay cristales que vale la pena meterse en los genitales aunque duela y rozarse con ellos hasta sangrar de placer. El cristal guarda la gota de semen, el fluido blanquecino que moja los labios de su coño, suficiente para masturbarse en un brindis al pasado si es necesario.
Mi glande parece una obra Swarovski, su coño una mina de diamantes…
Las pieles destellan por todo ese vidrio clavado en ellas y los amantes suicidas se rozan a pesar del dolor que producen los intensos minutos que se restriegan cortantes por el cuerpo. A pesar de la sangre.
Tal vez por la sangre…
Recogemos lo que podemos, lo que nos queda. Porque una vez fragmentado el tiempo, no hay marcha atrás. No se puede volver.
Entre carne y uña tengo innumerables vidrios incrustados. Mis dedos son vitrales en miniatura de recuerdos arañados a tanto tiempo.
Es imprescindible recoger ese caos de añicos caducos para tener un testimonio de que un día existimos en cierto tiempo y cierto lugar. Las cosas tienden a olvidarse, y los recuerdos de miles de seres se mezclan, esos cristales a veces usurpan sangres que no son las suyas originales; hay tanta mediocridad, que algunos desean los cortantes recuerdos de otros; la envidia forma parte del cristal; es una de sus materias primas como lo es del humano pensamiento.
Es importante vivir con pocos seres alrededor para que no se mezclen nuestros recuerdos con los extraños. Es difícil encontrar algo auténtico y personal entre tanto individuo, cada día más.
A medida que pasa el tiempo...
Hay que evitar que nadie pise lo que un día fuimos y acabe nuestra vida pasada clavada en la suela de un zapato sucia de mierda.
Sería triste ver marchar el pasado pegado en una bota, dan ganas de llorar.
Los hay que no pueden llorar porque no les quedan lágrimas, se han secado por un exceso de minutos. Es bueno meterse un trozo de tiempo-vidrio bajo el párpado para estimular su secreción.
Hay a quien se los metería en el culo.
El tiempo se hace añicos para convertirse en el beso más deseado, en la cuchillada más dolorosa… El tiempo es un hijo y un amante. Tiempo es sonrisa y llanto y son unos brazos en cruz bajo la lluvia.
Vale la pena destrozarse las uñas para mantener la memoria. Una vez muertos, no habrá más cristal que romper, no quedará nada de nosotros salvo esos vidrios cuánticos sin dueño regando el planeta; no debemos abandonar u olvidar lo que aconteció. Nuestro tiempo se acorta a cada milisegundo.
Si uno se fija bien, las horas son una lluvia de muy sutiles cambios; pero desgarradoramente notables cuando sangran nuestros dedos acariciando los cristales del pasado haciéndonos conscientes de lo erosionada que está la piel y el alma.
El presente solo adquiere movimiento y vida, porque hay precedentes con los que cotejarlo.
Es bueno, es fascinante ver caer el tiempo hecho añicos como las lágrimas de una lámpara de cristal. Saber que cada segundo es un cúmulo de cristales que estallan en una dimensión fundida e integrada en nuestra realidad, sin dolor; pero con esa inconfundible e irracional melancolía que da la certeza de que no volverán los buenos tiempos y los que nos esperan, puede que no sean tan felices. Tal vez no valga la pena destrozarse los dedos y las uñas para seguir recogiendo los fragmentos del pasado.
Aún así, mientras hay tiempo, hay esperanza de que algo nos sorprenda y con un cristal clavado en la palma de la mano, esperamos recoger uno mejor, tal vez un diamante. No es tarde para la esperanza comedida.
Un diamante es una buena pieza para morir con una sonrisa.
 






Iconoclasta