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14 de septiembre de 2023

lp--La solución al enigma--ic

Pensó demasiado tiempo en el enigma del amor, sus consecuencias e imposibilidades.

Un día prestó atención al espejo y se vio viejo y débil. Humillado con un pañal.

Todo aquel desgaste para al final morir y dejar de importar…

Abrió el mando del gas de la cocina y aceleró el proceso de la agonía.

Pasados unos segundos nadie sabía que un día existió.

Yo lo sé porque soy Dios.

Y como él millones; pero muy pocos encuentran la solución al enigma, el suicidio, y mueren rabiando como ratas con el espinazo partido en una sucia calle.

Se siguen meando encima durante años y años, gastando indignamente sus ahorros en pañales.

No los creé a mi imagen y semejanza, el meteorito que mató a los dinosaurios provocó una nube radiactiva, mutó una manada de titís y el resultado fue la pérdida del pelo y un tumor en el cerebro con el que nace todo ejemplar de la raza humana. Con el tiempo algún figura afirmó que los animales humanos tienen el cerebro más desarrollado de todas las especies.

Y como no había gas, también murió babeando, como la gran mayoría votante.

Son como aquellos monos de mar que se vendían por correo en los setenta, simples amebas.

Han pasado tan solo mil millones de año y ya me aburro.



Iconoclasta

31 de agosto de 2023

lp--Los amantes troquelados--ic

El pequeño Uli (Ulises) reposaba en la butaca tras su sesión de quimioterapia. No se sentía cansado especialmente, no más que otros días. Nada le dolía; pero poco antes de detenerse la bomba que dosificaba la medicina por la vía insertada en el codo derecho, se iniciaba ese mareo que le provocaba náuseas.

El primer día que ingresó en el hospital, hacía ya dos meses, Santi el doctor de planta, le explicó que el mareo se debía, a que inyectaban un veneno muy fuerte para matar al “microbio” que lo enfermaba. Era normal marearse, pero no necesariamente malo: “Lo que importa es que mate al bicho bien muerto. Los mareos y quedarse calvos como bombillas os hace auténticos guerreros”. Cuando Uli escuchó aquello de “calvos como bombillas” le sobrevino un ataque de risa y contagió al doctor.

Bebió de su vaso jugo de naranja y volvió a sonreír mirando las bombillas que iluminaban la sala de quimio.

Sentía una fuerte comezón en el codo, donde tenía clavada la vía; pero si la tocaba le dolía. La enfermera llegó para desconectar la vía y observó un pequeño derrame de sangre en el pliegue del codo. Después de comer, a la tarde, se la quitaría y colocaría una nueva en el otro brazo. No le gustó, no le gustaban nada los pinchazos, decían que no dolían; pero sí.

Cuando llegó a su habitación, compartida con tres niños más, con el jugo aún en la mano, se sentía estupendo. El mareo había pasado y pronto sería la hora del payaso, iría con sus amigos a la sala de juegos.

En la sala de juegos solían ser poco más de una veintena de niñas y niños, todos los pacientes de oncología en tratamiento. El payaso, además de contar chistes y darse golpes tontos, cantaba alguna canción y cada viernes, al finalizar la actuación, repartía juguetitos baratos de gente y comercios que los donaba al área de oncología infantil. Las niñas eran las que más gritaban y se llevaban los primeros juguetes que el payaso sacaba del saco de terciopelo verde tras hacerse mucho de rogar por el mini público.

La paciente mayor no había cumplido los once años y el más pequeño tenía cuatro. A pesar de las risas y la ilusión de los pequeños, era el lugar más triste del mundo.

Ese día fue distinto, al finalizar la función, el payaso Pepe entregaba los regalos envueltos y cada paquete tenía el nombre de cada paciente. A Uli le entregaron un libro, estaba claro. Esperaba que fuera de dibujos y tuviera pocas letras. Aún no sabía leer muy bien, le costaba descifrar muchas palabras. Tenía seis años.

La enfermera los apremió a ir a sus habitaciones a jugar con los regalos ya que se debía hacer la limpieza de la sala.

Cuando los cuatro pacientes llegaron a su habitación, cada uno se lanzó a su cama para abrir su regalo. Uli en aquellos momentos se sentía cansado, se le habían formado oscuras ojeras y las venas de los brazos, cuello y sienes se marcaban como suaves trazos de acuarela púrpura bajo la pálida piel.

– ¿Qué te ha tocado Uli? –le preguntó León mostrándole la figura de un caballero medieval en un majestuoso caballo.

– Un libro.

– ¿De qué?

– No lo sé, lo abriré luego, estoy cansado.

León no insistió más y los compañeros bajaron el tono de sus voces cuando Uli se estiró en la cama. Había días que a ellos les pasaba igual tras la quimio. Uli dejó el libro sobre su mesita, y se durmió sin darse cuenta, dulcemente.

A pesar de que no sentía mejora alguna, se esforzaba en creer al Dr. Santi cuando decía que pronto se curaría. Ningún niño de aquella planta tenía la percepción de la muerte. Era algo de lo que no se hablaba porque no tenían edad biológica para sentir semejante miedo.

Uli intuía el mal a su inocente manera, como un velo que oscurecía un poco la luz del día. Dos meses ingresado y cada viernes, tras los análisis del jueves, esperaba que el doctor le diera el alta para volver a casa. ¿Y si no volvía nunca? Eso era lo que le preocupaba.

Antes de cerrar los ojos, había mirado el reloj de grandes números digitales en blanco sobre el televisor de la habitación: marcaba las 11:30. Su madre siempre llegaba a las 13 y un poquito más, le ayudaría a leer el libro tras un montón de besos y abrazos. Tantos que hasta sentía un poco de vergüenza.

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Dios, aburrido en el cielo, observaba con displicencia los impúberes genitales de los querubines que revoloteaban a su alrededor. Distraídamente, posó su omnipresente mirada sobre una trabajadora que, en el taller de una imprenta de la Tierra, montaba un libro infantil con decorados troquelados auto desplegables y figuras que simulaban movimiento accionando tiras de cartón. Debía de ser cosa de uno de esos editores románticos que aún creen en las cosas táctiles y no en las dibujadas en una pantalla, pensó Dios con desgana.

El libro se titulaba El Príncipe Indómito y la Princesita Perdida. El príncipe decide salvar a la princesita de un reino vecino, que se ha perdido en una selva y está rodeada de peligros.

En el final feliz del libro, su última ilustración troquelada en un claro de la selva bañado de luz, al accionar la tira de cartón, los personajes se acercaban hasta simular un beso en el encuentro.

Y de la misma forma que a Uli le regaló la leucemia, con el mismo hastío existencial, impregnó Dios de magia curativa el libro.

Lo pensó mejor, y encarceló un alma nueva destinada a ocupar un ser humano en cada una de las figuritas de cartón de los dos personajes del cuento; así proporcionarían un poco de espectáculo y divertimento a una magia que tenía la asepsia emocional de una aspirina.

El cuento viajó de la imprenta, envuelto como un regalo con el nombre de “Ulises”, a las oficinas de la empresa de entretenimientos y espectáculos que ofrecía sus servicios al hospital. Junto con el resto de los juguetes para aquel viernes, se lo entregaron al actor que realizaría la función para los niños de la planta oncológica.

Los amantes troquelados (el príncipe indómito y la princesa perdida) sintieron desde un primer momento de su existencia, la profunda necesidad de encontrarse en su oscuridad de cartón, eran los únicos seres de ese pequeño universo finito y estúpido. A su mundo sólo llegaba la luz cuando alguien abría el libro. Padecían angustia existencial, no podían fluir de su celda de cartón y salir de la oscuridad. Y luego eran presa de un neurótico optimismo cuando conjeturaban en su oscuridad, en el ignoto cuándo del encuentro al que estaban destinados por la magia del libro. Las dos almas, podían escucharse y hablarse lejanamente a pesar de que el libro estuviera cerrado. Había un mínimo consuelo en ello, en el acto de que Dios les negara un cuerpo.

Dios hizo una chapuza, mezclando la magia con las almas e insuflar alma a un cartón es una aberración.

