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20 de octubre de 2010

Dureza, ergo fragilidad



La dureza como un castigo a su poder está maldita por la fragilidad. La vida y su mierda alcanza a todos los seres y a todas las cosas.
Y el amor, cuanto más fuerte más frágil. El diamante lo araña todo, y se parte como un vidrio por una torsión, por un golpe. El amor es un diamante y hace duros el alma y el corazón.
Con toda su fragilidad. La vida no perdona.
La broca arranca virutas largas y rizadas al trozo de acero sujeto en la mordaza. El hombre respira con esfuerzo haciendo presión en la palanca que avanza el taladro. No lleva gafas de protección, como si el humo del eterno cigarro colgado de sus labios pudiera protegerlo del acero que a veces salta a sus ojos.
Poco le importan los ojos, duele mirar la verdad, el fin.
El amor es frágil ante los ojos de los amantes, y los amantes saben cuando su momento ha pasado.
Él lo sabe, su amor ha caído de golpe y se ha hecho añicos entre sonrisas íntimas ya ajenas a él. No es necesario hacer nada ya. Las emociones se han cristalizado y el ánimo ya muestra una raja en su brillante superficie, es sólo cuestión de unos segundos.
Ahora toca dolerse infinito. Coge aire para soportar una nueva punzada de dolor.
Nada pudo marcar o debilitar su amor.
Nada puede marcar al diamante, ni al corazón enamorado.
Pero la presión no es buena y la fragilidad, actúa eficaz y destructiva en milésimas de segundo.
Y el amor revienta como el diamante en la prensa, haciéndose añicos y polvo.
Es un trallazo de un dolor inconmensurable. No hay agonía, la muerte llega instantánea.
Ahí reside el premio de haber amado de la forma más pura y brutal, sin concesiones: el fin es definitivo y rápido.
Es algo que agradece en medio de toda esa desolación.
Recoge con las manos sin guantes las virutas amontonadas en el suelo y en la base del taladro, clavándose algunas. No hace caso, su corazón diamantino está partido en mil esquirlas, ahí está el dolor auténtico. Lo demás carece de importancia.
Llena una bolsa de plástico con ellas y con un martillo las machaca para hacerlas más pequeñas. El resultado lo vuelve a meter en otra bolsa. Cierra tras de sí la puerta del taller y desearía también que fuera la puerta a la vida, para que dejara de doler el amor hecho fragmentos.
Siempre ha pensado que pagaría caro amar tanto; que ser alguien exclusivo y afortunado no podía durar demasiado.
Ahora llora trozos de diamante que le provocan hemorragias en lo lagrimales.
Cree que llora sangre.
Era una certeza casi absoluta, esa temporada de felicidad, de amor puro, le iba a ser cobrada.
Es hora de pagar.
La vida ha pasado factura. El amor, con la fuerza con la que nació se ha quebrado como un acero demasiado templado incapaz de soportar tensión alguna en su ordenada y simétrica estructura molecular.
Se ducha en los sucios vestuarios con jabones sucios que increíblemente dejan la piel limpia. Se frota la piel con las uñas arañándose en un vano intento por quitarse los fragmentos de vidrio-amor que se encuentran destrozándole el tejido bajo la piel.
Ella sigue siendo infinitamente bella; incluso vista a través de los cristales rotos que le pinchan los ojos.
Se siente tentado de llorar, de pedir una oportunidad. Convencerse de que es una pesadilla.
No lo hace, si un día tuvo fuerza para amar, ahora la tiene para reventar con dignidad. Debería tenerla, suspira mientras se seca los genitales.
Piensa que la vida es mierda pura. Su alma está tan rota que ya no es capaz de distinguir el dolor y el aire que respira.
Dijo que daría un paso atrás cuando llegara su ocaso. Sería valiente y desaparecería en segundos del escenario que no le pertenece ya.
Ahora, con lágrimas que él cree que son rojas, está retrocediendo asustado, cortándose los pies con añicos de amor roto.
Se arrepiente de haberse prometido que sería hombre y se comería en silencio y en los oscuro los trozos del amor partido que quedaran a sus pies.
No es fácil y pisa con fuerza el diamante que una vez fue íntegro, hace apenas unos minutos. Son cientos de dolores, tantos como recuerdos e ilusiones. En una progresión geométrica su dolor no alcanza una cota estable, sino que sigue expandiéndose y se dejó la anestesia encima de la mesita de noche.
Camina hacia atrás, para observar cuanto tiempo pueda el rostro de la que una vez amó, no importa cuánto se corten los pies. Importa no dar la espalda al dolor. Hay que ser hombre. E intentar por todos los medios que su alma no se rompa.
Pero es tarde. Su alma es acerada por una vida que nunca quiso: vacía, vacía, vacía... Por un amor que irrumpió como un misil y lo hizo más fuerte.
