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28 de octubre de 2010

Todo lo que quiso saber sobre una muerte apacible y temía preguntar



Estoy seguro de que si muero soñando algo bello, viviré ese sueño eternamente, es decir: los minutos o segundos que tarde el cerebro en consumir el oxígeno que le queda tras la parada cardíaca, convertirían ese sueño en una deliciosa eternidad.
Y así habré disfrutado de una dulce, apacible y envidiable muerte.
Claro... Y las cabras leen a Marx y a Kierkegaard con gafas.
Sólo un idiota sin cerebro podría morir feliz cuando el corazón se para y los pulmones luchan como cabrones por coger el bendito aire. Un aire que casualmente, en ese preciso instante, se ha retirado un par de metros lejos de la boca y la nariz.
Es de risa, estamos rodeados de apestoso aire toda la vida y cuando lo necesitamos de verdad, se arrincona en un lugar y no se deja respirar.
Ya estaba divagando de nuevo, el sexo me apasiona y me pierdo por retorcidos vericuetos de mi analítica mente.
En definitiva, no hay muerte dulce. El que ha muerto en la cama ha sufrido muchísimo eternizando así su agonía; sin poder abrir los ojos, ni pedir auxilio. Plenamente consciente de que la palmaba solo como un perro.
Decir con el cadáver presente que el individuo ha muerto en paz es alevosa hipocresía y alevosa cobardía. Nada de lo que sentirse orgullosos.
No hay que ser muy listo para darse cuenta de ello. Podéis ser todo lo cobardes e hipócritas que queráis respecto a la muerte; pero taparos la nariz y la boca y aguantad sin respirar todo lo que podáis y luego me decís lo felices que habéis sido.
Si es que sois como críos, esto es una lección de Barrio Sésamo.
Que lo hagáis para prolongar un orgasmo, me parece bien. Pero eso sería confundir la velocidad con el tocino (bacon para los sajones).
Observando detenidamente el cadáver del que ha muerto “dulcemente”, veo sus dedos crispados, como si retuviera con ahínco un billete de veinte euros del que no quiere desprenderse, y alguna uña levantada (el de la funeraria no ha hecho un buen trabajo), la lengua mordida, las mandíbulas tan contraídas que hay piezas dentales rotas asomando entre sus labios y las costillas hundidas. Todo esto lleva a concluir que si el finado ha tenido una muerte feliz, yo soy Blancanitos rodeado por los siete enanieves.
Yo me parezco a un muerto así, después de que mi mujer (maciza y divina ella), me ha hecho una paja con ese brío que le da al puño y a la lengua. Pero tampoco es lo mismo.
El del ataúd no ha tenido mi suerte. No ha chillado como un cochino tras un cremoso final feliz.
Ni de coña.
Conozco a su mujer que es mi tía, y a ese no le han tocado el rabo otros dedos más que los suyos en veinte años.
Joder... Si uno se despierta hasta por el zumbido de una mosca. ¿Cómo no se va a enterar de que no puede coger aire?
¿De verdad os creéis esa falacia de la muerte tranquila y apacible?
¿Cómo no se va a enterar de que el corazón se le ha partido en dos y sus pulmones se están anegando de sangre?
No quiero desanimar a nadie ni dar malos rollos; pero del que dicen que ha muerto “apaciblemente”, puede deberse a:
1: es mentira.
2: se ha chutado tanto jaco en vena, que en sus pupilas dilatadas aún flotan elefantes rosas con topitos azules, como en una lámpara de bebé.
La cobardía no es una virtud, y cuando se es cobarde hasta para pensar, la mezquindad os hace insoportables, chavales.
Como la de mis ex¬¬-suegros y mi ex-mujer...
Hablando de ellos, os diré que si un día muero “apaciblemente”, se encargarán de decir a los cuatro vientos que es mentira y sufrí más que Amundsen para encenderse un cigarro en el Polo Sur.
Yo también les deseo una apacible muerte.
Además... ¿Quién quiere una muerte apacible? Se debe morir luchando y sufriendo.
¡A ver! Que dé un paso al frente el que odie la muerte dulce de un cerebro paralítico.
A la mierda, menuda valentía.
Tanto hablar y demostrar para nada.
Margaritas a los cerdos.
Podríamos ponerles borlas a las mortajas y ni aún así sacaríamos un ápice de alegría del muerto.
Ni hay alegría, ni los muertos estén guapos. Su piel da grima tanto por el color de cera, como la textura fofa. Y no hablemos de su rigidez, secos como la mojama.
No hay muerte plácida: vamos a repetir todos juntos y luego pasamos a la canción del cinco que en el culo te la hinco.
No quisiera ser se pájaro de mal agüero (la verdad es que me atrae la idea); pero si la muerte os pilla en la cama, de sufrir los minutos más embarazosos de vuestra vida no os libra nadie.
Siempre será mejor la violencia de un tiro o un degollamiento. ¡Dónde vas a parar!
¿RIP? Y una mierda.
No seais chochos.
Buen sexo.