El plan de Dios consistía en que Uli disfrutara del cuento, y al finalizarlo y accionar la tira de cartón para que los muñecos con alma, al fin felices se dieran un beso; la sangre de Uli se curaría.

Dios es un mal escritor, un guionista idiota.

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Luz, la madre de Uli, como cada día, llegó presurosa y agobiada al hospital tras finalizar la jornada de trabajo. Antes de encontrarse con su hijo quiso hablar con el doctor Santiago.

–La quimio no ha mejorado el recuento de leucocitos. Mañana empezaremos, durante una semana como máximo, a dosificar un compuesto más agresivo, con lo que deberemos sedar a Uli para paliar la dureza de los efectos adversos –expuso con indisimulada tristeza y decaimiento el doctor Santiago.

Tras cuatro años en la planta oncológica infantil, no había conseguido mantener una correcta distancia emocional con los pequeños pacientes y sus padres. No nació con el superpoder de la insensibilidad.

Si a Luz le quedara algo de optimismo o una razonable esperanza, se habría derrumbado ante el médico; pero desde dos semanas atrás, ya le avisaron que el tratamiento apenas era efectivo.

– ¿Me deja llorar aquí sola? No quiero que Uli me vea así.

Santi abrió un cajón de su mesa, sacó un frasco sin etiquetar y en un vasito de papel dejó caer una pastilla que dejó frente a la madre. Salió del despacho y en pocos segundos volvió con un vaso de plástico con agua refrigerada.

– Tranquila, no hay prisa. Tómese todo el tiempo que necesite. Es diazepam–añadió señalando la pastilla–, tómela, por favor. Le ayudará y a su hijo también.

Apoyó una mano en el hombro animándola y salió de su despacho. Se dirigió al centro de enfermeras y les pidió que no pasarán llamadas a su despacho.

– ¡Pobre mujer! –exclamó la enfermera.

–Pobres de nosotros –respondió desanimadamente Santiago.

Accedió por una puerta del corredor a la escalera de incendios para fumar un poco más de cáncer. Qué más da…

Uli se despertó cuando su madre saludó alegremente a los compañeros al entrar en la habitación. Se había limpiado los ojos y el rostro de maquillaje estropeado por el llanto. El sedante había relajado su angustia y era capaz de sonreír sinceramente, con ganas.

– ¡Hola guapos! ¿Cómo estáis?

– ¡Hola, Luz! –respondieron los niños mostrándole los regalos con los que estaban jugando.

Uli se había sentado en la cama con el regalo aún por desenvolver. Había recuperado el color de la piel y las ojeras habían desaparecido.

Luz caminó hacia él inclinando un poco la espalda hacia adelante, con pasitos cortos y muy rápidos, taconeando con fuerza y haciendo reír a los niños. Abrazó y besó teatralmente a su hijo, sabiendo que lo avergonzaba. Al final de la sesión de mimos los niños sonreían divertidos.

Y Luz también, a pesar de las espinas que sentía en la garganta. Bendito sedante.

Uli rasgó el papel descubriendo su regalo y se lo entregó a su madre.

– ¡Qué cuento tan precioso! ¡Y es animado! –exclamó Luz al abrir el libro y desplegarse un castillo.

Los amigos de Uli subieron con él a la cama para admirarlo.

Uli se sintió aliviado al ver que tenía pocas palabras. En la puerta del castillo un rey joven hablaba con un rey viejo. Por un instante creyó oír en su cabeza: “Mis respetos Marqués de Uli”, no sabía lo que era un marqués; pero sonaba chulo.

No quiso tomar el libro en sus manos, le encantaba ver a su madre sostenerlo y contarlo. Sabía que mamá decía más palabras de las que había en las páginas. Cuando se marchara a casa, lo leería y jugaría con él hasta dormirse.

–Mañana por la maña, vendrá papá a pasar el día contigo, yo llegaré como siempre. Léele el cuento y no dejes que se duerma ¿eh, cariño?

– ¡Claro! –respondió Uli mirando la tele, sentado en el suelo con sus amigos.

A las ocho de la noche Luz salió del hospital hacia casa.

Debía explicarle a Vicente, su marido, la definitiva mala noticia. Y esa ansiedad parecía robarle la respiración. En el autobús, camino de casa, lloró de nuevo.

Dos meses llevaban viviendo en la penumbra, en la zona más oscura donde sufren los vivos. Pobre Vicente, siempre ha mantenido sin discusión, que todo saldría bien. Y no tenía un diazepam para él. No tenía nada con que ayudarlo.

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A las nueve de la noche y no a la tarde como le dijo Ana, la enfermera llegó con una bolsa de medicación intravenosa para Uli, antes le insertó una nueva vía en el brazo izquierdo y le extrajo la que le provocaba comezón y derrame. Conectó la medicación a la vía y les indicó a los niños que no tardaran en acostarse para dormir.

La medicación debía atenuar los efectos del nuevo tratamiento más agresivo, por ello Uli fue el primero en quedarse dormido.

A la mañana siguiente, la enfermera del turno acompañó a Uli a la sala de quimio, un lugar con las paredes pintadas en verde pálido, desleído como una acuarela y el techo azul cielo. Los altavoces emitían una suave música ambiental.

Uli llevaba el cuento para mirarlo durante la sesión de quimio.

Santi, que ya estaba en la habitación ajustando los parámetros de la bomba dosificadora, le tomó el pulso, auscultó el pecho y le preguntó si sentía bien, como siempre.

Conectó el tubo de la bomba dosificadora a su vía.

–Ya sabes, que si te sientes mal o quieres compañía, pulsas el botón y Eva o yo, estaremos contigo enseguida.

–Hoy es sábado… ¿Si llega mi papá le dirán que estoy aquí?

–Claro que sí; pero ya sabes que esto dura poco, en cuarenta minutos ya estás en tu habitación con tus amigos –el doctor conectó la dosificación y salió de la salita.

Abrió el libro por la primera página, y como ayer con su madre, del libro surgió un castillo grande y vistoso con banderas en cada uno de los dos torreones, de cada almena de la muralla colgaba un escudo o un banderín.

–Soy el Príncipe Indómito, Marqués de Uli. ¿Me acompañaría en la misión de rescatar a mi Princesa Perdida? –de nuevo sonó en su cabeza la voz de ayer.

Ya estaba seguro de que era un libro mágico.

–He despachado con el rey Gustavo X, padre de la Princesita. Me ha dado su bendición para emprender la búsqueda. Pediré su mano cuando se la devuelva sana y salva.

– ¿Para qué quieres su mano? –le preguntó sin mover los labios.

–Es una fórmula de cortesía y subordinación para que nos permita casarnos. Como sus padres lo están, Marqués de Uli. ¡Partamos ya, no hay tiempo que perder!

– ¡Partamos! –se le escapó un grito a Uli.

Pasó a la siguiente página desplegándose una frondosa selva, el Príncipe se encontraba en la pequeña senda que la cruzaba con la espada en alto y el escudo ante el pecho; una serpiente, al accionar la tira de cartón del borde de la página, se abalanzaba sobre el héroe. Entre los árboles y las plantas había ranas, tortugas, lagartos, monos, dos loros, uno verde y otro rojo y negro.

– ¡No temáis, Marqués! Soy el mejor espadachín de los Veinte Reinos de toda Quimiolandia.

Uli se reía con ganas de “Quimiolandia”, como le ocurría cuando pensaba en “calvos como bombillas”.

Y se durmió vencido por el cansancio de una guerra mucho más dura que la de ayer sin darse cuenta. El libro se le resbaló de las manos y cayó cerrado al suelo.

En una pequeña cámara de video, en lo alto del tabique, frente a las tres butacas de medicación, se encendió una luz roja; desde la sala de enfermería habían accionado el zoom para observar la quietud de Uli.

La enfermera entró en la sala y suavemente lo despertó.

– ¿Te encuentras bien, Uli? ¿Te has mareado?

–No, sólo me encuentro cansado.

