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29 de septiembre de 2013

El hijo de un violador (4)


4
Lo despertó Pilar hacia las siete de la tarde.
—Hola amor. ¿Te encuentras mal? —le acarició la cara besándole en la boca.
Estaba desorientado.
—Me he venido a casa porque no me encontraba bien —dijo sin saber como explicar lo demás.
—Pues no lo parece…
Pilar había tomado con su puño el pene erecto, aunque él no lo había notado.
Se colocó encima de Fausto besándole, se arremangó la falda y se bajó hacia el vientre haciendo un camino de saliva por el pecho de su esposo, por fin se metió el pene en la boca, succionando y lamiendo mientras se sacaba el tanga. Se hizo tan grande que le dolían las mandíbulas. Y su vagina estaba empapada como nunca.
El dolor acudió como un relámpago al vientre de Fausto y Pilar confundió el quejido y el espasmo con placer.
—Tiene que dolerte esto tan duro, mi amor.
Usó sus pechos para masajear el miembro, olía fuerte y la excitaba.
Apenas hubo un segundo de sorpresa cuando se dio cuenta de que el pene ya no estaba unido a su esposo. El meato era una sonrisa ruin presionada entre sus pechos. No comprendía aún; pero estaba tan excitada que no importaba.
Se acercó el pene a la cara  y lo acarició con sus mejillas dejándose un rastro de aquella baba excitante en los labios.
— No sé qué está ocurriendo, amor; pero me haces feliz —dijo tumbándose en la cama con aquellos genitales entre sus manos.
Separó las piernas elevando los glúteos sobre la cama y llevó aquello a su sexo, lo metió todo lo profundo que pudo y se dejó hacer.
Sus pechos se agitaban con las embestidas que daba aquel bálano casi negro en su sexo, sus pezones estaban erizados hasta el dolor. Su vientre era un amasijo de nervios que estaban desatando un orgasmo incontrolado. Como a la mañana…
— ¡Otra vez, por favor! ¡Házmelo otra vez, hijo de puta! —decía golpeándose con brutalidad el monte de Venus.
Tardó años en conectarse, en crear la red nerviosa que uniera el micro cerebro que se alojaba en cada testículo con el central. Años de oscuridad, de dependencia total. Mientras tanto, Fausto crecía como un niño cualquiera. Cuarenta y ocho años fueron necesarios para que el hermano-pene pudiera conectarse al cerebro, usarlo y poder tener, aunque fuera breve, autonomía lejos del cuerpo. La parasitación fetal fue perfecta y rápida, la del cuerpo y la mente tardó medio siglo casi. Toda esa información se la lanzaba ese pene-hermano como un reproche y un alarde de su poder.
Fausto ya no podría olvidar esos recuerdos ahora inducidos y absurdos que de repente convirtieron su vida en un simple proceso parasitario de otro ser. Su vida parecía haberse acabado en ese momento, le tocaba vivir al otro.
Pilar extrajo el pene cuando lo notó a punto de eyacular, quería bañarse la cara, la boca y los pechos con aquel magma blanco.
El meato se dilató abriéndose como si fuera un grito mudo y soltó su carga de semen. La mujer se retorcía en la cama sin prestar atención a su marido. Acariciaba delicadamente la cabeza del pene convulsionándose con los últimos ecos de los orgasmos.
Pilar se durmió y el pene se arrastró con cansancio hacia su hermano para acoplarse de nuevo. El hombre cerró los ojos y su conciencia empezó a emerger lentamente.
Cuando tomó el control de su cuerpo, sacudió a Pilar por los hombros. Se encontraba profundamente dormida, tuvo que insistir durante casi cinco minutos hasta que respondió a sus estímulos.
—Maricel ha muerto… No he podido hacer nada. Se metió en su boca y la asfixió.
Pilar parpadeó sin entender, miró la habitación como si recordara lentamente donde se encontraba. Se levantó repentinamente, entendiendo las lejanas palabras de su marido. Corrió hacia la habitación de su hija, por sus muslos Fausto veía resbalar el semen ya frío de su hermano.
Se incorporó intentando correr tras ella, pero se sentía mareado, avanzaba por el pasillo aguantando el equilibrio con las manos en las paredes mientras oía llorar a Pilar.
— ¡Mi niña! ¡Mi niña! La habéis matado…
Fausto la abrazó.
—Hemos de avisar a la policía, hay que hacer algo. Soy un peligro.
Pilar lo observó y los rasgos de su rostro se endurecieron repentinamente. Intentó hablar; pero sus labios se movieron sin decir nada.
—Tranquila, cielo. Esto no nos está pasando… —lloraba Fausto abrazándola.
—No eres un peligro, ni tu hermano. Mari tuvo su oportunidad y no lo aceptó —dijo por fin con la voz serena y fría.
—Estás loca, esa cosa no es mi hermano —gritó negando lo que él mismo sabía.
—Me lo dijo él. Me dijo que durante el coito, hablaron mente con mente y no lo hubiera aceptado jamás. Dijo que lo denunciaría a quien fuera. Amo a tu hermano, Fausto. Lo siento en el alma.
—Esto es una pesadilla y tú estás drogada, algo te ha hecho esta polla de mierda —gritó sujetándose los genitales con los puños crispados.
—Vámonos, huyamos no puedes explicar lo ocurrido y de cualquier forma, tú eres el responsable de su muerte. No sé si acabarás en una cárcel, en un manicomio o en una feria de monstruos. No tienes futuro, Fausto. Y yo necesito estar con vosotros. Con él…
— ¡Estás como una puta cabra, idiota! —le gritó al tiempo que le daba una bofetada—  ¿No ves que entre los dos hemos matado a tu hija, nuestra hija?
En su pubis sintió otro trallazo de dolor y sangró el pubis en la zona de acoplamiento, aunque el pene estaba fláccido. Pilar escupía sangre por el labio partido.
—Es tú hermano, acéptalo. Tiene el control. Yo sé de su pesar, ha permanecido casi medio siglo pegado a ti sin ser nada, sin ser nadie. Quiere vivir, es un ser vivo —le dijo acariciándole el pene por encima del pantalón, calmando el dolor.
—Vámonos. Estamos a tiempo… Lejos de aquí pensaremos mejor.
Aunque el cerebro de Pilar ya pensaba donde ir y a quien acudir.
Confuso y derrotado, su esposa lo guió de la mano a la habitación de matrimonio. Se vistieron, hicieron dos mochilas con equipaje y se dirigieron en ascensor al garaje donde aparcaban su vehículo que solo usaban algunos fines de semana.