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22 de octubre de 2010

La muerte en bici


La Muerte en bicicleta me enseña sus muslos y sus bragas sucias. Pedaleando con sus huesos hace claqué. ¿Por qué va en bici?
Dice que la guadaña la ha dejado en el afilador.
Es casi tan absurda como yo.
Le respondo que si quiere, me lleve cortándome con una cuchara; pero que estoy cansado de oír tonterías. Hasta la Muerte es imbécil en este planeta.
¡Qué puta mierda!
Y mientras tanto, la que me da vida, en la ¡otra parte del mundo!
Tamborileo con aburrimiento mi mandíbula con los dedos mientras el corazón me lo arranca a cucharadas.
Hay cosas que duelen más, sinceramente.


Iconoclasta
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20 de octubre de 2010

Dureza, ergo fragilidad



La dureza como un castigo a su poder está maldita por la fragilidad. La vida y su mierda alcanza a todos los seres y a todas las cosas.
Y el amor, cuanto más fuerte más frágil. El diamante lo araña todo, y se parte como un vidrio por una torsión, por un golpe. El amor es un diamante y hace duros el alma y el corazón.
Con toda su fragilidad. La vida no perdona.
La broca arranca virutas largas y rizadas al trozo de acero sujeto en la mordaza. El hombre respira con esfuerzo haciendo presión en la palanca que avanza el taladro. No lleva gafas de protección, como si el humo del eterno cigarro colgado de sus labios pudiera protegerlo del acero que a veces salta a sus ojos.
Poco le importan los ojos, duele mirar la verdad, el fin.
El amor es frágil ante los ojos de los amantes, y los amantes saben cuando su momento ha pasado.
Él lo sabe, su amor ha caído de golpe y se ha hecho añicos entre sonrisas íntimas ya ajenas a él. No es necesario hacer nada ya. Las emociones se han cristalizado y el ánimo ya muestra una raja en su brillante superficie, es sólo cuestión de unos segundos.
Ahora toca dolerse infinito. Coge aire para soportar una nueva punzada de dolor.
Nada pudo marcar o debilitar su amor.
Nada puede marcar al diamante, ni al corazón enamorado.
Pero la presión no es buena y la fragilidad, actúa eficaz y destructiva en milésimas de segundo.
Y el amor revienta como el diamante en la prensa, haciéndose añicos y polvo.
Es un trallazo de un dolor inconmensurable. No hay agonía, la muerte llega instantánea.
Ahí reside el premio de haber amado de la forma más pura y brutal, sin concesiones: el fin es definitivo y rápido.
Es algo que agradece en medio de toda esa desolación.
Recoge con las manos sin guantes las virutas amontonadas en el suelo y en la base del taladro, clavándose algunas. No hace caso, su corazón diamantino está partido en mil esquirlas, ahí está el dolor auténtico. Lo demás carece de importancia.
Llena una bolsa de plástico con ellas y con un martillo las machaca para hacerlas más pequeñas. El resultado lo vuelve a meter en otra bolsa. Cierra tras de sí la puerta del taller y desearía también que fuera la puerta a la vida, para que dejara de doler el amor hecho fragmentos.
Siempre ha pensado que pagaría caro amar tanto; que ser alguien exclusivo y afortunado no podía durar demasiado.
Ahora llora trozos de diamante que le provocan hemorragias en lo lagrimales.
Cree que llora sangre.
Era una certeza casi absoluta, esa temporada de felicidad, de amor puro, le iba a ser cobrada.
Es hora de pagar.
La vida ha pasado factura. El amor, con la fuerza con la que nació se ha quebrado como un acero demasiado templado incapaz de soportar tensión alguna en su ordenada y simétrica estructura molecular.
Se ducha en los sucios vestuarios con jabones sucios que increíblemente dejan la piel limpia. Se frota la piel con las uñas arañándose en un vano intento por quitarse los fragmentos de vidrio-amor que se encuentran destrozándole el tejido bajo la piel.
Ella sigue siendo infinitamente bella; incluso vista a través de los cristales rotos que le pinchan los ojos.
Se siente tentado de llorar, de pedir una oportunidad. Convencerse de que es una pesadilla.
No lo hace, si un día tuvo fuerza para amar, ahora la tiene para reventar con dignidad. Debería tenerla, suspira mientras se seca los genitales.
Piensa que la vida es mierda pura. Su alma está tan rota que ya no es capaz de distinguir el dolor y el aire que respira.
Dijo que daría un paso atrás cuando llegara su ocaso. Sería valiente y desaparecería en segundos del escenario que no le pertenece ya.
Ahora, con lágrimas que él cree que son rojas, está retrocediendo asustado, cortándose los pies con añicos de amor roto.
Se arrepiente de haberse prometido que sería hombre y se comería en silencio y en los oscuro los trozos del amor partido que quedaran a sus pies.
No es fácil y pisa con fuerza el diamante que una vez fue íntegro, hace apenas unos minutos. Son cientos de dolores, tantos como recuerdos e ilusiones. En una progresión geométrica su dolor no alcanza una cota estable, sino que sigue expandiéndose y se dejó la anestesia encima de la mesita de noche.
