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23 de octubre de 2012

Un cerebro podrido




Es viernes, Tomás es un técnico industrial que está realizando la conexión eléctrica de los elementos de control de una caldera de vapor, es un trabajo sencillo y charla con el jefe de mantenimiento de la planta farmacéutica de cosas intrascendentes conectando cables. El trabajo sale bien y pronto comenzará el fin de semana. No se siente cansado, sino alegre de que por fin acabe la dura semana laboral.
En la planta de elaboración, un laborante deshecha reactivos caducados por un conducto que va a parar a una incineradora. Son productos tóxicos y otros son pruebas realizadas que no han dado el resultado pretendido. La chimenea de la incineradora está conectada a un filtro especial de carbono, justo encima de donde se encuentra trabajando Tomás.
—Ya podemos hacer las pruebas, Sr. Vázquez —dice Tomás cerrando la puerta del armario eléctrico.
—Vamos allá. A ver si funciona bien y nos vamos pronto a casa hoy.
En ese mismo instante, se produce un fuerte golpe encima del techo de metal del local donde se encuentran, a los pocos segundos se forma una nube de polvo negro.
El jefe de mantenimiento sale rápidamente a ver que ha ocurrido, es pleno mediodía y le deslumbra el sol cuando mira hacia arriba.
—Mierda… Hoy no iré pronto a casa…—se lleva un pañuelo a la boca y entra de nuevo en el cuarto de la caldera. Tomás también se ha tapado la nariz y la boca con una mascarilla de papel.
—Se ha caído el filtro de carbono encima del techo. No es nada grave, esperaremos a que se pose el polvo y abriremos la puerta.
A continuación se comunica con su teléfono con uno de los operarios.
—Rafa, súbete al tejado con Adolfo, traed unas cuantas bolsas basura, escoba y recogedor, se ha roto el soporte del filtro de carbón de la incineradora y se ha puesto todo perdido.
Tomás ya ha conectado la caldera.
— ¿No será tóxico todo ese polvo Sr. Vázquez?
— No te preocupes, Tomás, todo viene de la incineradora, lo único molesto es que cuando te suenas la nariz salen mocos negros. Pero  eso solo son unos minutos. ¿Ya está haciendo vapor?
Tomás saca una cajetilla de cigarrillos e invita a fumar a Vázquez. Las pruebas van bien, aunque se siente un poco mareado y su nariz está irritada.
Dos horas antes de su horario habitual ya está camino de su casa. Metido en un atasco circulatorio, observando las montañas que rodean la ciudad, piensa que le gustaría ser libre, correr por la sierra sin nada que hacer, sin más obligaciones que comer y dormir. Ser un animal libre y salvaje, no verse sometido durante cinco días a la semana a la voluntad, normas y obligaciones impuestas por otros.
Es el momento más feliz de la semana, cuando tiene ante si más de dos días de libertad. Porque a medida que disfruta su libertad, se aproxima el momento de comenzar su esclavitud de nuevo.
Estornuda y al observarse en el retrovisor, su nariz se ha ennegrecido de restos de carbón. Se limpia con un pañuelo las ventanas de la nariz para asegurarse de que ya no hay restos. El coche de atrás hace sonar el claxon para que avance. Tomás desearía arrancarle la laringe con sus dientes; le ha comenzado un fuerte dolor de cabeza, es una presión, como si los sesos se hincharan y apretaran desde dentro el cráneo.
Cuando por fin consigue circular a velocidad, aunque lenta, el calor disminuye dentro del coche  y el dolor de la cabeza ha cesado.
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Se encuentra entre las estanterías de una librería, en la sección de novedades.
Tiene la nariz congestionada e intenta limpiarse con el pañuelo sin conseguir que mejore. Mete el dedo en la fosa nasal, profundiza y nota que algo se le ha pegado en la punta. Es una partícula más dura, más sólida; aunque tan húmeda como un moco vulgar. Cuando lo extrae siente un pequeño tirón, como si algo se rompiera en la frente, se le escapa un pedo sin que sea su voluntad.
Alguien, un par de pasillos más atrás, se ha reído. Y observando eso que se ha pegado en su dedo, le importa lo mismo que la economía de Tanzania (por poner un ejemplo) que alguien se sienta ofendido o que le peguen la nariz en el culo para absorber mejor el aroma.
Es un trozo carnoso gris, casi blanquecino, un tanto esponjoso como los sesos de cordero, y no hay restos negros del polvo de carbón que aspiró ayer.