Iconoclasta

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26 de septiembre de 2013

El hijo de un violador (3)



 
3
Tomó el metro y transbordó en el tren de cercanías. Trabajaba como especialista en una prensa de moldes de plástico. Llegó dos horas tarde, se sentía mal, con el vientre dolorido y una sensación de náusea.
Lo rutinario y monótono de su trabajo apenas lo abstrajo de sus pensamientos y miedos. No podía dejar de ver a su esposa como en un sueño, a través de una gasa, penetrada por su propio pene oscuro, como si fuera un animal venenoso.
El intenso ruido de la maquinaria pesada no era suficiente para acallar sus miedos.
La prensa bajaba con fuerza haciendo temblar el suelo. Lo hacía miles de veces a la semana; por fin, algo se había roto en toda aquella rutina y se arrepintió de haber deseado muchas veces que algo cambiara en la monotonía de su vida. Ya no sabía si aquello era realidad o un sueño que se repitió hasta el engaño. Lo real era su pene alejándose de su cuerpo, su miedo, la locura…
— ¡Fausto! ¿Qué te pasa? Ve a descansar —le ordenó Sánchez, el supervisor de la planta—. No deberías haber venido, amigo. Ve al médico, porque haces muy mala cara.

Fausto se encontraba inmóvil ensimismado en sus pensamientos y la prensa se había detenido; el personal de la cadena de montaje necesitaba sus piezas.
Lo que verdaderamente le obsesionaba era su propia imagen en el vientre materno. De alguna forma tenía la certeza de ser él aquel feto que flotaba compartiendo útero y placenta con un pene que era su hermano. Dos seres en un mismo vientre, algo imposible que no puede ocurrir.
Si estuviera loco, no habría aquella sangre; si estuviera loco, su esposa lo habría notado. Si estuviera loco, no sería tan extraño todo.
—Lo siento Sánchez. No me encuentro nada bien. Voy a recursos humanos para avisar que voy al médico.
—Tranquilo, ve y descansa. Que te mejores.
Por supuesto, no acudió al médico. Era la una del mediodía del jueves cuando llegó a casa, se metió en la ducha y se estiró desnudo en la cama. Tenía una extraña comezón en el pubis, muy adentro.
Tomó el pene y tiró de él para separarlo. Le produjo un dolor tan intenso que volteó sobre sí mismo en la cama cayendo al suelo. Entre el bello del pubis surgió sangre dibujando el contorno donde se alojaba el bálano-móvil.
La puerta de casa se abrió Se apresuró a meterse en la cama y apareció Maricel en el umbral de la puerta.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has llegado tan pronto? —le preguntó su hija sorprendida.
—No me encontraba bien, estaba mareado y con dolor de estómago. He pedido permiso por indisposición.
Maricel se acercó y le dio un beso en la mejilla.
— ¿Quieres que te prepare algo o vaya a la farmacia?
— No, esto con un poco de descanso se curará. No te entretengas y ve a comer, que te queda poco tiempo para la próxima clase.
—Sí y hoy comienza un poco más pronto. ¿Lo sabe mamá?
—No la he llamado, no tiene importancia.
Su erección se hizo potente y le dolía, sentía vivamente como el miembro intentaba desprenderse.
Y se desprendió dejando un pequeño rastro de sangre, el último acto de voluntad propia de Fausto fue llevarse las manos al punto de dolor que era el pubis. El pene reptó bajo las sábanas entre sus piernas, su conciencia quedó en un segundo plano y su cuerpo lacio. De una forma impersonal observaba el avance del pene con sus testículos encogiéndose y estirándose con cada avance.
El pene en el vientre materno viajó lentamente desde cerca de su rostro hasta alojarse entre sus incipientes piernas. Recordó aquello como su primer contacto con el dolor, cuando una especie de boca dentada se abrió en la base de aquel pene y rasgó su tejido aún fetal para clavarse a su pubis vacío. Su madre padeció una pequeña hemorragia a la que los médicos no dieron importancia.
