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28 de junio de 2012

Carne molida


Odio la violencia; pero es necesaria.
También es necesario el cáncer, la enfermedad y la muerte; pero no me dan tantas satisfacciones.
Ni a los violadores.
Tengo una raja entre las piernas, lo que me convierte en mujer.
Mis dos estupendas tetas aún sin operar, lo demuestran muy claramente.
Amo el sexo por encima de todas las cosas y de todos los hijos si los tuviera. Y sé lo que digo, porque a punto estuve de tener uno.
Me gusta la violencia sexual; pero cuando yo la practico, si un macho me pone la mano encima sin mi permiso y no me ata, le arranco la polla y se la doy de comer a mi perro.
Yo tenía quince y estaba orgullosa de mis tetas. Cosa que no le da permiso ni a la santísima virgen de sobármelas. Se mira; pero no se toca, hijos de puta.
Los violadores son carne para moler.
Ese hijo que a punto estuve de tener…
Como en carne molida acabó el feto del puerco que me violó y me dejó embarazada en el sanitario del antro después de acobardarme a bofetadas. Un tipo llamado Alberto, de treinta años con anillo de casado y que con toda seguridad  vivía con una gorda de muslos ennegrecidos de tanto roce adiposo, con el pelo lleno de mierda, gel y colonia de adolescente pobre. Seguramente con un hijo idiota como toda su familia.
Mis padres me llevaron a comisaría a levantar la denuncia; pero no autorizaron que tomara la píldora del día después. Son unos muertos de hambre analfabetos; pero católicos hasta el vómito. No les he dado ni un centavo para salir de la pobreza a pesar de mi fortuna.
A medida que crecía en mí el hijo de aquel marrano me sentía sucia, cada día más asqueada. Estaba dando cuerpo humano a una gota de mierda que me llegó demasiado profundamente al coño.
Me fui de casa, porque mis tetas y mi culo me daban la mayoría de edad, no dejé nota alguna a aquellos putos padres. Éramos cuatro hermanos, la abuela, y el matrimonio idiota los que vivíamos en dos habitaciones de ladrillo cubierto de papeles sucios.
Me hice puta para ganar plata con la que abortar en la mejor clínica de México.
Agustina era una amiga mía que conocí en los antros, bailando con las compañeras de secundaria y flirteando con los chicos de nuestra edad. Era dos años mayor que yo, hacía un año y medio que se había escapado de su miserable casa. Vivía sola en una habitación que había rentado en Coyoacán. Y como decía ella, con un buen chocho entre las piernas, nadie te pregunta la edad si lo enseñas y te la dejas meter.
En México no puedes fumar; pero puedes follarte a una piba de catorce por el precio de una cajetilla si quieres.
Me enseñó a chupar  pollas con naturalidad, con aire profesional y me gustó tanto, que pronto encontré una técnica de succión que iba muy acorde con mis exuberantes labios. Cuando  Agustina pedía doscientos por mamada, yo exigía quinientos y los clientes repetían.
Agustina me gustaba mucho. Me ponía un plátano entre las piernas y me mostraba como hacer una felación. Me ponía tan caliente que acababa abriendo mis piernas para que me lamiera el coño. Follamos como locas compartiendo los plátanos de entrenamiento aunque ya no había lecciones que aprender.
Un borracho le cortó el cuello durante una felación en el coche; pero yo ya estaba viviendo sola en un buen apartamento cuando aquello ocurrió.
A medida que mi barriga crecía, los clientes se sentían más atraídos por mí. Agustina, exclusivamente las mamaba, yo fui más allá que Agustina y me abrí de piernas para que me follaran por el triple que una mamada. Cada semana subía el precio, al ritmo de mi embarazo. La clínica me pedía una pequeña fortuna.
Mientras tanto, nadie me buscaba. Y no quería que lo hicieran.
Cuando conseguí todo el dinero, ya estaba de siete meses. Contaba con más de doscientos mil pesos, de los cuales una cuarta parte se la iba a llevar la clínica.
Ya no se trataba de un aborto, tenían que hacerme una cesárea. Sacar el feto y matarlo. Es algo que ni a mí ni al médico nos importaba. El dinero no conoce límites legales de aborto. Si tienes plata te libras de ser la madre del hijo de un violador.
