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24 de agosto de 2011

El fin del mundo



Podría ser el fin del mundo. Hoy, un día soleado y tranquilo, no excesivamente caluroso podría sorprenderme.
De días preciosos estoy harto, me chorrean por la ropa como una lluvia pertinaz.
Que los días hermosos se los meta Dios en el culo.
No he vivido nunca un día del fin del mundo, dijéramos que me apetece experimentarlo. Es un tanto grotesco e incongruente pensarlo; pero la destrucción siempre es algo atractivo. La creación no me gusta porque al universo se le ha acabado la originalidad.
Puede que alguien sugiera que todos los días es un fin del mundo porque siempre hay alguien que la palma.
Y porque todos los días nace alguien es el día de la creación.
Tonterías de quien busca desesperadamente dar interés a su mediocre existencia.
No quiero un fin del mundo largo como una era geológica. El fin del mundo ha de ser brutal; pero nada de impactos que vengan del espacio, quiero algo más espectacular.
Lo que debe ocurrir es que el mundo reviente desde dentro.
Que el planeta quede partido en tres o cuatro trozos. De una puta vez.
Que los tan “poderosos” océanos se vacíen en cuestión de minutos por un imposible precipicio.
Puedo imaginar el crucero atestado de gente cayendo por la catarata del fin del mundo. Hay humanos que han caído del transatlántico y caen solos entre toneladas mortales de agua. Ballenas, delfines y tiburones intentando nadar hacia la arena que los asfixiará por evitar caer en ese horroroso vacío imposible.
Las gaviotas han perdido el rumbo y siguen al agua que se precipita al vacío, al espacio, a la nada…
Ningún ser vivo puede imaginar su planeta partido.
Necesito que no sea muy rápido para que YO y toda la jodida humanidad sintamos el inconsolable miedo a la muerte y al sufrimiento.
Necesito sentir miedo.
Estoy seguro de que con una buena dosis de pavor dejaría de sentir asco y desprecio.
Y lo que es más importante: aburrimiento.
A mi gato se lo tragaría una sima insondable y abrasadora. Puedo ver sus ojos asustados, sus pupilas como rendijas pidiéndome ayuda. Qué triste es ver lágrimas en los ojos de los gatos. Sus garras clavadas al borde del precipicio sin fondo tiemblan de cansancio.
Adiós gato mío.
Así tiene que ser el fin del mundo: tan horroroso que provoque el llanto hasta de las bestias.
No quiero que el fin del mundo sea tranquilo.
La humanidad ha de sufrir ahora y en la hora de su muerte, amén.
¿No es preciosa esta oración del fin del mundo?
Hasta las Vírgenes gritaran con su Jesús mamando teta ante el estruendo de la rotura planetaria.
Niños y adultos caminan sobre el mundo roto, cada cual sobre el pedazo que le ha tocado en suerte cubriendo sus oídos con las manos, intentando contener la hemorragia de los tímpanos destrozados.
Yo no, yo dejo que la sangre mane libre. Mis oídos siempre han sido defectuosos, no me importa y tampoco tengo gran cosa que oír. No me duelen más que cuando se me infectan.
Y se me infectan por la grandísima culpa de los sonidos y voces de lo vulgar y mediocre.
Dicen que mascando chicle se alivia la sobrepresión en las orejas, yo no masco chicle. Masco rabia y descontento. Que venga el fin del mundo, eso es lo que dará nueva vida a mis oídos ahítos de vida ajena.
El estruendo que ha provocado la fractura del planeta es inenarrable. Cuando ha cesado, se ha instalado la muerte con todo su silencioso poder, como la raya en el mar bate sus aletas colosales y su mirada fría busca vida con la que alimentarse.
Por primera vez en mi vida he escuchado el magno silencio, que ha durado varios minutos; hasta que los oídos han podido escuchar y las bocas han comenzado a gemir por amputaciones, roturas y muertes de amigos y familia.
Quiero vivir para escuchar ese silencio de nuevo y que sea real…
Es lo que siempre he pensado: la única forma de arreglar esto es que ocurra una gran catástrofe que acabe con todo. Que acabe con la vida simplemente.
Hay planetas deshabitados que no son infelices.
Es hora de morir pequeños…
Quisiera que ahora mismo se interrumpiera mi escritura ante la Gran Rotura de La Tierra. Vale la pena morir por disfrutar de unos instantes de absoluta sorpresa y terror.
La humanidad no es de las cosas más valiosas que se puedan encontrar en el universo. Si nuestra civilización estuviera tecnológicamente preparada para viajar a otros planetas, lo único que aportaría es vulgaridad y aburrimiento.