Esas visiones las vivía de una forma directa y dolorosa, con todos sus sentidos. Recuerda el miedo, la repulsión que le inspiraba aquella cosa que estaba encerrada con él.
Maricel ya estaba en la cocina preparando la comida del refrigerador para calentarla en el microondas. Vestía un pantalón vaquero ajustado con el botón de la cintura desabrochado y una camiseta de cuello redondo estampada. Su cabello liso y negro estaba recogido en un moño en la coronilla, atravesado por dos lápices con goma de borrar.
El pene entró en la cocina, y se acercó hasta el pie calzado con unas sandalias de tiras de cuero. El glande lucía brillante y mojado, dejaba pequeños hilos de baba enganchados en el suelo que se rompían con el avance. El meato parecía una sonrisa de alma podrida o un ojo ciego del diablo.
Cuando rozó la piel del pie, Maricel se sobresaltó y lanzó un grito de horror ante aquella monstruosidad. El pene la acechaba siguiendo el movimiento de su piel, hasta que le dio una patada lanzándolo fuera de la cocina.
— ¡Papá, papá! —gritaba corriendo hacia la habitación de su padre.
Su padre estaba inmóvil con los ojos abiertos mirando nada.
— ¿Qué te ocurre? —le gritaba zarandeándolo.
La sábana cayó dejando desnudo a su padre, observó con un escalofrío que no tenía genitales y que del gran agujero de su pubis, manaba aún un poco de sangre.
El pene ya se encontraba en el umbral de la puerta. y subió a la cama, reptando por la sábana caída en el suelo.
Maricel subió a la cama, al lado de su padre y le palmeó las mejillas para intentar devolverlo a la conciencia; pero no respondía. Buscaba por el suelo aquella cosa repugnante. No quería separarse de su padre ni para llamar por teléfono para pedir ayuda.
Oyó que algo rozaba la sábana a su espalda y cuando se giró para enfrentarse a lo que fuera, el pene erecto y sobre sus testículos se encontraba en la almohada, casi a la altura de su rostro; le escupió un líquido incoloro y espeso en la cara pringándole los ojos y la boca. Se sintió invadida por un denso olor a orina. Saltó por encima de su padre al suelo, gateó y al llegar a la puerta de la habitación se detuvo. Se puso en pie y se bajó los pantalones y las bragas, para luego acostarse en la cama. Sus dedos acariciaron el monte de Venus depilado, se acariciaba los bordes de los labios de la vagina anticipándose al placer, esperando el pene que reptaba entre sus piernas hacia su coño.
Fausto observaba desde la bruma a su hija con las piernas abiertas y una sonrisa de placer lasciva en la boca, sus labios lucían brillantes por la sustancia que le había escupido su pene, no se limpiaba el moco que se había formado en sus ojos.
El pene presionó su glande empapado contra la vagina y retorciéndose la penetró. Maricel acariciaba aquello que se metía en ella.
— ¡Qué zorra soy! ¡Siempre me ha gustado que me jodan! —gritaba a medida que el bálano profundizaba y se retorcía entre las paredes de su vagina.
Su padre la observaba sin emoción alguna. De su sexo abultado y lleno sobresalían obscenamente unos testículos que se agitaban y acariciaban con el golpeteo el ano rítmicamente.
En el vientre de su madre, su cuerpo ya estaba casi formado y el pene se había integrado plenamente en él. Ya no sentía miedo, estaba alimentándose tranquilo. Oía el sonido exterior a través de la piel del vientre de su madre, como todo crío se familiarizaba con breves mensajes sensoriales del mundo en el que tenía que vivir.