En efecto, es un trozo de su cerebro. No ha habido dolor; sin embargo, ha sufrido un pequeño cortocircuito cuando lo ha extraído.
Aparte del pedo, encuentra extraño tener en la mano la biografía autorizada de Benedicto XVI: el camino anal de la infancia. En la portada hay una foto del Papa sentado en su trono y sonríe acariciando la cabeza de un pequeño monaguillo que porta entre las piernas un cirio en actitud claramente obscena.
Le gustaría saber qué función de su intelecto se ha visto afectada: la cognoscitiva, la lógica, la matemática, la motora… Porque no deja de ser un trozo de cerebro y seguro que ahí había mucha información.
Salta a la vista que ha sufrido una merma en el reflejo anal y ha perdido el control. Tal vez la parte que rige la vergüenza también se ha visto afectada, porque se tira otro pedo sin ningún pudor. No se siente azorado.
Ya no tiene ganas de comprar un libro, piensa que si está expulsando el cerebro por la nariz como si fuera un catarro al uso, no vale la pena gastar dinero en cosas intelectuales, ya que podría encontrarse un día arrancando las hojas del libro y metiéndolas en la olla a presión junto con sus calcetines.
Por lo visto, el miedo también le falla. No está en absoluto preocupado.
Hay que ver cuántas cosas caben  y se pueden perder en un trozo tan pequeño de cerebro.
Con rapidez cuántica sienta las bases de una lógica aplastante: perder algo de cerebro es preocupante; pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando haya perdido todo el cerebro, será preocupante; pero no se podrá preocupar porque no tendrá cerebro para ello.
Pues no funciona tan mal su cerebro.
 Su primer impulso hubiera sido correr hacia casa para conectarse en internet y revisar en la wikipedia algún artículo que dijera: el cerebro podrido y su tratamiento, los mocos cerebrales, los sesos licuados, cerebros deshechos y clara de huevo…
No conseguirá nada poniéndose nervioso.
Y bueno, en un mundo como éste, los cerebros no sirven para nada a menos que tengas una buena recomendación para un trabajo pornográficamente bien remunerado. Como no tiene amigos de esa índole, no se va a estresar por perder alguna facultad mental. Tampoco está tan mal pertenecer al grupo de sujetos más extendido y numeroso del planeta. Concretamente hay un noventa y ocho por ciento de cerebros  podridos cuya podredumbre se queda dentro; él al menos la expulsa.
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Así, inmerso en estas reflexiones, se encuentra que tiene el pene erecto en la mano y se está masturbando con la portada del último libro de Daniela Stil, titulado El muñón del amor. En la ilustración de portada, una mujer de exuberante escote ataviada como una campesina suiza, muestra el muñón del pie izquierdo enfundado en cuero negro brillante, y otra campesina lo lame de rodillas con los ojos cerrados de placer. De fondo hay una magnífica vista de un pico nevado y unas cuantas vacas pastando en una verde ladera.
—Es mejor que me largue de aquí —se dice a si mismo dando las últimas sacudidas al pene tras la eyaculación.
Sale sin comprar nada.
En la calle todo está en orden y su pene está en el pantalón, sus lapsus mentales parecen haberse calmado.
Son las doce treinta de un sábado por la mañana de un templado diciembre, el sol calienta lo suficiente como para llevar el abrigo en el brazo y sudar. Se siente más liviano con unos gramos menos de cerebro. Poco  a poco el cerebro va distribuyendo sus funciones para adaptarse a la nueva masa, es un momento tranquilo. Se enciende un cigarro y cuando llega a la estación de metro, espera a acabarlo antes de meterse.
No hay demasiada gente en el tren dirección a su casa y puede sentarse. El lunes le espera una jornada de trabajo particularmente dura, ha de desplazarse más de sesenta kilómetros para comenzar la instalación de una costosa caldera de vapor. Normalmente se encontraría nervioso ante la semana de largos viajes que le espera; pero su mente está despejada, no tiene la más mínima preocupación por ello. Todo saldrá bien o no saldrá.
Ha valido la pena perder parte de cerebro si con ello ha conseguido esta templanza.
Solo lamenta no haber comprado el libro de terror que quería. Parecía interesante según las críticas y la sinopsis que leyó en un artículo del periódico.
Su hijo está en casa, seguramente ahora estará viendo una película. Su mujer trabaja. Se mete el dedo en la nariz y no hay nada.
Antes de abrir la puerta de casa, sabe que su hijo Sancho está viendo por enésima vez Rocknrolla, a él también le gusta.