–No pasa nada, es normal. Quedan dos minutos para acabar la dosificación, así que me quedo contigo para desconectar la vía. ¿Te gusta el cuento? –le preguntó alcanzándoselo tras recogerlo del suelo.

–Sí, es muy chulo–respondió casi con un bostezo.

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Vicente compró cuatro bolsas de golosinas variadas para su hijo y sus compañeros de habitación.

Comprar aquellos dulces en un momento en el que su hijo moría le pareció surrealista. No entendía el mundo, no se entendía a sí mismo. Tenía la sensación de ser cada vez menos, como si el aire mismo lo diluyera. Su pensamiento se hacía volátil, errático; le costaba un tremendo esfuerzo fijar una idea o voluntad. Y ese nudo en el estómago que le evitaba respirar con normalidad…

Y hoy más que nunca debía ocultar su triste desesperanza ante su hijo.

No se sentía cansado, simplemente estaba derrotado.

Uli miraba el televisor y de vez en cuando mordisqueaba una galleta con mermelada sentado en la cama con las piernas cruzadas, los compañeros también comían con cierta apatía sus desayunos prestando atención a los Simpson.

– ¡Buenos días, enanos! – interrumpió la paz Vicente.

– ¡Hola! –respondieron uno tras otro.

–Quien quiera unas chuches, por favor, que pase por taquilla– anunció mostrando las bolsas de golosinas en alto.

Uli se puso en pie en la cama para abrazarse a su padre.

– ¿Cómo ha ido la quimio hoy?

–Bien, me he dormido y no he sentido mareo– respondió Uli antes de meterse una fresa de gominola en la boca.

– ¡Mira, papá! Es un cuento mágico.

Se sentó en la butaca de visitas y abrió el libro. En aquel momento solo se escuchaba el sonido a bajo volumen de la televisión y el ruido líquido de las bocas al sorber y masticar el dulzor de las golosinas.

Tardó unos veinte minutos en “leer”, comentar y explicar el cuento a Uli, que a veces miraba la tele, otras rebuscaba su golosina favorita en el cucurucho de papel o miraba el nuevo diorama desplegado por su padre al pasar página.

Jugaron al dominó, la oca o el monopoly en versión “suave y distendida” para niños. La habitación era grande, evidentemente preparada para acoger a los pacientes y sus padres; pero a medida que llegaban familiares y amigos de los críos, la habitación parecía encogerse y chocaban las palabras unas con otras.

Eran niños cansados, sometidos a un tratamiento duro; así que tras la temprana comida de mediodía, no es extraño que se adormilaran hasta caer en una reparadora siesta. Momento que los familiares aprovechaban para comer en el restaurante del hospital o en otro cercano.

Vicente esperó a Luz en la parada del autobús frente al hospital, irían a comer juntos.

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– ¡Marqués de Uli! Os ruego que despertéis. Debemos seguir con nuestra misión.

Uli escuchó muy lejana la voz del Príncipe, llegaba de una montaña muy alta. Él se encontraba en un profundo pozo.

– ¡La Princesita debe estar muy sola y angustiada!

Con un épico esfuerzo ascendió por aquel pozo construido con sueño, cansancio y enfermedad. Se despertó e incorporándose abrió el libro sobre las piernas. Sus compañeros dormían con profundas y tranquilas respiraciones.

Pasó páginas hasta llegar a la mitad del cuento, donde había un río lleno de cocodrilos. El Príncipe Indómito debía cruzar a la orilla opuesta por encima del agua lanzándose con una liana.

– ¡Ahora, Marqués! – le apresuró.

Uli accionó la tira de cartón que surgía del borde de la página y el Príncipe osciló en la liana temblorosamente hasta la orilla opuesta, por encima de las fauces abiertas de los cocodrilos.

– ¡Bien hecho! – le gritó ya a salvo en la otra orilla –Sólo nos quedan tres aventuras más para rescatar a la Princesita.

Sin embargo, Uli se había dormido de nuevo, sentía frío en el cuerpo. Un frío que se surgía de dentro, bajo de la piel. Al fin, con el libro aún entre las piernas, se dejó caer en el colchón y dejó de oír la voz del Príncipe Indómito.

Hay una ley no escrita que dice: si dejas un libro abierto sin leer, se sentirá abandonado. Sus hojas quedarán indefensas a un mundo agresivo y cruel. El papel es tan frágil que cualquier suspiro lo puede dañar, cualquier ser malvado; por ello siente miedo y tristeza. Además, al ser abandonado, piensa que no gusta, lo que cuenta es aburrido.

Por ello, la magia de Dios, se esfumó de cada hoja como un espejismo de sol sobre el asfalto mientras Uli dormía. A nadie curaría ya.

Y unos minutos más tarde se olvidó de respirar.

Aquel frío que sentía bajo la piel emergió y tornose pálida. Sus pecas rojizas se oscurecieron y sus labios se hicieron lívidos.

Nadie oía los lamentos y llantos de tristeza del Príncipe y la Princesita por la muerte del ilustre y valeroso Marqués de Uli. Separados ambos por una gran selva, sus almas encerradas en cartón, no sabían ya de su destino. Estaban desolados, las almas tenían miedo.

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Luz y Vicente llegaron a las tres de la tarde a la planta oncológica infantil. La enfermera les pidió que esperaran al Dr. Santiago Méndez; pero la joven lloraba. En la ronda de las dos, encontró a Uli muerto.

A Luz se le aflojaron las rodillas, Vicente no tuvo reflejos ni fuerza para sujetarla y ambos quedaron sentados en el suelo de la recepción como muñecos rotos.

Santiago salió corriendo de su despacho y una enfermera de la farmacia, cuando escucharon pedir ayuda.

Lo demás ya no importa.

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El cuento se guardó en un pequeño cuarto que servía de almacén, adyacente al cuarto de limpieza. Los juguetes que se quedaban sin dueño eran revisados y si estaban en buenas condiciones, se enviaban a hospitales de otras provincias para que nunca los niños pudieran reconocer el juguete de un amiguito muerto.

El Príncipe y la Princesita se hablaban en la oscuridad e inmovilidad de su mundo.

– ¿Vamos a vivir siempre así? –preguntaba la Princesita silenciosamente como hablan las almas.

–Dios, nuestro creador nos ayudará. No temas Princesita, pronto estaremos juntos bañados de luz.

Dios ya no recordaba la existencia de aquellas almas apresadas en cartón.

Ni siquiera recordaba que hubo un niño llamado Ulises que había existido y luego murió; como siempre ocurre, unas veces antes y otras más tarde según la negligencia del Sagrado Idiota.

Dios es una cosa innecesaria, una máquina defectuosa en el mejor de los casos; pero, sobre todo, Dios es el mal de la especie humana.

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Florencia trabajaba en el turno de noche para una empresa de limpieza contratada por el hospital. Una viuda bajita y regordeta que, veintisiete años atrás había llegado a España desde Lima en busca de una vida más esperanzadora. Con sesenta y un años no veía el momento de jubilarse, cada jornada de trabajo requería mayor esfuerzo y voluntad para cumplirla.

Comenzó su jornada a las diez de la noche en la sexta planta fregando los suelos de los pasillos y aseos. Eran las dos de la madrugada y aún le quedaban cuatro horas más de servicio. Se encontraba en la planta de oncología infantil. La semana entrante había rotación de turno y haría el de tarde. Los turnos de mañana y tarde pasaban más rápidos y no se sentía tan agobiada con el silencio del hospital y sus cientos de toses, gemidos y respiraciones forzadas, algunas tan enfermas…

Antes de entrar en el cuarto de la limpieza, abrió la puerta del cuarto de los juguetes y cerrando la puerta tras de sí revisó si había alguna novedad. Cuando había uno bonito y en buen estado, se lo llevaba para su nieta Rebeca de tres años.

Cobraba una mierda mensual, escasamente le llegaba para pagar el alquiler y comer, ya no tenía edad para hacer doble chamba como hacía tres años atrás, cosa que la penalizaba económicamente. Se sentía más pobre aún, cuando al visitar a su nieta, no le podía regalar un bonito juguete.