Camina hacia atrás, para observar cuanto tiempo pueda el rostro de la que una vez amó, no importa cuánto se corten los pies. Importa no dar la espalda al dolor. Hay que ser hombre. E intentar por todos los medios que su alma no se rompa.
Pero es tarde. Su alma es acerada por una vida que nunca quiso: vacía, vacía, vacía... Por un amor que irrumpió como un misil y lo hizo más fuerte.
Y tan frágil...
Apoya el dedo en el pulsador rosa del interfono, con el alma definitivamente destrozada después de haber revisado que en la cartera se encontrara la tarjeta de crédito.
La bolsa de virutas de hierro pesa liberadora en su mano.
La alcahueta del burdel lo recibe con una sonrisa falsa y una verdadera curiosidad al ver en su mano la sucia bolsa de plástico colgar de sus dedos manchados de grasa que el jabón no ha podido eliminar.
Ella atiende a sus explicaciones y su rostro va ganando seriedad y sinceridad. Le contesta que será caro y difícil que alguna de sus chicas acepte semejante cosa.
Él contesta que será generoso. La alcahueta le pide la tarjeta de crédito que guarda en un cajón del mostrador de la recepción.
Se sienta en un sillón incómodo esperando que aparezca la puta.
Llora como un crío cogiendo puñados de amor roto, como un crío intentando armar su juguete desmantelado, intenta desesperadamente de alguna forma, pegar esos trozos; pero le fallan las manos, hay tendones afectados. No hay compostura posible. Todo es hemorragia.
Ya no distingue el dolor anímico del físico, es imprescindible que el cuerpo sufra más que el alma, que el dolor sea físico para escapar a la locura si fuera posible. Porque todo es ella, tiene que borrarla de su pensamiento como sea. Tiene que extirpar las esquirlas de diamante que hacen de su corazón un cactus.
La puta se presenta ante él con un mini vestido azul marino que sube brevemente por encima de sus muslos, hasta mostrar una breve porción de sus bragas transparentes. Es una mujer mayor, fea con la voz ronca y un cuerpo demasiado gordo. Es la única que ha aceptado su juego.
En la habitación roja, él le aconseja que use guantes para coger las virutas enseñándole sus manos heridas como muestra.
La puta sale de la habitación y vuelve con unos guantes de goma de limpieza y se los pone ante él.
Del cajón de la mesita de la cama saca un vibrador y lo cubre con un condón.
El hombre le aconseja que use otro. Y la puta encima del primer condón coloca otro. Con cuidado los saca del vibrador, dejándolos extendidos.
El hombre sujeta los condones abiertos para que ella vierta dentro las virutas metálicas.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer, cielo?
–Sí, no hay problema.
La puta lo observa y siente en su propia piel el frío dolor del amor roto.
–Duele mucho ¿verdad, cielo?
–Infinito –responde con una lágrima.
La puta le ayuda a desvestirse de cintura para abajo. Su pene está fláccido. Está triste como el alma que se está resquebrajando. Siente hasta chasquidos de cristal que se resquebraja dentro del hombre.
–No puedes, ahora, cielo.
–Ayúdame, no puedo salir de aquí así, con este dolor.
–Nadie vale este dolor.
–Ella sí.
Y la puta asiente mirando las viejas cicatrices de sus muñecas.
Llena un vaso con agua y le ofrece dos pastillas
–Tómalas, en veinte minutos la tendrás dura.
Y ambos encienden un cigarrillo sin hablar.
La puta acaba su cigarrillo y empieza a masajear el pene del hombre sentado al borde de la cama. A medida que va creciendo entres sus dedos, se lo va llevando a la boca que a partir de ese momento crece desmesuradamente.
Cuando baja el prepucio, el glande se ofrece con un color amoratado, casi púrpura, la sangre parece querer salir a través de ese delicado tejido nervioso.
El hombre gime, pero no de placer.
El hombre no se da cuenta de que está llorando. Se cree aún de acero templado y sin fisuras.
Y la puta piensa que debe hacerse, como ella un día cortó sus venas.
No le avisa cuando pinzando la cabeza del condón para que no se caigan las virutas, se lo desliza por el miembro.
No le avisa cuando de golpe hace bajar hasta su sitio la goma y siente en sus propios dedos como las púas y virutas metálicas se clavan en una carne delicada que si pudiera pensar, jamás hubiera imaginado que pudiera ser tan desgarrada. Porque no es diamante, hay cosas que no son duras y duelen aunque no sean importantes.
Los dedos de los pies del hombre se crispan ante el ramalazo de dolor y sus manos se cierran intentando estrangular la colcha de la cama. Se ha mordido el labio y mana sangre como empieza a manar también del glande maltratado.
–Mastúrbame, quiero correrme.
La puta traga saliva, se va a hacer muy largo este servicio, piensa. Y se arrepiente de haber aceptado el trabajo. Aunque mirando los ojos del desgraciado, el amor ha sido infinitamente más cruel.