—Hola papa. ¿No has encontrado el libro? —se ha levantado para saludarlo como siempre, con un simbólico beso en la mejilla. Es más alto que él con dieciséis años.
—Nada, no lo he podido encontrar. ¿Has desayunado?
—Claro, me he levantado hace un rato.
—Te sale un poco de sangre de la nariz —le avisa Sancho antes de sentarse de nuevo en la butaca.
—No me había dado cuenta.
Tomás se dirige al lavabo y en efecto observa una pequeña gota que aflora por la ventana izquierda de la nariz, está casi seca. Se lava la cara y frente al espejo se da unos pequeños golpes en la cabeza para observar si por la nariz baja algo.
Tiene cuarenta y cinco años, aunque aparenta diez menos cuando la gente lo conoce por primera vez. Su barba es muy sutil, el perfil rectilíneo y la piel clara, como el cabello. Sus manos recias son las que indican la verdadera edad.
Se desnuda para ponerse un cómodo pijama y echa al cesto de la ropa los calzoncillos y pantalones sucios de semen.
No le ha preocupado la posibilidad de que lo hubieran sorprendido masturbándose entre los libros, porque lo peor no ha sido eso, lo peor ha sido perder  cerebro. Cuando ocurre algo realmente grave, todo lo demás es superfluo.
De repente se siente muy cansado y se estira en la cama.
—Sancho, si dentro de una hora no estoy despierto, pide lo de siempre en la pizzería, no tengo ganas de hacer nada en la cocina. En mi cartera hay dinero.
—¡De puta madre! —le responde Sancho, le encanta la pizza.
Y apenas pone la cabeza en la almohada se queda dormido. Le gusta dormirse con el sonido de las películas que Sancho ve.
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Su mujer llega a casa y al entrar en la habitación, observa su erección. Le baja el pantalón del pijama, se baja las bragas, se arrodilla a su lado y se llena la boca con su pene. Al tiempo que la lengua juguetea con el glande y acaricia los testículos, se masturba con una intensidad rayana en la paranoia.
Tomás no puede moverse, la puerta de la habitación está abierta. Tampoco puede hablar,  y no le puede preguntar a Sara porque su paladar es tan áspero, le duele el glande. Tampoco le puede decir que su hijo los está mirando.
Su nariz se está taponando de nuevo, y no puede meter el dedo para sacarse lo que hay dentro, así que respira abriendo la boca, cosa que coincide con una eyaculación fuerte y casi dolorosa. Al mismo tiempo, Sancho se ha arrodillado tras su madre y la ha penetrado.
Tomás piensa en lo curioso y casi excitante que resulta correrse en la boca de tu mujer cuando tu hijo se la está follando. Sara abre la boca de placer y uno de sus colmillos está negro, con una caries que lo ha roto por la mitad. Le parece horrible.
Los dedos de Sancho se clavan en la cadera de su madre sujetándola durante la cópula, muestran uñas rotas, melladas. Como si hubiera escarbado en tierra negra y ponzoñosa.
Madre e hijo gimen en un in crescendo; su pene aún sujeto por la mano de su esposa escupe restos de semen que ahora gotea caliente por sus testículos.
—Los tres nos hemos corrido al tiempo, es hermosa la vida en familia. La familia que se corre unida jamás será vencida —piensa con tranquilidad y echando de menos un cigarro —Y que bien folla Sancho, a su edad yo no tenía esa habilidad y sincronización.
Sara aún de rodillas se acaricia extasiada la vagina empapada de semen lamiendo el pene que no suelta.
Ya empieza a sentir sus músculos, sus dedos se mueven. Habla con la voz rasposa, su garganta está seca.
— ¿A qué hora va a venir la pizza? Tengo hambre —estira sus brazos con un bostezo.
Sara suelta su pene y Sancho se sube el pantalón. Los tres sudan copiosamente.
Cuando sus ojos enfocan perfectamente se da cuenta de que Sara está llorando y que Sancho tiene el semblante desencajado por la sorpresa y el miedo. Sus ojos están rojos y a punto de llorar. No hay colmillo podrido en la boca de Sara y las uñas de Sancho están limpias y bien cortadas.
— ¿Qué nos ha pasado? —susurra su mujer avergonzada y confundida.
Sancho sale del cuarto sujetándose el estómago con una mano y con la otra tapándose la boca para no vomitar; lo hace en el pasillo.
Un cigarro aparece entre los dedos de Tomás, está tranquilo, piensa que la mamada ha sido genial y el hecho de que el cigarro volara hasta sus dedos con el encendedor desde su chaqueta colgada de la percha, es un ejemplo divertido y anecdótico de telequinesis.