Se podían ver los mismos juguetes durante meses. Revisarlos, empaquetarlos y enviarlos era algo que hacían las enfermeras cada mucho tiempo. Primero por el exceso de trabajo, y luego porque era una tarea deprimente, las llevaba a evocar los niños muertos por los que tanto cariño sintieron durante meses de tratamiento.

Era muy raro, y razonable, que los padres no quisieran tener un recuerdo en casa de aquella época de enfermedad y muerte de su pequeño. Sus hogares estaban llenos de buenos recuerdos, no necesitaban aquellos juguetes por mucho cariño que les hubieran tenido sus pequeños.

Y así fue como se llevó una pequeña muñeca con melena de color rosa y aquel cuento tan bonito de El Príncipe Indómito y la Princesita Perdida, que lo guardaría en casa para cuando Rebeca fuera más mayor. Ambas cosas las metió en su vieja mochila junto al bocadillo que no había comido aún, y que guardaba en el cuarto de la limpieza.

Más de una vez le habían ofrecido las enfermeras que se llevara en la mochila cualquier juguete que quisiera para su nieta. Algo que les ahorraba espacio y tristes momentos; pero la mujer sabía que cuando algo se pide, tarde o temprano te lo niegan por el simple placer de joderte con autoridad. Ocurría en Perú, en España y en cada ciudad de esta cochina vida.

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Damián despertó sobre las nueve de la mañana, su madre roncaba en su habitación. Como las últimas dos semanas, había llegado del hospital a las siete de la madrugada y sobre la mesa del pequeño comedor, había dejado una muñeca y un cuento para Rebequita, su sobrina, la hija de su hermana Yeraida. Era el hijo menor de Florencia, con veinte años, no trabajaba. Formaba parte de una pequeña banda ecuatoriana de tráfico de drogas y extorsión, no tenía grado alguno en la jerarquía del clan y se dedicaba a trapichear como camello con pequeñas cantidades de drogas en colegios e institutos de las zonas más degradadas de la ciudad y cobrar los impuestos mensuales por protección a los míseros comercios que aún funcionaban en aquella ciudad dormitorio vecina de Barcelona.

Tomándose un café y un vaso de anís, con el cigarrillo colgando del belfo ojeaba el cuento. Le gustó y se le ocurrió una idea divertida. El Principito le habló, pero el cerebro de Damián no estaba habituado a sutilezas. De hecho, su cociente intelectual se encontraba en el límite mismo de la idiocia clínica.

De un cajón del armario de su habitación sacó unas tijeras, una barra de pegamento y de la cocina, un rollo de papel de aluminio.

Con el papel de aluminio hizo tiras que enrolló hasta formar cilindros, los cortó a la medida adecuada y los pegó en las distintas ilustraciones del príncipe indómito como si de un pene plateado se tratara. Se reía como si tosiera, pareciera que su risa imbécil le surgiera del culo.

En la última ilustración del libro, el pene hacía contacto en la larga falda de la princesita. A la que, además, había pintado en el pecho pezones con dos puntos rojos.

Damián se bebió de un trago lo que quedaba de anís en el vaso y con el cuento bajo el brazo, encendió un porro de maría y salió de casa.

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La princesita tenía miedo de ser destruida por el subnormal que los llevaba bajo el apestoso sobaco. Tal vez, porque aún estaba “infectada” de la indefensión de su personaje.

– ¿No te das cuenta? Somos almas, los muñecos son nuestra cárcel, si escapáramos del cuento seríamos libres. Debemos conseguir que el idiota lo destruya para que podamos existir juntos –le explicaba el Príncipe intentando animarla.

–Dios no hará nada por ayudarnos– respondió con repentina sobriedad y serenidad la Princesita.

–Ni siquiera se acuerda de que nos creó. Y si hubiera tenido algo de decencia, no hubiera dejado que nos humillaran. O que Uli muriera; pero el imbécil nos dio el poder de interferir en las mentes como haríamos en los cuerpos a los que deberíamos ocupar. Entraremos e invadiremos la mente del subnormal.

Las almas estaban tomando conciencia de su real naturaleza por minutos.

–Ya no me siento princesa, soy algo más grande que este muñeco en el que estoy atrapada –afirmó tras reflexionar sobre lo que el Príncipe había expuesto.

–Me ocurre igual. Nos estamos liberando de la magia del cuento y desarrollamos nuestra voluntad de almas independientes.

–Cuando el idiota abra el libro nos meteremos en su pensamiento con fuerza, juntos. Hemos de conseguir doblegar su voluntad. Y si lo hemos de destruir a él, que así sea –expuso con determinación la Princesita–Y aunque no sea necesario. Lo odio.

– ¿Cuándo seamos libres, seguirás conmigo?

–Seguiré contigo, mi Príncipe. Desde que fuimos encarceladas aquí siempre me has buscado. Quiero ser libre, un alma libre contigo, con magia o sin ella.

–Ahora debemos tomar conciencia del instinto humano y su naturaleza. Al fin y al cabo, íbamos a habitar un cuerpo antes de que ese imbécil nos metiera en estos muñecos. Hemos de esforzarnos para que aflore rápidamente nuestra pura sabiduría, con la que íbamos a impregnar los cuerpos, conociendo cada parte del organismo y la mente, de sus emociones y límites. Descansa, Princesita, deja que la magia de Dios que te ensucia se desvanezca de tu ánimo. Guardemos silencio hasta que seamos puras almas de nuevo. Trascendamos.

–Trascendamos, amor.

Y las almas callaron. Se cerraron en sí mismas a cualquier frecuencia o injerencia exterior.

Capullos metamorfoseándose… Elaborando su existencia más allá de lo que Dios les había destinado.

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Damián entró en una tienda de comestibles especializada en productos latinos, saludó al cajero del minisúper y accedió a la trastienda, donde el almacén servía como “oficina y club social” de la banda.

El comercio se había montado en una nave industrial de planta baja, un pequeño almacén adyacente a una gran nave industrial que, en su tiempo, antes de ser abandonada por quiebra, era un almacén de tejidos. Se hallaba en un polígono industrial prácticamente abandonado, los pocos que compraban en la tienda llegaban de un distante complejo de viejos y altos edificios-colmenas como celdas, una construcción típica de la Cataluña especuladora de los sesenta y setenta del siglo pasado. Ahora habitada por parias y delincuentes, por trabajadores que no ganaban lo suficiente para vivir en un lugar digno.

– ¡Ey, Dami! Toma estas diez papelas de farlopa y las doce bolsas de maría y te vas a al instituto San Martín, putito. Aprovecha la salida de mediodía de los niñatos. Te vienes de nuevo y pasamos cuentas. Y no te metas nada mientras esperas. ¿Qué llevas ahí? ¿Ahora lees?

– ¡Qué va! Es un cuento de niños que se ha traído mi madre del hospital para mi sobrina.

Damián abrió el libro ante Riobravo, el jefe del clan sentado frente a una vieja mesa de oficina metálica, y le mostró las hojas con el príncipe armado con un pene de metal.

– ¡Eres imbécil! ¿Y esto te hace gracia? Déjalo aquí y cuando vuelvas te lo llevas, no quiero que te distraigas. Y si no lo vendes todo, te vamos a dar un curso de ventas a patadas en la cara, joputa tarado. A las dos te quiero aquí para ver cuánto has vendido.

Fred, el segundo y matón del grupo, se acercó y le dio una sonora palmada en el cogote.

– ¡Espabila, cabrón!

Damián salió a la calle con la mercancía repartida en los bolsillos del pantalón y el ajado y sucio anorak. Antes de sentarse en uno de los bancos de la plaza y parque infantil adyacentes a las puertas del instituto, repartió disimuladamente la droga bajo los huecos de las ruedas de un par de coches que había alquilado la banda a un par de vecinos de confianza, por si la policía les pedía a los camellos los papeles y los cacheaban.

Miró la hora en su móvil, no sabía por qué; pero sentía cierta ansía por tener de nuevo el cuento en sus manos y admirarlo. Había tenido la vaga sensación de oír una voz muy bajita cuando lo ojeó. ¿O era cosa del anís? Como tenía muy poco cerebro, se quedó dormido enseguida, hasta que la alarma del móvil lo despertó para empezar a trapichear con los chavales que salían del instituto para ir a comer a sus casas.