Aprieta con fuerza el puño en el bálano y comienza a subirlo y bajarlo. No se ha quitado los guantes, hay algo completamente irreal en ello. El hombre no se queja, su vientre es una madera de contraído que está y su escroto ha quedado duro y pequeño como un cuero.
Lucha el hombre por borrar el cuerpo de quien amó deslizándose por su miembro, untándolo de sí misma. Cubriendo de deseo y lujuria el amor que se tenían.
Ahora siente los cortes profundos, la mano indiferente de la puta, ajena al dolor, que impasible desgarra todo su centro de placer.
Y cuando ya sólo hay sangre y dolor, cuando siente que algo ha salido de su meato por fin se siente terriblemente cansado.
Hay un extraño semen rojo o una extraña sangre babosa corriendo por sus muslos. Se lleva la mano al vientre y está lleno de astillas de hierro.
Los condones están destrozados en la papelera manchados de muchas cosas.
Intenta incorporarse, porque en algún momento se ha dejado caer sobre la cama.
Los guantes de la puta están manchados de sangre también.
–No te levantes, cielo, no mires –le aconseja la puta cubriendo sus genitales con una toalla.
El se deja llevar por el liberador dolor que ahora se propaga por todo su cuerpo. Se le escapa el vómito.
–No podemos dejarlo salir así, hay que limpiarlo, sanear las heridas... Sí, que venga Ana, ella era sanitaria hace unos años –la puta habla por teléfono con la alcahueta, el hombre la oye a kilómetros de distancia.
Cuando el hombre sale del burdel, su pene está envuelto en gasa empapada con yodo. La puta enfermera le ha aconsejado que debe ir al hospital, hay que prevenir la infección que sin duda alguna se va a desarrollar.
Si no tuviera el corazón partido en mil pedazos, no podría dar un solo paso sin lanzar gritos de dolor. Siente el latido enfermizo de su pene destrozado y cuando sale al fin a la calle, los edificios parecen plegarse amenazadores sobre él.
Desde que se partió el duro y frágil amor junto con su corazón, apenas han pasado veinticuatro horas. Y ahora su pensamiento y sus funciones vitales, están dedicadas plenamente a preservar la vida. Una vida que con una sonrisa ya cínica en el rostro, piensa que se le va por la polla.
Y una sonrisa lleva a otra. Porque los hombres se han de reponer y seguir adelante, han de mascar el dolor y escupirlo como tabaco. Él es un mecánico, no es un ser delicado. Y ella es tan bella...
Era tan bella...
A veces es inevitable que los fragmentos de amor se filtren en el flujo anímico provocando de nuevo el temible dolor que ocupa más espacio y tiempo que el trauma en su pene. Pero va avanzando, lo siente porque ahora tiene miedo a morir; hay mucho daño en esa carne que está entre sus piernas. Se pregunta si no habrá sido excesivo.
No puede caminar más, a punto de llegar a su casa, se sienta en la mesa de un café, frente a una plaza llena de niños y perros. Son sólo las siete de la tarde de un verano infame, de tóxico calor.
Hay gente que conoce; que no le importa.
Una mujer lo observa, sus dos perros corretean jugando entre un césped raído y lleno de mierda. Llama la atención de aquel hombre su palidez y las gotas de sudor que le corren por los párpados y no seca. Como si algo mucho más importante le estuviera molestando.
Le recuerda a los niños muertos de hambre que no se apartan las moscas de los ojos porque ésa es una molestia soportable comparado con lo que sufren. Casi una caricia.
Por la pernera del pantalón, de vez en cuando cae una gota de sangre.
Se acerca al hombre.
–¿Se encuentra bien?
El hombre la mira con dificultad para centrar la mirada, es una vecina que conoce de cruzarse con ella desde que vive en el barrio, y ya hace veintitantos años.
Intenta ser cordial.
–Sí, es este calor que no da un respiro.
–La sangre no es calor –responde la mujer mirando las gotas de sangre del suelo.
El hombre responde con un llanto, rápido y seco como una tos. Enciende un cigarro y le ofrece uno a ella; pero no fuma.
–Ya es tarde. Estoy roto.
Ella cubre con su mano la de él intentando dar consuelo a ese dolor tan íntimo y tan brutal que contagia el aire a su alrededor.
–Lo sé. Te acompaño al hospital.
–Es tarde también para eso.
–Pues muramos en casa, se está mejor.
El hombre no entiende, tampoco se fija que el pantalón de la mujer está empapado de sangre.
Tampoco tiene porque saber, que algún vidrio oculto en su vagina, sigue cortando, es un fragmento de amor duro y frágil que no ha podido expulsar su organismo.
Simplemente la acompaña a su casa, van de la mano.
Se sientan ante un café y dejan que la sangre arrastre cristales y emociones como filos cortantes.
Es importante no morir solos cuando el amor es un diamante roto.
A veces la vida no es tan puta y da algo de consuelo. Sonríen sabiéndose frágiles.
La infección corre junto con la hemorragia.
Es tarde.