Su pene se agitó y tuvo una pequeñísima erección y le llegó claro el llanto de su madre.
—Yo no quiero este niño, Juan. Es el hijo de quien me violó, sácamelo. Ayúdame a abortar, por favor.
—No lo hagas, Isabel. Yo lo acepto, acéptalo tú, porque si lo haces, un día te arrepentirás y yo también. Somos católicos.
No era un sueño, era un recuerdo latente durante su formación intrauterina, un regalo de su “hermano”. Su madre estaba ya embarazada cuando fue violada, pero el matrimonio no lo sabía. Eran dos hermanos de distinto padre compartiendo un mismo útero. Se sintió furioso y confuso sin que pudiera hacer nada más que estar prisionero en su propio cuerpo.
El pene era el hijo del violador, con toda su tarada genética.
El problema era qué hacer con aquello que se estaba follando a su hija, cómo escapar del pozo donde su conciencia se hallaba y tomar el control de su cuerpo.
Y se colapsó dentro de sí mismo ante la carga emocional. Su existencia se había limitado en ese momento a ser los ojos de los genitales que estaban violando a su hija. Lloraba por dentro.
Maricel estaba llegando al orgasmo y llevó sus manos entre las piernas para acariciar los testículos y meterse el pene más adentro, con más fuerza de lo que lo hacía.
— ¡Hijo de putaaaaaaa…! ¡Por el amor de Dios, me estás matando de placer! ¡Así, así, así…!
Su espalda se arqueó cuando los testículos soltaron su carga seminal, llevó los brazos tras la cabeza. Su pelvis estaba alzada y su sexo chorreaba semen entre los resquicios del coito. Sacó aquella carne oscura de su vagina, se encontraba cubierto de esperma, resbaladizo. Tomó con las dos manos el pesado glande, abrió la boca cuanto pudo y se metió esa carne hirviendo de calor y sangre, lo lamió hasta que no quedó rastro de esperma.
— ¡Es delicioso! Dame más —dijo sosteniéndolo entre sus manos en alto, observándolo con admiración.
Y en una fracción de segundo, los ojos de Maricel se llenaron de horror. La realidad se hizo patente con un fogonazo de luz en su cerebro y sintió asco y rechazo.
A punto de lanzar aquella obscenidad lejos de sí, el pene se revolvió entre sus manos para hundirse en su boca de nuevo. Maricel tragó aquella baba narcótica y volvió al estado de excitación sexual en apenas unos segundos. En un principio se pellizcó los pezones excitándose de nuevo por la felación que estaba haciendo y de repente pataleó desesperada intentando sacarse aquel trozo de carne que estaba obstruyendo su garganta, casi dos minutos después murió asfixiada. Una nueva andanada de semen bajaba por la comisura de sus labios, por el mentón regando el cuello ya muerto.
El pene cayó exhausto en la cama, y lentamente se dirigió a su alojamiento entre las piernas de Fausto. Cuando se acopló, quedó lacio y los ojos del hombre se cerraron.
Pasaron cinco minutos hasta que por fin pudo adquirir conciencia y se apresuró a hacer el boca a boca a su hija, le hizo masajes cardíacos como había aprendido en los cursos de primeros auxilios de la empresa; pero a cada segundo estaba más fría.
Escupió restos de semen que había en la boca de su niña y se derrumbó llorando y abrazándola.
Apenas eran las dos de la tarde.
Arrastró el cuerpo de Maricel a su habitación porque no sabía que hacer y debía hacer algo, lo que fuera. Debía alejar a su hija de él mismo, lo debería haber hecho antes, cuando se excitó la noche pasada viéndola en ropa interior.
Intentaba pensar con claridad, cómo actuar, cómo explicar lo ocurrido. Porque la única explicación posible era que él había violado y matado a su hija.
El dolor y la confusión eran abrumadores. Se estiró en la cama y durmió porque su mente estaba completamente dislocada.