Y tan frágil...
Apoya el dedo en el pulsador rosa del interfono, con el alma definitivamente destrozada después de haber revisado que en la cartera se encontrara la tarjeta de crédito.
La bolsa de virutas de hierro pesa liberadora en su mano.
La alcahueta del burdel lo recibe con una sonrisa falsa y una verdadera curiosidad al ver en su mano la sucia bolsa de plástico colgar de sus dedos manchados de grasa que el jabón no ha podido eliminar.
Ella atiende a sus explicaciones y su rostro va ganando seriedad y sinceridad. Le contesta que será caro y difícil que alguna de sus chicas acepte semejante cosa.
Él contesta que será generoso. La alcahueta le pide la tarjeta de crédito que guarda en un cajón del mostrador de la recepción.
Se sienta en un sillón incómodo esperando que aparezca la puta.
Llora como un crío cogiendo puñados de amor roto, como un crío intentando armar su juguete desmantelado, intenta desesperadamente de alguna forma, pegar esos trozos; pero le fallan las manos, hay tendones afectados. No hay compostura posible. Todo es hemorragia.
Ya no distingue el dolor anímico del físico, es imprescindible que el cuerpo sufra más que el alma, que el dolor sea físico para escapar a la locura si fuera posible. Porque todo es ella, tiene que borrarla de su pensamiento como sea. Tiene que extirpar las esquirlas de diamante que hacen de su corazón un cactus.
La puta se presenta ante él con un mini vestido azul marino que sube brevemente por encima de sus muslos, hasta mostrar una breve porción de sus bragas transparentes. Es una mujer mayor, fea con la voz ronca y un cuerpo demasiado gordo. Es la única que ha aceptado su juego.
En la habitación roja, él le aconseja que use guantes para coger las virutas enseñándole sus manos heridas como muestra.
La puta sale de la habitación y vuelve con unos guantes de goma de limpieza y se los pone ante él.
Del cajón de la mesita de la cama saca un vibrador y lo cubre con un condón.
El hombre le aconseja que use otro. Y la puta encima del primer condón coloca otro. Con cuidado los saca del vibrador, dejándolos extendidos.
El hombre sujeta los condones abiertos para que ella vierta dentro las virutas metálicas.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer, cielo?
–Sí, no hay problema.
La puta lo observa y siente en su propia piel el frío dolor del amor roto.
–Duele mucho ¿verdad, cielo?
–Infinito –responde con una lágrima.
La puta le ayuda a desvestirse de cintura para abajo. Su pene está fláccido. Está triste como el alma que se está resquebrajando. Siente hasta chasquidos de cristal que se resquebraja dentro del hombre.
–No puedes, ahora, cielo.
–Ayúdame, no puedo salir de aquí así, con este dolor.
–Nadie vale este dolor.
–Ella sí.
Y la puta asiente mirando las viejas cicatrices de sus muñecas.
Llena un vaso con agua y le ofrece dos pastillas
–Tómalas, en veinte minutos la tendrás dura.
Y ambos encienden un cigarrillo sin hablar.
La puta acaba su cigarrillo y empieza a masajear el pene del hombre sentado al borde de la cama. A medida que va creciendo entres sus dedos, se lo va llevando a la boca que a partir de ese momento crece desmesuradamente.
Cuando baja el prepucio, el glande se ofrece con un color amoratado, casi púrpura, la sangre parece querer salir a través de ese delicado tejido nervioso.
El hombre gime, pero no de placer.
El hombre no se da cuenta de que está llorando. Se cree aún de acero templado y sin fisuras.
Y la puta piensa que debe hacerse, como ella un día cortó sus venas.
No le avisa cuando pinzando la cabeza del condón para que no se caigan las virutas, se lo desliza por el miembro.
No le avisa cuando de golpe hace bajar hasta su sitio la goma y siente en sus propios dedos como las púas y virutas metálicas se clavan en una carne delicada que si pudiera pensar, jamás hubiera imaginado que pudiera ser tan desgarrada. Porque no es diamante, hay cosas que no son duras y duelen aunque no sean importantes.
Los dedos de los pies del hombre se crispan ante el ramalazo de dolor y sus manos se cierran intentando estrangular la colcha de la cama. Se ha mordido el labio y mana sangre como empieza a manar también del glande maltratado.
–Mastúrbame, quiero correrme.
La puta traga saliva, se va a hacer muy largo este servicio, piensa. Y se arrepiente de haber aceptado el trabajo. Aunque mirando los ojos del desgraciado, el amor ha sido infinitamente más cruel.
Aprieta con fuerza el puño en el bálano y comienza a subirlo y bajarlo. No se ha quitado los guantes, hay algo completamente irreal en ello. El hombre no se queja, su vientre es una madera de contraído que está y su escroto ha quedado duro y pequeño como un cuero.