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18 de octubre de 2010

La energía perdida



“La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”
Sin Ella, mi energía se pierde, no hay ley alguna que pueda dar consuelo a su ausencia.

Algo se debería romper en el universo cuando hay una pena; no es posible que mientras nos retorcemos de dolor, nada cambie.
No es justo.
No es buena cosa.
¿Todo este dolor no sirve de nada?
Algo de destrucción. Es un ruego.
No puedo soportar que todo este dolor, toda esta desesperanza se quede aquí creando necrosis en mi tejido anímico.
Las penas deberían crear reacciones, que no se queden dentro de nuestro organismo minándonos, que salgan al exterior y destruyan mundos.
Que corra el llanto ajeno también.
Pero no ocurre nada. Caminamos sobre estratos de millones de muertos que han lanzado trillones de gemidos y todo sigue igual de inamovible.
Los muertos están afónicos y el universo es sordo e impermeable a sangre y vómitos.
Es como si este puto dolor de amar, no importara. No importo una mierda.
La soledad es firme como una roca, ni el terremoto más espantoso la puede romper.
Mi soledad no es así. Mi soledad es una muralla, es algo que me protege de lo externo, que me hace sentir seguro. Pero no es tan firme como intento convencerme.
Con sólo su beso o su aliento se desmorona. Ella es el ariete de mi soledad. La catapulta que destroza almenas de aislamiento ya mohoso.
Ella da paso a la luz, y a la lágrima que se vierte involuntaria. Imparable.
Ella hace lo que nadie en la tierra ha hecho a pesar de los infinitos dolores.
Dobla el tiempo y lo maneja a su antojo. Modela nuevas eras bajo el brillo de sus ojos oscuros como la obsidiana.
No hay sacrificio ni vida quemada capaz de intervenir en los hechos cosmogónicos. No hay nadie tan importante. Los muertos no pesan, los millones de muertos están ahí, sin haber influido, sin trascender.
Ella sí, provoca reacciones telúricas, me hace perder la calma y lanza meteoritos que anulan la vida a mi alrededor y soy exclusivamente algo en sus manos.
A Ella le basta con su presencia para eclipsar la vida misma.
Sólo Ella, abductora de la razón, puede variar el universo si así lo decide.
Y no puedo hacer nada ante ello, no quiero.
Sólo dejarme llevar.
Sólo me abandono, soy leño en su océano. Solitario durante eras. Bendecido por su compañía durante escasos segundos.
No quería quitar importancia a otras vidas, a ajenos seres; pero es inevitable que pierdan ante Ella.
Podéis llorar, sufrir y gritar de alegría; pero nada de vosotros trascenderá. No variará nada. Por eso no rezo a los muertos, no respeto a los vivos, no me importa la miseria, ni vuestra alegría. Sois vanos.
Yo solo la espero a Ella. Porque sólo con Ella estoy bien.
Yo la adoro como un renegado de la divinidad sagrada. Un pagano que se retuerce en el vacío de un universo espurio de dioses que nunca existieron. Porque Ella no tiene nada de sagrado. No hay religión ni fe que la pueda definir, que la pueda acoger. Ella es mundo y creación. Adoro su cuerpo lujurioso, su mente lúcida de hedonistas imágenes. De amores tan fuertes que crea oscuras masas que absorben todo a su alrededor.
Hay cosas que no se deberían escribir, no es necesario sincerarse; pero cuando no está soy todo aquello que un día intentaron educarme para que no lo fuera.
Cuando no está ella soy una mala bestia y todo está mal. Todo es sacrificable. Siempre pienso que nunca hay bastantes muertos.
Y soy malo, y estoy desesperado. He escupido en las venas abiertas del suicida y en el cordón umbilical del recién nacido sin haber encontrado consuelo a mi ansia.
Hundo los dedos en mis heridas para que no se cierren. Solo por pura maldad, para que la pena no coagule la sangre en mis venas cuando estoy sin Ella. Para que salga el dolor en forma de infección, para trascender aunque sea en la sangre muerta y seca.
Y nadie me ama, sólo Ella.
Sólo Ella es capaz de abrazar a un abyecto y sacarlo a la luz, convertirlo en un hombre lleno de amor, empapado de lágrimas.
Bendita y maldita Ella.
Y todo este dolor, toda esta tristeza, es energía destruida, que no se convierte en nada que desaparece sin dejar huella. Como yo cuando no está.
No soy nada.
Ni mi dolor.


