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19 de agosto de 2015

El polvo


Pasan los días y se crea una fina capa de polvo en los estantes de vidrio y los muebles. Siento un nudo en el estómago que se deshace cuando lo toco, porque es suave, es polen y trae aromas dulces y de vida.
Arrastro el trapo que se desliza suave y deja limpia la superficie casi con dulzura.
E intento limpiar los recuerdos del indecente polvo lejano en tiempo y distancia; pero es inevitable que surja como un mal sueño en la memoria.
Y paso los dedos por las superficies dulcificadas por el polen para palpar el presente y aferrarme a la dulzura cuando el polvo forma tristes torbellinos en mi memoria.
Con un suspiro de alivio, tomo conciencia de que ya no he de arrastrar los dedos en el áspero polvo que se posaba en los muebles y el suelo de aquella casa en Puebla, donde más que polvo, era una arena agresiva que molestaba al respirar, arañaba los muebles, mi piel y el ánimo.
Polvo y ceniza.
Una casa enferma con seres enfermos. Paranoias de la hipocresía y de inexplicables vanidades .
Cenizas de un volcán y cenizas de unas vidas quemadas por su propia apatía y mediocridad. Todo lo cubría una capa blanca insana, lastimosa. Algo de lo que huir para no convertirse en lo que ellos eran.
La madre polvorienta, los niños de polvo...
No había refugio en aquella casa, era peor dentro que fuera.
Héroes de un mal cómic que se deshacen en partículas de mentiras y llantos, de ebriedad e incomprensión hacia su propia naturaleza.
A veces miraba mis propias manos y temía que se me derramaran de un momento a otro en una catarata polvorienta.
Un polvo constante que caía de la piel de un ser ebrio, narcótico, hipócrita y frustrado que había contagiado a sus hijos.
La madre de todo aquel polvo, la empolvada malicia torpe.
La familia polvorienta...
Dos niños de partículas de ceniza, vestidos con pasto seco que crecían entre la paranoia que fermentaba la madre y su ropa íntima sucia de cenizas mojadas como un barro negro.
El polen es como una nieve, danza ingrávido en el aire,  a veces toma formas de seres alados blancos y respiras dando gracias a no ser alérgico y poder vivir entre toda esa vida.
Y sonrío sin darme cuenta hasta que siento las comisuras de los labios temblar.
En aquella casa de México se respiraba esmeril en la garganta, abrasivo que hacía sangrar las encías y los riñones. Llevaba el germen de la miseria, la vulgaridad y la decepción cada día, como una tormenta de mierda en el desierto.
 Una lluvia de partículas que caía mientras limpiaba, como una pesadilla recurrente y diaria. No se limpiaba jamás, como si el brillo de las cosas estuviera prohibido, condenado.
Era tan deprimente...
Amores incinerados,  abrazos nacidos de la desesperación, sin cariño. Ternuras falsas y de interés, lágrimas ebrias. Gritos que nacían de una garganta sedienta de vodka y dedos vacíos buscando marihuana que llevarse a los labios pintados de mentiras.
Cada fin de semana el desierto se comía más el horizonte.
Miradas de neurosis de las que huir entre la niebla sucia de las habitaciones. Sus vidas se iban entre mentiras y somnolencias vacías de sus mentes pobres durante horas.
Dormían histéricamente para anestesiarse de sí mismos.
La visión deprimente de aquellos dos niños que arrastraban cada tarde tras de sí las mochilas, trayendo consigo el polvo de la mentira y la paranoia.
Que lloraban de miedo por la lluvia y sin otra razón.
Acunando la paranoia de sus padres entre risas neuróticas y peleas enfermizas, entre ropas polvorientas y los asientos pringados, embarrados de miserias de un coche gris que los llevaba a la escuela gris de la gris ignorancia.
La paranoia hipócrita de su madre y la del indigno padre que no conocía el trabajo y vivía aún metido en el coño de su madre. La vida más triste...
Era desesperante perder la vida entre tanta miseria que cultivaban celosamente, como escarabajos haciendo afanosamente pelotas de los excrementos.
Indignas vanidades que ofendían el pensamiento mismo.
Pobres niños alimentados de polvo y miseria.
Se convirtieron en el puro y nítido reflejo de aquellos dos que los parieron.
Padres erróneos, futuros previsibles. Una historia escrita de antemano con tinta de agua, polvo y cenizas.
El reloj corría lento para salir de aquella prisión de polvo y recoger a la pequeña en la guardería, el momento esperado y ansiado para comer unos tacos con una horchata y estar a salvo durante un tiempo de aquella casa polvorienta y sucia. 
Los momentos hermosos son tan difíciles de ver entre el aire opaco de la ceniza  y el polvo... La podredumbre lo enturbia todo.
Un helado que comprábamos y que duraba horas para no estar allá dentro, entre el polvo y bajo el polvo. Aunque el precio final fuera que la madre polvo llegara tarde a la heladería e impusiera su inmundicia sobre la mesa limpia en la que comíamos el helado.
La mujer que dejaba tras de sí una estela de polvo amarillento y viejo.
El polen se ha enganchado en mis dedos y lo amaso hasta formar una bolita suave como la mirada y la voz de la pequeña. La amaso pensando en los amigos que conjuraban el polvo, que barrían la niebla de la hipocresía y la miseria durante un tiempo y daban descanso a mis ojos y garganta con su presencia y charla. Hubieron momentos de luz y cafés entre todo aquel miserable polvo. Había un lugar llamado Crystal y era la claridad que combatía el polvo apestoso y asfixiante, un refugio...
Ahora el aire es absolutamente limpio y el polen hace tranquilizadoramente difusa mi visión cuando se prende en las pestañas.
Y pienso en mi fortaleza, en la voluntad y en la decisión, en el trabajo y en la ética, en las sonrisas y en la tristezas francas; en las cosas que jamás podrá reflejar el polvo que es ciego y lo ciega todo, alimentándose de sí mismo como un tumor.
Es una atmósfera ya lejana, añoradamente salpicada por  la brillantez de cordialidades, palabras, sonrisas, bondades y bellezas; a pesar de los seres de polvo y su empeño psicótico por anular todo brillo en la superficie de las cosas.
Pasan los días y el polen se acumula, dejo que así ocurra para poder palparlo al limpiar.
Me conforta... Me  hace sentir táctilmente que estoy lejos de aquellas cenizas flotantes humanas.
Es mentira lo que dicen, no soy polvo ni en polvo me convertiré.
Cuando muera, mi piel se desprenderá en jirones de polen, jamás seré aquello ya innombrable.



Iconoclasta