Si no tienes dinero, te inventas toda esa mierda de amor por el hijo que llevas en tus entrañas, que al fin y al cabo no tiene ninguna culpa. Angelito… Y lo crías comiéndote cada día al verlo el vómito de asco que sientes al recordar a su padre de mierda.
Ese pequeño cerdo que crecía dentro de mí llevaba los genes de su padre, tenía parecido con él fuera niño o niña.
Y yo no estaba dispuesta a cargar con esa mierda. Cumplí los dieciséis con esos siete meses de embarazo y al día siguiente me iban a quitar a aquel tumor que crecía en mi barriga.
Me hicieron una cesárea con mucho cuidado, para que la cicatriz fuera sutil.
Exigí por diez mil pesos más, ver al bebé que me habían extraído, mejor dicho, ver como se destruía.
Una vez me desperté de la anestesia, el cirujano Peter Walheimeyer (un alemán que a pesar de llevar cinco años en México aún no sabía hablar español con claridad), entró con el niño muerto en brazos. Apenas tenía formada la cara y su pecho parecía el de una rata, estaba amoratado por la muerte. Lo transportaba en una pequeña mesa con ruedas de acero inoxidable, lo cortó en pedazos muy pequeños. Con cada corte que daba, yo imaginaba que se desangraba el padre, que se le caían los cojones al suelo, que su polla se agitaba en el piso retorciéndose como un gusano parcialmente aplastado.
Los violadores y sus hijos son carne para moler.
En aquella lujosa clínica de la colonia Polanco, no quedó ni un trozo de carne reconocible de aquella cosa que me hizo aquel puto violador.
El director de la clínica, me hizo un quince por ciento de descuento sobre el precio del parto y eliminación de residuos tras hacerle cuatro de mis cotizadas mamadas, una por cada día que estuve internada.
Los trozos de lo que afortunadamente no llegó a vivir, eran tan pequeños que no pude distinguir si era niño o niña. Cosa que no pregunté.
Cuando te haces puta tan joven, tus clientes suelen ser gente con gustos muy especiales, y sobre todo, con cargos importantes. La gente más adinerada es la más puerca y la más devota. A algunos les gusta abofetearme para que me sangre la boca y besarme, les cobro mil pesos por hostia y ellos pagan como retrasados mentales sacando nerviosos los billetes de sus carteras; con sus ridículos penes erectos sombreados por su barrigas decadentes o sus brazos viejo y fofos. Yo no soy una mujer muy grande, así que muchas veces me costaba respirar cuando se me ponían encima. Sus penes no me hacían daño, eran sus barrigas las que me asfixiaban. Sobre todo les gustaba aplastarme cuando estaba embarazada.
Uno de aquellos burócratas del ministerio de la vivienda, me consiguió un apartamento de doscientos metros cuadrados en la lujosa Polanco al precio de la habitación que compartía con Agustina.
Mi amiga no quiso venir conmigo, se había metido en asuntos de cocaína y sus dedos estaban ennegrecidos de prender la pipa de crack.
Un llamativo anuncio en el periódico, me trajo nuevos clientes. A los antiguos les gustaba más embarazada y empezaron a olvidarse de mí.
Parte de lo que ganaba lo invertía en coca que disolvía en la bebida de los que venían a follar para asegurarme su asiduidad.
A los dieciocho años tenía cuatro putas de lujo en el apartamento que ya había comprado, y el guardaespaldas de uno de mis narco-clientes como vigilante y protector. Se llama Caledonio.
Yo solo me dedicaba a follar con los machos que me gustaban verdaderamente y me dejaba hacer regalos e invitar a fiestas y viajes.
Cuando no había clientes y mis putas se iban a sus casas, al finalizar la jornada, generalmente a primera hora de la mañana, evocaba en mi cama el troceo del hijo de mi violador y fantaseaba con su muerte. Se me ponía el coño tan caliente que no había caricia que me aliviara. La carne molida sangrante me obsesionaba. Me dirigía a la cocina y sacaba de la nevera una bandeja de carne de res molida y en mi habitación, me cubría el coño con ella, me la metía dentro y me frotaba hasta quedar exhausta, dormida, con la sangre goteando por mi raja, con los dedos pegajosos…