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14 de octubre de 2010

Odio tranquilo y sereno



Llueve y con un pensamiento sociópata (los sociópatas, son algo así como los antipáticos, pero con más gracia y carisma), deseo que la lluvia sea ácido que deshaga el mundo entero.
Que deje de sonar el maldito timbre de la alarma del cuerpo de enfermeras.
Incluidos los cuerpos, que se deshagan junto con el decorado. El que sangra no se deshace, aunque tampoco lo moja la lluvia. Debería sacarlo fuera y verificar el ph de mi peligrosa imaginación.
El viento que aúlla ahí fuera no importa mucho, podría desear que los arrastrara a todos, pero sólo cambiarían de lugar, continuarían existiendo.
Mala idea.
Siempre encuentro formas de demostrar mi odio hacia el mundo. Es tan fácil como no ganar dinero para comprar la libertad que he buscado siempre. Porque vivir bajo un cielo limpio que al anochecer deje ver las estrellas, es algo solo para gente con mucho poder adquisitivo. Sólo unos pocos pueden disfrutar de un cielo estrellado.
También los seres más pobres y subdesarrollados pueden disfrutar de un cielo limpio, pero tienen que comer con el olor a mierda que sale del agujero que han hecho en un rincón de la cabaña para cagar.
No sé porque este empeño en sentirme mal. Ya soy viejo, debería haberme acostumbrado a este gueto; pero no es posible. Soy tenaz alimentando mis frustraciones, mi imaginación no perdona y sueña siempre algo mejor. El mundo debería cambiar, y cambiar rápido. Tan rápido como para poder disfrutar de un cambio al menos una vez en la vida. Apenas me queda tiempo y esto no ha mejorado nada.
Me vaticinaron que con el tiempo cambiaría, que con la edad me calmaría. Ahora se exclaman que no lo haya hecho, de que siga aún más furioso, fríamente despectivo. No es normal, dicen.
Por mí como si se la pica un pollo.
Debe haber una molécula en el aire que respiro que desata este odio. Una alergia.
Me parieron así, nada de alergias. Si padeciera una, no tendría esta nariz respingona y carnal que se mete en los rincones más húmedos de las mujeres. Mi nariz no está hinchada. Lo otro sí, y lo otro sabéis bien que es, no me forcéis a ser crudo y carnal.
No hay antihistamínicos para la tristeza profunda, me lo han dicho muchos médicos. Hay purgantes, pero no quiero pasarme la vida cagando.
Con las descargas eléctricas me meo encima, no le encuentro la gracia. Mi orina no es ácida, no deshace nada. Lo sé por mí mismo, cuando me meo sólo me siento sucio, no me deshago.
Me siento humillado, nada más; no hay otro efecto.
Aunque las serpientes no se mueren con su propio veneno. Tal vez sea eso, tal vez si meo el cuerpo...
La sangre con la orina hace un color rosa feo y oscuro, pero por encima de todo, maloliente. Meo en su cara.
El cuerpo sigue intacto. Creo que he de enriquecer mi dieta con abundancia de marisco y carne roja para subir el nivel de ácido úrico en sangre.
La tristeza no me deprime, me enfurece. Es otra cosa que debería preocuparme; pero sólo preocupa a los que me rodean, porque no es normal. Como si la tristeza no pudiera engendrar odio, es estúpido. ¿Cómo no va uno odiar estar triste?
Aunque no sé si es correcto calificar de odio esto que siento.
A mí me parece una emoción y fría y calculada, no me causa pena ni alegría. Es un pensamiento natural en mí. Algo constante que me acompaña con tanto aburrimiento como la esposa que ya no quieres; pero es cómodo estar con ella.
Es odioso soportar lo que no quieres. No tiene una mierda de comodidad. Es la puta verdad, no sé a veces porque intento engañarme.
No sé porque no murió mucho antes, las enfermedades mortales nunca aparecen en el momento adecuado y cuando lo hacen, ya has pasado media vida amargado. Su rostro es una gota que corre por el cristal y como no... Se junta con otra, con tanta vulgaridad, que dan ganas de mirarse las uñas e investigar lo negro que hay bajo ellas. Siempre será más interesante que un cerebro normal.
Las gotas follan de una manera poco excitante.
Casi con aburrimiento, puedo imaginar el mundo deshacerse en chorretones como la tinta de un dibujo.
Me preocuparía sentir angustia por ello, significaría que hay alguna contradicción en mi pensamiento.
