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26 de septiembre de 2013

El hijo de un violador (3)



 
3
Tomó el metro y transbordó en el tren de cercanías. Trabajaba como especialista en una prensa de moldes de plástico. Llegó dos horas tarde, se sentía mal, con el vientre dolorido y una sensación de náusea.
Lo rutinario y monótono de su trabajo apenas lo abstrajo de sus pensamientos y miedos. No podía dejar de ver a su esposa como en un sueño, a través de una gasa, penetrada por su propio pene oscuro, como si fuera un animal venenoso.
El intenso ruido de la maquinaria pesada no era suficiente para acallar sus miedos.
La prensa bajaba con fuerza haciendo temblar el suelo. Lo hacía miles de veces a la semana; por fin, algo se había roto en toda aquella rutina y se arrepintió de haber deseado muchas veces que algo cambiara en la monotonía de su vida. Ya no sabía si aquello era realidad o un sueño que se repitió hasta el engaño. Lo real era su pene alejándose de su cuerpo, su miedo, la locura…
— ¡Fausto! ¿Qué te pasa? Ve a descansar —le ordenó Sánchez, el supervisor de la planta—. No deberías haber venido, amigo. Ve al médico, porque haces muy mala cara.

Fausto se encontraba inmóvil ensimismado en sus pensamientos y la prensa se había detenido; el personal de la cadena de montaje necesitaba sus piezas.
Lo que verdaderamente le obsesionaba era su propia imagen en el vientre materno. De alguna forma tenía la certeza de ser él aquel feto que flotaba compartiendo útero y placenta con un pene que era su hermano. Dos seres en un mismo vientre, algo imposible que no puede ocurrir.
Si estuviera loco, no habría aquella sangre; si estuviera loco, su esposa lo habría notado. Si estuviera loco, no sería tan extraño todo.
—Lo siento Sánchez. No me encuentro nada bien. Voy a recursos humanos para avisar que voy al médico.
—Tranquilo, ve y descansa. Que te mejores.
Por supuesto, no acudió al médico. Era la una del mediodía del jueves cuando llegó a casa, se metió en la ducha y se estiró desnudo en la cama. Tenía una extraña comezón en el pubis, muy adentro.
Tomó el pene y tiró de él para separarlo. Le produjo un dolor tan intenso que volteó sobre sí mismo en la cama cayendo al suelo. Entre el bello del pubis surgió sangre dibujando el contorno donde se alojaba el bálano-móvil.
La puerta de casa se abrió Se apresuró a meterse en la cama y apareció Maricel en el umbral de la puerta.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has llegado tan pronto? —le preguntó su hija sorprendida.
—No me encontraba bien, estaba mareado y con dolor de estómago. He pedido permiso por indisposición.
Maricel se acercó y le dio un beso en la mejilla.
— ¿Quieres que te prepare algo o vaya a la farmacia?
— No, esto con un poco de descanso se curará. No te entretengas y ve a comer, que te queda poco tiempo para la próxima clase.
—Sí y hoy comienza un poco más pronto. ¿Lo sabe mamá?
—No la he llamado, no tiene importancia.
Su erección se hizo potente y le dolía, sentía vivamente como el miembro intentaba desprenderse.
Y se desprendió dejando un pequeño rastro de sangre, el último acto de voluntad propia de Fausto fue llevarse las manos al punto de dolor que era el pubis. El pene reptó bajo las sábanas entre sus piernas, su conciencia quedó en un segundo plano y su cuerpo lacio. De una forma impersonal observaba el avance del pene con sus testículos encogiéndose y estirándose con cada avance.
El pene en el vientre materno viajó lentamente desde cerca de su rostro hasta alojarse entre sus incipientes piernas. Recordó aquello como su primer contacto con el dolor, cuando una especie de boca dentada se abrió en la base de aquel pene y rasgó su tejido aún fetal para clavarse a su pubis vacío. Su madre padeció una pequeña hemorragia a la que los médicos no dieron importancia.
Esas visiones las vivía de una forma directa y dolorosa, con todos sus sentidos. Recuerda el miedo, la repulsión que le inspiraba aquella cosa que estaba encerrada con él.
Maricel ya estaba en la cocina preparando la comida del refrigerador para calentarla en el microondas. Vestía un pantalón vaquero ajustado con el botón de la cintura desabrochado y una camiseta de cuello redondo estampada. Su cabello liso y negro estaba recogido en un moño en la coronilla, atravesado por dos lápices con goma de borrar.
El pene entró en la cocina, y se acercó hasta el pie calzado con unas sandalias de tiras de cuero. El glande lucía brillante y mojado, dejaba pequeños hilos de baba enganchados en el suelo que se rompían con el avance. El meato parecía una sonrisa de alma podrida o un ojo ciego del diablo.
Cuando rozó la piel del pie, Maricel se sobresaltó y lanzó un grito de horror ante aquella monstruosidad. El pene la acechaba siguiendo el movimiento de su piel, hasta que le dio una patada lanzándolo fuera de la cocina.
— ¡Papá, papá! —gritaba corriendo hacia la habitación de su padre.
Su padre estaba inmóvil con los ojos abiertos mirando nada.
— ¿Qué te ocurre? —le gritaba zarandeándolo.
La sábana cayó dejando desnudo a su padre, observó con un escalofrío que no tenía genitales y que del gran agujero de su pubis, manaba aún un poco de sangre.
El pene ya se encontraba en el umbral de la puerta. y subió a la cama, reptando por la sábana caída en el suelo.
Maricel subió a la cama, al lado de su padre y le palmeó las mejillas para intentar devolverlo a la conciencia; pero no respondía. Buscaba por el suelo aquella cosa repugnante. No quería separarse de su padre ni para llamar por teléfono para pedir ayuda.