Cuando tienes dinero, tienes todo el tiempo para leer y para estudiar idiomas. Es necesario cuando los clientes son políticos, empresarios, militares y religiosos. A los diecinueve años, podía ir a chuparle la polla a un presidente hablando inglés y entendiendo francés. Además, me hice culta.
Mi entrada al mundo de las grandes perversiones, llegó de la mano del gobernador de México, coincidimos en un hotel de París. Yo acompañaba a uno de mis amantes clientes, un empresario de la industria de la telefonía móvil que me presentó como la mujer más sensual que había conocido a su amigo gobernador.
Cenamos las dos putas y los dos clientes en el restaurante, entre alcohol y langosta acabamos intercambiando las parejas y acabé con el gobernador, la golfa sin cerebro se quedó con el empresario.
Una vez en su suite me pidió que jugara con sus bolas anales: le introduje quince bolas del tamaño de una ciruela, todo un rosario que casi le llena el intestino. Todo un récord. Sabía que mi discreción estaba fuera de toda duda y se permitió dejar sus excrementos entre mis piernas sin ningún pudor. Salieron con la última bola que le extraje y su semen regándolo todo.
No me dio más asco que otros, simplemente me aportó experiencia.
Una mañana, comprando carne en el Mercado Central de Abastos, observando como la molían apretando mis rodillas una contra otra al imaginarla ya en mi vagina, recordé el hijo que no tuve y a su violador padre. Ya tenía veinte años, y a pesar de sentirme afortunada porque aquel marrano me violara y cambiara así mi vida; decidí ejercer mi poder.
El antro Lipstick seguía siendo frecuentado por las tardes de los sábados y domingos por adolescentes de secundaria y prepa. Y entre toda esa juventud, siempre se filtran los degenerados, los solitarios, los fracasados de su matrimonio, los que aún se creen jóvenes para alternar con adolescentes. Aquellos cobardes que se ven inferiores entre los de su generación.
No supe verlo en su momento, no discerní la iniquidad de Alberto, mi violador y dejé que me acompañara a la puerta del sanitario. Fui idiota.
Hasta que no eres puta no conoces bien al ser humano, lo rastrero que puede ser.
Entré en el local con Caledonio, mi guardaespaldas. El ambiente estaba hormonado por tanto adolescente, me sentí extraña; muy lejos de aquel mundo que había dejado hacía cinco años.
Los adultos eran tan pocos en aquel lugar, que brillaban con luz propia en la oscuridad. De los cuatro que había, dos eran camellos y los otros dos moscones que miraban sin decidirse a abordar a ninguna de las chicas o chicos. Posiblemente, jamás lo harían.
Durante tres semanas, sábados y domingos por la tarde acudí sin encontrar a Alberto, era una posibilidad muy remota; cinco años matan y cambian la vida de mucha gente.
Me aburrí de aquella búsqueda y por otra parte, viajé de acompañante cinco días con el general Armendáriz a Alemania, a un congreso de militares organizado por la OTAN. Un reloj Cartier fue cargado en la minuta de gastos a cargo del gobierno. Mi trabajo: ser un adorno en su brazo por las noches y abrirle el ano con un espéculo y llenar sus intestinos con agua; en definitiva, un enema avanzado y mi orina recorriendo su cara.
Si algo sé, es que a la gente que se encuentra en el poder, le encanta que le metan cosas por el ano.
A los sacerdotes les gusta que les lesiones los genitales, no sé por qué; pero siempre es así.
Y a mí me excitan, disfruto con mi trabajo.
Cuando llegué a México, Caledonio sonreía abiertamente desde que me recogió en el aeropuerto. Cuando llegamos a mi casa y burdel, me llevó hasta el cuarto de dominación y encendió las luces. Allí estaba Alberto, mi odiado violador.
Caledonio tenía grabada la descripción que le di cuando lo buscamos en el antro durante esas tres semanas. Fue casual que entrara a comprar una cajetilla de tabaco en un Oxxo de Reforma. El hijo de puta trabajaba de cajero. Mi guardaespaldas esperó a que acabara su turno y cuando el desgraciado salió del local hacia su casa, le presionó con el cañón de la pistola en la espalda y lo metió en el carro.