Enciende el cigarro y cuando exhala el humo por la nariz solo sale por la ventana derecha, la presiona con un dedo y hace presión empujando el aire de sus pulmones hasta que consigue expulsar un trozo de cerebro del tamaño de un garbanzo.
Una gotita de sangre le llega hasta la comisura de los labios; pero lo principal es que ahora puede respirar bien.
—Tomás ¿Qué es eso? —pregunta Sara observando el trozo de cerebro —. Estabas en nuestra mente, tú no has obligado a esto. Me he sentido forzada, ha sido lo más sucio que he experimentado en mi vida.
—Mi cerebro se está pudriendo, se me deshace a trozos que salen por la nariz, no sé por qué. Os he metido en mi sueño y habéis hecho exactamente lo que soñaba. No ha estado tan mal ¿no? Además, puedo  hacer cosas, mira.
La almohada de Sara se eleva en el aire y gira en vertical durante casi veinte segundos.
— ¡Hijo de puta! ¡Te mataré, cabrón! —Sancho se ha detenido gritando en el umbral de la puerta del dormitorio, le ha lanzado a su padre un pesado cenicero de vidrio acertándole en el pómulo izquierdo. Se han roto ambas cosas, pómulo y cenicero.
Sancho ha salido corriendo de la casa tras pegar un portazo que ha retumbado en las paredes.
— ¿Sabes? No siento dolor, Sara. Estoy muy jodido; pero tranquilo.
La esclerótica del ojo izquierdo es un charco rojo de sangre que contrasta con el azul del iris. Cuando habla el hueso roto se mueve bajo la piel amenazando rasgarla.
Tomás se incorpora para acercarse a Sara, la ayuda a ponerse en pie y la abraza.
—Ojalá pudiera sentir lo que os he hecho; pero no puedo. Lo he disfrutado. Me ha gustado especialmente como tus pezones se han erizado. Conmigo nunca has gemido tanto.
Sara mira a sus ojos con incredulidad, aún horrorizada. Un gusano gris se derrama de la nariz de su marido y cae al suelo el trozo de cerebro con un sonido a escupitajo.
—Tienes que ir al médico… ¿Desde cuándo te ocurre esto? ¿Te has intoxicado en la planta química donde trabajaste ayer? —Sara habla atropelladamente — ¿Cómo has podido hacernos esto? No imaginas lo repugnante, lo sucio que ha sido.
—Lo que no imagináis el placer que he sentido. No sé si voy a morir pronto; pero ahora hago cosas que antes no podía ni imaginar. Y si he de morir, tanto me da el asco que sintáis. No importa, no importáis.
Tomás deja a su esposa y se viste de nuevo para salir a la calle.
Tiene hambre.
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Son las tres de la tarde, en el ancho paseo que se encuentra tres manzanas por encima de su casa, apenas hay gente, es hora de comer. Los pocos transeúntes que se cruzan con él, lo observan durante un embarazoso instante para ellos con curiosidad o asombro y bajan la cabeza para mirar al suelo. Los oye pensar: ¿Qué le habrá pasado? ¿Con quién se ha peleado? Menudo elemento, eso tiene que doler…
Tomás responde pensando en el vómito, visualiza la amarilla y amarga bilis que a veces ha vomitado. Una mujer con la que se cruza, se dobla sobre su estómago y con una fuerte arcada vomita, su olfato está colmado de ese sabor y olor nauseabundo. Lo mismo ocurre con el hombre que la precede y que mira desafiante a Tomás. Cruza tres calles más hasta que encuentra un lugar para comer.
Se sienta en la mesa de la terraza bajo una sombrilla, nota la mejilla palpitar rápidamente, su ojo izquierdo anegado en sangre ha quedado sepultado por la carne tumefacta, cosa que es de agradecer porque el sol molesta mucho para estas cosas.
Esperando al camarero de la cervecería juguetea con el hueso roto moviéndolo distraídamente.
Es maravilloso no sentir dolor.
Cuando llega el camarero Tomás está intentando mover el sol hacia un lado porque le molesta; pero no puede. Aún no.
—¿Se encuentra bien, jefe?
—Sí, estoy bien. Tráigame una jarra de cerveza bien fría, una ración de gambas al ajillo y tres croquetas de jamón. Y lo quiero gratis —Tomás ha dirigido sus palabras intentando clavarlas en el cerebro del camarero.
—También tenemos pescadito frito fresco.
—De acuerdo.