Mis nervios están templados y acaricio desde dentro de la ventana las gotas del mundo que corren por el vidrio, el mundo que se licúa. Sorbo el café observando con cierta curiosidad la cara de alguien que se deforma, se estira, se pierde vidrio abajo y de repente, corre veloz a juntarse con otros desechos.
Mi blusón blanco, mi cabeza rapada... Se mantienen concretos y definidos los reflejos de mí mismo. No me importaría deshacerme con el mundo entero.
Tal vez sea un efecto óptico o alguna asociación de mi mente un tanto rebelde, un tanto asqueada; pero diría que la humanidad es como las gotas de agua, que buscan unirse para formar un charco. Cuando están próximas, hacen un última carrerita para juntarse, casi con alegría. Se fusionan las gotas para formar otra idéntica, sólo que más pesada, ergo más molesta.
Eso no me preocupa, es un efecto que sufren los ajenos. Yo corro en dirección contraria, y si no puedo escaparme, me evaporo. No me junto con cualquiera.
Soy pragmático a pesar de mi poderosa imaginación y mi tranquilo desprecio hacia mi prisión: es casi imposible que llueva ácido. No por ello me voy a echar a llorar, puedo vivir una mentira con tranquilidad, como quien lee un libro de ciencia ficción.
No puede hacer daño soñar un rato.
Cuando deje de llover nada habrá cambiado. Domino mis emociones.
Aún así, guardo una secretea y recóndita esperanza de que mañana al despertar, el mundo sea un manchurrón de tinta de forma irreconocible.
Y es que está visto que por mucho que sueñe con un meteorito arrasando toda clase de vida, no se cumple. Incluso desespero de que nada del universo sea capaz de acabar con este cáncer que es la vida social en la Tierra.
No me siento motivado para preocuparme de lo que le pueda ocurrir de malo al planeta, más bien pienso cuándo ocurrirá. Me rio nervioso llevándome las puntas de los dedos a la boca. Soy un niño travieso.
Tampoco me importa mi generación, las pasadas ni las venideras. Soy indiferente a través del tiempo.
Mantengo un sano escepticismo.
No pienso que algún tiempo pasado fue mejor. Pienso en lo malo que será el que está por venir. Me da miedo la eternidad. Tengo un pánico enfermizo a vivir demasiado.
La lluvia cae con más fuerza y cierro los ojos deseando lo mejor para mí. Me arranco una uña con los dientes. El deseo no se cumple, el agua corre clara por el cristal.
Y la sangre por mi barbilla. Late el dedo corazón sin uña.
Vuelta a la realidad, nunca me engaño. El mundo seguirá como estaba hace unas horas, sólo que más húmedo. La uña tardará unos meses en crecer.
No duele, la medicación sólo consigue aplacar mi sistema nervioso, mi mente fría es inmune a los sedantes. Debe ser por eso que no siento un dolor excesivo en mi dedo mutilado. Aún así, duele de cojones.
No me gusta este café, se lo he dicho miles de veces al celador: la vida ya es bastante amarga como para tomar el café sin azúcar.
Mi lápiz está profundamente clavado en su ojo. Ahora espero el electro-shock y luego una nueva tanda de inyecciones que harán que me pierda en mí mismo durante semanas.
No arrancarán una sola emoción de mí. Incluso ahora que me revientan la mandíbula con una porra, no emito ni un solo lamento de dolor.
Lo que duele es la uña que me he arrancado. Se siente sola en el sucio suelo que han pisado mil maníacos.
Los manicomios son lugares de trato poco cordial.
Me pegan patadas, alguien se pregunta cómo pudo entrar Rubén el celador con un lápiz en la oreja.
Despistes, maravillosos despistes que provocan que un sueño se haga realidad. A
Una frase para la posteridad, para la colección de citas de algún idiota: Hay que respetar las normas con los enfermos más peligrosos.
Busco enfermos a mi alrededor para que ataquen a los sanitarios, pero no hay. He matado a tantos que no se fían.
Me levantan por los brazos y parece que me los arrancan, la uña sangra allá bajo la silla, el amargo café corre vulgar hacia el charco de orina y sangre, como las gotas de agua.
En efecto, el mundo no ha cambiado en absoluto, sabía yo que no basta con desear algo con la mejor de las sonrisas.
Yo tampoco cambiaré, seguiré eternamente indiferente.
Eternamente frío.