Iconoclasta

 

23 de septiembre de 2013

El hijo de un violador (2)



2

A la mañana siguiente se despertó relajado, sin recuerdos sobre el día anterior, como si hubiera sido un difuso sueño. Cuando intentó orinar, sintió que su cabeza daba vueltas y se hacía todo oscuro, un ataque de pánico le cortaba la respiración.

No tenía pene, ni testículos. Sintió náuseas pero no vomitó nada, solo bilis amarga y el estómago le dolió.

Venciendo el pánico se miró al espejo, no había nada entre sus piernas, solo un agujero profundo en el pubis, allá donde antes estaba su pene. Había sangre seca en el pantalón.

Intentando no gemir con fuerza, conteniendo miedo y llanto, entró de nuevo en la habitación. Usando la pantalla del móvil iluminó el interior de la cama para no despertar a a su esposa.

Las sábanas tenían pequeñas gotas de sangre seca; pero no veía sus genitales allí. De pronto, Pilar dejó escapar un gemido débil y separó las piernas. Fausto alzó la sábana para iluminarla: sus bragas estaban enredadas en la pierna izquierda y en su sexo se encontraba algo encajado, llenándolo de una forma obscena. Otro nuevo gemido se escapó con sensualidad de los labios de la mujer y en su vagina captó el movimiento de un pene allí enterrado y unos testículos agitados, contrayéndose espasmódicamente. Eran los suyos.

Sintió que el mundo le daba vueltas y lo abandonaba. Intentó levantarse, pero quedó tendido en la cama.

Sonó el despertador de Pilar, eran las siete treinta, una hora y media había pasado desde que despertara por primera vez.

Se palpó rápidamente y sus genitales se encontraban allí, donde debían estar. Quiso llorar de alivio.

Pilar no se despertaba, dormía plácida y profundamente.

— ¡Cariño, despierta! Es hora de levantarse.

Su esposa se dio la vuelta y le besó profundamente.

— ¡Qué me has hecho, cabrón! Házmelo otra vez, métemela en el culo también porque me corro solo de pensarlo —hablaba con la voz adormecida y aferrando el pene de su marido a través del pijama.

Ella nunca se había expresado así.

Fausto no pudo responder, su visión se hizo oscura, un dolor fortísimo se instaló en su bajo vientre como un cólico y notó con terror sus genitales separarse de él con un sonido líquido y la sensación de perder sangre.

La mujer se había abrazado a su cuello y le besaba la boca. Él estaba en algún lugar oscuro y cuando su mujer lanzó un gemido de placer solo pudo imaginar vagamente lo que ocurría.

Separó las piernas y el pene entró en su vagina reptando por el muslo, estaba tan excitada que no se daba cuenta de que el cuerpo de su marido estaba completamente inmóvil.

— ¡Te ha crecido, mi amor! La tienes enorme —susurraba moviendo su pubis contra el de su marido.

A Pilar se le detuvo por unos segundos la respiración y dejó ir un suspiro profundo, se separó de su marido y se colocó a cuatro patas sobre el colchón, sus pesados pechos se agitaban con una respiración ansiosa. Los ojos de Fausto estaban abiertos, pero no veía nada en su conciencia. El pene, arrastrando los testículos, se deslizó por la vagina hasta el ano y allí retorciéndose como un gusano, consiguió alojarse. Pilar sudaba y sus puños estaban cerrados. Comenzó a respirar rápida y brevemente para acomodarse al dolor y al placer.

Sus ojos observaban cada detalle; pero no era para su disfrute, eran los ojos del pene. Mientras tanto, Fausto el hombre, evocaba las imágenes de dos seres en un vientre materno. Uno de ellos aún incompleto, sin pene. El otro ser era unos genitales alimentándose de la misma placenta, un pequeño cordón umbilical, como una raíz, entraba en el meato de aquel minúsculo miembro que flotaba ingrávido muy cerca de su rostro aún no formado.