El camarero se lleva una mano a la sien, ha sentido una molesta punzada y camina un poco inseguro hacia la barra del bar.
Espera fumando a que le sirvan el pedido y se hace preguntas que no le angustian: ¿Cuánto cerebro he perdido ya? ¿Por qué no me fallan las piernas? Las alucinaciones son lógicas; pero no es lógico que haya una buena coordinación motora. ¿Cómo es posible entrar en la mente de los demás y mover objetos? ¿Es así como se crean las leyendas, con una persona enferma que puede realizar actos inusuales porque su cerebro se ha hecho mierda? ¿Ahí está el gran secreto del poder de los seres prodigiosos? No jodas… ¿Y esta total ausencia de vergüenza, sentimientos y escrúpulos?
Se ha convertido en un hombre nuevo, ha dejado de amar, de sentir cariño. No teme y es completamente libre. Se está desprendiendo de todos los lazos afectuosos y sociales. Solo queda ambición, capricho y un básico deseo meramente territorial.
Observa el servilletero y lo eleva en el aire con el pensamiento.
Un coche circula a sus espaldas, por la calzada. Se gira para observarlo, para estrellarlo contra una casa. El conductor no entiende porque el volante gira por si solo hacia la derecha, le es imposible enderezar la dirección y le grita a su hija que se sujete bien cuando el pedal del acelerador se hunde. Cuando colisiona contra la columna de una zapatería que hace esquina, sale despedido por el parabrisas para estrellarse contra la pared del edificio, una niña cae al suelo con la cara ensangrentada al abrirse la puerta del acompañante por el impacto. Los vecinos y los transeúntes se acercan y forman tumulto en el lugar del accidente. Tomás, tranquilamente recostado en el respaldo de la silla metálica con las piernas cruzadas, se rasca la nariz despreocupadamente y saca una pequeño trocito de cerebro, como una piel que había quedado enganchado en el interior de la aleta.
Piensa que pronto podrá mover el sol, solo es cuestión de esperar y escupir la suficiente cantidad de cerebro. Porque está visto, que cuanto menos cerebro tiene, más poder disfruta y más libre se siente.
Come con hambre atroz, no usa el cuchillo ni el tenedor y la cerveza se derrama por el pecho al tomarla con la boca abierta. Quienes lo observan desde el interior del bar, bajan los ojos para no encontrarse con los suyos.
Cuando acaba de comer, se va sin pagar con tranquilamente saludando al camarero.
Hace calor, el sudor le irrita el ojo sano y la mitad de su rostro parece un trozo de cartón que se mueve con cada paso. Los huesos partidos chocan entre si molestándole. Es un ruido extraño. Por lo demás, siente que esa piel es de plástico recio y no es suya.
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— ¡Tomás! ¡Tomás! —un coche hace sonar el claxon, una voz de mujer lo llama, su suegra.
Se detiene unos metros delante de él y sus suegros bajan del coche.
—Sara nos ha contado que algo te ocurre… ¡Jesús! ¿Qué te ha pasado en la cara?
Tomás se lleva el pañuelo a la nariz para limpiarse, ha salido otro trozo de cerebro que observa con interés; sin prestarle atención a sus suegros que avanzan hacia él.
—Sara está histérica ¿Qué ha pasado? Nos cuenta cosas extrañas. ¿Sancho te ha hecho eso? —su suegro le toma la mano del pañuelo que tiene en la nariz para observarle bien la cara.
—El largo camino hacia la superación nos lleva por situaciones extrañas y hechos inexplicables. He visto perros jugar al ajedrez y llorar amargamente al perder —responde Tomás
Su único ojo recorre los rostros sorprendidos y boquiabiertos de sus suegros.
Con la fuerza de su voluntad los eleva en el aire, para luego hacerlos girar como aspas de un molino. Dos coches colisionan entre sí al ver el fenómeno.
El matrimonio grita pidiendo ayuda y a medida que giran más rápidos, sus alaridos se convierten en aullidos, a los treinta segundos han perdido el conocimiento. Cuando dejan de girar, son lanzados casi veinte metros hacia adelante, por encima de su coche para aterrizar de cabeza en el suelo, cosa que les rompe el cuello a dúo.
Tomás no ha visto perros jugando al ajedrez, pero si le da la gana, está seguro  de que podría conseguir que un doberman y Pluto hicieran una partida rápida. Últimamente tiene mucho poder de persuasión.
La gente se ha congregado en torno a sus suegros y sus miradas se dirigen a él de vez en cuando. Desconfían de él y su cara.