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Tras haber provisto de mercancía a tres camellos más, Fred salió a la calle para vigilar que estuvieran en su lugar de venta y sin colocarse con la mercancía.

El año pasado, el Michis se había dormido frente al instituto del Poblado Gitano fumándose un porro de hachís y no vendió nada. Aquella misma tarde lo llevó a la oficina y ante el resto de camellos de la banda, seis en total con Damián que era nuevo, le cortó una oreja.

–Vete al hospital y cuenta lo que quieras; pero si la pasma viene por aquí, te cortaré el cuello de oreja a oreja.

El Michis se había convertido en ejemplo de que en el barrio, con los Riobravos no se juega.

Ya a solas, Riobravo extendió las piernas sobre la roñosa mesa tras haberse metido cuatro tiros de farlopa. Con la nariz blanca y los ojos llorosos, abrió el cuento sobre su vientre y comenzó a pasar páginas y accionar las tiras de cartón con estúpidas sonrisas.

Cerró los ojos por un súbito y agudo dolor de cabeza, alguien hablaba dentro ella.

– ¿Sabes que Damián corta la mercancía y saca el doble de lo que te entrega? Va a estropear el negocio vendiendo esa mierda. No os va a comprar nadie –el Príncipe le hablaba con el conocimiento del mundo que el humano tenía en la mente, asimilaba y usaba sus conocimientos de una forma natural y fluida.

Era ya un alma íntegra, completa y potente, y sabía que la Princesita también.

El muñeco, el Príncipe, había girado el rostro hacia él y le hablaba.

Riobravo sonrió por su delirio. Bajó los pies de la mesa y del cajón sacó la bolsa de farlopa, hizo con una navaja cuatro gruesas rayas en la mesa, retirando a un lado el cuento abierto. Solo quería meterse dos; pero la voz le decía que otro par más, el Príncipe le había guiñado un ojo. Con la última raya, había dejado escapar un par de gotas de sangre por la nariz.

–Métete un chute de caballo, que se te ponga bien dura la verga, cabrón. Te quiero muy, muy colocado para montarte. Mira mis pantis, los tengo mojados, el hoyo de mi concha gotea de caliente que estoy. Métete el caballo y cógeme lindo –era la voz lejana y suave de Sandra, la zorra de Fred con la que tanto fantaseaba metérsela allí, sobre la mesa. –Quiero tu rabo duro y largo, como el de ese Príncipe del cuento. Sácala, quiero ver lo dura que se pone con el caballo. Quiero que seas mi Príncipe de verga de plata. ¡Uy! ¿Me harás daño con eso tan grande, Riobravo?

La Princesita, desde la oscuridad de la fibra de cartón que la mantenía presa, bombardeaba el cerebro del traficante al mismo tiempo que el Príncipe lo invadía, escuchando lejanamente la voz de su amante. Y supo que todo iría bien tras haber asumido ambos su naturaleza pura, limpios de la suciedad de Dios.

Las dos voces en la cabeza del traficante se hicieron reales, las palabras del Príncipe se convirtieron en su conciencia, y creía ver a Sandra ante él con la blusa abierta mostrándole los endurecidos pezones.

–Cuando llegue ese idiota, que Fred lo amarre a la columna, empapáis su puto cuento con alcohol, se lo metéis bajo los huevos y le pegáis fuego. No se juega con el jefe. Que sepan todos quién manda; que camine sin huevos por el barrio como muestra de tu poder –lo aleccionaba sin descanso el Príncipe.

La Princesita, a la sazón no dejaba de inducirle ideas e imágenes. Ya había hecho hervir la heroína diluida en la cuchara con un encendedor y se ceñía al bíceps el torniquete, un tubo sucio de silicona transparente. Con el pantalón desabrochado dejaba ver su pene erecto ante nadie.

–Ahí no. Clávala en esa vena gorda que te corre por la verga, esa que palpita. No sabes lo muy dura que se te pondrá, me harás gritar como una perra durante horas, pinche cabrón. No, no es malo. Fred lo hace para cogerme duro, la tiene mucho más pequeña que tú y me hace sudar, me duele el coño. Imagina la tuya. No me dirás que tienes miedo… Pues me largo a casa de mi padre a esperar que venga Fred a cogerme rico en mi cuarto. Mira mi concha.

Riobravo fascinado, observaba a Sandra separar los labios de su vagina para mostrarle cuan mojada estaba.

Se inyectó el caballo en la vena dorsal del pene por ser la más grande; pero no era tan recia ni amplia como la del brazo. No se dio cuenta de que se había rasgado y estaba formando un gran hematoma; cuando vacío la jeringuilla el pene había adquirido un tono morado profundo. Parecía haber sido aplastado por una bota contra el suelo.

–Has de quemarle los huevos a ese imbécil, y si se muere que Fred se encargue del fiambre. Sabrá tirarlo donde se lo coman las ratas –El Príncipe no cesaba de bombardear su pensamiento –Métete otro par de tiros, tío. Te hace falta.

– ¡Oh, dios! Me llega hasta la mitad del vientre, qué vergazo… Reviéntame duro, Riobravo –gemía la Princesita.

El traficante sentía y tenía la absoluta certeza en su mente, que Sandra lo montaba, estaba empalada a su pene morado y áspero de sangre seca.

En realidad, se estaba masturbando con la mano sucia embarrada de sangre, que con cada movimiento, aún exprimía unas gotas por la vena rasgada.

– Empólvate la nariz, gran verga –gimió obscena la Princesita en su mente.

Cesó de masturbarse para aspirar la farlopa directamente de la bolsa a través del tubo de un bolígrafo de plástico vacío. Se frotó el puente de la nariz como si tuviera vidrios clavados y continuó meneando el rabo con paroxismo hasta eyacular.

Las escleróticas estaban cubiertas de telarañas rojas y por el prepucio rezumaba semen caliente, su pene aún palpitaba con el orgasmo.

Y así quedó dormido. Aunque en realidad, toda aquella droga que había tomado estaba llevando al límite el organismo. Era pura pérdida de conocimiento.

El corazón y la sangre debían vencer una gran resistencia química contra la droga acumulada en tan corto espacio de tiempo. Las almas sentían los efectos; pero no los sufrían, los asimilaban como alimento y las fortalecía.

–Ha sido perfecto Princesita. En poco más de una hora seremos libres–le susurró el Príncipe desde la lejanía en su prisión de cartulina.

–Me gusta este poder, las emociones que he sentido en ese pensamiento. ¡Quiero más!

Y ambos sonrieron lejanos, cada cual en su selva de cartón.

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A las dos y media de la tarde llegaron Fred y Damián a la oficina para hacer el balance de cuentas que exigía Riobravo cada día. El tipo que trabajaba de cajero había cerrado la tienda para ir a comer. Fred abrió con sus llaves y cerró de nuevo cuando Damián cruzó el umbral.

Al acceder a la oficina Fred se acercó a la mesa y lo sacudió por los hombros. Riobravo abrió los ojos con un sobresalto sin saber dónde se encontraba.

Y se apresuró a esconder el pene y abrocharse el pantalón.

– ¡Joder qué cebollón llevas, mano! –exclamó Fred. – ¿Te encuentras bien? ¿Te dejamos solo hasta que te recuperes un poco?

Fred hablaba con sarcasmo y desdén. Al fin y al cabo, mientras el jefe se ponía hasta el culo, él estaba cuidando del negocio.

–Tomad la pasta y la mercancía que ha quedado por vender. No ha ido mal… –Damián se acercó a la mesa del jefe.

Metió la mano en el bolsillo y sacó el dinero y las drogas dejándolas ante Riobravo. Cuando quiso cerrar el cuento y tomarlo para ir a casa, Riobravo lo impidió plantando la mano encima, rompiendo la figura del príncipe colgado de una liana sobre un río lleno de voraces cocodrilos.