Lucha el hombre por borrar el cuerpo de quien amó deslizándose por su miembro, untándolo de sí misma. Cubriendo de deseo y lujuria el amor que se tenían.
Ahora siente los cortes profundos, la mano indiferente de la puta, ajena al dolor, que impasible desgarra todo su centro de placer.
Y cuando ya sólo hay sangre y dolor, cuando siente que algo ha salido de su meato por fin se siente terriblemente cansado.
Hay un extraño semen rojo o una extraña sangre babosa corriendo por sus muslos. Se lleva la mano al vientre y está lleno de astillas de hierro.
Los condones están destrozados en la papelera manchados de muchas cosas.
Intenta incorporarse, porque en algún momento se ha dejado caer sobre la cama.
Los guantes de la puta están manchados de sangre también.
–No te levantes, cielo, no mires –le aconseja la puta cubriendo sus genitales con una toalla.
El se deja llevar por el liberador dolor que ahora se propaga por todo su cuerpo. Se le escapa el vómito.
–No podemos dejarlo salir así, hay que limpiarlo, sanear las heridas... Sí, que venga Ana, ella era sanitaria hace unos años –la puta habla por teléfono con la alcahueta, el hombre la oye a kilómetros de distancia.
Cuando el hombre sale del burdel, su pene está envuelto en gasa empapada con yodo. La puta enfermera le ha aconsejado que debe ir al hospital, hay que prevenir la infección que sin duda alguna se va a desarrollar.
Si no tuviera el corazón partido en mil pedazos, no podría dar un solo paso sin lanzar gritos de dolor. Siente el latido enfermizo de su pene destrozado y cuando sale al fin a la calle, los edificios parecen plegarse amenazadores sobre él.
Desde que se partió el duro y frágil amor junto con su corazón, apenas han pasado veinticuatro horas. Y ahora su pensamiento y sus funciones vitales, están dedicadas plenamente a preservar la vida. Una vida que con una sonrisa ya cínica en el rostro, piensa que se le va por la polla.
Y una sonrisa lleva a otra. Porque los hombres se han de reponer y seguir adelante, han de mascar el dolor y escupirlo como tabaco. Él es un mecánico, no es un ser delicado. Y ella es tan bella...
Era tan bella...
A veces es inevitable que los fragmentos de amor se filtren en el flujo anímico provocando de nuevo el temible dolor que ocupa más espacio y tiempo que el trauma en su pene. Pero va avanzando, lo siente porque ahora tiene miedo a morir; hay mucho daño en esa carne que está entre sus piernas. Se pregunta si no habrá sido excesivo.
No puede caminar más, a punto de llegar a su casa, se sienta en la mesa de un café, frente a una plaza llena de niños y perros. Son sólo las siete de la tarde de un verano infame, de tóxico calor.
Hay gente que conoce; que no le importa.
Una mujer lo observa, sus dos perros corretean jugando entre un césped raído y lleno de mierda. Llama la atención de aquel hombre su palidez y las gotas de sudor que le corren por los párpados y no seca. Como si algo mucho más importante le estuviera molestando.
Le recuerda a los niños muertos de hambre que no se apartan las moscas de los ojos porque ésa es una molestia soportable comparado con lo que sufren. Casi una caricia.
Por la pernera del pantalón, de vez en cuando cae una gota de sangre.
Se acerca al hombre.
–¿Se encuentra bien?
El hombre la mira con dificultad para centrar la mirada, es una vecina que conoce de cruzarse con ella desde que vive en el barrio, y ya hace veintitantos años.
Intenta ser cordial.
–Sí, es este calor que no da un respiro.
–La sangre no es calor –responde la mujer mirando las gotas de sangre del suelo.
El hombre responde con un llanto, rápido y seco como una tos. Enciende un cigarro y le ofrece uno a ella; pero no fuma.
–Ya es tarde. Estoy roto.
Ella cubre con su mano la de él intentando dar consuelo a ese dolor tan íntimo y tan brutal que contagia el aire a su alrededor.
–Lo sé. Te acompaño al hospital.
–Es tarde también para eso.
–Pues muramos en casa, se está mejor.
El hombre no entiende, tampoco se fija que el pantalón de la mujer está empapado de sangre.
Tampoco tiene porque saber, que algún vidrio oculto en su vagina, sigue cortando, es un fragmento de amor duro y frágil que no ha podido expulsar su organismo.
Simplemente la acompaña a su casa, van de la mano.
Se sientan ante un café y dejan que la sangre arrastre cristales y emociones como filos cortantes.
Es importante no morir solos cuando el amor es un diamante roto.
A veces la vida no es tan puta y da algo de consuelo. Sonríen sabiéndose frágiles.
La infección corre junto con la hemorragia.
Es tarde.


Iconoclasta
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