— ¡Han volado, yo lo he visto!
— ¿Cómo ha sido posible?
—No lo sé, ese hombre estaba hablando con ellos y han comenzado girar en el aire.
La gente no da crédito a lo que han visto. Los que se acercan de nuevo, quieren saber que ha pasado. Cada vez hay más vecinos que bajan de sus casas para enterarse de lo ocurrido.
Tomás borra sus recuerdos, bombardea esos cerebros con sus poderosas ondas mentales, y emprende su camino a ningún lado sin que nadie le moleste.
El sol le calienta demasiado la cabeza y el rostro, en una plaza encuentra un banco bajo la sombra de una mimosa y se deja caer cansado. El calor crea espejismos temblorosos de la arena y los juegos infantiles del parque.
Su cara está rígida. Necesita descansar. Tal vez comprender lo que está pasando, aunque la curiosidad es algo que ya poco le atañe.
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Sueña que la zona reptiliana de su cerebro, la más profundamente alojada y más antigua en el ser humano, responsable de la territorialidad, el sexo, el combate, la huida y los actos más instintivos se está desarrollando de forma incontrolada. Expulsando con una fuerte compresión por los agujeros naturales del cuerpo la capa más externa del cerebro, la neocortical (la que se encarga de las operaciones más complejas matemáticas, lingüísticas, creativas, abstractas). Y proseguirá aumentando de tamaño para eliminar el cerebro límbico (el que básicamente es responsable de las emociones como amor, cariño, enemistad, miedo), la segunda parte más profunda y así hasta que no quede nada de humanidad en él. Tal vez el cerebro reptiliano llegue a expandirse hasta salir por la boca, las orejas y la nariz; entonces será el fin.
La destrucción del cerebro está creando presiones, rompiendo tramas sinápticas, desvirtuándolas. Y con ello crea fenómenos temporales inexplicables; como su propio sueño: el conocimiento de lo que está sufriendo traducido con todos los datos almacenados a lo largo de su vida, tal vez de breves lecturas, de las clases en sus tiempos de estudiantes. Todo sirve, todo queda y quedó registrado.
Tal vez le queda poco tiempo para razonar con coherencia, tal vez muera en cualquier momento, tal vez se convierta en un simple animal…
Un niño se acerca a él ha salido entre los espejismos que el sol provoca. Sus brazos son delgados y negros, y de sus hombros se extienden unas alas queratinosas. Es un cruce de niño y cucaracha. El sol arranca algún destello metálico de sus brazos marrones, su boca se mueve continuamente, nerviosa. Tomás está inmóvil, su cerebro reptiliano espera sin miedo, no siente asco.
El pequeño se ha acercado hasta casi pegar su rostro con el suyo, sus pequeños ojos negros lo observan con curiosidad, una de sus patas se posa en su cabeza y la lengua lame la herida de su cara dejando una baba espesa.
Tomás actúa rápido y mete los dedos pulgares en los ojos del niño reventándolos. Parte sus brazos delgados que se resquebrajan como un plástico rígido. Dobla su cabeza empujándola hacia atrás, a pesar de que la pata que tiene en su cabeza, intenta evitar ese mortal empuje. A pesar de las lágrimas de miedo que brotan de la cucaracha humana.
Lo que debe hacer es atacar, es ineludible la orden instintiva.
El pequeño niño insecto muere con una lucha pasiva y en silencio, reconociendo lo inevitable de su muerte y debilidad.
Tomás despierta del sueño. Es un avance de lo que se está convirtiendo: un animal sin miedo que solo existe para sobrevivir a otros, que no pretende dejar más huella que su genética en una hembra de su especie. Libre de cualquier precepto y concepto de moralidad y amor.
Comer, beber, dormir, atacar, huir, follar…
Se incorpora, el sol ha avanzado retirando la protectora sombra de la mimosa, sus piernas están ardiendo por los rayos que caen a plomo. Vomita. El dolor ha irrumpido como una tromba en su sistema nervioso, el pómulo roto es un erizo que se mueve bajo la piel rasgándolo todo.
De su nariz cuelgan dos trozos de cerebro que resbalan hasta quedar enganchados en la camisa. En el suelo hay una buena porción que ha vomitado. Es suyo, lo toma y se lo come junto con la arena y la suciedad que se ha pegado en esa materia gris.
Se alegra de no haber defecado, hubiera sido un poco más repugnante. Ser un animal está bien cuando se ha perdido la conciencia de ser humano porque los animales tienen unos hábitos repugnantes. No le gustaría encontrarse haciendo bolas de mierda y llevarlas rodando por la calle.