Iconoclasta
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7 de octubre de 2010

El caleidoscopio



Alguien me mueve, me gira hacia la dolorosa luz, me rota y a veces me agita.
Estoy a su puta merced. Me fragmento, me rompo.
Soy estrella y después ameba. Mi mente se deshace en mil estallidos de color.
Sin dolor.
Sólo es asombro. Dios está juguetón. Dios me rompe y me rehace.
Dios es un psicópata.
Me transforma como una absurda energía que no tiene utilidad alguna.
Hay colores que se descomponen y en esos momentos la oscuridad reina.
Es desolador verse sometido así.
Descorazonador.
Estoy abandonado.
Podrido.


Iconoclasta
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3 de octubre de 2010

Necesitados



Se necesitan, ya no es cuestión de amarse.
Han llegado al punto mismo de la fusión. Están solos, abandonados a si mismos, a su amor eterno e incombustible.
No pueden pedir a nadie ayuda, porque no existe quien pueda entender, no existe quien pueda creer. No existe para nadie la fantasía hecha realidad.
Su necesidad es anatema en este mundo prosaico.
Son las únicas leyendas que aún viven.
Y están solos sujetándose a si mismos al filo del barranco de la Desesperación.
En un mundo de praxis y conformismo se han hecho únicos. Y ahora están desoladoramente solos.
Se abrazan y el mundo parece desaparecer a su alrededor.
Son peligrosos. Pueden barrer con una tormenta de amor, la importancia de todo.
Nadie cree en el amor que crea vínculos táctiles, corrientes tangibles de ansia y deseo que dilatan vasos capilares e irrigan los sexos hasta el temblor.
Sólo son imaginaciones literarias, alucinaciones; piensa el mundo. Y ellos se callan su amor secreto que crece en su interior aplastando los pulmones. Presionando arterias.
Convierten la noche en un encuentro del que despiertan agotados.
Y cuesta tanto respirar a veces, amor...
Hay sangre en los labios de un exceso de besar. No hacen caso, porque el dolor fue antes, todo el daño fue anterior al sagrado beso. No puede doler la piel de los labios, cuando sus almas casi han ardido.
Cuando él se dobla de necesidad de abrazarla, a ella se le escapa un gemido y contiene una lágrima. A pesar de los miles de kilómetros, la naturaleza se agita violenta ante la corriente poderosa que une sus pensamientos. Es un hecho que han comprobado y mesurado. Que les duele, que gozan.
Nadie da crédito a su historia, porque eso no puede ser, nadie ha experimentado un ataque de amor cuyo síntoma es la necesidad absoluta. Duele respirar el aire si no están juntos. Arde la garganta gritando sus nombres. Y una llamada al teléfono es un año de vida que le han arrebatado a la muerte.
Eso no es forma de vivir, cualquiera estaría reventado de agotamiento.
Están agotados. Piden piedad como los condenados a muerte.
Sobreviven con palabras de amor y besos frágiles que empujan con sus manos cuidadosamente.
Sobreviven como pueden sujetándose a sus estómagos para no caer al suelo.
Se necesitan y el cansancio se cierne sobre ellos como una bestia infecta que amenaza la cordura y la misma vida.
Intentan no parecer derrotados. Actúan con sonrisas para distraer la atención de su cansancio; a veces sin notables resultados.
Les preguntan por esa tristeza.
Son buenos actores de un cruel acto de amor.
Ya no hablan de amor, eso ya no es un argumento. Hablan de necesidad, hablan de que vivir el uno sin el otro, duele infinito. Duele todo.
No hablan más que de unir las pieles, de dormir el uno en el otro y acurrucarse y pedirse perdón por amarse con esa voracidad. Por no haber hecho más y más rápido por fusionarse al fin.
No quieren más que descansar la cabeza y oír el latido de lo que tanto aman a través del pecho. Auscultarse mutuamente y asegurarse de que el corazón que un día se intercambiaron, funciona y bombea el deseo imparable y torrencial por todo el cuerpo.
Están condenados a unirse, condenados a respirar juntos. Malditos de amor y ansia.
El mundo se ha convertido simplemente en una distancia física que salvar. Porque se tienen, sus almas están tan unidas que convierten en banalidad las vidas ajenas.
La cercanía de los que un día amaron es el símbolo de su separación, apenas los pueden soportar ya. Cortan sus alas. Su necesidad es tal, que cualquier animal o cosa se ha convertido en un obstáculo que salvar. Y aunque corren veloces el uno al otro, ya es tarde para una comunión de amor. Ahora corren el uno hacia el otro para poder vivir.
Dicen ser malos, dicen ser mierdas tratando así a los que les rodean. Pero sus rostros se tuercen de dolor y melancolía; serían realmente malos si no se retorcieran de dolor de amarse, si sus huesos no sintieran la proximidad del encuentro como los ancianos sienten las tormentas en sus articulaciones.
Los sexos palpitan frenéticamente y se aferran a las paredes dejando rastros de si mismos. El placer es paranoia entre sus dedos.
Hay llagas de amor en sus labios, el deseo muerde la propia carne deseando que fuera la que ama.
Están malditos de un amor ancestral y viejo como el universo.
Nadie puede explicar el hecho, nadie puede culparlos de su naturaleza, de lo que son, de lo que hacen, de lo que necesitan. No son culpables de necesitarse, no son culpables de sentir por encima de todos los seres, las cosas, los lugares y los tiempos, el estar juntos toda la eternidad. Aunque mueran.
No son malos, sólo quieren descansar, ella necesita el pecho donde cobijar y llorar siglos de necesidad. Él necesita ser su hombre, necesita bañarse en su esencia porque su piel se escama deshidratada. Porque su naturaleza exige protegerla para cumplir una atávica y genética misión. Ella es dulce como la miel y suave como el pelaje del visón que descansa ensangrentado en sus manos de cazador. Debería haber un animal cazado...
La mano suave de la que ama aferra su miembro y su animalidad despierta, milenaria, brutal. Se rebela en los dedos amados y se sacude con violencia.
Él es robusto, es cálido y la potencia de su corazón es sólo el preludio de una pasión desbocada. Ella aprieta con tanta fuerza sus manos en sus hombros que una gota de sangre se escurre por las uñas y él cierra los ojos ante la presión liberada. Ante el desahogo de esa sangre que mana ahora como un río de amor sereno.
El dedo rudo acaricia suave las crestas de su sexo y su cuello se estira exponiéndose indefenso a los labios de quien la acaricia a su espalda. El placer late en la cima de sus pechos.
Se necesitan.
Necesitan el cuerpo y el alma. Las lágrimas y las risas.
La felicidad y la pena.
No son delicados, lo quieren todo.
Y no es por querer, es porque se necesitan para seguir viviendo.
Se les puede perdonar su ofensa al mundo, sólo quieren vivir conforme al mito que son.
Son necesitados.


Iconoclasta
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