Una bandera de tolerancia e hipocresía dibujada en el fuselaje de la nave imbécil-espacial.
Follar no es para tanto, al final, si no te la meten por el culo también te aburre. Lo saben los ricos y los que ostentan cargos públicos de poder. Los que viven holgada y cómodamente en su mundo mierdoso.
La humanidad no es como follar, es como la masturbación con la que te consuelas, es una foto de un momento intenso donde el sexo abierto de una mujer se muestra durante los primeros segundos como algo nuevo a descubrir. Una vez te has corrido, pierde toda gracia e interés.
El fin del mundo, la gran hecatombe tiene que durar lo suficiente como para que pueda disfrutar el momento sin sentir la pestilencia de los cuerpos descomponiéndose.
Pongamos… ¿tres, cuatro horas?
Estaría bien.
Es solo por mi comodidad y un poco de higiene (aunque morirme sucio es algo que me la pela); porque muertos todos, poco importa una plaga.
Lo más probable es que hoy no ocurra nada. Que a lo sumo mueras tú o incluso yo.
Que mueran algunos bebés intrascendentes y ancianos que dejaron de importar hace tiempo.
No es consuelo alguno para mí. Hay que morir con mucha más fuerza, con más estrépito, han de morir millones. Algo que me impacte, que llame mi atención de una vez por todas.
Algo que no sepa, algo que no haya experimentado.
Y no me importaría ser el último en morir. No le temo a morir solo sin un abrazo de consuelo. No necesito consuelo.
Quiero acción.
En mi vida todo ha sido esperar y esperando muero lentamente, aburridamente.
Si he de esperar más, que sea observando con mi cigarrillo colgando de la boca como revienta el mundo y lo que contiene. Sería un triunfo en mi vida. O lo que quedara de ella.
Cuando queda tan poca vida uno ha de pensar que está muerto.
Cuando has gastado las tres cuartas partes de la vida, date por muerto, porque cada segundo que vives se lo has arrebatado a la muerte.
No puedo comprender porque los iluminados, los clarividentes y charlatanes de feria, los sectarios religiosos y todas esas culturas tan exóticas ven el fin del mundo siempre lejano. Estamos en el 2011, ¿por qué coño esperar al 2012?
Les faltan cojones. Al calendario maya le falta valor y le sobra hipocresía disfrazada de cobardía.
Tengo prisa, no he de esperar más.
Por eso mi hijo ha muerto bajo mi cuchillo con la garganta abierta. Yo haré mi fin del mundo mientras su sangre se filtra por las sábanas y gotea en el suelo tras atravesar el colchón.
¿Cómo morirán aquellos a los que amo? No importa, no se puede hacer nada por ellos.
Si a la madre de mi hijo no le hubiera reventado la cabeza con la plancha de la ropa, hubiera muerto ardiendo en una falla del suelo inundada de magma, o aplastada por el derrumbamiento de un edificio. Ha sufrido menos con mis dieciséis golpes en su rostro, que si hubiera resbalado por la tierra para acabar sumergiéndose en metales fundidos. Soy piadoso.
Lo bueno de la muerte total y para todos, es que es imposible el consuelo.
Nadie se queda para despedir a los muertos y todas las propiedades se desintegrarán con el planeta y la vida.
Será la muerte más justa.
Mi gato que cuelga del cuello en la lámpara del salón con los belfos encogidos, no llorará jamás en un fin del mundo. Sus garras no se aferrarán al borde de una sima sin fondo.
Y de la misma forma que no habrá consuelo alguno, será imposible la pena y la misericordia.
Moriremos solos, abandonados ante y dentro de la gran hecatombe.
Solo se abrazarán los cobardes. Yo no me abrazaré a nadie.
Mi pequeño bebé de piel morada, no será una pieza de este sacrificio cosmogónico. He incrustado su biberón todo lo que ha sido posible en su garganta.
Si para mí, un pobre hombre sin más poder, es fácil acabar con mi propia familia, bien podría el mundo entero reventar por algún mandato caprichoso de un universo también aburrido.
¡Ya!
Digo yo...
Tiene que ocurrir. En algún momento de flaqueza temo haber matado a los que amo para nada. Quería evitarles el sufrimiento ante la imposibilidad del consuelo.
¿Y si el fin del mundo es sólo un sueño de mi mente enferma?
¿Y si el mundo no reventará nunca?
No quiero esperar más y es muy triste morir sin ilusiones.
Que reviente ahora. ¡Ya!



Iconoclasta

Ilustrado por: Aragggón.


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2 comentarios:

Edward Padilla dijo...

saludos hermano, bastante tiempo que no pasaba por aqui

Iconoclasta dijo...

Saludos hermano, un placer verte por aquí Edward.
Un abrazo.