Casi trotando va en busca una farmacia para aliviar el dolor del rostro fracturado. Tras de sí deja el cadáver de un niño de tres años y su abuelo también con el cuello roto.
Ha recorrido casi un kilómetro, encuentra una farmacia en la que habitualmente compra; pero está cerrada. Una nota de la federación farmacéutica expuesta en un pequeño tablón de anuncios dice que cinco calles más adelante hay una farmacia que cumple servicio ininterrumpido de veinticuatro horas. Observa su reflejo en el cristal, la parte izquierda de su cara está amoratada, tan hinchada que la presión de los tejidos no solo le ha cerrado el ojo, sino que amenaza con aplastárselo, hay sangre seca allá donde el cenicero impactó. Sus labios están resecos y cortados, la nariz sucia de sangre. Y su camisa está salpicada de vómito y cerebro.
— Pues prácticamente ya me ha pasado todo, no puedo sufrir más. He cubierto todo el espectro del dolor.
No sabe bien de donde sale el humor; pero le gusta. Es mejor que sentirse aterrorizado y asqueado de si mismo.
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Intenta abrir la puerta de cristal de la farmacia; pero está cerrada desde dentro, ha llegado de algún modo hasta aquí, de alguna forma que no le preocupa.
Presiona el pulsador del timbre.
— Buenas tardes. ¿Qué desea? —el farmacéutico le habla a través del interfono desde algún lugar del almacén.
—Me duele mucho la cara, así que no puedo ser amable, no me apetece darte las buenas tardes. No tengo ganas de sonreír, al menos por alegría. Sí por sadismo, cosa que no es muy edificante. Si pudiera te arrancaría las cuerdas vocales por hacerme esperar aquí fuera con este calor mientras tú estás fresquito ahí dentro —no sabe bien si lo ha pronunciado o lo ha pensado —. Necesito un analgésico fuerte.
El farmacéutico aparece tras el mostrador,  lo observa con atención y retira la mano del pulsador de apertura de la puerta.
—Debería ir al médico, esa cara está muy mal y con analgésicos no va a conseguir nada.
—Sí, lo sé; pero mientras llego a Urgencias, necesito aplacar este dolor.
Al farmacéutico no le gusta la cara de ese hombre, no le gusta lo sucio que está, y le inspira desconfianza, miedo más concretamente.
—No se preocupe, llamo ahora mismo a una ambulancia para que lo trasladen, es un trauma grave el de su mejilla —ha tomado el teléfono y está marcando el número de la guardia urbana.
Tomás observa al dependiente hablar por teléfono, la ira crea una presión dolorosa en su cabeza. Cierra el ojo con fuerza y la puerta de cristal estalla, el hombre corre hacia el almacén y se encierra dentro con el teléfono. También revienta esa puerta con un ruido sordo creando una tormenta de astillas de madera. Tomás entra en el almacén y el dependiente deja caer al suelo el teléfono.
—Dame mi analgésico, el más fuerte, el mejor —pronuncia lentamente, para evitar más dolor en los huesos fracturados.
El farmacéutico toma de una estantería una caja de valium y de un cajón una de diclofenaco. Se las muestra a Tomás con las manos temblorosas para que las coja, observando un moco gris que sale por sus orejas. Tomás se toca con los dedos el oído derecho para ver lo que llama la atención del hombre.
—Es cerebro, nada de porquería, ni infección. Sesos limpios y puros —se lleva la mano a la boca y lame lo que hay entre sus dedos.
Tomás coge los medicamentos que el hombre le ofrece e intenta elevarlo con la fuerza de su pensamiento para partirle la espalda estrellándolo contra la pared; pero ya no funciona, ya no hay telequinesia, se ha debido quedar enmarañada entre los trozos de sesos que le han salido por las orejas.
El tamaño de su cerebro reptiliano es ya muy considerable: casi dos terceras partes del cerebro.
Siente la perentoria necesidad de atacar, de combatir contra ese macho. Le golpea la cara con los puños cerrados,  lo derriba y en el suelo le da patadas en la cara y la cabeza hasta que deja de moverse.
Se saca el pene y orina en el cuerpo.
Luego, ya más calmado se traga dos píldoras de cada caja.
Cuando se dirige de nuevo a la calle, escucha un gemido femenino que llega desde el fondo del almacén. Una mujer con bata blanca abierta y una combinación negra de lencería, está estirada sobre un montón de bolsas de basura negras. Por ellas se mueven las ratas y una hiena se ríe devorando una.