– ¿Te ha dolido? –le preguntó la Princesita en su oscuridad al saber que uno de los Príncipes troquelados se había rasgado.

–No. Ha sido un instante de liberación. Pronto saldremos de aquí, lo hemos hecho bien. Sobre todo tú, qué calor… Daban ganas de tener cuerpo.

–Sí… Estoy hambrienta de más.

Riobravo sacó una navaja de un cajón de la mesa y la abrió con un movimiento rápido, produciendo un chasquido metálico. Y apuntó con ella al rostro de Damián.

– ¿Cuánto te has quedado de lo que has cortado, idiota? –a continuación, se dirigió a Fred – ¿Sabes que se dedica a cortar la mercancía para ganarse un extra, Fred? Porque si no lo sabes y no lo evitas, es porque no haces tu trabajo.

–Eso es mentira, los controlo a todos y conozco a los chavos que les compran. Ni ha cortado nada, ni nadie se ha quejado.

–Alguien me ha dicho, aquí mismo, que la coca parece azúcar de bollería –Riobravo hablaba lentamente, forzando la mirada para mantener los ojos abiertos.

– ¡Y una mierda! Siempre he sido legal con vosotros, no os he puteado nunca –gritó Damián.

–Alguien te ha contado mierda a la oreja ¿y tú lo has creído? Te colocas demasiado con tu mercancía –intervino Fred.

–Hagamos una cosa, dentro de un par de horas se aclarará la verdad. Damián se queda aquí hasta que hablemos con el pibe que me ha venido con la información–dirigiéndose a Fred señaló una de las columnas de acero del local, cerca del lavabo – Que se siente allí y lo amarras al pilar, no quiero que salga por patas cuando menos lo esperemos.

Fred levantó los hombros con indiferencia, metió la mano en un saco de plástico vacío que se encontraba en una estantería oxidada apoyada en un muro y sacó unas cuerdas.

– ¿En serio me vais a amarrar, hijueputas? –gritó Damián.

Fred lo empujó de mala gana. Damián gritaba que no era necesario, que no se escaparía. Con una violenta bofetada que le rompió el labio superior, lo hizo callar y sentarse en el suelo con la espalda apoyada en la columna. Con varias vueltas rodeando columna y pecho, lo inmovilizó.

Riobravo había metido la cara en la bolsa de farlopa y esnifó, porque Sandra se lo pedía con el coño chorreando de caliente que estaba. Tosió varias veces y miró con odio a Damián.

– ¡Métele al idiota un trapo en la boca, que no siga jodiendo!

Fred entró en el lavabo y salió con una sucia toalla que le embutió en la boca.

Riobravo rebuscaba en el botiquín de la mutua de accidentes, que por ley debía encontrarse en lugar visible y accesible. Estaba a un lado de la puerta de acceso a la tienda.

Se dirigió de nuevo a la mesa y empapó concienzudamente el cuento con el alcohol que había encontrado.

–Pónselo debajo de los huevos.

A Fred le importaba una mierda Damián, tenía hambre y quería salir del local para ir a comer al apartamento de su madre y echarse luego una siesta.

Le ordenó elevar las piernas y deslizó el libro hasta las nalgas.

Damián intentaba hablar, las venas del cuello se hincharon dolorosamente por el esfuerzo y se dio por vencido cuando le subió vómito a la garganta.

Fred se acercó hasta Riobravo, que volvía a hundir el rostro en la bolsa de cocaína.

–Esto es demasiado, Rio. Nadie se me ha quejado y estoy seguro de que a ti tampoco. Algo tienes hoy con Damián.

–Eso ya no importa –le respondió Riobravo ya más apaciguado por la sobredosis de coca. –Si alguien dice que vendes mierda, debes resolverlo con un castigo ejemplar que acalle cualquier rumor. Y le ha tocado al idiota. Cuando lo vean por la calle caminar sin huevos, los del barrio sabrán que con nosotros no se juega.

Fred pensó que era una buena lógica dado el negocio que llevaban.

Riobravo se acercó hasta Damián y gastó el alcohol que quedaba en la botella vertiéndolo sobre la bragueta del pantalón y entre los muslos.

Y volvió a sentir un agudo y repentino dolor de cabeza.

– ¡Ahora! Que arda el idiota junto a su mierda de cuento, hasta que sean solo ceniza –le apremiaba violentamente el Príncipe en la mente.

Con un encendedor prendió los pantalones de Damián, el fuego se extendió dulcemente azul hacia el libro y los genitales, subiendo por el pecho y haciendo arder la toalla que le colgaba de la boca.

– ¡Abre la puerta trasera y las cuatro claraboyas con el gancho! –le ordenó a Fred ante la humareda que se estaba formando.

Damián, durante tres largos minutos, pataleó y se rompió el cráneo dando golpes contra la columna a la que estaba atado.

Hasta que repentinamente se relajó. Los ojos o se habían quemado o estallado por el fuego; pero ya no los tenía. Respiraba afanosamente y le salía sangre mezclada con saliva por la nariz; estaba extrañamente sereno para estar tan asado. Entre sus piernas solo había un bulto negro y amorfo de carne, ropa y papel calcinados. Riobravo recordó haber leído que cuando el fuego quema los nervios, se acaba el dolor. Pues eso le debía pasar al Damián, por eso estaba tranqui. El anorak de nailon se había deshecho fundiéndose con la piel y la corriente de aire generada por la aireación, hacia volar por todo el local las cenizas del cuento.

De los restos calcinados del cuento surgieron un par de volutas anaranjadas que se desvanecieron entre el humo que flotaba denso a media altura.

El Príncipe y la Princesita eran libres y poderosas almas no sujetas a ninguna materia, hambrientas de las emociones que ya habían experimentado desde la lejanía de sus celdas de cartón.

El humo se disipaba, el fuego sin más combustible perdió potencia con la evaporación de la carne de Damián, su ropa y el cuento.

– ¡Eres un vergón, Rio! –le susurró la Princesita como la caliente Sandra. –Ahora córtale el cuello a Fred y así seremos libres de coger cuando se nos dé la gana. Ya sabes que mi panoja está siempre mojada para ti.

Riobravo se desnudó el torso sin prestar atención, se ahogaba de calor.

La Princesita lo apremió, daba la impresión de que se dormiría de pie viendo agonizar a Damián con interés narcótico.

–Métete un par de tiritos más de farlopa, mi Super Verga! Y deshueva al Fred a navajazos ¡ya!

El Principito entró en la mente de Fred y se hizo fuerte en su pensamiento para tomar el control.

–Riobravo te matará. Está loco, completamente ido. Debes pegarle un navajazo en cada pulmón y que se ahogue con su pendeja sangre. Ya no tiene control. Mátalo, va a por ti; se coge a tu Sandra y la quiere para sólo para él –Fred dejó con sigilo la pértiga con la que acababa de abrir la última claraboya del techo y desplegó silenciosamente la navaja.

Riobravo aspiraba la cocaína inducido por la Princesita, como las bestias comen del morral, cuando Fred se acercó por su espalda y le asestó dos rápidas puñaladas en cada costado. La hoja entró hasta el puño entre las costillas rasgando ambos pulmones; lanzó un gemido sin fuerza, el aire salía por las heridas formando burbujitas rosadas. Respirando como un fuelle intentó asir su navaja sobre la mesa; pero Fred le clavó el puñal en el cuello repetidas veces hasta que quedó inerte en el suelo.

–Ahora te vas a meter un pico para celebrarlo. Ya eres el amo del negocio –le inducía el Príncipe.

Fred usó la misma jeringuilla que Riobravo había dejado en la mesa junto a la cuchara y el tubo de silicona. Retiró con un pie el cadáver y se acomodó en la silla para realizar el ritual de la heroína.

Cuando vació la jeringuilla en la vena sentía deseos de cerrar los ojos y alucinar.

– ¿A qué esperas para meterte el chute? Y cárgala bien, que ya sabes que el cabrón de Riobravo la corta mucho –le hizo pensar el Príncipe.

Y volvió a inyectarse otra jeringuilla.

El Príncipe volvió a hablar en su cabeza.