Era una pesadilla, era un horror…

Pilar hundió la cara en la almohada para no gritar, sus glúteos se agitaban suavemente con el movimiento del pene. De pronto, los testículos se contrajeron y lanzaron el semen hacia el glande enterrado. El esperma comenzó a rezumar lentamente entre los glúteos para caer en la sábana resbalando por los huevos que colgaban ahora pesados. La mujer se desmayó y el pene se desprendió del ano. Usando los ojos de Fausto, se dirigió reptando al pubis y se instaló de nuevo entre las piernas provocando un ligero dolor. Los ojos del hombre se cerraron y quedó inconsciente.

El despertador volvió a insistir a los diez minutos. Y fue Pilar la que se despertó.

— ¡Amor, se nos ha hecho tarde! Cómo me duele el culo… Lo repetiremos.

Encendió la luz de la mesita de noche y vio la sangre.

—Quien me iba a decir que volverían a desvirgarme a mi edad…

Fausto se puso en pie, todo parecía irreal, su mujer, su voz, sus comentarios, su cuerpo y su polla. No estaba bien, no conocía nada de esto. Era él quien se sentía lejano de su cuerpo.

En apenas media hora, Pilar se había duchado, vestido y ya salía taconeando rápidamente por la puerta de casa. Trabajaba como funcionaria en el registro de la propiedad intelectual.

Pilar pasaría todo el día pensando en el acto sexual de esa mañana de una forma obsesiva.

Fausto salió diez minutos más tarde y se despidió de Maricel sin entrar en su cuarto, tocando a la puerta.

—Me voy que he hecho tarde. Que te vaya bien en la facultad. ¿Vendrás tarde?
—Como ayer —contestó su hija con voz somnolienta y tapándose la cabeza con la almohada.


Iconoclasta
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20 de septiembre de 2013

El hjo de un violador (1)



 

1

Algo no era normal en el pene y los testículos, no parecían ser un todo en su cuerpo.

Las sensaciones que percibía en la piel de los genitales no eran directas, parecían retardadas, lejanas; la impresión de entumecimiento cuando una mano se duerme por una prolongada inactividad.

Eran las seis de la mañana cuando orinaba tras despertar para empezar una jornada laboral. Dejó caer en el inodoro unas gotas de sangre, cosa que le preocupó; pero la jornada laboral lo mantuvo distraído de ese temor y a lo largo del día no hubo más sangre.

Fausto y Pilar estaban cenando en el comedor, en el televisor emitían las mismas aburridas noticias de cada día.

—Es extraño. Esta mañana he orinado unas gotas de sangre y no he sentido ninguna molestia.

Su mujer tragó la porción de ensalada que estaba comiendo.

—Sí que es raro, deberías ir al médico y comentarlo.

—Si vuelvo a mear sangre, iré.

—No te costaría ir mañana cuando salgas de la fábrica.

—Ya veremos. Si tengo ganas…

—No irás —respondió Pilar desviando la mirada al televisor para acabar la conversación.

Se le cayó la aceituna del tenedor, rodó por el escote y se detuvo entre los pechos.

—Eso te pasa por tener esas tetas tan grandes —bromeó Fausto tomando la aceituna y llevándosela a la boca antes de que Pilar se limpiara.

La mujer se sintió halagada y le besó los labios.

Fausto tuvo una sorprendente erección, fue tan rápida que no se dio cuenta del proceso, no fue consciente de su excitación hasta que sintió la tensión en el pantalón del pijama que vestía.

Y volvió con más fuerza la sensación de que sus genitales estaban “despegados” de su cuerpo y las señales sensoriales llegaran retardadas, diluidas. Pensó que no llegaba bien la sangre a esa zona de su cuerpo, de ahí ese adormecimiento. Sin embargo su pene, cabeceaba excitado, henchido de sangre, sin duda alguna.

— ¡Fausto! ¿Te dijo Mari a qué hora llegaría? Son casi las diez.

Su mujer lo miraba furiosa, era la segunda vez que le preguntaba lo mismo durante el tiempo que Fausto pensaba en sus genitales.

—No, no me dijo nada —respondió sorprendido.

Pilar cambió de canal para ver un programa de entrevistas a famosos.

Su marido se estaba tocando el pene discretamente bajo la mesa. En efecto, tenía menos sensibilidad. Pensó en la próstata, tenía cuarenta y ocho años.