La mujer se acaricia el monte de Venus y se retuerce de placer.
—Tu cerebro está podrido, como mi coño —habla en un susurro, excitada, al tiempo que baja la braguita y se abre de piernas—. No duele. Lo podrido solo huele mal, no hay dolor en lo que no hay vida.
Tomás piensa que tiene razón, es cierto. Debe llevar tiempo en esto de la podredumbre. Siente ganas de anotarlo en algún papel para soltarlo en alguna conferencia.
La mujer defeca encima de un gusano y de su vagina cae algo resbaladizo y sanguinolento. Hay dos pequeños pies de bebé y una pequeña cabeza de cordero entre toda esa masa de gelatina sangrienta y carne. La hiena le arranca un pecho a la mujer y ésta ríe.
—¿Ves como tengo razón? No hay dolor. Saca tu picha y deja que la hiena coma, no duele, ya no necesitas pene, no tienes nada que reproducir de ti.
Tomás la mira con cierto escepticismo. No tiene ningún tipo de curiosidad por saber si es cierto lo que dice la puta loca, sin embargo se saca el pene para masturbarse. Lo que más le excita es que a pesar de que la hiena le está arrancando jirones de carne de la cara y el cuero cabelludo, no cesa de gemir de placer metiendo y sacando de la vagina una lata oxidada de espárragos.
La sirena de un coche patrulla de la policía se aproxima, aunque con las orejas taponadas con su propio cerebro no es capaz de oírla.
El dolor se ha convertido en un murmullo suave, se retira lentamente de su cara. Su pene está duro; pero la farmacéutica sexiguarra ha desaparecido. El cadáver del hombre sigue ahí, vaciándose de sangre por la boca y la nariz reventadas.
Huir. Es hora de marchar, puede oler el peligro.
Al salir a la calle, una arcada lo dobla y vuelve a vomitar. El cerebro ahora no es gris, es blanco. No hay rugosidad.
No entiende nada, solo tiene miedo y debe correr.
La policía llega a la farmacia cuando Tomás ha girado a la derecha por la siguiente calle. Le asusta el rugido de la sirena, y en su mente se dibujan formas borrosas de animales que lo acosan y acechan para comérselo. Ha de correr, ha de huir.
La sirena va perdiendo potencia a medida que se aleja. Al cabo de unos minutos ha cesado el ruido y su miedo se tranquiliza. Ya no piensa, solo atiende a su respiración fatigosa y las piernas doloridas. Al llegar a un estacionamiento público, se oculta tras el maletero de un coche que le da sombra y protección.
Se adormece, se estira en el suelo encogiendo las piernas contra su vientre y las manos bajo la cabeza, se estremece de vez en cuando; pero no sueña.
Dos agentes de policía, pistola en mano, están buscando en el estacionamiento, en silencio. Hay varios coches patrullas situados en cada esquina de la manzana. En las ventanas y balcones de los edificios que rodean el aparcamiento hay multitud de gente observando, guiando con sus dedos extendidos en silencio a los policías hacia donde se encuentra Tomás.
Los policías lo descubren tras el coche y uno de ellos habla por radio para comunicar que lo han encontrado. De los coches patrullas salen cuatro agentes presurosos para apoyar a sus compañeros.
—¡Eh, tú! ¡En pie! —le grita el agente a un metro de distancia.
Tomás se despierta, y su único ojo enfoca una figura negra, le transmite sensación de peligro. Su cerebro dicta: ataca.
Con un grito se lanza hacia la figura; pero no llega, una patada en el costado izquierdo le roba el aire de los pulmones y lo devuelve al suelo. Su rostro fracturado impacta contra una piedra. Un fogonazo de luz lo lleva a la inconsciencia.
CLIC-CLIC-CRAC
Tomás se despierta cada mañana en una celda blanca acolchada, defeca y orina en el suelo, come y recibe la visita de una figura blanca que no es amenazadora, que le tranquiliza con palabras y un pinchazo en el brazo. También se ha acostumbrado a que lo bañen con agua, ya no tiene miedo.
Su cabello está blanco y sus huesos artríticos le duelen. Sus articulaciones se han desgastado por la vejez y se lame las rodillas y los dedos retorcidos continuamente. Cuando cree que es necesario grita hasta quedar extenuado.
Muere anciano en el mismo rincón donde duerme, con las nalgas sucias de excrementos, con la piel blanca por treinta y dos años sin sentir el sol ni la libertad.
Cosa que hace tiempo que no le importaba, sinceramente.







Iconoclasta

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