–Vamos, hombre, métete el caballo de una vez no lo pienses tanto. Duermes un poco la mierda que te has metido te vas a ver a Sandra, la coges y luego le pegas una buena paliza a esa puta.

Aún no había acabado de inyectarse la heroína por tercera vez, cuando convulsionó sobre sobre la silla con la boca llena de espuma. Cuando su cabeza golpeó el suelo, ya estaba muerto.

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Conceptos como el bien o el mal, el odio o el amor, adquieren una cruel y desinhibida intensidad en las almas.

El Príncipe y la Princesita habían desarrollado la plena conciencia de su naturaleza, ya limpias de la magia con la que Dios impregnó el libro ensuciando, vejando las almas.

Las almas son entes que no están sujetos a las normas y necesidades de la carne. Desconocen el dolor y el placer carnal; pero sintetizan cada emoción o frecuencia sensorial, en el pensamiento o las que se propagan por la atmósfera. Son voraces receptoras de sensaciones y su único fin, es experimentarlas a través de cuerpos que invaden, porque los que les correspondía les fueron negados.

–Vayamos a conocer el cuerpo de Sandra, a experimentarla –le propuso incorpórea al Príncipe –Quiero más.

Ambas conocían todos los detalles y secretos de las mentes invadidas. Y flotaron entremezclándose como efluvios invisibles hasta el barrio de los edificios colmena.

Sandra vivía con su padre borracho en la décima planta de la colmena. Fred vivía en la planta inferior. Allí se conocieron y allí cogían según convenía, en uno u otro apartamento. Fred le daba dinero a Sandra con el que su padre y ella se mantenían sin trabajar. La madre había muerto hacía muchos años, cuando Sandra tenía ocho años de los diecisiete que ahora tenía. Un cáncer de pecho la colonizó toda, no hizo caso de los bultos. Tal vez, porque le dolía tocarse los pechos por los golpes que le daba el borracho de su marido. Y claro, también le prohibía ir al médico; pero eso no lo sabía Sandra conscientemente, eran recuerdos ocultos, dormidos que la Princesita encontró en su cerebro.

El Príncipe se metió en el sucio y maloliente pensamiento del borracho que dormitaba frente al televisor encendido, mientras la hija en su habitación chateaba con el móvil.

Ambos habían acabado de comer. Sandra esperaba a su Fred y el padre sesteaba antes de meterse otro litro de vino antes de cenar.

La chica dejo el móvil encima de la almohada, se quitó los leggins azules y el tanga. Con los pechos asomando entre la blusa roja desabotonada se dirigió al salón.

–Sandrita quiere coger rico –la Princesita gobernaba la mente de Sandra obligándola a acariciar profundamente la vagina ante el borracho ya despierto que dejaba desprender un hilo de baba por el labio inferior.

–Chúpamela primero –ordenó la voz quebrada del padre ocupado por el Principito.

Sandra se arrodilló entre sus piernas, desabotonó y bajó la cremallera del pantalón; tomando el pene en la mano, empuñándolo con fuerza lo excitó hasta la erección. Dio un fuerte tirón del prepucio para descubrir el glande y se lo llevó a la boca.

Las almas gozaban y los cuerpos sentían ingobernables espasmos de placer.

–Muérdeme el pijo –pidió el padre.

La hija mordió el glande sin cuidado, unas gotas de sangre se formaron en sus labios. Cuando se lo sacó de la boca, el glande tenía los incisivos marcados en el meato, que se había rasgado.

Sandrita tiró del piercing que coronaba el vértice superior de la vagina excitando a su padre, al Príncipe.

–Siéntate en mi boca –su padre se había estirado en el sofá.

Sandra colocó cada pie al lado de la cabeza y apoyando las manos en el reposabrazos para mantener el equilibrio bajo las nalgas hasta sentir el roce de los labios.

El padre la sujetó por los muslos y elevó el rostro. La lengua recorrió pesada y seca los labios, el clítoris y luego la metió repetida y rápidamente en la vagina.

La Princesita pedía más y el Príncipe jadeaba en el cerebro del borracho.

Sandra se desplazó hacia atrás y tomando el pene, lo dirigió a su coño. Se sentó en él con un grito. El padre gemía ronco y Sandra comenzó un perreo violento empalada.

Las almas, asumieron todo el placer de la carne, incluso el dolor los enloquecía. El pene del borracho se lesionaba con el veloz coito, cuando se salía de la vagina se aplastaba doblándose y los testículos estaban siendo machacados por las nalgas de su hija.

Cuando se corrió, la leche tenía restos de sangre y la Princesita sentía expandirse con el colapso del orgasmo. El cuerpo de Sandra se estremeció con el dolor de los labios rasgados, avanzó hasta la cabeza del padre torpemente y le pidió que siguiera lamiéndola, quería correrse otra vez. Se corrió cinco veces y al borracho se le torcieron los incisivos en la encía por las continuas presiones de su hija corriéndose.

Ahora las almas fluían por el aire juntas, comunicándose. El padre y la hija estaban mudos, sorprendidos, confundidos. Quietos, ella con la vagina en el rostro de su padre cuyo pene estaba lacio.

– ¿Vamos a por más, mi Príncipe Salvador?

–Vayamos, Princesita Ardiente.

Fluyeron hacia la oficina por curiosidad y porque tenían todo el tiempo del mundo. El cajero había llamado a la policía cuando encontró los cadáveres en la trastienda, por ello la zona estaba acordonada para los humanos, bomberos, personal sanitario, ambulancias y policías habían montado el circo habitual.

Y en ese mismo instante, en el complejo de edificios próximo, un borracho reventaba su cabeza contra el pavimento de la calle, tras un viaje desde la ventana de un décimo piso.

Sandra sin comprender nada y ver su coño metido en la apestosa boca de su padre, se puso furiosa. El padre le decía que había sido quien inició aquello, y durante la discusión lo empujó contra la ventana del salón. Y luego se lanzó ella, aunque no quería, simplemente le apetecía hacerlo.

Y así fue como el Príncipe Indómito y la Princesita Perdida se hicieron libres y fluyen libremente por el mundo en busca de alimento para sus almas: a veces se alimentan de ternuras, a veces de la violencia y el dolor; pero el placer del sexo ¡guau! era su bocado preferido.

Su poder para someter el pensamiento de los cuerpos hasta llevarlos a la muerte los elevaba a divinidades.

Y lo mejor era que Dios se había olvidado de ellas.

Así que no olvidéis, niñas y niños, que cuando el Príncipe Indómito y la Princesita Perdida se encuentren cerca de vosotros, relajaos, porque nada podréis hacer. Sólo les importa vuestras emociones y sentimientos, la carne es solo una butaca en un cine.

 

 

Iconoclasta


14 de mayo de 2023

lp--Las esporas de la imbecilidad y otras consideraciones--ic

Dónde nacen los seres más tontos del mundo es difícil de concretar.

Pareciera que la imbecilidad es una espora que viaja por la atmósfera y me los contamina a todos allá donde aleatoriamente se deposite.

En cualquier región de La Tierra.

Lo que me lleva a pensar que somos un peligro para cualquier otra especie en el universo, podríamos ser los que infecten otros mundos con la imbecilidad. Es temible ser los malos de las películas. Tanto lloriquear conque vamos a ser invadidos y toda esa mierda.

Así que emanando de dios, la imbecilidad ha colonizado desde los más altos estamentos sociales de las civilizaciones hasta la mísera casta paria esclava o trabajadora.

Esto explica porque desde el más poderoso al más mísero, son incapaces de hacer la “o” con un canuto o moneda. La diferencia entre el poderoso y el mísero o trabajador, radica en el dinero, su cantidad más concretamente. El poderoso puede pagar una nómina de diez expertos para que entre todos atinen a escribir o dibujar la “o”. Una “o” preciosa, de calidad  y duradera, como solo un poderoso sabe hacerla.

La imbecilidad se mantiene igual para ambos. Es el mayor alarde de democracia en el universo.