Eran las diez de la noche cuando recogieron los restos de la cena y se sentaron en los sillones de la sala para ver la tele cuando escucharon el ascensor llegar a su planta. En unos segundos la puerta de casa se abrió.

— ¡Buenas noches! —saludó Maricel al entrar en el comedor.

Se acercó a su padre y a su madre para saludarlos con un beso.

— ¿Cómo te ha ido en el gimnasio? —preguntó su padre.

—Como siempre: lo más duro la bici, lo más delicioso la piscina.

—Sírvete pan con tomate y tortilla, la he dejado en la encimera tapada.

—Ya he cenado, mamá. Me comido una ensalada con Mario al salir del gimnasio.

Fausto sufrió una repentina punzada de dolor en el interior del pubis y su pene se endureció aún más, hasta el dolor.

Se dio cuenta que estaba observando fijamente el inicio de los desarrollados pechos de su hija. La blonda de su sujetador color crema asomaba entre el cuello de pico de la camiseta que vestía.

— ¿Dónde está el pijama blanco? —le preguntaba a su madre al tiempo que se sacaba la camiseta camino a su cuarto.

Fausto tomó el control de su voluntad, dejó de mirar a su hija y cruzó las piernas para ocultar la erección.

El dolor había disminuido, pero sudaba abundantemente.

Cuando escuchó que Maricel cerraba la puerta de su habitación al final del pasillo, se levantó para ir al lavabo. Se desnudó de cintura para abajo, orinó y dejó caer un par de gotas de sangre de nuevo. Entre sus dedos sentía extraña la carne del pene.

Un súbito movimiento en lo profundo del pubis lo alarmó. Sentía que algo se conectaba y desconectaba allá dentro, en su carne, en sus cojones. Pensaba concretamente que se le iba a “caer la polla al suelo”.

Se sentó en la tapa del inodoro y encendió un cigarrillo que sacó del cajón bajo el lavabo.

Pensaba en infecciones y en cáncer, en operaciones y muerte.

Se obligó a serenarse y observó como el pene se relajaba y encogía recuperando su tono de piel normal. Porque hacía unos segundos, se encontraba amoratado, casi negro. Como si un torniquete en sus tripas le hubiera cortado  el flujo sanguíneo.

El movimiento en el pubis cesó y el miedo se diluyó; el miedo venía de la posibilidad de que el pene se le desprendiera del cuerpo. Así de brutal, así de imposible.

Las molestias ya habían cesado por completo cuando casi había consumido el cigarrillo. Tomó el pene con la mano y lo agitó para convencerse de que estaba sólidamente pegado a él. Tiró del prepucio para descubrir y el glande: se encontraba rosado, con buen color y una capa brillante y resbaladiza de fluido lubricante como era habitual por una erección.

Respiró aliviado, se subió los pantalones y abrió la puerta del  lavabo topándose súbitamente con su hija que iba a entrar en ese mismo instante.

— ¡Papá, no fumes en el lavabo! Huele fatal.

— ¡Déjalo, Mari! ¡Se lo he dicho cientos de veces pero ni caso! ¡Fausto, tira ambientador al menos! —gritó Pilar desde el salón.

Maricel vestía un tanga amarillo y un sujetador de algodón sin costuras, los pezones de diecinueve años ponían a prueba la integridad de la tela. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

Con una nueva punzada de dolor, visualizó en su mente el pene alojado entre sus pechos. La imaginó gritando aterrorizada con la vagina a punto de reventar llena de su pene, como un dildo de carne y sangre removiéndose en su coño, inquieto, sin pausa. La imaginó cambiando su miedo por placer a medida que el pene tomaba un ritmo más intenso y violento, entrando y saliendo de su sexo como una monstruosa oruga empapada en la mezcla de sangre y fluido que manaba de la vagina desgarrada.

Se apoyó en la puerta del lavabo agarrándose los genitales e intentando borrar aquellas imágenes de su cabeza. Cuando el pene quedó fláccido, se dirigió al salón.

—Me voy a meter ya en la cama, Pilar.

—Yo me quedo a acabar de ver el programa —dijo levantándose de la butaca para darle un beso —. Descansa.

—Buenas noches, cariño.
Se metió en la cama pensando que pasaría la noche en vela preocupado por lo que le estaba ocurriendo; pero apenas se estiró en la cama, sus ojos se cerraron y su respiración se hizo lenta y profunda.








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