Lo desnudó, lo amordazó y le cubrió la cabeza con una capucha sin ojos de cuero. Inmovilizó con las esposas de cuero los pies y manos. Llevaba dos días allí y se había cagado y meado en la mesa. Olía a podrido; pero no me molestaba, era mayor mi alegría.
Salimos de la habitación sin decir una sola palabra y besé agradecida a mi guardaespaldas. Mandé llamar a Vanesa, la más fea de mis putas que se dedicaba a la escatología, le pedí que se la pusiera dura.
Alberto intentaba hablar, sus balbuceos eran un tanto molestos; pero nadie pronunció una sola palabra. Vanesa se metió el ridículo miembro en la boca y lo único audible en aquel cuarto, eran las succiones que le hacía en la polla.
Poco a poco aquello se fue endureciendo, le susurré unas palabras al oído a Caledonio y salió del cuarto.
Volvió a los pocos segundos con un cuchillo cebollero de la cocina.
La polla de Alberto estaba tiesa, aunque era imposible que adquiriera la dureza violadora en aquel estado. Vanesa es una buena profesional, le había metido un dedo por el ano y no dejaba de excitarle la próstata, cosa que provocó que se orinara y mi puta, se masturbó con aquello.
Vanesa mantenía firme y vertical el bálano, me acerqué silenciosamente con el cuchillo y apoyé el filo en el meato, como centro y guía de corte. Le lamía las pelotas para tranquilizarlo, porque el cerdo tensó sus piernas con violencia al sentir el metal en la polla.
Empujé con fuerza el cuchillo y corté transversalmente aquel rabo de cerdo, el corte no fue simétrico; pero el efecto fue contundente: el bufido de Alberto fue acompañado por unos fuertes cabezazos contra la mesa en vano intento para aliviar el dolor. No había nada humano en sus gritos ahogados. Caledonio y Vanesa empalidecieron y vomitaron.
Toda una fiesta…
Con el mismo cuchillo, le corté el escroto y dejé que asomaran los testículos desnudos, se desprendieron de sus conductos y nervios rápidamente por las continuas e imparables sacudidas que hacía con el vientre para soltarse de sus amarres.
Le inyecté una dosis de heparina en el vientre para evitar la coagulación y salimos del cuarto.
A las cuatro horas Caledonio me informó que aún respiraba, le puse en la mano otra inyección de anti-coagulante para que no cesara en ningún momento la hemorragia.
Necesitó dos inyecciones más de heparina, al fin murió desangrado tras dieciséis horas. Contratamos a mi carnicero habitual para que cortara el cadáver en trozos muy pequeños y sacara aquella mierda de allí, le sería fácil deshacerse de todos esos desperdicios en su negocio.
El cerdo estaba casado, tenía un bebé de siete meses y una niña de seis años.
Mi buen guardaespaldas, entró una noche en la casa y degolló a los niños y a la mujer. Trabajó tranquilamente, con la impunidad que da el dinero y la compra de policías importantes que inventaron una historia de drogas y ajuste de cuentas.
Mandé quemar la barraca donde vivían mis padres y hermanos; creo que el rostro de mi madre quedó desfigurado por el incendio; pero todos salieron vivos y sin apenas tener tiempo de coger algo de ropa. Salvo la abuela, que murió asfixiada; pero esa mierdosa estaba vacía, no había nada en su viejo esqueleto.
Tal vez, algún día cuando el aburrimiento de una vida demasiado acomodada me lleve a buscar emociones fuertes, convierta a lo que queda de mi familia en carne picada.
Es mentira, no odio la violencia y junto con la venganza, humedece mi coño al que consuelo con carne de res molida, fresca y sangrante. Un delicioso cataplasma vaginal que me baja el tremendo calor y la excitación que me proporciona pensar en la venganza.
Yo también tengo mis especiales gustos, todos los que estamos en el poder, disfrutamos de perversiones que le están vedadas a los pobres.
Amo la violencia y mi sucio coño de carne molida.









Iconoclasta

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2 comentarios:

videos porno dijo...

Una historia muy interesante :O

Iconoclasta dijo...

Muchas gracias por creerlo así, videos porno.
Saludos y buen sexo.