Al poderoso las esporas de la imbecilidad lo parasitan por las napias (típica nariz empolvada de blanco). Y a los míseros les entra por el ano (más bien se las empujan) que les sangra, esporas aparte, de tantas cosas que les meten en él cada día los poderosos. Y no solo supositorios con el aval de la justicia puta porque prevalece el derecho a la vida.

Una cosa sí está clara: si dios no hubiera querido que se les metiera cosas por el culo, no los habría creado con un agujero y una raja en la parte inferior de la espalda. No les habría dado culo.

Y es de agradecer que lo tengan ambos, poderosos y míseros; sin culo solo quedaría la boca y se les pudrirían los dientes por exceso de dulce de leche.

Es fácil colegir así que, dada la obsesión de dios por el asunto anal, su origen se halle en un homosexualismo cosmogónico sea lo que sea eso. Contando además, de que no nos hallemos ante las barbas de un todopoderoso transexual; teoría que cada día es más plausible según las tesis del Nazismo Poscoronavirus Penitenciario Maricón Sanitario Climático.

Sea como sea, lo único cierto y comprobado cienciológicamente, es que dios está en la nariz de los poderosos y en el culo de los míseros.

Es un equilibrio natural en el planeta Tierra.

Y lo que es más importante, gracias a ello me lo paso en grande con mis ensayos.

Realmente agradezco la inexistencia de dios y ser yo el que ríe sin cosas metidas en el culo.

Es mi única fe y dogma: el culo es una salida, no una entrada. Y la prueba es que todo ser humano instintivamente, ante una situación de estrés, peligro y miedo; aprieta fuertemente las nalgas para que con alevosía o por accidental indecencia, no le metan algo.

Hasta que no se llega a la insensibilización por la destrucción de los nervios culares o anales, se viven grandes crisis de dolor que pueden durar décadas (medios siglos más precisamente) según las regiones más dadas a ello, como España.



Iconoclasta

 

23 de marzo de 2023

lp--666: Una epifanía--ic


Yo digo que una bofetada se resuelve con otra hostia.

Además, sería imposible pagar solo con otra.

La decapitación…

No se trata de poner la otra mejilla, no es tan fácil.

Todo va más allá, a otra dimensión, en la que yo rijo.

Yo lo puedo hacer; pero vosotros no y si lo hacéis será una chapuza. Un trabajo mal hecho e inconcluso por mucho que matéis.

Pero lo más importante, es que desde el momento en que ese dios melifluo, iracundo y maricón me creó, nadie me ha dado una bofetada.

Yo sí puedo hacer lo que digo, lo he hecho antes de alardear de ello.

En un tiempo remoto, cuando le comía los dedos de los pies a un bebé ante su madre, dios me preguntó desde su palacio celestial mierdoso, que parece un burdel barroco:

¿Por qué lo matas todo, 666?

Le respondí que no soy un hipócrita divino y sádico como él. Que no pido obediencia ni fe a sus amadas creaciones, monos de mierda…

Dices ser amor, y sin embargo asesinas y torturas hipócritamente, cerdo todopoderoso.

Le dije que es mi trabajo y disfruto con él, sin más liturgias de mierda.

Incluso cuando el primate casi con alegría va a morir y por ello dejar de sufrir, le insuflo vida por el placer de observar el movimiento de sus intestinos que, parecen grandes y sucias lombrices retorciéndose al aire.

Evito que el mono muera de un infarto cuando observa como descuartizo a todos sus seres queridos en largas sesiones, chapoteando mis pies en una balsa de sangre y restos cárnicos.

Lo más fascinante llega cuando el dolor y el terror se les hace tan insoportables que su mente estalla y dejan de ser humanos para convertirse en un organismo desgajado o eviscerado, mugiente y convulso. Incapaz de pensar, solo buscando la muerte como un animal que va a morir abrasado y corre hacia el acantilado, al vacío.

Juro que puedo escuchar el sonido a cristales resquebrajándose cuando la mente se les rompe y dejan de ser humanos.

Algo que ningún mono del mundo podrá gozar jamás. Es mi privilegio exclusivo y la razón suficiente e insaciable para exterminaros lentamente cada día, cada noche, a cada instante… A todos, desde los recién nacidos a los que han creído tener la suerte de morir dulcemente en la vejez.

No puedo creer, dios imbécil, como puedes asombrarte después de tantos millones de años viendo como desguazo y extermino a tus creaciones.

Y cuando acabe con el último primate sobre la capa de la tierra, subiré a tu cochino cielo y comprenderás lo que es la fractura de la mente cuando te tenga en el filo de la muerte y el dolor inenarrable; y a tu hijo el nazareno, repartido a trozos entre los coros celestiales, después de haberlo despellejado como un muñeco de medicina.

Cuando tu corazón negro dé el último latido en la palma de mi mano, tu mente se habrá rajado y dejarás de existir antes de morir. Y el mundo que creaste sufrirá un colapso que lo convertirá en otra piedra muerta flotando en el universo. Tu grito de dolor enmudecerá por fin allá en el vacío.

Mientras ese momento llegue, herviré crías de primates humanos como golosinas para mis crueles. Mis queridos y obedientes cerdos diabólicos…

Les gusta más cuando les doy carne de ángel, se matan entre ellos por un bocado de sus alas recias y musculosas, afeminadas hasta la vergüenza. ¿Por qué no los dejas acercarse a mí más a menudo, dios marica?

Ese Dios melifluo y asesino hipócrita, hace ya rato que ha cerrado las puertas de su reino. No le gusta que sus primates inocentes, bienaventurados, ángeles y arcángeles escuchen mi verdad, mi volición imparable.

Cuando desplego en todo su esplendor mi naturaleza en el infierno, el silencio se convierte en una plancha de plomo que lo enmudece todo, ni siquiera se produce eco. Un plomo que cae sobre las almas que sufren sin cuerpo para la eternidad o cuando a mí me plazca acabar con ellas.

Puedo imaginar vívidamente un mundo sin vida humana y rujo al cielo y a la oscuridad de mi húmeda y oscura cueva.

A medida que me tranquilizo tras mi furiosa epifanía, soy consciente del sonido que produce mi Dama Oscura entre mis piernas, chupando mi rabo y sus dedos chapoteando en su raja anegada y brillante, sentada a los pies de mi trono de piedra. Mis huevos captan el frescor de la piedra del trono. Me gustaría que la Oscura prestara más atención a estos detalles, que los acariciara y dejara de darse placer a sí misma.

Extraigo de entre la carne de mis omoplatos mi puñal y goteando viscosidad sanguinolenta, deslizo la afilada e infecta punta por sus pezones acariciándolos, conteniendo a duras penas el deseo de cortarlos.

Ante el caliente filo, se le escapa un gemido de la boca llena de mí y su orina se derrama entre mis pies y sus nalgas poderosas que esconden un indecoroso y hambriento ano.

Un cruel emerge gruñendo de la oscuridad que nos rodea, se acerca al trono y lame con avidez los jugos derramados y el coño de la Dama Oscura cuando se lo ofrece separando las piernas.

– ¡Hazme daño! –rujo.

Desenfunda la fina daga, un estilete ceñido a su muslo y lo clava en el escroto atravesándolo de parte a parte, destrozando los testículos… El glande escupe unas gotas de sangre que caen sobre el hocico del cruel. Las manos de la Oscura están ensangrentadas, ardientes…

Y bramo.

El cruel huye apresuradamente gruñendo horrorizado hacia las oscuridades a esconderse.

Eyaculo una gelatina rojiza que cae sobre las tetas de la Oscura, que mantiene su mano cerrada en mis mutilados cojones, apretándolos, sosteniendo el dolor en su nota más alta.

Es una virtuosa del dolor, no sé si le queda algo de humana…

Y como si leyera mi pensamiento lleva esa gelatina a su coño para extenderla mientras se corre y grita y jadea y sus pechos se agitan pesados, duros…

Esta es la dimensión oculta que habito. La del dolor, la cuarta que tanto buscabais.

Bienvenidos a ella, pasad y sufrid.

Pasad y rompeos, primates.

Moriréis todos.

Siempre sangriento: 666.



Iconoclasta