Oyó que algo rozaba la sábana a su espalda y cuando se giró para enfrentarse a lo que fuera, el pene erecto y sobre sus testículos se encontraba en la almohada, casi a la altura de su rostro; le escupió un líquido incoloro y espeso en la cara pringándole los ojos y la boca. Se sintió invadida por un denso olor a orina. Saltó por encima de su padre al suelo, gateó y al llegar a la puerta de la habitación se detuvo. Se puso en pie y se bajó los pantalones y las bragas, para luego acostarse en la cama. Sus dedos acariciaron el monte de Venus depilado, se acariciaba los bordes de los labios de la vagina anticipándose al placer, esperando el pene que reptaba entre sus piernas hacia su coño.
Fausto observaba desde la bruma a su hija con las piernas abiertas y una sonrisa de placer lasciva en la boca, sus labios lucían brillantes por la sustancia que le había escupido su pene, no se limpiaba el moco que se había formado en sus ojos.
El pene presionó su glande empapado contra la vagina y retorciéndose la penetró. Maricel acariciaba aquello que se metía en ella.
— ¡Qué zorra soy! ¡Siempre me ha gustado que me jodan! —gritaba a medida que el bálano profundizaba y se retorcía entre las paredes de su vagina.
Su padre la observaba sin emoción alguna. De su sexo abultado y lleno sobresalían obscenamente unos testículos que se agitaban y acariciaban con el golpeteo el ano rítmicamente.
En el vientre de su madre, su cuerpo ya estaba casi formado y el pene se había integrado plenamente en él. Ya no sentía miedo, estaba alimentándose tranquilo. Oía el sonido exterior a través de la piel del vientre de su madre, como todo crío se familiarizaba con breves mensajes sensoriales del mundo en el que tenía que vivir.
Su pene se agitó y tuvo una pequeñísima erección y le llegó claro el llanto de su madre.
—Yo no quiero este niño, Juan. Es el hijo de quien me violó, sácamelo. Ayúdame a abortar, por favor.
—No lo hagas, Isabel. Yo lo acepto, acéptalo tú, porque si lo haces, un día te arrepentirás y yo también. Somos católicos.
No era un sueño, era un recuerdo latente durante su formación intrauterina, un regalo de su “hermano”. Su madre estaba ya embarazada cuando fue violada, pero el matrimonio no lo sabía. Eran dos hermanos de distinto padre compartiendo un mismo útero. Se sintió furioso y confuso sin que pudiera hacer nada más que estar prisionero en su propio cuerpo.
El pene era el hijo del violador, con toda su tarada genética.
El problema era qué hacer con aquello que se estaba follando a su hija, cómo escapar del pozo donde su conciencia se hallaba y tomar el control de su cuerpo.
Y se colapsó dentro de sí mismo ante la carga emocional. Su existencia se había limitado en ese momento a ser los ojos de los genitales que estaban violando a su hija. Lloraba por dentro.
Maricel estaba llegando al orgasmo y llevó sus manos entre las piernas para acariciar los testículos y meterse el pene más adentro, con más fuerza de lo que lo hacía.
— ¡Hijo de putaaaaaaa…! ¡Por el amor de Dios, me estás matando de placer! ¡Así, así, así…!
Su espalda se arqueó cuando los testículos soltaron su carga seminal, llevó los brazos tras la cabeza. Su pelvis estaba alzada y su sexo chorreaba semen entre los resquicios del coito. Sacó aquella carne oscura de su vagina, se encontraba cubierto de esperma, resbaladizo. Tomó con las dos manos el pesado glande, abrió la boca cuanto pudo y se metió esa carne hirviendo de calor y sangre, lo lamió hasta que no quedó rastro de esperma.
— ¡Es delicioso! Dame más —dijo sosteniéndolo entre sus manos en alto, observándolo con admiración.
Y en una fracción de segundo, los ojos de Maricel se llenaron de horror. La realidad se hizo patente con un fogonazo de luz en su cerebro y sintió asco y rechazo.
A punto de lanzar aquella obscenidad lejos de sí, el pene se revolvió entre sus manos para hundirse en su boca de nuevo. Maricel tragó aquella baba narcótica y volvió al estado de excitación sexual en apenas unos segundos. En un principio se pellizcó los pezones excitándose de nuevo por la felación que estaba haciendo y de repente pataleó desesperada intentando sacarse aquel trozo de carne que estaba obstruyendo su garganta, casi dos minutos después murió asfixiada. Una nueva andanada de semen bajaba por la comisura de sus labios, por el mentón regando el cuello ya muerto.
El pene cayó exhausto en la cama, y lentamente se dirigió a su alojamiento entre las piernas de Fausto. Cuando se acopló, quedó lacio y los ojos del hombre se cerraron.
Pasaron cinco minutos hasta que por fin pudo adquirir conciencia y se apresuró a hacer el boca a boca a su hija, le hizo masajes cardíacos como había aprendido en los cursos de primeros auxilios de la empresa; pero a cada segundo estaba más fría.
Escupió restos de semen que había en la boca de su niña y se derrumbó llorando y abrazándola.
Apenas eran las dos de la tarde.
Arrastró el cuerpo de Maricel a su habitación porque no sabía que hacer y debía hacer algo, lo que fuera. Debía alejar a su hija de él mismo, lo debería haber hecho antes, cuando se excitó la noche pasada viéndola en ropa interior.
Intentaba pensar con claridad, cómo actuar, cómo explicar lo ocurrido. Porque la única explicación posible era que él había violado y matado a su hija.
El dolor y la confusión eran abrumadores. Se estiró en la cama y durmió porque su mente estaba completamente dislocada.







Iconoclasta

 

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